David Copperfield (111 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—El elefante embiste cuando se dirige hacia un objeto —dijo míster Omer guiñándome un ojo—. ¡A la una, elefante, a las dos y a las tres!…

A esta señal, el pequeño elefante, con una agilidad que era maravillosa en un animal tan pequeño, dio la vuelta entera al sillón de míster Omer, lo empujó y lo metió dentro del gabinete, sin tocar la puerta. Míster Omer, indescriptiblemente regocijado por esta maniobra, me miraba, al pasar, como si fuera una salida triunfante de los esfuerzos de su vida.

Después de haber dado una vuelta por la ciudad fui a casa de Ham. Peggotty se había trasladado allí para estar mejor y había alquilado la suya al sucesor en los negocios de Barkis, que le había pagado muy bien el traspaso, quedándose con el carro y el caballo. Me parece que era el mismo caballo lento que Barkis solía conducir.

Los encontré en una cocina muy limpia, acompañados de mistress Gudmige, a quien había sacado del viejo barco el mismo míster Peggotty. Dudo que cualquier otro hubiera podido inducirla a abandonar su puesto. Indudablemente les había contado ya todo. Peggotty y mistress Gudmige se secaban los ojos con el delantal, y Ham acababa de salir para dar una vuelta por la playa. Volvió enseguida y pareció muy contento de verme. Creo que todos estaban más a gusto de verme a mí allí. Hablamos con una fingida alegría de lo rico que míster Peggotty se iba a hacer en el nuevo país y de las maravillas que nos describiría en sus cartas. No mencionamos a Emily; pero más de una vez hicimos alusión a ella. Ham era el más sereno de toda la reunión.

Pero Peggotty me dijo, cuando me fue alumbrando hasta un cuartito donde el libro de los cocodrilos me aguardaba encima de una mesa, que Ham era siempre el mismo. Ella creía (me lo dijo llorando) que estaba desconsoladísimo, aunque estaba tan lleno de ánimo como de dulzura y hacía un trabajo más duro y mejor que todos los constructores de barcos en una yarda a la redonda. A veces, me dijo, había tardes en que hablaban de Emily; pero siempre la mencionaba como niña, nunca como mujer.

Me pareció leer en la cara del joven que quería hablarme a solas, y decidió encontrarme en su camino a la tarde siguiente cuando volviera del trabajo. Habiendo resuelto esto, me quedé dormido. Aquella noche, por primera vez desde hacía mucho tiempo, apagaron la luz que iluminaba la ventana; míster Peggotty se balanceó en su vieja hamaca, y el viento gemía como otras veces alrededor de su cabeza.

Todo el día siguiente estuvo ocupado en arreglar su bote de pesca y las redes, en empaquetar y mandar a Londres todos los pequeños efectos domésticos que creía necesarios y en deshacerse de lo demás o regalárselo a mistress Gudmige. Ésta estuvo con él todo el día. Como tenía un triste deseo de volver a ver el antiguo lugar antes de que lo cerraran, les propuse ir allí por la tarde; pero lo arreglé de modo para poder estar antes con Ham.

Era fácil encontrarlo, pues sabía dónde trabajaba; me lo encontré en un sitio solitario del arenal, que yo sabía que tenía que atravesar, y volví con él para que tuviera ocasión de hablarme si realmente quería hacerlo. No me engañó la expresión de su cara. No habíamos andado apenas cuando dijo sin mirarme:

—Señorito Davy, ¿la ha visto usted?

—Sólo un momento, mientras estaba desvanecida —le respondí suavemente.

Anduvimos un poco más y dijo:

—Señorito Davy, ¿cree usted que la volverá a ver?

—Quizá sea demasiado doloroso para ella —dije.

—Ya lo había pensado —añadió—; es probable, sí, señor; es probable.

—Pero, Ham —le dije dulcemente—, si hay algo que yo pueda escribirle de tu parte, en el caso de que no se lo pueda decir; si hay algo que quieras hacerle saber, lo consideraré como un deber sagrado.

—Lo sé, y se lo agradezco muchísimo. En efecto, hay algo que yo quisiera que le dijeran o le escribieran.

