David Copperfield (116 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

No voy ahora a describir mi estado de ánimo bajo el peso de aquella desgracia. Pensaba que el porvenir no existía para mí; que la energía y la acción se me habían terminado, y que no podría encontrar mejor refugio que la tumba. Digo que llegué a pensar en todo esto; pero no fue en el primer momento de mi pena. Aquellas ideas fueron germinando poco a poco en mí. Si los acontecimientos que voy a narrar ahora no me hubieran envuelto desde el primer instante, distrayendo mi aflicción, y más tarde aumentándola, es posible (aunque no lo creo probable) que hubiese caído enseguida en aquel estado. Pero hubo un intervalo antes de que me diera cuenta bien de toda mi desgracia; un intervalo durante el cual hasta supuse que sus más agudos sufrimientos habían pasado ya y en el que pude consolar mi memoria, descansándola en todo lo más hermoso e inocente de la tierna historia que se me había cerrado para siempre.

Todavía hoy no sé cuándo se habló por primera vez de que yo debía ir al continente, ni cómo llegamos a estar todos de acuerdo en que debía buscar el restablecimiento de mi calma en el cambio y los viajes. El espíritu de Agnes dominaba de tal modo todo lo que pensamos, dijimos e hicimos en aquella época de tristeza, que puedo achacar el proyecto a su influencia. Pero aquella influencia era tan serena, que ya no sé más.

Y ahora pienso que mi modo de asociarla en la infancia con la vidriera de la iglesia era como una visión profética de lo que iba a ser para mí en la desgracia que debía agobiarme un día. En efecto; desde el momento inolvidable en que se presentó ante mí, con la mano levantada, su presencia fue como la de una santa en mi solitaria morada: y cuando el ángel de la muerte entró en ella, mi «mujer-niña» se durmió con una sonrisa sobre su pecho. Me lo contaron cuando ya pude soportar el oírlo.

De mi inconsciencia desperté para ver sus lágrimas de compasión, para oír sus palabras de esperanza y de paz, para ver su dulce rostro inclinado, como desde una región más pura y más cercana al cielo, sobre mi indisciplinado corazón, dulcificando sus dolores.

Pero voy a proseguir mi relato.

Iba a marcharme para el continente. Esto parecía cosa decidida desde el primer momento. La tierra cubría ya los restos mortales de mi mujercita, y sólo esperaba por lo que míster Micawber llamaba la «pulverización final de Heep» y «la marcha de los emigrantes».

Volvimos a Canterbury, llamados por Traddles (el más cariñoso y mejor de los amigos en mi desgracia), mi tía, Agnes y yo, y nos citamos todos en casa de míster Micawber; allí y en casa de míster Wickfield había estado trabajando sin cesar mi amigo desde nuestra reunión «explosiva» . Cuando la pobre mistress Micawber me vio entrar de luto, lo sintió muy sinceramente. Había mucha bondad en el corazón de mistress Micawber que no le había sido arrancada en el transcurso de los años.

—Muy bien, míster y mistress Micawber —saludó mi tía en cuanto nos sentamos—. ¿Hacen ustedes el favor de decirme si han pensado bien en mi proposición de emigrar'?

—Querida señora —contestó míster Micawber—, quizá no pueda expresar mejor la conclusión a la que mistress Micawber, su humilde servidora, y puedo añadir nuestros hijos, hemos junta y separadamente llegado, sino, adoptando el lenguaje de un ilustre poeta, contestando que nuestro bote está en la playa y nuestra barca está en el mar.

—Eso está muy bien —dijo mi tía—. Auguro toda clase de cosas buenas por esta decisión tan sensata.

—Señora, nos honra usted mucho —afirmó. Y enseguida, consultando el memorándum, dijo: —Respecto a la ayuda pecuniaria que nos permita lanzar nuestra frágil canoa sobre el océano de las empresas, he vuelto a considerar detenidamente este punto importante del negocio, y me atrevo a proponer mis notas de mano, hechas (no necesito decirlo) en papel timbrado, como lo requieren varios actos del Parlamento relativos a estas garantías. Ofrezco el reembolso a dieciocho, veinticuatro y treinta meses. La proposición que primeramente expuse era doce, dieciocho y veinticuatro meses; pero temí no tener tiempo suficiente para reunir la cantidad necesaria. Podría suceder —dijo míster Micawber, mirando alrededor de la habitación, como si representara varios cientos de áreas de tierra cultivada— que al primer vencimiento no hubiéramos tenido éxito en nuestra cosecha, o no la hubiéramos recogido aún. Creo que la labor es difícil en esa parte de nuestras posesiones coloniales, donde nos será forzoso luchar contra la tierra inculta.

—Arréglelo usted como quiera —dijo mi tía.

—Señora —contestó él—, mistress Micawber y yo estamos profundamente agradecidos por la consideración y bondad de nuestros amigos y patronos. Lo que deseo es poder ser exactamente puntual y un perfecto negociante. Volviendo, como estamos a punto de volver, una hoja completamente nueva, y retrocediendo, como estamos ahora en el acto de retroceder, hacia una primavera de tranquilidad no común, es importante para mi sentido de la dignidad, además de ser un ejemplo para mi hijo, que estos arreglos se hagan entre nosotros como de hombre a hombre.

