David Copperfield (21 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Otro silencio siguió —a esto, y de nuevo Peggotty acarició dulcemente mi mano.

—Estaba ya muy adelantada la noche —prosiguió cuando pidió de beber, y después me dirigió una sonrisa tan dulce, ¡estaba tan hermosa!… Amanecía, y el sol se levantaba cuando me dijo lo cariñoso y bueno que míster Copperfield había sido siempre para ella, y tu paciente que era, y cómo le decía, cuando dudaba de sí misma, que un corazón amante valía más que la sabiduría y que él era el hombre más feliz a su lado… «Peggotty, querida mía —dijo después—, acércate más (estaba muy débil), pasa tu brazo por mi cuello y vuélveme hacia ti; tu rostro parece que se aleja y quiero verlo cerca.» Hice lo que pedía, y, ¡oh Davy!, se cumplía lo que yo había dicho una vez. Apoyó su dulce cabecita en el brazo de esta necia Peggotty. Y murió como un niño que se duerme.

Así terminó el relato de Peggotty. Desde el momento en que supe la muerte de mi madre, la idea de lo que había sido últimamente desapareció por completo para mí, y desde aquel instante la recuerdo como la madre joven de mis primeros años, la que enrollaba sus bucles en los dedos y bailaba conmigo por la noche en la sala. Lo que Peggotty me contaba, en lugar de recordarme el último período, confirmaba en mi espíritu la primera imagen; podrá ser extraño, pero es la verdad. En un instante había vuelto a mis ojos su tranquila juventud, borrando todo el resto.

La madre que descansaba en la tumba era la madre de mis primeros años, y la criaturita que tenía en sus brazos era yo como estaba en mi infancia, sólo que ahora me estrechaba ya en ellos para siempre.

Capítulo 10

Empiezan descuidándome, luego me colocan

El primer acto de autoridad de miss Murdstone cuando pasó el día solemne y se abrieron de nuevo las ventanas fue decirle a Peggotty que en el plazo de un mes tenía que marcharse. Por mucho que a Peggotty le hubiera molestado tener que soportarlos, estoy seguro de que lo hubiera hecho por cariño hacia mí, prefiriendo aquella casa a la mejor del mundo. Ella me lo contó, y los dos nos lamentamos de todo corazón.

Respecto a mí, ni decían una palabra ni daban el menor paso. Yo creo que su mayor felicidad hubiera sido poderme despedir también con otro mes de plazo. Un día me atreví a preguntar a miss Murdstone cuándo iba a volver a Salem House; pero me contestó muy secamente que era probable que no volviera nunca. Mi porvenir me preocupaba mucho y a Peggotty también.

Mi situación había cambiado por completo, y aunque me libraba de muchas molestias, si hubiera sido capaz de apreciarlo seriamente me habría preocupado mucho sobre mi porvenir. La tiranía que habían ejercido sobre mí había desaparecido por completo; lo único que deseaban era no tenerme ante su vista; tan es así, que en varias ocasiones, cuando acababa de sentarme con ellos, miss Murdstone, frunciendo el ceño, me hacía señas para que me marchase. Ya no les preocupaba el que estuviera siempre con Peggotty; con tal de que no los molestase les importaba poco dónde pudiera estar. Al principio me asustaba la idea de que míster Murdstone volviera a tomar en su mano mis lecciones o que su hermana, en su abnegación, se dedicara a ello; pero pronto me percaté de que aquellos temores eran vanos y que todo se reduciría a verme abandonado.

No recuerdo si aquel descubrimiento me causó mucha pena. Estaba todavía en el dolor de la muerte de mi madre y en un estado de ánimo en que todo me daba lo mismo. Lo que sí recuerdo es que algunas veces pensaba en la posibilidad de que no se ocuparan de instruirme, y pensaba que entonces sería un ser inútil, predestinado a pasarse la vida vagando de una aldea a otra. También recuerdo que, pensando en aquello, me preguntaba si no sería mejor marcharme como el héroe de una historia para buscar fortuna; pero estas eran visiones transitorias, sueños que hacía despierto, sombras que veía débilmente dibujadas o escritas en la pared de mi habitación y que después se desvanecían dejando la pared vacía.

