David Copperfield (118 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—Lo sé —dije—; pero, cuéntamelas ahora.

—¿Quieres acompañarme mañana? Saldremos en coche —me dijo mi tía.

—¡Claro que sí!

—¡A las nueve! —dijo ella—. Y entonces te lo contaré, hijo mío.

A la mañana siguiente, a las nueve, salimos en el coche y nos dirigimos a Londres. Paseamos en coche entre calles mucho rato hasta que llegamos a una en que están los grandes hospitales. Junto al edificio había un coche fúnebre sencillo. El cochero reconoció a mi tía, y obedeciendo a una seña que por la ventanilla le hizo mi tía, echó a andar despacio. Nosotros le seguíamos.

—¿Lo comprendes ahora, Trot? —dijo mi tía—. ¡Se fue!

—¿Murió en el hospital?

—Sí.

Estaba inmóvil a mi lado; pero otra vez volví a ver las lágrimas rebeldes correr por sus mejillas.

—Primero volvió a verme —dijo mi tía—. Llevaba bastante tiempo enfermo; era un hombre destrozado, roto, estos últimos años. Cuando supo el estado en que estaba pidió que me llamaran. Estaba arrepentido, muy arrepentido.

—¡Y tú fuiste, tía; lo sé!

. —Fui. Y estuve con él varias veces.

—¿Y se murió la noche anterior a nuestro viaje a Canterbury? —le dije.

Mi tía afirmó con la cabeza.

—Nadie le puede hacer daño ahora —dijo—. Era una amenaza vana.

Salimos de la ciudad, y llegamos al cementerio de Homsey.

—Mejor aquí que entre calles —dijo mi tía—. Aquí nació.

Bajamos, y seguimos al féretro sencillo a un rincón que recuerdo muy bien, donde leyeron las oraciones del ritual y le cubrieron de tierra.

—Hoy hace treinta y seis años, querido mío —dijo mi tía cuando volvíamos al coche—, que me casé. ¡Dios nos perdone a todos!

Nos sentamos en silencio, y así seguimos mucho rato, con su mano en la mía. Por fin se echó a llorar y dijo:

—Era un hombre muy guapo cuando me casé con él, Trot. ¡Ahora había cambiado tanto!

Después del alivio de las lágrimas, se serenó pronto y hasta estuvo alegre.

—Estoy mal de los nervios —me dijo—; por eso me he dejado llevar por mi pena. ¡Que Dios nos perdone a todos!

Volvimos a su casa de Highgate, donde encontramos la siguiente carta, de míster Micawber, que había llegado en el correo de la mañana:

Canterbury.

Mi querida señora, y Copperfield: La tierra prometida que brillaba hace poco en el horizonte está otra vez envuelta en niebla impenetrable y desaparece para siempre a los ojos de un infeliz que va a la deriva y cuya sentencia está sellada.

Una nueva orden ha sido dada (en el Tribunal Supremo de Su Majestad, en King's Bench Westminster) sobre la causa de Heep y Micawber, y el demandado de esta causa es la presa del sheriff, que tiene legal jurisdicción en esta bahía.

Ahora es el día, y ahora es la hora;

ved el frente de la batalla más bajo,

ved acercarse el poder de Eduardo el vanidoso.

¡Cadenas y esclavitud!

Por consiguiente, y para un fin rápido (porque la tortura mental sólo se puede soportar hasta cierto punto, al que siento que he llegado) mi carrera durará poco. ¡Los bendigo, los bendigo! Algún viajero futuro, que visite por curiosidad, y espero que también por simpatía, el sitio que dedican en esta ciudad a los deudores, confío en que reflexionará cuando vea en sus muros, inscritas con un clavo mohoso.

Las oscuras iniciales.

W M.

P S. —Vuelvo a abrir esta carta para decirles que nuestro común amigo míster Thomas Traddles (que aún no nos ha dejado y que sigue muy bien) ha pagado la deuda y costes en nombre de la noble miss Trotwood, y que yo mismo y mi familia estamos en la cúspide de la felicidad humana.

