David Copperfield (126 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Le dije que iba a ver a mi tía, el dragón de aquella noche, a la mañana siguiente, y que hubiese podido ver que era una de las mujeres más cariñosas y más excelentes si hubiera llegado a conocerla con más intimidad. La mera posibilidad de volverla a ver parecía aterrarle. Contestó con una pálida sonrisa: «¿De verdad? ¿Realmente?»; e inmediatamente pidió una vela y se fue a la cama, como si no se encontrara seguro en ningún sitio. No subió precisamente dando tumbos; pero me parece que su plácido pulso debía de dar dos o tres pulsaciones más por minuto que la noche aquella en que mi tía, en el paroxismo de su desencanto, le pegó con su cofia.

Extraordinariamente cansado me acosté, y al día siguiente me metí en la diligencia de Dover, y llegué sano y salvo al salón de mi tía, en el momento en que preparaba el té (ahora tenía lentes), y fui recibido, con los brazos abiertos, por ella, por míster Dick y por mi querida vieja Peggotty, que hacía las veces de ama de llaves. Mi tía se divirtió mucho cuando empecé a contarle mi entrevista con míster Chillip y el recuerdo tan terrible que conservaba de ella. Ella y Peggotty dijeron muchas cosas del segundo marido de mi pobre madre, y de la «asesina» de su hermana. Ningún castigo ni tormento hubiera obligado a mi tía a llamarla por su nombre de pila o a designarla de otra manera.

Capítulo 20

Agnes

Cuando nos dejaron solos, mi tía y yo estuvimos charlando hasta muy entrada la noche. Me contó que todas las cartas de los emigrantes respiraban esperanza y alegría; que míster Micawber había enviado ya muchas veces pequeñas sumas de dinero para saldar sus deudas, «como debe hacerse de hombre a hombre; que Janet había vuelto al servicio de mi tía al establecerse ésta de nuevo en Dover, y que, por último, había renunciado a su antipatía por el sexo masculino, casándose con un rico tabernero, y habiendo confirmado mi tía aquel gran principio ayudando y asistiendo a la novia y hasta honrando la ceremonia con su presencia. He aquí alguno de los puntos sobre los que versó nuestra conversación, aunque ya me había hablado de ello en sus cartas, con más o menos detalles. Míster Dick tampoco fue olvidado. Mi tía me dijo que se dedicaba a copiar todo lo que le caía en las manos, y que con aquel trabajo había conseguido que el rey Carlos I se mantuviera a una distancia respetuosa; que estaba muy contenta de verle libre y satisfecho, y que, en fin (conclusión que no era nueva), sólo ella sabía todo lo que valía.

—Y ahora, Trot —me dijo, acariciándome la mano mientras estábamos sentados al lado del fuego, siguiendo nuestra antigua costumbre—, ¿cuándo vas a ir a Canterbury?

—Buscaré un caballo e iré mañana por la mañana, a menos de que quieras venir conmigo.

—No —dijo mi tía en tono breve—; pienso quedarme aquí.

—En ese caso iré a caballo. No hubiese atravesado hoy Canterbury sin detenerme si hubiera sido para ver a otra persona que no fueras tú.

En el fondo estaba encantada; pero me contestó: «¡Bah, Trot! Mis viejos huesos hubieran podido esperar hasta mañana». Y volvió a acariciarme la mano mientras yo miraba al fuego, soñando.

Soñando. No podía saberme tan cerca de Agnes sin sentir en toda su fuerza los sentimientos que me habían preocupado tanto tiempo. Quizá ahora estaban dulcificados por el pensamiento de que aquella lección me estaba merecida por no haberlo previsto cuando tenía todo el porvenir ante mí; pero no por eso dejaba de sentirlo. Todavía oía yo la voz de mi tía repetirme lo que ahora comprendía mejor: «¡Oh Trot! ¡Ciego!, ¡ciego!, ¡ciego!».