—Peggotty —dije una noche en tono pensativo, mientras me calentaba las manos en el fuego de la cocina—, míster Murdstone me quiere cada vez menos; nunca me ha querido mucho, Peggotty; pero ahora, si pudiera, le gustaría no volver a verme.

—Quizá sea a causa de su pena —dijo Peggotty, acariciándome los cabellos.

—No, Peggotty, estoy seguro. Yo también estoy triste. Si pudiera creer que era tristeza no pensaría en ello; pero no es eso, no, no es eso.

—¿Y cómo sabes que no es eso? —dijo Peggotty después de un silencio.

—¡Oh!, la tristeza es otra cosa muy distinta. Ahora, por ejemplo, está triste sentado ante la chimenea con su hermana; pero si entro yo, Peggotty, cambia completamente.

—¿Por qué? —dijo Peggotty.

—Porque se encoleriza —le contesté imitando involuntariamente su ceño—. Si estuviera solamente triste, no me miraría como me mira. Yo, que sólo estoy triste, tengo más ansia que nunca de cariño.

Peggotty no dijo nada en un rato, y yo me calenté las manos también en silencio.

—Davy —dijo por último.

—¿Qué, Peggotty?

—He tratado, querido mío, he tratado por todos los medios de encontrar colocación aquí en Bloonderstone; pero no la he encontrado, hijo mío.

—¿Y qué piensas hacer, Peggotty? —dije tristemente—. ¿Dónde piensas ir a buscar fortuna?

—Creo que me veré obligada a irme a Yarmouth para vivir allí.

—Podías ir un poco más lejos —dije, medio en broma—, y sería perderte para siempre. Pero allí podré verte a menudo, mi querida Peggotty; aquello no es del todo el fin del mundo.

—Al contrario, gracias a Dios. Mientras estés aquí, querido mío, yo vendré por lo menos a verte una vez por semana.

Esta promesa me quitó un gran peso de encima; pero no era todo, pues Peggotty continuó:

—Lo primero, Davy, voy a ir a casa de mi hermano a pasar quince días, el tiempo necesario para tranquilizarme y reponerme un poco, y ahora estoy pensando que quizá lo dejaran, como no lo necesitan mucho, venir allí conmigo.

Si algo podía no serme indiferente, exceptuando a Peggotty, y podía causarme una alegría en aquellos momentos, era un proyecto así. La idea de verme rodeado, de nuevo, por aquellos rostros honrados, alegres de mi llegada; de volver a sentir la dulzura y la tranquilidad de las mañanas de domingo, cuando las campanas suenan, las piedras caen en el agua y los barcos se dibujan en la bruma. El figurarme paseando en la playa con Emily, contándole mis penas y buscando de nuevo conchas y caracoles. Todo esto tranquilizaba mi corazón.

Un momento después me preocupó la idea de que quizá miss Murdstone no lo consintiera; sin embargo, esta preocupación no duró mucho, pues en aquel momento apareció ella misma, haciendo su ronda de noche, en la antecocina donde estábamos hablando, y Peggotty abordó el asunto con un atrevimiento que me sobrecogió.

—El chico perderá el tiempo allí —dijo miss Murdstone mirando en una olla de escabeche—, y la ociosidad es la madre de todos los vicios. Pero estoy segura de que aquí lo perderá también; es mi opinión.

Peggotty estuvo a punto de contestarle mal; pero se contuvo por cariño a mí, y permaneció silenciosa.

—¡Hem! —dijo miss Murdstone, con sus ojos fijos todavía en el escabeche—. Lo más importante de todo, de la mayor importancia, es que a mi hermano no se le moleste y pueda estar tranquilo. Supongo que lo mejor será decir que sí.

