David Copperfield (26 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Los asuntos de míster Micawber seguían, a pesar de la tregua, muy embrollados, a causa de cierto documento del que oía hablar. Ahora supongo que sería algún arreglo anterior con sus acreedores, aunque entonces comprendía tan poco de qué se trataba, que, si no me equivoco, lo confundía con los pergaminos infernales de contratos con el demonio, que, según decían, existían antiguamente en Alemania. Por fin, aquel documento pareció desvanecerse no sé cómo, al menos había dejado de ser la piedra de toque, y mistress Micawber me dijo que su familia había decidido que míster Micawber apelara, para ser puesto en libertad, a la ley de deudores insolventes, y que podría verse libre antes de seis semanas.

Entonces dijo míster Micawber, que estaba presente:

—No hay duda de que con la ayuda de Dios saldremos adelante y podremos vivir de una manera completamente diferente, y… , y… , en una palabra, las cosas cambiarán.

Para estar preparado y aprovechar el porvenir, recuerdo que míster Micawber componía una petición a la Cámara de los Comunes pidiendo que se hicieran mejoras en la ley que regía las prisiones por deudas.

Recojo aquí este recuerdo porque me hace ver cómo unía yo las historias de mis antiguos libros a la de mi vida presente, cogiendo a derecha e izquierda mis personajes entre la gente que encontraba en la calle. Muchos rasgos del carácter que trazaré involuntariamente al escribir mi vida se formaron desde entonces en mi alma.

En la prisión había un club, y míster Micawber, en su calidad de hombre bien educado, era una gran autoridad en él. Míster Micawber había desarrollado ante el club la idea de su petición, y todos la habían aprobado. En consecuencia, como Micawber estaba dotado de un excelente corazón y de una actividad infatigable, cuando no se trataba de sus propios asuntos, completamente feliz de trabajar en una empresa que no le sería de ninguna utilidad, puso manos a la obra y redactó la petición, la copió en una hoja de papel que extendió encima de la mesa, y después convocó al club entero y a todos los habitantes de la prisión por si querían venir a depositar su firma en aquel documento.

Cuando oí anunciar la proximidad de aquella ceremonia sentí tales deseos de ver entrar a todos uno detrás de otro, aunque los conocía ya a casi todos, que conseguí un permiso de una hora en Murdstone y Grimby y me instalé en un rincón para asistir al espectáculo. Los principales miembros del club, aquellos que habían podido entrar en la habitación sin llenarla del todo, estaban delante de la mesa con míster Micawber. Mi antiguo amigo, el capitán Hopkins, que se había lavado la cara en honor del acto, se había instalado solemnemente al lado del documento para leérselo a los que no conocían su contenido. La puerta se abrió por fin y comenzó el desfile. Entraba uno, y los otros esperaban en puerta mientras aquel firmaba. El capitán Hopkins les preguntaba a todos: «¿Lo ha leído usted? No. ¿Quiere usted oírlo?». Si el desgraciado hacía el menor signo de asentimiento, el capitán Hopkins se lo leía todo, sin saltarse una letra, con su voz más sonora. El capitán lo hubiera leído veinte mil veces seguidas si veinte mil personas hubieran deseado escucharlo una después de otra. Recuerdo el énfasis con que pronunciaba frases como esta: «Los representantes del pueblo, reunidos en Parlamento… Los autores de la petición hacían ver humildemente a la honorable Cámara… Los desdichados súbditos de su Graciosa Majestad» . Parecía que aquellas palabras eran en su boca una bebida deliciosa. Míster Micawber, entre tanto, contemplaba con expresión de vanidad satisfecha los barrotes de las ventanas de enfrente.

Mientras doy mi paseo diario desde Southwark a Blackfriars y vago a las horas de comer por las oscuras calles, cuyas piedras quizá conservan todavía las huellas de mis pasos de niño, me pregunto si llegaré a olvidarme de alguno de aquellos personajes que cruzaban sin cesar por mi espíritu, uno a uno, al eco de la voz del capitán Hopkins. Y cuando mis pensamientos, mirando atrás, vuelven a aquella lenta agonía de mi infancia, me admira cómo muchas de las historias que yo inventaba sobre aquella gente flotan todavía como una sombra fantástica sobre los hechos reales, siempre presentes en mi memoria. Y cuando paso por el viejo camino no me sorprendo, sólo lo compadezco, si veo andando delante de mí a un niño inocente y soñador que se crea un mundo imaginario de su extraña experiencia y sórdido vivir.

Capítulo 12

Cómo el vivir por mi cuenta no me gusta y tomo una gran resolución

A su debido tiempo, la petición de míster Micawber fue atendida y se recibió orden de ponerle en libertad, lo que me causo gran alegría. Sus acreedores no eran muy implacables, y mistress Micawber me contó que hasta el zapatero había declarado en pleno tribunal que no le tenía mala voluntad; pero que cuando le debían dinero le gustaba que se lo pagasen, y añadió que pensaba que aquello era una cosa muy humana.