Capítulo 15

La tempestad

Me acerco ahora a un suceso de mi vida, tan horrible, tan inolvidable, tan ligado a todo lo que llevo relatado en estas páginas, que desde el principio de mi narración lo he visto irse levantando como una torre gigantesca en la llanura, y dar sombra anticipada hasta a los menores incidentes de mi niñez.

Muchos años después de ocurrido todavía soñaba con ello. Me impresionó tan vivamente, que aún ahora me parece que atruena mi tranquila habitación, en noches de calma, y sueno con ello, aunque cada vez con intervalos inseguros y más largos. Lo asocio en mi memoria con el viento tormentoso y con la playa, tan íntimamente, que no puedo oírlos mencionar sin acordarme de ello.

Lo vi tan claramente como intentaré describirlo. No necesito hacer memoria; lo tengo presente como si lo viera, como si volviera a suceder de nuevo ante mí.

Como se acercaba la fecha de la salida del barco, mi buena y vieja Peggotty vino a Londres a verme y a despedirse. Era nuestra primera entrevista después de mi desgracia, y la pobre tenía el corazón destrozado. Estuve constantemente a su lado, con su hermano y con los Micawber (pues estaban casi siempre reunidos), pero nunca vi a Emily.

Una tarde, muy próxima a su marcha, estando yo solo con Peggotty, y su hermano, nuestra conversación recayó sobre Ham. Peggotty nos contó la ternura con que se había despedido de ella y la tranquila virilidad, cada vez mayor, con que se había portado últimamente cuando a ella le parecía más puesto a prueba. Era un asunto sobre el que nunca se cansaba de hablar, y nuestro interés al oír los muchos ejemplos que podía relatar, pues estaba constantemente a su lado, igualaba al que ella tenía por contárnoslos.

Mi tía y yo habíamos abandonado las dos casas de Highgate; yo, porque me marchaba fuera, y ella, porque volvía a su casa de Dover; y teníamos una habitación provisional en Covent Garden. Cuando volvía hacia casa después de aquella conversación, reflexionando sobre lo que había pasado entre Ham y yo la última vez que estuve en Yarmouth, dudé entre mi primer proyecto de dejar una carta para Emily, a su tío, cuando me despidiera de él a bordo, o si sería mejor escribirla en aquel mismo momento. Pensaba que ella podía desear, después de recibida mi carta, mandar conmigo algunas palabras de despedida a su desgraciado enamorado, y en ese caso yo debía proporcionarle la ocasión.

Así es que antes de acostarme le escribí. Le decía que había estado con él y que me había pedido que le dijera lo que ya he escrito, en su lugar correspondiente, en estas páginas. Todo se lo contaba fielmente. Aunque hubiera tenido derecho para hacerlo, no veía la necesidad de aumentarlo. Su bondad profunda y su constante fidelidad no las podían adornar ni yo ni ningún otro hombre. Dejé la carta fuera, para que se la llevaran a la mañana siguiente, con unas letras para míster Peggotty, en las que le rogaba entregara la carta a Emily, y me metí en la cama, al amanecer.

Estaba entonces más débil de lo que yo creía; y no pudiendo conciliar el sueño sino hasta que el sol estuvo muy alto, seguí en la cama hasta muy tarde. Me despertó la presencia silenciosa de mi tía al lado de mi cama. La presentía en mi sueño, como supongo que todos presentimos estas cosas.

—Trot, querido mío —me dijo cuando abrí los ojos—. No me podía decidir a molestarte. Pero míster Peggotty está aquí. ¿Le digo que suba?

Le contesté que sí y apareció enseguida.

—Señorito Davy —dijo después de darme la mano—, le he dado su carta a Emily, y ella ha escrito ésta y me ha pedido que le diga a usted que la lea, y que si no ve ningún mal en ello, tenga la bondad de entregársela a Ham.