No sé qué sentido prestaría míster Micawber a esta última frase; no creo que ninguno de los que la emplearon se lo haya dado nunca; pero a él le gustó mucho y la repitió, con una tos expresiva: «como de hombre a hombre» .

—Propongo —continuó míster Micawber— pagarés; están muy en uso en el mundo comercial, y creo que debemos su origen a los judíos, que me parece han tenido mucho que ver con ello desde entonces, y los propongo porque son negociables. Pero si una letra o cualquier otra garantía es preferida, me sentiré dichoso conformándome a lo que ustedes decidan sobre ello, «como de hombre a hombre».

Mi tía observó que en el caso en que estaban las dos partes, de convenir en cualquiera cosa que fuera, estaba segura de que no habría dificultades para resolver aquel punto. Míster Micawber fue de su misma opinión.

—En cuanto a nuestras preparaciones domésticas, señora —dijo míster Micawber con alguna vanidad—, para hacer frente al destino a que debemos consagrarnos, pido permiso para referirlas. Mi hija mayor va todas las mañanas, a las cinco, a un establecimiento cercano para adquirir el talento (si se puede llamar así) de ordeñar vacas. Mis hijos más pequeños tienen instrucciones para que observen, tan de cerca como las circunstancias se lo permitan, las costumbres de los cerdos y aves de corral que hay en los barrios más pobres de esta ciudad; persiguiendo este objetivo, los han traído a casa en dos ocasiones a punto de ser atropellados. Yo mismo he prestado alguna atención, durante la semana pasada, al arte de fabricar pan; y mi hijo Wilkins se ha dedicado a conducir, con un cayado, el ganado, cuando se lo permiten los zafios que lo cuidan. Los ayudaba voluntariamente; pero siento decir que no era muy a menudo, porque generalmente le insultaban con palabrotas, para que desistiera.

—Muy bien, muy bien —dijo mi tía para animar—. No dudo que mistress Micawber también habrá tenido algo que hacer…

—Querida señora —contestó mistress Micawber con su expresión atareada—, le confieso que no me he dedicado activamente a nada que se relacione directamente con el cultivo y el almacenaje, a pesar de estar enterada de que ello ha de reclamar mi atención en playas extrañas. Todas las oportunidades que he podido restar a mis quehaceres domésticos las he consagrado a una correspondencia algo extensa con mi familia; porque me parece a mí, mi querido míster Copperfield —dijo mistress Micawber, que siempre se volvía hacia mí (supongo que por su antigua costumbre de pronunciar mi nombre al empezar sus discursos)—, que ha llegado el momento de enterrar el pasado en el olvido, y que mi familia debe dar a míster Micawber la mano, y míster Micawber dársela a mi familia. Ya es hora de que el león se acueste con el cordero y de que mi familia se reconcilie con míster Micawber.

Dije que pensaba lo mismo.

—Ese es, por lo menos, el modo como yo considero el asunto. Mi querido míster Copperfield —continuó mistress Micawber—, cuando vivía en mi casa con mi papá y mi mamá, mi papá tenía la costumbre de consultarme cuando se discutía cualquier punto en nuestro estrecho círculo: «¿Desde qué aspecto ves tú el asunto, Emma mía?». Ya sé que papá era demasiado parcial—, sin embargo, respecto a la frialdad que ha existido siempre entre míster Micawber y mi familia, me he formado necesariamente una opinión, por falsa que sea.

—Sin duda. Claro que la tiene usted que habérsela formado, señora —dijo mi tía.

—Precisamente —asintió mistress Micawber—. Sin embargo, puedo estar equivocada en mis conclusiones; es muy probable que lo esté; pero mi impresión individual es que el abismo que hay entre mi familia y míster Micawber puede haberse abierto por el temor, por parte de mi familia, de que míster Micawber necesitara algún auxilio pecuniario. No puedo por menos de pensar —dijo mistress Micawber con expresión de profunda sagacidad— que hay miembros de mi familia que han temido que míster Micawber les pidiera el nombre para algo. Y no me refiero para el caso de bautizar a nuestros hijos, sino para inscribirlo en letras de cambio y negociarlo en la Banca.

La mirada penetrante con que mistress Micawber enunció aquel descubrimiento, como si nadie hubiera pensado en ello, pareció extrañar mucho a mi tía, quien contestó de repente:

—Bien, señora; en el fondo, no me chocaría que tuviera usted razón.

—Como míster Micawber está en vísperas de soltar las cadenas que le han atado durante tanto tiempo —continuo mistress Micawber— y de empezar una nueva carrera, en una tierra donde hay campo abierto para sus habilidades (lo que, en mi opinión, es muy importante, porque las habilidades de míster Micawber requieren mucho espacio), me parece a mí que mi familia debía señalar esta ocasión adelantándose la primera. Lo que yo desearía es ver reunidos a míster Micawber y a mi familia en una fiesta dada y costeada por mi familia; donde, al proponer algún miembro importante de mi familia un brindis a la salud de míster Micawber, míster Micawber pudiera tener ocasión de desarrollar sus puntos de vista.

