David Copperfield (113 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—¿Le parece a usted bonito, míster Copperfield, usted, que siempre ha estado orgulloso de su honor y de todo lo demás, el venir a espiarme y sobornar a mi empleado? Si hubiera sido yo, no tendría nada de extraño, porque no me tildo de caballero (aunque nunca he vagado por las calles, como usted lo hacía, según cuenta Micawber); pero siendo usted, ¿no le da vergüenza hacerlo? ¿No supone usted lo que yo puedo hacer a cambio? Hacerle perseguir por complot, etcétera, etcétera. Muy bien. Ya veremos. Y usted, caballero, no sé cómo iba usted a hacer unas preguntas a Micawber. Aquí tiene a su interlocutor. ¿Por qué no le hace usted hablar? Por lo que veo, se sabe la lección de memoria.

Viendo que lo que decía no me causaba ningún efecto, ni a ninguno de nosotros, se sentó en el borde de la mesa, con las manos en los bolsillos y las piernas cruzadas, y esperó con expresión resuelta los acontecimientos.

Míster Micawber, cuyo ímpetu me costó trabajo dominar, y que ya había varias veces pronunciado la primera sílaba de la palabra «bribón» , sin que yo se la dejase terminar, estalló al fin, sacó del chaleco la larga regla (probablemente destinada a servirle de arma defensiva) y del bolsillo un documento voluminoso, plegado en forma de carta. Abrió aquel paquete con expresión dramática, lo contempló con admiración, como si estuviese encantado de su talento de autor, y empezó a leer lo que sigue:

Querida miss Trotwood y señores:

—¡Válgame Dios! —exclamó mi tía en voz baja—. Si se tratara de un recurso en gracia por un crimen capital gastaría toda una resma de papel en su petición.

Míster Micawber, sin oírla, continuó:

Aparezco ante ustedes para denunciar al mayor sinvergüenza que ha existido —míster Micawber, sin levantar la vista de la carta, apuntó con la regla, como si fuese la cachiporra de un aparecido, a Uriah Heep—, y les pido consideraciones para mí. Víctima desde mi cuna de deficiencias pecuniarias, a las cuales me ha sido imposible responder siempre, he sido el juguete de las más tristes circunstancias. Ignominia, desesperación y locura han sido, juntas o por separado, las compañeras de mi triste vida.

La satisfacción con que míster Micawber se describía a sí mismo como una presa de aquellas viles calumnias se podrá únicamente igualar con el énfasis con que leía su carta y la clase de homenaje que le rendía con un movimiento de cabeza cuando creía llegar a una frase enérgica.

En una acumulación de ignominia, miseria, desesperación y locura, entré en esta oficina (o, como dirían nuestros vecinos los galos, en este
bureau
), cuya firma nominal es Wickfield y Heep; pero, en realidad, dirigida por Heep únicamente. Heep y solamente Heep es el gran resorte de esta máquina. Heep y solamente Heep es el falsificador y el chantajista.

Uriah, más azul que blanco a estas palabras, se abalanzó sobre la carta como para hacerla pedazos. Míster Micawber, por un milagro de destreza o de suerte, cogió al vuelo sus dedos con la regla y le inutilizó la mano derecha. Él se agarró el puño como si se lo hubieran roto. El golpe sonó como si hubiera caído sobre madera.

—¡Que el diablo lo lleve! —dijo Uriah retorciéndose de dolor—. ¡Ya me las pagarás!

—Intente usted acercarse otra vez… infame Heep —exclamó míster Micawber—, y si su cabeza es humana, la hago astillas. ¡Acérquese! ¡Acérquese!

Creo que nunca he visto cosa más ridícula (me daba perfecta cuenta aun entonces) que míster Micawber haciendo molinetes con la regla y gritando «¡acérquese!», mientras que Traddles y yo le empujábamos a un rincón, de donde trataba de salir en cuanto podía, haciendo unos esfuerzos sobrehumanos.

Su enemigo, murmurando para sí, después de frotarse la mano dolorida, sacó lentamente el pañuelo y se la vendó; luego la apoyó en la otra mano y se sentó encima de la mesa, con aire taciturno y mirando al suelo.

Cuando míster Micawber se apaciguó lo suficiente prosiguió la lectura de la carta:

Los honorarios, en consideración de los cuales entré al servicio de Heep —continuó, parándose siempre antes de esta palabra para proferirla con más vigor—, no habían sido fijados, aparte del jornal de veintidós chelines y seis peniques por semana. El resto fue dejado al contingente de mis facultades profesionales o, dicho de otra manera más expresiva, a la bajeza de mi naturaleza, a los apetitos de mis deseos, a la pobreza de mi familia, y, en general, al parecido moral o, mejor dicho, inmoral entre Heep y yo. No necesito decir que pronto me fue necesario solicitar de Heep adelantos pecuniarios para ayudar a las necesidades de mistress Micawber y de nuestra desdichada y creciente familia. ¿Debo decir que esas necesidades habían sido previstas por Heep? ¿Que esos adelantos eran asegurados por letras y otros reconocimientos semejantes, dadas las instituciones legales de este país? ¿Y que de ese modo me cogió en la telaraña que había tejido para mi admisión?

