David Copperfield (17 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—Bien, señorito —dijo inclinándose y metiéndose las puntas de la corbata en el chaleco—; se lo agradezco mucho. Yo nada más trato de cumplir mi deber en mi oficio, señorito.

—¿Qué más puede pedirse, míster Peggotty? —le contestó Steerforth. (Ya sabía su nombre.)

—Estoy seguro de que usted hará lo mismo —dijo míster Peggotty moviendo la cabeza—. Y hará usted bien, muy bien. Estoy muy agradecido de su acogida; soy rudo, señorito, pero soy franco; al menos me creo que lo soy, ¿comprende usted? Mi casa no tiene nada que merezca la pena, señorito; pero está a su disposición si alguna vez se le ocurre ir a verla con el señorito Davy. ¡Bueno! Estoy aquí como un caracol —dijo míster Peggotty, refiriéndose a que tardaba en irse, pues lo había intentado después de cada frase sin conseguirlo—. ¡Vamos, les deseo que sigan con tan buena salud y que sean felices!

Ham se unió a sus votos y nos separamos con mucho cariño. Aquella noche estuve casi a punto de hablarle a Steerforth de la pequeña Emily; pero era tan tímido, que no me atrevía ni a nombrarla; además tuve miedo de que fuera a reírse. Recuerdo que me preocupaba mucho y de un modo molesto lo que me habían dicho de que se estaba haciendo una mujer; pero al fin decidí que era una tontería.

Transportamos aquellas «porquerías», como las había llamado modestamente míster Peggotty, al dormitorio, sin que nadie lo viera, y tuvimos banquete aquella noche. Pero Traddles no podía salir felizmente de nada. Tenía la desgracia de no poder soportar ni una comida extraordinaria como otro cualquiera y se puso muy malo, tan malo, a consecuencia de la langosta, que le hicieron beber cosas negras y tragar unas píldoras azules, lo que, según Demple, cuyo padre era médico, habría sido suficiente para matar a un caballo. Además, recibió una paliza y seis capítulos del Testamento griego por negarse en rotundo a confesar la causa.

El resto del semestre confunde en mi memoria la monotonía diaria y triste de nuestras vidas: la huida del verano; el frío de la mañana al saltar de la cama y el frío más frío todavía de la noche cuando volvíamos a ella. Por la tarde la clase estaba mal alumbrada y peor calentada, y por la mañana, igual que una nevera; la alternativa entre la carne de vaca cocida y asada y del cordero cocido y del cordero asado; el pan con mantequilla; el jaleo de libros y de pizarras rotas, de cuadernos manchados de lágrimas, de bastonazos, de golpes dados con la regla, del corte de cabellos, de domingos lluviosos y de los puddings agrios; el todo rodeado de una atmósfera sucia, impregnada de tinta.

Recuerdo cómo la lejanía de las vacaciones, después de parecer que había estado detenida durante tanto tiempo, empezaba a acercarse a nosotros poco a poco. Y cómo de contar por meses el tiempo que faltaba llegamos a contarlo por semanas y después ya por días. El miedo que pasé pensando que quizá no fueran a buscarme, y después, cuando supe por Steerforth que me habían llamado, el temor de romperme alguna pierna o que ocurriera algo. Y ¡cómo iba cambiando de sitio el bendito día señalado! Después de ser dentro de quince días, era a la otra semana; después, ya en esta misma; luego, pasado mañana; luego, mañana, y, por fin, hoy, esta noche, subo a la diligencia de Yarmouth y ya estoy camino de mi casa.

Dormí, con varias interrupciones, en el coche de Yarmouth, y tuve muchos sueños incoherentes sobre aquellos recuerdos. Me despertaba a intervalos, y el musgo que veía al asomarme no era ya el del patio de recreo de Salem House, y los golpes que oían mis oídos no eran los de míster Creakle castigando al buen Traddles, sino los latigazos que el cochero arreaba a los caballos.