—¿La ha leído usted? —le dije.

Asintió tristemente. Abrí la carta y leí lo que sigue:

He recibido tu mensaje. ¡Oh! ¿Qué podría yo escribir para agradecer tu inmensa bondad conmigo?

He puesto esas palabras junto a mi corazón. Las guardaré hasta que me muera. Son como espinas agudas, pero que reconfortan. He rezado sobre ellas; ¡he rezado tanto! Cuando veo tu que eres tú y lo que es el tío, pienso en lo que debe ser Dios, y me atrevo a llorar ante Él.

Adiós para siempre. Ahora, amigo mío, adiós para siempre en este mundo. En el otro, si Dios me perdona, podré despertarme como un niño e ir hacia ti.

Gracias, y bendito seas otra vez, ¡adiós!

Estaba emborronada con lágrimas.

—¿Puedo decir a Emily que, como no ve usted ningún mal en ello, tendrá la bondad de encargarse de ella, señorito Davy? —dijo míster Peggotty cuando terminé de leerla.

—Naturalmente —dije—; pero estoy pensando…

—¿Qué, señorito Davy?

—Estoy pensando —dije— que voy a volver a Yarmouth. Hay tiempo de sobra para ir y volver antes de que salga el barco. No hago más que acordarme de él en su soledad. Así, le pongo ahora en las manos esta carta, y usted puede decirle que la ha recibido; será una buena acción para los dos. Estoy intranquilo; el movimiento me distraerá. Iré esta misma noche.

A pesar de que trató de disuadirme, vi que era de mi opinión, y si hubiera necesitado que afirmaran mi intención, lo hubiese conseguido. Le encargué que fuera a la oficina de la diligencia y tomase un asiento en el pescante, para mí. Al anochecer salí por la carretera que había recorrido bajo tantas vicisitudes.

—¿No cree usted —pregunté al cochero en cuanto salimos de Londres— que el cielo está muy extraño? No me acuerdo haberlo visto nunca así.

—Ni yo —contestó—. Eso es viento, señor. Habrá desgracias en el mar, me parece…

Estaba el cielo en una sombría confusión, manchado aquí y allí de un color parecido al del humo de un combustible como fuel; las nubes, que, volando, se amontonaban en las montañas más altas, fingían alturas mayores en las nubes, y bajo ellas una profundidad que llegaba a lo más hondo de la tierra; la luna salvaje parecía tirarse de cabeza desde la altura como si en aquel disturbio terrible de las leyes de la naturaleza hubiera perdido su camino y tuviera miedo. Había hecho aire durante todo el día; pero entonces empezó a arreciar, con un ruido horrible. Aumentaba por momentos, y el cielo también estaba cada vez más cargado.

Según avanzaba la noche, las nubes se cerraban y se extendían densas sobre el cielo, ya muy oscuro, y el viento soplaba cada vez con más fuerza. Los caballos apenas si podían seguir. Muchas veces, en la oscuridad de la noche (era a fines de septiembre, cuando las noches son largas), los que iban a la cabeza se volvían o se paraban, y temíamos que el coche fuera derribado por el viento.

Ráfagas de lluvia llegaron antes que la tormenta, azotándonos como si fueran chaparrones de acero; y en aquellos momentos no había ni árboles ni muros donde guarecerse, y nos vimos forzados a detenernos, en la imposibilidad de continuar la lucha.

Cuando amaneció, el viento seguía arreciando. Yo había estado en Yarmouth cuando los marinos decían que «soplaban los cañones»; pero nunca había visto nada semejante ni que se le acercara. Llegamos a Ipswich tardísimo, habiendo tenido que luchar por cada pulgada de terreno que ganábamos, desde diez millas fuera de Londres, y encontramos en la plaza un grupo de gente que se había levantado de la cama por miedo a que se derrumbasen las chimeneas. Algunas de estas gentes se reunieron en el patio de la posada mientras cambiábamos de caballos, y nos contaron que el viento había arrancado grandes láminas de plomo de la torre de una iglesia, y que habían caído en una calle cercana, cerrando el paso por completo. Otros contaban que unos aldeanos que venían de pueblos cercanos habían visto árboles grandes arrancados de raíz y cuyas ramas cubrían los caminos y el campo. Pero la tormenta no amainaba, sino que cada vez era más fuerte.