La satisfacción que sentía míster Micawber por sus facultades epistolares al describir este estado de cosas desagradables parecía aligerar la tristeza y ansiedad que la realidad le causaba. Continuó leyendo:

Entonces fue cuando Heep empezó a favorecerme con las confidencias necesarias para que le ayudara en las combinaciones infernales. Entonces fue cuando empecé (para expresarme como Shakespeare) a decaer, a languidecer y desfallecer. Me utilizaba constantemente para cooperar en falsificaciones de negocios y para engañar a un individuo, al cual le designaré como míster W. Se le engañaba por todos los medios imaginables. Entre tanto, el ladrón de Heep demostraba una amistad y gratitud infinitas al engañado caballero. Esto estaba bastante mal; pero, como observa el filósofo danés, con esa universal oportunidad que distingue el ilustre ornato de la Era de Elisabeth, «lo malo siempre queda atrás».

Míster Micawber se quedó tan entusiasmado con aquella cita feliz, que, bajo pretexto de haberse perdido, se obsequió y nos obsequió con una segunda lectura del párrafo:

No es mi intención —continuó leyendo— el entrar en una lista detallada en la presente epístola (aunque ya está anotado en otro lugar) de los diferentes fraudes de menor cuantía que afectan al individuo a quien he designado con el nombre de míster W. y que he consentido tácitamente. Mi objetivo cuando dejé de discutir conmigo mismo la dolorosa alternativa en que me encontraba de aceptar o no sus honorarios, de comer o morirme, de vivir o dejar de existir, fue aprovecharme de toda oportunidad para descubrir y exponer todas las fechorías cometidas por Heep en detrimento de ese desgraciado señor. Estimulado por una silenciosa voz interior y por la no menos conmovedora voz exterior que nombraré como miss W., me metí en una labor no muy fácil de investigación clandestina, prolongada ahora, a mi entender, sobre un período pasado de doce meses.

Leyó este párrafo como si hubiera sido un acta del Parlamento, y pareció agradablemente refrescado por el sonido de sus palabras.

Mis cargos contra Heep —dijo mirando a Uriah y colocando la regla en una posición conveniente debajo del brazo izquierdo, para caso de necesidad— son los siguientes.

Todos contuvimos la respiración, y me parece que Uriah más que los demás.

Primero —dijo míster Micawber—: Cuando las facultades intelectuales y la memoria de míster W. se tomaron, por causas que no es necesario mencionar, débiles y confusas, Heep, con toda intención, embrolló y complicó las transacciones oficiales. Cuando míster W se encontraba incapacitado para los negocios, Heep le obligaba a que se ocupara de ellos. Consiguió la firma de míster W para documentos de gran importancia, haciéndole ver que no tenían ninguna. Indujo a míster W a darle poder para emplear una suma importante, ascendiendo a doce mil quinientas catorce libras, dos chelines y nueve peniques, en unos pretextados negocios a su cargo y unas deficiencias que estaban ya liquidadas.

En todo ello hizo aparecer intenciones que no habían existido nunca. Empleó el procedimiento de poner todos los actos poco honorables a cargo de míster W, y luego, con la menor delicadeza, se aprovechó de ello para torturar y obligar a míster W a cederle en todo.

—Tendrá usted que demostrar todo eso, Micawber —dijo Uriah, sacudiendo la cabeza con aire amenazador—; a todos les llegará su hora.

—Míster Traddles, pregunte usted a Heep quién ha vivido en esta casa además de él —dijo míster Micawber interrumpiendo su lectura—. ¿Quiere usted?

—Un tonto, y sigue viviendo todavía —dijo Uriah desdeñosamente.

—Pregunte usted a Heep si por casualidad no ha tenido cierto memorándum en esta casa —dijo Micawber—. ¿Quiere usted?

Vi cómo Uriah cesó de repente de rascarse la barbilla.

—O si no, pregúntele usted —dijo Micawber— si no ha quemado uno en esta casa. Si dice que sí y le pregunta usted dónde están las cenizas, diríjase usted a Wilkins Micawber, y entonces oirá algo que no le agradará mucho.

El tono triunfante con que dijo míster Micawber estas palabras tuvo un efecto poderoso para alarmar a la madre, que gritó agitadamente:

—¡Ury, Ury! ¡Sé humilde y trata de arreglar el asunto, hijo mío!

—Madre —replicó él—, ¿quiere usted callarse? Está usted asustada y no sabe lo que se dice. ¡Humilde! —repitió, mirándome con maldad—. ¡He humillado a muchos durante mucho tiempo, a pesar de «mi humildad»!