Capítulo 8

Mis vacaciones, y en especial una tarde dichosa

Al amanecer llegamos a la fonda en que el coche paraba (no era la misma en que había almorzado a la ida y donde vivía mi amigo el camarero), y allí me condujeron a una alcoba muy limpia, en cuya puerta se leía: «Dolphin». Tenía mucho frío, a pesar del té caliente que acababan de darme ante la chimenea, y muy contento me acosté en la cama de dolphin, me arrebujé en las sábanas y me quedé dormido.

Míster Barkis, el cochero de Bloonderstone, debía venir a recogerme a las nueve de la mañana siguiente. Me levanté a las ocho algo cansado por haber dormido poco, y antes de la hora ya le estaba esperando. Barkis me recibió exactamente como si acabara de verme cinco minutos antes y sólo nos hubiéramos separado para entrar yo al hotel a cambiar un billete.

Tan pronto como estuvimos instalados en el carro mi maleta y yo, el caballo echó a andar, a su paso de siempre.

—Tiene usted buen aspecto, míster Barkis —dije, pensando que le halagaría.

Barkis se restregó la mejilla con la manga y después la miró, esperando sin duda encontrar algún rastro de su salud en ella; pero esa fue la única contestación que obtuvo mi cumplido.

—Ya ejecuté su encargo, míster Barkis —dije—, escribiendo a Peggotty.

—¡Ah! —dijo Barkis.

Estaba de mal humor y respondía secamente.

—¿Es que no lo hice bien, míster Barkis? —pregunté después de un momento de duda.

—¡No! —dijo Barkis.

—¿No era aquel su encargo?

—Quizá usted hizo bien el encargo —contestó Barkis—;, pero no ha pasado de ahí.

No comprendiendo a qué se refería, repetí sus palabras, sólo que interrogando:

—¿No ha pasado de ahí, míster Barkis?

—¡Claro! —explicó, mirándome de lado—. ¡No me ha contestado!

—¡Ah! ¿Tenía que haberle contestado? —dije abriendo los ojos.

Aquello daba una luz nueva al asunto.

—Cuando un hombre le dice a una mujer «que está dispuesto» —dijo Barkis, volviéndose muy despacio a mirarme— es como si se dijera que ese hombre espera una contestación.

—¿Y bien, míster Barkis?

—Pues bien —dijo, volviéndose a mirar las orejas del caballo—. ¡Este hombre está esperando una contestación desde entonces!

—¿Y no le ha hablado usted, míster Barkis?

—No —gruñó Barkis mientras reflexionaba—. No tenía por qué ir a hablarle. No le he dicho nunca seis palabras ¿y voy a ir a contarle eso ahora?

—¿Quiere usted que me encargue yo de ello? —dije titubeando.

—Puede usted decirle, si quiere —prosiguió Barkis dirigiéndome otra mirada lenta—, que Barkis está esperando una contestación. ¿Dice usted que se llama?

—¿Su nombre?

—Sí —dijo Barkis moviendo la cabeza.

—Peggotty.

—¿Nombre de pila o apellido? —preguntó Barkis.

—¡Oh!, no es su nombre de pila; su nombre es Clara.

—¿Es posible? —preguntó Barkis.

Y pareció encontrar abundante materia de reflexión en ello, pues permaneció inmóvil meditando durante mucho tiempo.

—Bien —repuso por último—; le dice usted: «Peggotty: Barkis está esperando una contestación». Ella quizá le diga: «¿Contestación a qué?». Y usted le dice entonces: «A lo que ya te he dicho». «¿A qué?», insistirá ella. «A lo de que Barkis está dispuesto», le dice usted.

Esta extraordinaria y artificiosa sugerencia la acompañó Barkis con un codazo, que me dolió bastante. Después siguió mirando a su caballo como siempre, sin hacer la menor alusión al asunto hasta media hora después, que, sacando un trozo de tiza de su bolsillo, escribió en el interior del carro: «Clara Peggotty», supongo que para no olvidarlo.