Le di las gracias sin hacer ninguna manifestación de alegría, no fuera eso a inducirle a retirar su consentimiento. No pude por menos de pensar que había obrado con prudencia, cuando vi la mirada que me lanzó por encima del tarro de escabeche. Parecía como si sus ojos negros hubieran absorbido todo el vinagre que el escabeche contenía; pero el consentimiento estaba dado y no fue negado, pues cuando cumplió el mes de Peggotty ya estábamos dispuestos a partir.

Barkis entró en casa por las maletas de Peggotty. Yo nunca le había visto antes atravesar la verja; pero en aquella ocasión entró en la casa, y al cargar con la pesada maleta de Peggotty me lanzó una mirada en la que me pareció que me quería decir algo, si era posible que pudiese expresar algo el rostro de Barkis.

Peggotty estaba naturalmente triste al dejar la que había sido su casa durante tantos años y donde los dos grandes cariños de su vida, mi madre y yo, se habían formado. Se había levantado muy temprano para ir al cementerio, y montó en el carro y se sentó en él sin quitarse el pañuelo de los ojos.

Todo el tiempo que permaneció en esta actitud, Barkis no dio señales de vida; sentado como de costumbre, parecía un muñeco. Pero cuando Peggotty miró a su alrededor y empezó a hablarme, sacudió la cabeza y dejó oír varias veces un gruñido de satisfacción. No pude comprender a qué se refería.

—Hace un día muy hermoso, míster Barkis —dije.

—No es malo —contestó Barkis, que por lo general era muy reservado y rara vez se comprometía.

—Peggotty se ha tranquilizado ya del todo, míster Barkis —le dije para su satisfacción.

—¿De verdad? —dijo Barkis.

Después de reflexionar sobre ello, dijo con aire malicioso: —¿Está usted completamente a gusto?

Peggotty se echó a reír, y contestó afirmativamente.

—¿Pero verdaderamente está usted segura? —gruñó Barkis acercándose a ella y dándole un codazo—. ¿Está usted segura? ¿Verdaderamente a gusto? ¿Está usted segura? ¿Eh?

Y a cada una de aquellas preguntas Barkis se acercaba más a ella y le daba otro codazo. Por último, se acercó tanto ya, que estábamos los tres amontonados en un rincón del carro, y yo tan oprimido, que apenas podía respirar.

Peggotty le llamó la atención sobre mis sufrimientos, y Barkis se retiró un poquito; después, poco a poco, se fue alejando más; pero no pude por menos de observar que a sus ojos aquello era una forma maravillosa de expresar sus sentimientos de una manera clara y agradable sin el inconveniente de la conversación. No tenía duda que estaba contento de su proceder. Poco a poco se volvió otra vez hacia Peggotty, preguntando:

—¿Supongo que estará usted verdaderamente a gusto?

Y otra vez se acercó a nosotros, hasta que me faltó la respiración. Al poco rato le repitió su pregunta con la misma maniobra, hasta que decidí ponerme de pie en cuanto le veía acercarse con el pretexto de mirar el paisaje. Fue una gran idea.

Barkis se sintió tan amable, que se detuvo ante una taberna expresamente por nosotros y nos convidó a cordero asado y cerveza. Y mientras Peggotty bebía él fue presa de un nuevo acceso de galantería, y casi la atragantó del encontronazo. Pero conforme nos acercábamos al fin de nuestro viaje, cada vez tenía más que hacer y menos tiempo para galantear, y cuando pisamos el empedrado de Yarmouth nos preocupaban demasiado las sacudidas para poder pensar en otra cosa.

Míster Peggotty y Ham nos esperaban en el sitio de siempre y nos recibieron con la mayor cordialidad. Yo estreché la mano a Barkis, que tenía el sombrero en la coronilla, la cara avergonzada y una confusión que parecía comunicarse a sus piernas.

Cada uno de los Peggotty cargó con una de las maletas, y ya nos marchábamos cuando Barkis me hizo un signo misterioso con su mano para que me acercase.