Guardamos silencio durante unos minutos. Cuando levanté los ojos vi que me observaba atentamente. Quizá había seguido el hilo de mis pensamientos, menos difícil de seguir ahora que cuando mi espíritu se obstinaba en mi ceguera.

—Quizá te parezca que a su padre se le han blanqueado mucho los cabellos; pero en lo demás está mucho mejor: es un hombre nuevo. Ya no aplica su medida limitada a todas las alegrías y a todas las penas de la vida humana. Créeme, hijo mío; es necesario que todos los sentimientos se hayan empequeñecido mucho en un hombre para que se pueda medir con semejante medida.

—Es cierto —le respondí.

—En cuanto a ella, la encontrarás —dijo mi tía— tan bella y tan buena, tan tierna y tan desinteresada como siempre. Si supiera un elogio mayor, Trot, no dudaría en dárselo.

Y, en efecto, no había mejor elogio para ella, ni más amargo reproche para mí. ¡Oh! ¿Por qué fatalidad me había extraviado de aquel modo?

—Si enseña a las niñas que la rodean a ser como ella —continuó mi tía, y sus ojos se llenaron de lágrimas—, Dios sabe que será una vida bien empleada. «Dichosa de ser útil», como decía ella. ¿Y cómo podría ser de otra manera?

—Tiene Agnes algún— —pensaba alto, más bien que hablaba.

—¿Algún qué? —dijo vivamente mi tía.

—Algún enamorado —dije.

—Por docenas —exclamó mi tía, con una especie de orgullo indignado—. Hubiera podido casarse veinte veces, amigo mío, desde que te has marchado.

—No lo dudo —dije—; pero ¿ha encontrado un hombre digno de ella? Pues de no ser así, ella no le querría.

Mi tía permaneció silenciosa un momento, con la barbilla apoyada en la mano. Después, levantando lentamente los ojos:

—Sospecho —dijo— que está enamorada de uno, Trot.

—¿Y es correspondida? —pregunté.

—Trot —repuso gravemente mi tía—, no tengo derecho para decirte más. Ella no se ha confiado nunca a mí, y sólo son suposiciones mías.

Me miraba atentamente, con inquietud (hasta la vi temblar), y me di cuenta, más que nunca, de que seguía mis íntimos pensamientos. Hice una llamada a todas las resoluciones que había tomado durante tantos días y noches de lucha con mi corazón.

—Si es así —proseguí—, creo que lo será…

—No digo que lo sea —dijo bruscamente mi tía—; no debes fiarte de mis sospechas. Al contrario, has de guardar secreto. A lo mejor es una idea mía, y no tengo derecho a decir nada.

—Si fuera así —continué—, Agnes me lo dirá algún día. Una hermana, a la que he demostrado tanta confianza, tía, no me negará la suya.

Mi tía separó su mirada de mí, tan lentamente como la había fijado, y, pensativa, se tapó la cara con una mano. Poco a poco puso la otra mano encima de mi hombro, y permanecimos así, uno al lado de otro, pensando en el pasado, sin cambiar una palabra hasta el momento de acostarnos.

Al día siguiente, temprano, salí para el lugar donde había pasado el tiempo lejano de mis estudios. No puedo decir que me sintiera completamente dichoso con la esperanza de ganar una batalla conmigo mismo, ni con la perspectiva de ver pronto su rostro querido.

Pronto recorrí, en efecto, aquel camino, que conocía tan bien, y atravesé aquellas calles tranquilas, donde cada piedra me era tan familiar como un libro de clase a un colegial. Fui a pie hasta la vieja casa; después me alejé; tenía el corazón demasiado lleno para decidirme a entrar. Volví, y vi al pasar la ventana baja de la torrecilla donde Uriah Heep y después míster Micawber trabajaban: ahora era un saloncito; ya no había oficinas. Y la casa tenía el mismo aspecto limpio y cuidado que cuando la había visto por primera vez. Rogué a la criada que vino a abrirme que dijera a mistress Wickfield que un caballero deseaba verla de parte de un amigo que volvía del extranjero. Me hizo subir por la vieja escalera, advirtiéndome que tuviera cuidado con los escalones (los conocía yo mejor que ella), y entré en el salón. Nada había cambiado. Los libros que leíamos juntos Agnes y yo estaban en el mismo sitio; volví a ver en el mismo rincón el pupitre en que tantas veces había trabajado. Todos los pequeños cambios que los Heep habían introducido en la casa habían sido deshechos. Todo estaba lo mismo que en los tiempos felices.