¡Oh, qué extraño sentimiento experimentaba al volver a mi casa, convencido de que ya no era mi casa, y encontrando en todo lo que miraba el recuerdo de mi antigua felicidad, que me parecía como un sueño que nunca podría volver a realizarse! Aquellos días en que mi madre, yo y Peggotty éramos por completo y en todo el uno para el otro, cuando nadie había venido todavía a ponerse por medio, ¡qué tristes aparecieron ante mí aquellos recuerdos! Tanto, que no sabía si me alegraba de volver, y hubiera preferido seguir viviendo lejos para olvidarlo todo al lado de Steerforth. Pero ya estaba allí, y enseguida llegamos a casa, donde las ramas de los viejos olmos retorcían sus innumerables brazos a los golpes del viento de invierno, columpiando los restos de los antiguos nidos de cuervos.

Barkis depositó la maleta en el suelo ante la verja del jardín y se fue. Yo torné el sendero de la casa, mirando a las ventanas con el temor de ver aparecer en alguna de ellas a míster Murdstone o a su hermana. Nadie se asomó, y al llegar a la puerta, como yo sabía el modo de abrirla desde fuera mientras era de día, entré sin que me oyeran, ligero y tímido.

Dios sabe cómo se despertó mi infantil memoria al entrar en el vestíbulo y oír a mi madre desde su gabinete cantando a media voz. Sentí que estaba en sus brazos como de pequeñito. La canción era nueva para mí; sin embargo, me llenaba el corazón hasta los bordes, como un amigo que vuelve después de larga ausencia. Por el tono pensativo y serio con que mi madre tarareaba su canción me figuré que estaba sola y entré sin hacer ruido. Estaba sentada delante de la chimenea, dando de mamar a un niño, de quien estrechaba la manita contra su cuello. Sus ojos estaban fijos en el rostro del nene y lo dormía cantándole. Había acertado, pues estaba sola.

La llamé, y ella se estremeció, lanzando un grito llamándome su Davy, su hijito querido, y saliendo a mi encuentro se arrodilló en el suelo para besarme, estrechando mi cabeza contra su pecho al lado de la cabecita dormida, y puso la manita del nene sobre mis labios. Hubiera deseado morir; hubiera deseado morir con aquellos sentimientos en mi corazón. En aquellos momentos estaba más cerca del cielo de lo que nunca he vuelto a estarlo.

—Es tu hermanito —dijo mi madre acariciándome—. ¡Davy, niño mío, pobrecito!

Y me besaba más y más y me estrechaba en sus brazos. Así estábamos cuando llegó Peggotty corriendo, y tirándose al suelo a nuestro lado estuvo como loca durante un cuarto de hora.

No me esperaban tan pronto. Al parecer, Barkis había adelantado la hora de costumbre. Míster Murdstone y su hermana habían ido a una visita en los alrededores y no volverían antes de la noche. Nunca me hubiera esperado tanta felicidad. Nunca me hubiera parecido posible volver a encontrarnos los tres solos, tranquilos, y en aquel momento me parecía haber vuelto a los antiguos días.

Comimos juntos ante la chimenea. Peggotty nos quería servir; pero mamá no le dejó y le hizo sentarse a nuestro lado. A mí me pusieron mi antiguo plato con su fondo oscuro, en el que había pintado un barco con un marino bogando a toda vela. Peggotty lo había tenido escondido durante mi ausencia, pues decía que ni por cien mil libras hubiera querido que se rompiese. También me puso el vaso de cuando era pequeño, con mi nombre grabado en él, mi tenedorcito y mi cuchillo, que no cortaba nada.

Mientras comíamos pensé que era la mejor ocasión para hablar a Peggotty de Barkis; pero no había terminado de explicarle su encargo cuando empezó a reírse, tapándose la cara con el delantal.

—Peggotty —dijo mi madre—, ¿qué te pasa?

Peggotty se reía cada vez más fuerte, apretándose el delantal contra la cara cuando mi madre trataba de quitárselo, y parecía que había metido la cabeza en un saco.

—Pero ¿qué haces, tonta? —insistió mi madre riendo.

—¡Oh, el necio del hombre! —exclamó Peggotty—. ¿Pues no quiere casarse conmigo?