—¿Qué es?

Anduvimos un rato en silencio y continuó:

—No se trata de decirle que la perdono; de eso no hay por qué hablar. Lo que quiero es pedirle que me perdone a mí por haberle impuesto mi cariño. Muchas veces pienso que si no me hubiera prometido su mano hubiese tenido la bastante confianza, por amistad, para contarme lo que luchaba interiormente, y me habría consultado, y quizá hubiese podido salvarla.

Le estreché la mano.

—¿Es eso todo?

—Aún hay algo —añadió—, si es que puedo decirlo.

Seguimos andando un poco antes de que volviera a hablar.

No es que llorase durante las pausas, que expresaré por puntos. Solamente se concentraba en sí mismo para hablar con mayor sencillez.

—La amaba (y amo su memoria) muy profundamente para hacerle creer que soy dichoso… Yo no podría ser dichoso más que olvidándola, y no creo que pueda soportar que le dijeran semejante cosa. Pero si usted que es tan discreto, señorito Davy, pudiera pensar algo para hacerla creer que no estoy enfadado… que la sigo queriendo… y que la compadezco… ; algo para hacerla creer que no estoy hastiado de mi vida… y que, por el contrario, espero verla un día, sin reproches, allí donde los malos dejan descansar a los buenos y se encuentra el reposo… Algo que pudiera tranquilizar su pena sin hacerla creer que yo pueda llegar nunca a casarme, ni que otra pueda ocupar jamás el lugar que ella ocupaba… Yo le pediría… le dijese que no dejo de rogar por ella, que tan querida me era…

Estreché de nuevo su mano de hombre y le dije que me encargaba de hacer lo mejor posible o que él quería.

—Muchas gracias, señorito —respondió—. Ha sido muy amable por su parte al venir a buscarme, como también al acompañar a mi tío hasta aquí. Señorito Davy, sé muy bien que no le volveré a ver, aunque mi tía quiere ir a Londres, antes de que partan, para despedirlos. Estoy seguro; no lo decimos, pero así será, y más vale que así sea. Cuando la vea por última vez (la última), ¿querrá darle las gracias del huérfano para el que fue más que un padre?

También le prometí cumplir esto fielmente.

—Muchas gracias una vez más —dijo, dándome cordialmente la mano—; ya sé dónde va usted. ¡Adiós!

Agitando las manos, como para explicarme que no podía entrar en aquel sitio, dio media vuelta.

Al seguirle con la vista, cruzando aquel desierto a la luz de la luna, le vi volver la cara hacia una faja de luz plateada, que brillaba en el mar, y pasar mirándola hasta que no fue más que una sombra en la distancia.

La puerta de la casa-barco estaba abierta cuando me acerqué, y al entrar la encontré vacía de mobiliario, salvo un viejo cofre sobre el que estaba sentada mistress Gudmige, con una cesta en las rodillas y mirando a míster Peggotty. Éste apoyaba un codo en la chimenea, mirando algunas brasas mortecinas; pero levantó la cabeza al entrar yo y habló de un modo jovial.

—¡Ah! ¿Viene usted a despedirnos, como prometió? —dijo levantando la vela—. Está esto muy desnudo, ¿verdad?

—Efectivamente, han aprovechado ustedes el tiempo —respondí.

—Sí; no hemos estado ociosos. Mistress Gudmige ha trabajado como un… no sé como quién ha trabajado mistress Gudmige —dijo míster Peggotty mirándola, sin haber podido encontrar un símil satisfactorio.

Mistress Gudmige, inclinada sobre su cesta, no hizo ninguna observación.

—Ahí tiene usted el mismo cofre sobre el que se sentaba usted al lado de Emily —dijo míster Peggotty en un murmullo—. Lo voy a llevar conmigo a última hora; y ahí está su cuartito, señorito Davy, tan vacío que no puede estar más.

El viento, aunque flojo, sonaba solemnemente, rodeando la casa desierta de un murmullo de tristeza.