Según íbamos avanzando hacia el mar, de donde venía el viento, su fuerza era cada vez más terrible. Mucho antes de ver el mar nos mojamos con su agua salada y con su espuma. El agua había invadido kilómetros y kilómetros del terreno llano que rodea Yarmouth, y cada arroyuelo se salía de su cauce y se unía a otros un poco mayores. Cuando llegamos a ver el mar, las olas en el horizonte, vistas de vez en cuando sobre los abismos que se ahondaban, parecían las torres y las construcciones de otra costa cercana. Cuando por fin llegamos a la ciudad, la gente salía a las puertas de las casas, con los cabellos erizados por el viento, y se maravillaba de que la diligencia hubiera podido llegar con semejante noche.

Bajé en la posada vieja, y enseguida, dando tropezones por la calle, que estaba sembrada de arena y algas y volanderos copos de espuma, temiendo que me cayeran encima tejas o pizarras, y agarrándome a la gente que encontraba, me fui a ver el mar. Al llegar a la playa vi no sólo a los marineros, sino a medio pueblo, que estaba allí, refugiado detrás de unas construcciones; algunos, desafiando la furia de la tormenta, miraban mar adentro; pero al momento tenían que volver a guarecerse haciendo verdaderos zigzag para que el viento no los empujara.

Uniéndome a aquellos grupos vi mujeres que se asustaban y lloraban porque sus maridos estaban en la pesca del arenque y de ostras, y pensaban, con razón, que los botes podían haberse ido a pique antes de encontrar puerto. Entre la gente había marinos viejos, curtidos en su oficio, que sacudían la cabeza mirando al mar y al cielo, y hablándome entre dientes; amos de barcos, excitados y violentos; hasta lobos de mar preocupados mirando con ansiedad desde sus cobijos y fijando en el horizonte sus anteojos como si observaran las maniobras de un enemigo.

Cuando ya no me confundió ni el ruido horroroso de la tormenta, ni las piedras y la arena que volaban, y me fui acostumbrando al viento cegador, pude mirar al mar, que estaba grandioso. Cuando se levantaban las enormes montañas de agua para derrumbarse desde lo más alto, parecía que la más pequeña podría tragarse la ciudad entera. Las olas, al retroceder con un ronco rugido, socavaban profundas cavernas en la arena, como si se propusieran minar la tierra para su destrucción. Y cuando, coronadas de espuma, se rompían antes de llegar a la orilla, cada fragmento parecía poseído por toda su cólera y se precipitaba a componer otro nuevo monstruo. Colinas ondulantes se transformaban en valles; de valles ondulantes (con alguna gaviota posada entre ellos) surgían colinas; enormes masas de agua hacían retemblar la playa con su horroroso zumbido; cada ola, tan pronto como estaba hecha, tumultuosamente cambiaba de sitio y de forma, para tomar al lugar y la forma de otra a la que vencía; la otra costa, imaginada en el horizonte, con sus grandes torres y construcciones, subía y bajaba sin cesar; las nubes bailaban vertiginosas danzas; me parecía que presenciaba una rebelión de la naturaleza.

Al no encontrar a Ham entre las gentes que había reunido aquel vendaval memorable (porque aún lo recuerdan por allí como el viento más fuerte que soplara nunca en la costa) me fui a su casa. Estaba cerrada, y como nadie contestó a mi llamada, me fui por los caminos de detrás al astillero donde trabajaba. Allí me dijeron que se había ido a Lowestoft para hacer algunas reparaciones que habían requerido su talento, pero que volvería a la mañana siguiente.

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