—Digo —murmuró Barkis— que todo va bien.

Yo le miré a la cara y contesté en un tono que quiso ser profundo:

—¡Ah!

—No es eso todo. Va muy bien.

De nuevo le contesté:

—¡Ah!

—Ya sabía usted que Barkis desde luego estaba dispuesto. Era Barkis, Barkis solamente.

Hice un signo de afirmación.

—Todo va bien —dijo Barkis estrechándome la mano—. Soy su amigo; lo ha hecho usted todo muy bien, y todo va bien.

En su deseo de explicarse con particular lucidez, Barkis se puso tan extraordinariamente misterioso, que hubiera podido permanecer mirándole a la cara durante una hora sin sacar más provecho que del cuadrante de un reloj parado. Pero Peggotty me llamó, y me alejé.

Mientras andábamos, me preguntó lo que me había dicho Barkis, y yo le contesté «que todo iba bien».

—¡Qué atrevimiento! —dijo Peggotty—. Pero me tiene sin cuidado. Davy querido, ¿qué te parecería si pensara en casarme?

—¿Me seguirías queriendo igual? —dije después de un momento de reflexión.

Y con gran sorpresa de los que pasaban, y de su hermano y sobrino, que iban delante, la buena mujer no pudo por menos de abrazarme asegurándome que su cariño era inalterable.

—Pero ¿qué te parecería? —insistió cuando estuvimos otra vez en camino.

—¿Si pensaras en casarte… con Barkis, Peggotty?

—Sí —dijo Peggotty.

—Pues me parecería una buena idea; porque, ¿sabes, Peggotty?, así tendrías siempre el caballo y el carro para venir a verme, y podrías venir sin que te costase nada.

—¡Qué inteligencia la de este niño! —exclamó Peggotty—. Eso es precisamente lo que yo estoy pensando desde hace un mes. Sí, precioso, y también pienso que así tendré más libertad, y que trabajaré de mejor gana en mi casa que en la de cualquier otro, pues no sé si me acostumbraría a servir a extraños, y así continuaré cerca de la tumba de mi niña querida —dijo Peggotty a media voz—, y podré ir a verla cuando me dé la gana, y si me muero me podrán enterrar cerca de ella.

Después de decir esto, guardamos un momento silencio los dos.

—Pero no quiero ni pensar en ello —dijo Peggotty con cariño— si contraría en lo más mínimo a mi Davy. Aunque se hubieran publicado las amonestaciones treinta y tres veces y ya tuviese el anillo de boda en el bolsillo…

—Mírame, Peggotty, y verás si no estoy realmente contento; es más, que lo deseo de todo corazón.

—Bien, hijo mío —dijo Peggotty dándome otro abrazo—; no dejo de pensarlo noche y día, y creo que voy por buen camino; pero todavía tengo que pensarlo mejor y consultarlo con mi hermano; entre tanto, guardaremos el secreto, ¿eh, Davy?

—Barkis es un buen hombre —continuó Peggotty—, y sólo con que trate de cumplir con mi deber estoy segura de que será mía la culpa si no nos encontramos «completamente a gusto» —dijo Peggotty riendo de todo corazón.

Esta alusión a las palabras de Barkis era tan oportuna y nos divirtió tanto, que no dejamos de reír y estuvimos de un humor excelente cuando llegamos ante la casa de míster Peggotty.

Todo lo encontré igual, excepto que quizá me pareció un poco más pequeño. Mistress Gudmige nos estaba esperando a la puerta, como si no se hubiera movido de allí nunca. El interior tampoco había cambiado; hasta el cacharro azul con las plantas marinas seguía en mi mesita. Di una vuelta a la casa y encontré las mismas langostas y cangrejos amontonados como de costumbre, con el mismo deseo de pincharlo todo y en el mismo rincón. Pero por más que busqué no encontraba a Emily. Por fin le pregunté a míster Peggotty dónde podría estar.

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