Todo había desaparecido, incluso el espejito con marco de conchas. Me acordé de cuando me acosté allí mientras se hizo el primer cambio grande en mi casa. Pensé en la criatura de ojos azules que me había encantado. Pensé en Steerforth, y una loca y deliciosa ilusión me hizo creer que estaba allí mismo y que se le podría encontrar en cuanto quisiera.

—Pasará tiempo —dijo míster Peggotty en voz baja hasta que el barco tenga nuevos inquilinos. Lo miran como cosa maldita.

—¿Pertenece a alguien de la vecindad? —pregunté.

—A un constructor de mástiles del pueblo —dijo míster Peggotty—. Voy a darle la llave esta noche.

Miramos en el otro cuartito y volvimos al lado de mistress Gudmige, que continuaba sentada en el cofre. Míster Peggotty puso la luz en la chimenea y le rogó que se levantara para sacar el cofre antes de que se apagara la vela.

—Daniel —dijo de repente mistress Gudmige, dejando el cesto y colgándose de su brazo—, mi querido Daniel, las palabras de despedida que se me ocurren es que no quiero separarme de vosotros. No me dejéis aquí. ¡Por Dios, no me dejéis!

Míster Peggotty, asustado, miraba a mistress Gudmige, y luego a mí, y después de mí a mistress Gudmige, como si despertase de un sueño.

—No me dejéis, querido Daniel, no me dejéis —repetía mistress Gudmige con fervor—. Llévame contigo, Daniel, llévame con Emily. Seré vuestra criada fiel y leal. Si hay esclavos en la tierra donde vais, seré yo una de vuestras esclavas, y muy dichosa de serlo; pero no me dejéis, Daniel, por favor.

—Amiga mía —dijo míster Peggotty moviendo la cabeza—, no sabe usted lo largo que es el viaje y lo penosa que será allí la vida.

—Sí, ya lo sé, Daniel, me lo figuro —gritaba mistress Gudmige—; pero mis últimas palabras bajo este techo son que me volveré a esta casa y aquí me moriré si no me lleváis con vosotros. Sé labrar, Daniel, puedo trabajar; puedo vivir una vida penosa, y puedo ser cariñosa y paciente más de lo que te figuras, Daniel. Si quisieras probar. No tocaré tu renta aunque me esté muriendo de necesidad, Daniel Peggotty; pero iré contigo y con Emily aunque me llevéis al fin del mundo. Sé muy bien lo que es. Sé que pensáis que soy taciturna y gruñona; pero, querido mío, ya no soy como antes. No en balde he estado aquí pensando y meditando en vuestras desgracias. Señorito Davy, ¡háblele usted por mí! Conozco sus costumbres y las de Emily, y sé sus penas, y podré consolarlos algunas veces y trabajar siempre por ellos. Daniel, querido Daniel, ¡déjame ir contigo!

Y mistress Gudmige cogía su mano y la besaba con una familiaridad cariñosa y afectuosa, en un arrebato de devoción y gratitud que bien se lo merecía.

Sacamos el cofre, apagamos la vela, cerrarnos por fuera la puerta y abandonamos el barco, que quedó como un espectro negro en la noche tormentosa. Al día siguiente, cuando volvíamos a Londres en la baca de la diligencia, mistress Gudmige y su cesta estaban instaladas en el asiento trasero, y mistress Gudmige se sentía tan dichosa…

Capítulo 12

Asisto a una explosión

Cuando llegó la víspera del día para el cual míster Micawber nos había dado una cita tan misteriosa, consultamos mi tía y yo la manera de proceder, pues mi tía no tenía ganas de separarse de Dora. ¡Oh con qué facilidad transportaba ya a Dora en mis brazos de un lado a otro!

A pesar del deseo expresado por míster Micawber, estábamos decididos a que mi tía se quedara en casa y que le representara míster Dick. En una palabra, lo teníamos ya decidido así, cuando Dora nos lo trastornó de nuevo, declarando que nunca se perdonaría a sí misma ni a la mala persona de su marido, si mi tía, bajo cualquier pretexto, se quedaba allí.

—No le dirigiré la palabra —dijo Dora a mi tía sacudiendo los rizos—. Estaré insoportable. Haré que Jip le esté ladrando todo el día. Si no va usted, me convenceré de que es una vieja gruñona.