—Sería un buen partido para ti, Peggotty —dijo mamá.

—¡Oh, no lo sé! —dijo Peggotty—. No me hable usted de ellos. No le aceptaría aunque fuera de oro. Ni a él ni a ningún otro.

—Entonces ¿por qué no se lo dices, ridícula? —preguntó mi madre.

—¿Decírselo? —replicó Peggotty, sacando la cara del delantal—. Pero si nunca me ha dicho una palabra de ello. Me conoce, y sabe que si se atreviese a decirme cualquier cosa le daría un bofetón.

Estaba roja, como nunca la había visto ni a ella ni a nadie, y volvió a taparse la cara durante unos momentos, atacada otra vez por una risa violenta. Después de dos o tres de aquellos ataques continuó comiendo.

Observé que mi madre, aunque se sonreía al mirar a Peggotty, se había quedado más seria y pensativa. Desde el primer momento ya la había notado muy cambiada. Su rostro era muy bello todavía, pero parecía preocupado y demasiado transparente. Sus manos también, tan delgadas y pálidas, casi se clareaban. Pero sobre todo en lo que ahora me parece que estaba más cambiada era en que parecía que estaba siempre inquieta y asustada. Por último, dijo, acariciando afectuosamente la mano de su antigua criada:

—Peggotty, querida, ¿no pensarás casarte?

—¿Yo, señora? —preguntó Peggotty estupefacta, ¡Dios la bendiga! ¡No!

—Al menos no muy pronto —dijo mi madre con ternura.

—¡Nunca! —gritó Peggotty.

Mi madre, cogiéndole la mano, dijo:

—No me dejes, Peggotty; no te separes de mí. Quizá no sea para mucho tiempo, y ¿qué sería de mí si no estuvieras tú?

—¿Dejarla yo, hija mía? —exclamó Peggotty—. No. Ni por todos los tesoros del mundo. Pero ¿quién meterá esas cosas en esa cabecita?

Peggotty a veces le hablaba a mi madre como si fuera un niño.

Mi madre sólo contestó para darle las gracias, y Peggotty continuó a su modo:

—¿Yo dejarla? ¡Maldita la gana que tengo de ello! ¿Marcharse Peggotty de su lado? ¡Me gustaría verlo! No, no —dijo Peggotty, sacudiendo su cabeza y cruzando los brazos—, no hay cuidado, hija mía. No es que no haya personas que lo estén deseando; pero que se fastidien. Yo sigo con usted hasta que sea un vejestorio inútil. Y cuando ya esté sorda y demasiado vieja y demasiado ciega, y hasta incapaz de hablar por no tener un diente; cuando ya no sirva en absoluto para nada, ni siquiera para que me regañen, entonces iré a buscar a Davy y le diré si quiere recogerme.

—Y yo te recibiré muy contento, Peggotty: te recibiré lo mismo que a una reina.

—¡Dios bendiga tu buen corazón! —exclamó Peggotty—. ¡Estaba tan segura! —Y me besó, anticipadamente agradecida a mi hospitalidad. Después volvió a taparse la cara con el delantal y a reírse de Barkis; después, cogiendo al niño de la cuna, lo estuvo arreglando; luego se llevó las cosas de la comida, y por fin volvió con otra cofia y su caja de labor, con su metro y su pedazo de cera, todo lo mismo que en los antiguos días.

Estábamos sentados alrededor del fuego, y charlábamos alegremente. Yo les contaba la crueldad de Míster Creakle, y me compadecían. Les decía lo bueno que era Steerforth, cómo me protegía, y Peggotty me dijo que sería capaz de andar a pie unas millas por verle. Cuando se despertó cogí al niño en mis brazos y le dormí cantando dulcemente. Después me fui al lado de mi madre, y pasando mis brazos alrededor de su talle, como me había gustado siempre tanto hacer, apoyé mi mejilla en su hombro, y una vez mas sus hermosos cabellos cayeron sobre mí, «como las alas de un ángel»; me gusta pensar cuando me acuerdo de ello. ¡Qué feliz era!

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