Me asomé a una ventana, y miraba las casas de la otra acera recordando cuántas veces las había contemplado los días de lluvia, cuando vine a estudiar a Canterbury, y todas las suposiciones que me divertía hacer sobre la gente que se asomaba a sus ventanas, y la curiosidad con que los seguía subiendo y bajando las escaleras, mientras la lluvia golpeaba el empedrado. Recordaba que compadecía con toda mi alma a los que llegaban a pie, por la noche, en la oscuridad, empapados y arrastrando las piernas, con su envoltorio al hombro, en la punta de un palo. Todos aquellos recuerdos estaban todavía tan frescos en mi memoria; sentía el mismo olor de la tierra húmeda y de hojas mojadas; hasta me parecía el mismo viento que me había desesperado durante mi penoso viaje.

El ruido de la puertecita que se abría en el zócalo de madera tallada me hizo estremecer. Me volví. La bella y serena mirada de Agnes encontró la mía. Se detuvo, poniéndose la mano en el pecho; yo la cogí en mis brazos.

—Agnes, querida mía, ¡he llegado demasiado de improviso!

—No, no; ¡estoy tan contenta de verte, Trotwood!

—Querida Agnes; yo sí que soy dichoso volviéndote a ver.

La estrechaba contra mi corazón, y durante un momento nos miramos en silencio. Después nos sentamos uno al lado del otro, y vi en su rostro angelical la expresión de alegría y de afecto con que soñaba día y noche desde hacía años.

Estaba tan ingenua, tan bella, tan buena; le debía tanto y la quería tanto, que no podía expresar lo que sentía. Traté de bendecirla, traté de darle las gracias, traté de decirle (como lo había hecho a menudo en mis cartas) toda la influencia que ejercía sobre mí; pero mis esfuerzos eran vanos. Mi alegría y mi amor parecían mudos.

Con su dulce tranquilidad calmó mi inquietud; me recordó el momento de nuestra separación; me habló de Emily, a quien había ido a ver en secreto muchas veces; me habló, de una manera conmovedora, de la tumba de Dora. Con el instinto siempre justo que le daba su noble corazón tocó tan dulce y delicadamente las cuerdas dolorosas de mi memoria, que ni una de ellas dejó de responder a su llamamiento armonioso, y yo prestaba oído a aquella triste y lejana melodía, sin que me hicieran sufrir los recuerdos que despertaba en mi alma. ¿Cómo hubiera podido sufrir, cuando todo lo dominaba ella, como las alas del ángel bueno de mi vida?

—¿Y tú, Agnes? —dije por fin—. Háblame de ti. No me has dicho todavía nada de lo que haces.

—¿Y qué podría decirte? —repuso con su radiante sonrisa—. Mi padre está bien. Nos encuentras muy tranquilos en nuestra vieja casa, que nos ha sido devuelta; nuestras inquietudes se han disipado; sabiendo eso, Trotwood, lo sabes todo.

—¿Todo, Agnes? —dije.

Me miró no sin un poco de sorpresa y de emoción.

—¿No hay nada más, hermana mía? —dije.

Palideció; después enrojeció y palideció de nuevo. Me pareció que sonreía con serena tristeza, y movió la cabeza.

Había intentado hacerle hablar del asunto de que me había hablado mi tía, pues, por dolorosa que fuera para mí aquella confidencia, quería someter mi corazón y cumplir con mi deber hacia Agnes. Pero al ver que se turbaba no insistí.

—¿Tienes mucho que hacer, querida Agnes?