—¡Bah, bah, Capullito! —dijo mi tía riéndose—. ¡Ya sabes que no puedes hacer nada sin mí!…

—Sí que puedo —contestó Dora—. Y no me hace usted ninguna falta. Durante todo el día no sube ni baja una vez por verme. Nunca se sienta a mi lado, ni me cuenta cuentos de Doady, de cómo tenía los zapatos rotos y cómo estaba cubierto de polvo el pobrecito. Nunca hace usted nada por darme gusto, ¿verdad?

Dora se apresuró a besar a mi tía, y dijo:

—Sí, sí que lo hace; lo digo en broma. (Por temor de que mi tía tomara la cosa en serio.)

—Pero, tía —continuó Dora en tono mimoso—, escúcheme usted bien. Tiene usted que ir; le atormentaré hasta que haga lo que yo quiero, y le haré pasar muy malos ratos a ese chico si no la convence. Me pondré insoportable, y Jip lo mismo. Y si no se va, no la dejaré un momento tranquila, para que le pese el no haberse marchado. Además —dijo Dora echándose el pelo hacia atrás y mirándonos con inquietud—, ¿por qué no han de ir ustedes? ¿Es que estoy muy enferma? ¿Verdad?

—¡ Vaya una pregunta! —exclamó mi tía.

—¡Qué idea! —dije yo.

—Sí; ya sé que soy una tontuela —dijo Dora mirándonos fijamente a uno y a otro y ofreciéndonos sus labios para que la besáramos, mientras se tendía en la cama—. Bueno; si es así, tenéis que marcharos los dos, y si no, no les creeré, y eso me hará llorar.

Vi en la expresión de mi tía que empezaba a ceder, y Dora también lo vio y se puso muy contenta.

—Volverán con tantas cosas que contarme, que me hará falta lo menos una semana para comprenderlas —dijo Dora—. Porque ya sé que no lo entenderé en mucho tiempo si hay negocios en ello. Y seguramente habrá algún negocio. Y si además hay algo que sumar, no sé cómo me las voy a arreglar; y este malo estará todo el tiempo fastidiando. Así, pues, se marcharán ustedes, ¿verdad? No estarán fuera más que una noche, y entre tanto Jip me cuidará. Doady me subirá antes de que se marchen, y no bajaré hasta que vuelvan. Llevarán a Agnes una carta mía llena de reproches porque no viene a vernos.

Sin más comentarios decidimos que nos marcharíamos los dos y que Dora era una impostora infantil que fingía estar muy mala para que la mimasen. Estaba muy contenta, y mi tía, míster Dick, Traddles y yo nos fuimos aquella noche a Canterbury, en la diligencia de Dover.

En el hotel en que míster Micawber nos rogó que le esperásemos, y al que llegamos a media noche, después de algunas molestias; encontré una carta suya diciéndome que aparecería a la mañana siguiente, a las nueve y media en punto. Después de eso fuimos todos, tiritando, a esa hora intempestiva, a acostarnos en nuestras respectivas camas, pasando a través de estrechos pasillos que olían como si durante años enteros hubieran estado metidos en una disolución de sopa y estiércol.

A la mañana siguiente, muy temprano, vagaba yo por aquellas viejas calles tranquilas, confundido otra vez con las sombras de los claustros venerables y de las iglesias. Los cuervos seguían planeando sobre las torres de la catedral, y las torres mismas, que dominaban toda la rica región de los contornos, con sus graciosos arroyos, parecían hendir el aire matinal como si nada hubiera cambiado en la tierra. Sin embargo, las campanas al sonar me decían tristemente el cambio de todas las vacas de este mundo, y me recordaban su propia vejez y la juventud de mi querida Dora; me contaban la vida de todos los que habían pasado cerca de ellas, que jamás envejecieron, que vivieron, amaron, murieron mientras que el sonido plañidero resonaba en la armadura enmohecida del Príncipe Negro, para perderse después en el espacio, como un círculo que se forma y desaparece en la superficie de las aguas.

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