—Querida mía —dijo míster Micawber con cierta pasión—, quizá sea mejor que yo declare ahorra mismo aquí que si desarrollara mis puntos de vista ante esta reunión, probablemente los encontrarían ofensivos, porque mi impresión es que todos los miembros de tu familia son, en general, unos impertinentes snobs, y en detalle, unos bribones sin paliativo.

—Micawber —dijo mistress Micawber, sacudiendo la cabeza—, nunca les has comprendido, y ellos nunca te han comprendido a ti.

Míster Micawber tosió.

—Nunca lo han comprendido —dijo su mujer—. Puede que sean incapaces de ello. Si es así, esa es su desgracia, y soy muy dueña de compadecerlos.

—Siento mucho, mi querida Emma —dijo, con mayor lentitud míster Micawber—, el haberme traicionado en expresiones que puedan, aunque sea remotamente, tener la apariencia de ofensivas. Todo lo que digo es que puedo irme al continente sin que tu familia se adelante a favorecerme; en resumen, con una última sacudida de sus hombros; y que prefiero dejar Inglaterra con el ímpetu que poseo, que deberles la menor ayuda. Eso no quita, querida mía, que si llegaran a contestar a tus comunicaciones (lo que nuestra experiencia hace muy improbable), lejos de mí está el ser una barrera para tus deseos.

Habiendo arreglado este asunto amigablemente, míster Micawber dio su brazo a mistress Micawber, y mirando al montón de libros y papeles que había encima de la mesa, ante Traddles, dijo que nos dejaban solos, lo que ceremoniosamente llevaron a cabo.

—Mi querido Copperfield —dijo Traddles, apoyándose en su silla, cuando se fueron, y mirándome con tanto cariño que se le enrojecieron los ojos y el pelo se le puso de mil formas raras—, no me disculpo por molestarte con negocios, porque sé que lo interesan profundamente y que hasta podrán distraerte. Y espero, amigo mío, que no estés cansado.

—Estoy completamente repuesto —le dije después de una pausa—. Tenemos que pensar en mi tía antes que en nadie. ¡Ya sabes todo lo que ha hecho!

—¡Claro, claro! —contestó Traddles—. ¿Quién puede olvidarlo?

—Pero no es eso todo —dije—. Durante estos últimos días le atormentaban preocupaciones nuevas, y ha ido y vuelto a Londres todos los días. Varias veces ha salido temprano y no ha vuelto hasta el anochecer. Anoche, Traddles, sabiendo que tenía que hacer este viaje y todo, era casi media noche cuando volvió a casa. Ya sabes hasta qué punto es considerada con los demás, y por eso no quiere decirme lo que ha ocurrido ni lo que le hace sufrir.

Mi tía, muy pálida y con arrugas profundas en su frente, permanecía inmóvil escuchándome; algunas lágrimas extraviadas corrían por sus mejillas, y puso su mano en la mía.

—No es nada, Trot; no es nada. Ya ha terminado todo, y lo sabrás un día de estos. Ahora, Agnes, querida mía, vamos a dedicarnos a estos asuntos.

—Tengo que hacer justicia a míster Micawber —empezó Traddles— diciendo que, aunque parece que para sí mismo no ha conseguido trabajar con éxito, es el hombre más incansable cuando trabaja para los demás. Nunca he visto cosa semejante. Si siempre ha hecho lo mismo, a mi juicio, es como si tuviera ya doscientos años. El calor con que lo ha hecho todo y el modo impetuoso con que ha estado excavando noche y día entre papeles y libros, sin contar el inmenso número de cartas suyas que han venido a esta casa desde la de míster Wickfield; y a veces hasta de un lado a otro de la mesa en que estábamos sentados, cuando le hubiera sido más cómodo hablar, es extraordinario.

—¿Cartas? —exclamó mi tía—. ¡Yo creo que sueña con cartas!

—También míster Dick —dijo Traddles— ha hecho maravillas. Tan pronto como le descargamos de observar a Uriah Heep, cosa que hizo con un celo que nunca vi excedido, empezó a dedicarse a míster Wickfield; y realmente, su ansia de ser útil en nuestras investigaciones, y su verdadera utilidad en extraer y copiar, y traer y llevar, han sido un estímulo para nosotros.

—Dick es un hombre muy notable —exclamó mi tía—; yo siempre lo he dicho. Trot, tú lo sabes.

—Me alegra mucho decirle, miss Wickfield —continuó Traddles, con una delicadeza y seriedad conmovedoras—, que, en su ausencia, míster Wickfield ha mejorado considerablemente. Libertado del peso que le agobiaba desde hacía tanto tiempo, y de los horribles temores bajo los que ha vivido, ahora no es el mismo de antes. A veces hasta recobraba su fuerza mental para concentrar su memoria y atención en algunos puntos del asunto; y ha podido ayudarnos a esclarecer algunas cosas que sin su ayuda habrían sido muy difíciles, si no imposibles, de desenredar. Pero quiero llegar cuanto antes al resultado, en lugar de charlar de todas las circunstancias que he observado, pues si no, no acabaría nunca.

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