Desde el tribunal volvió míster Micawber a Bench King's para ciertas formalidades que había que terminar. El club le recibió con entusiasmo y organizó aquella noche un mitin en su honor; entre tanto, mistress Micawber y yo lo celebramos en privado comiendo cordero y rodeados de los niños dormidos.

—En esta ocasión le propongo, Copperfield —dijo mistress Micawber—, que tomemos un poco más de ponche a la salud de papá y mamá; hacía ya tiempo que no lo tomábamos.

—¿Han muerto? —pregunté después de brindar.

—Mamá abandonó la tierra —dijo mistress Micawber— antes de que empezaran las dificultades de mi esposo, o al menos antes de que la cosa se pusiera seria. Mi papá ha vivido lo bastante para rescatar muchas veces a míster Micawber, después de lo cual ha muerto, siendo muy llorado por todos sus amigos.

Mistress Micawber sacudió la cabeza y vertió una lágrima de piedad filial sobre el mellizo que estaba de turno.

Me pareció que no podría encontrar ocasión más favorable para preguntarle una cosa del mayor interés para mí; por lo tanto le dije:

—Puedo preguntarle, señora, lo que piensan ustedes hacer ahora que míster Micawber ha salido de sus dificultades y está en libertad. ¿Ha decidido usted algo?

—Mi familia —dijo mistress Micawber, que pronunciaba siempre estas dos palabras con aire majestuoso, sin que yo haya podido descubrir jamás a quién se las aplicaba—, mi familia piensa que míster Micawber debía salir de Londres y ejercer su talento en el campo. Míster Micawber es un hombre de mucho talento, Copperfield.

Dije que estaba seguro de ello.

—De mucho talento —repitió mistress Micawber—; y mi familia mantiene que, con algo de interés, a un hombre de su inteligencia se le podría dar cualquier cargo en la Administración de Aduanas. Y como la influencia de mi familia es local, su deseo es que míster Micawber se vaya a Plimouth. Creen indispensable que esté sobre el terreno.

—¿Para estar preparado? —pregunté.

—Precisamente —contestó ella—, para que esté preparado en el caso de que surgiera algo.

—¿Y usted también se irá?

Los sucesos del día, combinados con los mellizos o con el ponche, tenían a mistress Micawber muy nerviosa, y me contestó con lágrimas en los ojos:

—Yo nunca abandonaré a mi esposo. Míster Micawber ha hecho mal ocultándome al principio sus apuros; pero hay que reconocer que su carácter optimista le hacía creer siempre que saldría de ellos sin que yo me enterase. El collar de perlas y las pulseras que había heredado de mamá los hemos vendido en la mitad de su valor; los corales que papá me dio al casarme también los hemos dado por nada. Pero nunca abandonaré a Micawber. ¡No —gritó cada vez más conmovida—, no lo consentiré jamás! ¡Es inútil que me lo propongan!

Yo estaba muy confuso, pues parecía que mistress Micawber imaginaba que yo le proponía semejante cosa, y la miré alarmado.

—Micawber tiene sus defectos. No niego que es muy poco precavido; no niego que me ha engañado respecto a sus recursos y sus deudas —continuó, mirando fijamente a la pared—; pero yo no le abandonaré nunca.

Mistress Micawber había levantado la voz poco a poco, y gritó de tal modo al decir estas últimas palabras, que me asustó mucho y corrí a la habitación en que estaba el club para llamar a su marido, que lo presidía sentado al final de una mesa muy larga, cantando a voz en grito con todos los demás:

Gee up, Dobbin.

Gee ho, Dobbin.

Gee up, Dobbin.

Gee up, and gee ho-o-o!

Le dije que mistress Micawber estaba en un estado muy alarmante. Al oír esto se deshizo en llanto y se vino conmigo con el chaleco todavía cubierto de las cabezas y colas de gambas que había estado comiendo.

—¡Emma, ángel mío! —gritó, entrando en la habitación—. ¿Qué te pasa?

—¡Nunca te abandonaré, Micawber! —exclamó ella.

—¡Mi vida! —dijo él, cogiéndola en sus brazos—. Estoy completamente seguro de ello.

—Es el padre de mis hijos, el padre de mis mellizos, el esposo de mi alma —grito mistress Micawber—. ¡Nunca, nunca le abandonaré!

Míster Micawber estaba tan profundamente afectado por aquella prueba de cariño (como yo, que lloraba a lágrima viva), que la abrazó de un modo apasionado, rogándole que le mirase y se tranquilizara. Pero cuanto más le pedía que le mirase más se fijaban sus ojos en el vacío, y cuanto más le pedía que se tranquilizara menos tranquila estaba. Por lo tanto, pronto se contagió Micawber y mezcló sus lágrimas con las de su mujer y las mías. Por último me pidió que saliera con una silla a la escalera mientras él la acostaba. Hubiera querido marcharme ya; pero Micawber no lo consintió, porque todavía no había sonado la campana para la salida de los visitantes. Por lo tanto me senté en la ventana de la escalera hasta que él llegó con otra silla a hacerme compañía.