—¿Con mis discípulas? —dijo levantando la cabeza; ya había recobrado su serenidad habitual.

—Sí. ¿Te darán mucho trabajo, no?

—Es un trabajo tan dulce —repuso—, que sería casi ingrata si le diera ese nombre.

—Nada de lo que es bueno lo parece difícil —repliqué.

Palideció de nuevo, y otra vez, al bajar la cabeza, vi la triste sonrisa.

—¿Te esperarás para ver a mi padre —dijo alegremente—, y pasarás el día con nosotros? ¿Quizá hasta quieras dormir en tu antigua habitación? La seguimos llamando tuya.

Aquello era imposible, porque había prometido a mi tía volver por la noche; pero me gustaría mucho pasar el día con ellos.

—Ahora tengo que hacer —dijo Agnes—. Te dejo con tus antiguos libros y nuestra antigua música.

—Si hasta me parecen las antiguas flores —dije mirando a mi alrededor—; o, por lo menos, las mismas que te gustaban antes.

—Es que me gusta —repuso Agnes sonriendo— conservarlo todo durante tu ausencia, lo mismo que cuando éramos niños. ¡Éramos tan felices entonces!

—Sí. ¡Dios lo sabe! —dije.

—Y todo lo que me recuerda a mi hermano —dijo Agnes volviendo hacia mí sus ojos cariñosos— me hace compañía. Hasta esta miniatura de cestito —dijo, enseñándome el que llevaba a la cintura, lleno de llaves— me parece, cuando lo oigo sonar, que me canta una canción de nuestra juventud.

Sonrió y salió por la puerta, que había abierto al entrar.

Estaba decidido: conservaría con cuidado religioso aquel afecto de hermana. Era todo lo que me quedaba, y era un tesoro. Si quebrantaba aquella confianza queriendo desnaturalizarla, la perdería para siempre y ya no podría renacer. Tomé la firme resolución de no exponerme; cuanto más la amaba, más interés tenía en no traicionarme ni un momento.

Me dediqué a pasear por las calles, y volví a ver a mi antiguo enemigo, el carnicero (ahora comisario, con el bastón colgado en su tienda). Fui a ver el sitio donde habíamos combatido, y allí estuve recordando a miss Shepherd, y a la mayor miss Larkins, y todas mis pasiones, amores y odios de aquella época. Lo único que había sobrevivido era Agnes, mi estrella siempre brillante y cada vez más alta en el cielo.

Cuando volví, míster Wickfield estaba ya en casa; había alquilado, a unas dos millas de la ciudad, un jardín, donde iba a trabajar casi todos los días, y le encontré tal como mi tía me le había descrito. Comimos con cinco o seis niñas, discípulas de Agnes. Míster Wickfield ya no era más que la sombra del retrato que había en la pared.

La tranquilidad y la paz que reinaban en aquella apacible morada, y de las que guardaba un recuerdo tan profundo, habían renacido. Cuando terminó la comida, míster Wickfield no tomó vino, subimos todos. Agnes y sus discípulas se pusieron a cantar, a jugar y a trabajar juntas. Después del té las niñas nos dejaron y nos quedamos los tres solos hablando del pasado.

—Tengo muchos asuntos de los que arrepentirme, Trotwood —dijo míster Wickfield, moviendo su cabeza blanca—; lo sabes muy bien; pero así y todo, aunque estuviera en mi mano, no me gustaría borrar tu recuerdo.

Lo creía, pues Agnes estaba a su lado.

—No me gustaría, pues sería destruir al mismo tiempo el de la paciencia, la abnegación, la fidelidad, el amor de mi hija, y eso no lo quiero olvidar, no; ni aun para llegar a olvidarme de mí mismo.

—Le comprendo —le dije con dulzura—. Siempre he pensado en ello… siempre… con veneración.

—Pero nadie sabe, ni siquiera tú —añadió—, todo lo que ha hecho, todo lo que ha soportado, todo lo que ha sufrido mi Agnes.

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