Míster Micawber, metiendo lentamente su barbilla en la corbata, continuó leyendo su composición:

Segundo: Heep, en muchas ocasiones, según me he informado, sabido y creído…

—¡Vaya unas pruebas! —dijo Uriah tranquilizándose—. Madre, esté usted tranquila.

—Ya pensaremos en encontrar dentro de muy poco algunas que valgan y que le aniquilen, caballero —contestó míster Micawber.

Segundo: Heep, en muchas ocasiones, según me he informado, sabido y creído, ha falsificado, en diversos escritos, libros y documentos, la firma de míster W., y particularmente en una circunstancia que puedo atestiguar. Por ejemplo, del modo siguiente, a saber:

De nuevo míster Micawber saboreó este amontonamiento de palabras, cosa que generalmente le era muy peculiar. Lo he observado en el transcurso de mi vida en muchos hombres. Me parece que es una regla general. Tomando por ejemplo un asunto puramente legal, los declarantes parecen regocijarse muchísimo cuando logran reunir unas cuantas palabras rimbombantes para expresar una idea, y dicen, por ejemplo, que odian, aborrecen y abjuran, etc., etc. Los antiguos anatemas estaban basados en el mismo principio. Hablamos de la tiranía de las palabras, pero también nos gusta tiranizarlas, nos gusta tener una colección de palabras superfluas para recurrir a ellas en las grandes ocasiones; nos parece que causan efecto y que suenan bien. Así como en las grandes ocasiones somos muy meticulosos en la elección de criados, con tal de que sean suficientemente numerosos y vistosos, así, en este sentido, la justeza de las palabras es una cuestión secundaria con tal de que haya gran cantidad de ellas y de mucho efecto.

Y del mismo modo que las gentes se crean disgustos por presentar un gran número de figurantes, como los esclavos, que cuando son demasiado numerosos se levantan contra sus amos, así podría citar yo una nación que se ha acarreado grandes disgustos, y que se los acarreara aun mayores, por conservar un repertorio demasiado rico en vocabulario nacional.

Míster Micawber continuó su lectura, poco menos que lamiéndose los labios:

Por ejemplo, del modo siguiente, a saber: estando míster W. muy enfermo, y siendo lo más probable que su muerte trajera algunos descubrimientos propios para destruir la influencia de Heep sobre la familia W (a menos que el amor filial de su hija nos impidiera hacer una investigación en los negocios de su padre), yo, Wilkins Micawber, abajo firmante, afirmo que el susodicho Heep juzgó prudente tener un documento de míster W, en el que se establecía que las sumas antes mencionadas habían sido adelantadas por Heep a míster W para salvarle a éste de la deshonra, aunque realmente la suma no fue nunca adelantada por él y había sido liquidada hacía tiempo. Este documento, firmado por míster W y atestiguado por Wilkins Micawber, era combinación de Heep. Tengo en mi poder su agenda, con algunas imitaciones de la firma de míster W., un poco borradas por el fuego, pero todavía legibles. Y yo jamás he atestiguado ese documento. Es más, tengo el mismo documento en mi poder.

Uriah Heep, sobresaltado, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió cierto cajón; pero, cambiando repentinamente de idea, se volvió hacia nosotros, sin mirar dentro.

—Y tengo el documento —leyó de nuevo míster Micawber, mirándonos como si fuera el texto de un sermón— en mi poder; es decir, lo tenía esta mañana temprano, cuando he escrito esto; pero desde entonces lo he transmitido a míster Traddles.

—Es completamente cierto —asintió Traddles.

—¡Ury, Ury! —gritó la madre—. Sé humilde y arréglate con estos señores. Yo sé que mi hijo será humilde, caballeros, si le dan ustedes tiempo para que lo piense. Míster Copperfield, estoy segura de que usted sabe que ha sido siempre muy humilde.

Era curioso ver cómo la madre usaba las antiguas artimañas, después de que el hijo las había abandonado como inútiles.

—Madre —dijo él mordiendo con impaciencia el pañuelo en que tenía envuelta la mano—. Mejor harías cogiendo un fusil y descargándolo contra mí.

—Pero yo lo quiero, Uriah —exclamó mistress Heep; y no dudo de que así fuera, por muy extraño que esto pueda parecer, pues eran tal para cual—, y no puedo soportar el oírte provocar a esos señores y ponerte todavía más en peligro. enseguida he dicho a los señores, cuando me han dicho arriba que todo se había descubierto, que yo respondía de que tú serías humilde y que cederías. ¡Oh, señores; miren cuán humilde soy y no hagan caso de él!

—Pero ¡madre!; ahí está Copperfield —contestó furioso, apuntándome con su flaco dedo; todo su odio lo dirigía contra mí, como si fuera yo el promotor del descubrimiento, y no le desengañé—, ahí está Copperfield, que te hubiera dado cien libras por decir menos de todo lo que estás soltando.

—¡No lo puedo remediar, Ury! —gritó su madre—. No puedo verte correr un peligro así llevando la cabeza tan alta.

Es mucho mejor que seas humilde, como siempre lo has sido.

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