—¿Cómo está su esposa? —dije.

—Muy abatida —dijo míster Micawber sacudiendo la cabeza—, es la reacción. ¡Ah! ¡Es que ha sido un día terrible! Y ahora estamos solos en el mundo y sin el menor recurso.

Míster Micawber me estrechó la mano, gimió y después se echó a llorar. Yo estaba muy conmovido y desconcertado, pues esperaba que estuvieran muy alegres en aquella ocasión tan esperada. Pero pienso que los Micawber estaban tan acostumbrados a sus antiguos apuros, que se sentían desconcertados al verse libres de ellos. Toda la flexibilidad de su carácter había desaparecido, y nunca les había visto tan tristes como aquella tarde. Al oír la campana míster Micawber me acompañó hasta la verja y me dio su bendición al despedirnos. Yo me sentía verdaderamente inquieto al dejarlo solo, tan profundamente triste como estaba.

Pero a través de la confusión y abatimiento que nos había apresado de una manera tan inesperada para mí, veía claramente que míster y mistress Micawber iban a abandonar Londres y que la separación entre nosotros era inminente. Y fue al volver aquella tarde a casa, y durante las horas sin sueño que siguieron, cuando concebí por primera vez, no sé cómo, un pensamiento que pronto se convirtió en una firme resolución.

Me había unido tan íntimamente con los Micawber; me había implicado tanto en sus desgracias, y estaba tan absolutamente desprovisto de amigos, que la perspectiva de verme obligado de nuevo a buscar alojamiento para vivir entre extraños parecía volver a arrojarme contra la corriente de esta vida, demasiado conocida ahora para ignorar lo que me esperaba.

Todos los sentimientos delicados que esta existencia hería; toda la vergüenza y el sufrimiento que despertaba en mí se me hicieron tan dolorosos, que, reflexionando, decidí que aquella vida me era intolerable.

Yo no podía esperar otro medio para escapar a ella que por mi propio esfuerzo; lo sabía. Rara vez oía hablar de miss Murdstone, y de su hermano, nunca. Pero dos o tres paquetes de ropa nueva o arreglada habían sido enviados para mí a míster Quinion, acompañados de un trozo de papel arrugado que decía: «M. M. espera que D. C. se aplique a cumplir bien sus deberes», sin dejar entrever la menor esperanza de que algún día pudieran llegar tiempos mejores.

Al día siguiente me convencí, mientras mi espíritu estaba todavía en la inquietud del plan que había concebido, que mistress Micawber no había hablado sin motivo de la probabilidad de su partida. Se alojaron en la casa en que yo vivía durante una semana, y cuando expiró el plazo pensaban partir para Plimouth. El mismo míster Micawber fue al almacén aquella tarde para anunciar a míster Quinion que su marcha le obligaba a renunciar a mi compañía y para decirle de mí, según creo, todo el bien que merecía. En vista de esto, míster Quinion llamó a Tipp el carretero, que estaba casado y tenía una habitación para alquilar, y la tomó para mí. Debió de tener sus razones para creer que era con nuestro mutuo consentimiento, aunque yo no dije nada; pero mi resolución estaba tomada.

Pasé las veladas con míster y mistress Micawber durante el tiempo que nos quedaba todavía por vivir bajo el mismo techo, y creo que nuestra amistad aumentaba a medida que el momento de nuestra separación se aproximaba.

El último domingo me invitaron a comer y tomamos un trozo de cerdo fresco con salsa picante y un pudding. Yo había comprado la víspera un caballo de madera pintado para regalárselo al pequeño Wilkins Micawber y una muñeca para la pequeña Emma; también di un chelín a la huérfana, que perdía su colocación.

Pasamos un día muy agradable, aunque todos estábamos conmovidos pensando en la separación.

—Copperfield: nunca podré recordar las dificultades de Micawber sin pensar en usted. Usted se ha portado siempre con nosotros de la manera más delicada y más de agradecer. Usted no ha sido un huésped: ha sido un amigo.

—Querida mía —dijo su marido—: Copperfield tiene un corazón sensible a las desgracias de los demás, una cabeza capaz de razonar y unas manos… En resumen: un talento incomparable para sacar provecho de todo aquello de que se puede prescindir.

Expresé mi reconocimiento por aquel cumplido, y dije que estaba muy triste por tener que separarme de ellos.

—Querido amigo —dijo míster Micawber—: yo soy mayor que usted y tengo alguna experiencia en la vida y en… En una palabra: en dificultades de todas clases, para hablar de un modo general. Por el momento, y hasta que surja algo (lo que espero siempre) no le puedo ofrecer otra cosa que mis consejos; sin embargo, creo que valen la pena de ser escuchados, sobre todo… En una palabra: porque yo nunca los he seguido… y que…

Aquí míster Micawber, que sonreía y me miraba con expresión radiante, se detuvo frunciendo las cejas, y prosiguió:

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