David Copperfield (15 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Una de las mayores felicidades de mi vida era ver a Steerforth dirigirse a la iglesia delante de nosotros dando el brazo a miss Creakle.

Miss Creakle no me parecía tan bonita como Emily ni estaba enamorado de ella, no me hubiera atrevido; pero la encontraba extraordinariamente atractiva, y en cuanto a gentileza, me parecía que nadie podía comparársela. Cuando Steerforth, con sus pantalones blancos, llevaba su sombrilla, me sentía orgulloso de ser amigo suyo y pensaba que miss Creakle no podía por menos que adorarle. Míster Sharp y míster Mell eran dos personajes muy importantes a mis ojos; pero Steerforth los eclipsaba como el sol eclipsa a las estrellas.

Steerforth continuaba protegiéndome y su amistad me ayudaba mucho, pues nadie se atrevía a meterse con los que él protegía. No podía, ni lo intentó siquiera, defenderme de míster Creakle, que era muy severo conmigo; pero cuando me había tratado con dureza, Steerforth me decía que yo necesitaba algo de su valor; que él no hubiera consentido nunca que le trataran mal, y aquello me animaba y me hacía quererle. Una ventaja saqué, la única que yo sepa, de la severidad con que me trataba míster Creakle, pues pareciéndole que mi letrero le estorbaba al pasar entre los bancos, cuando tenía ganas de pegarme, me lo mandó quitar, y no lo volví a ver.

Una circunstancia fortuita aumentó más aún la intimidad entre Steerforth y yo, de una manera que me causó mucho orgullo y satisfacción, aunque no dejaba de tener sus inconvenientes. En una ocasión en que me hacía el honor de charlar conmigo en el patio de recreo me atreví a hacerle observar que algo o alguien se parecía a algo o a alguien de Peregrine Pickle. Él no me dijo nada entonces; pero cuando nos fuimos a la cama me preguntó si tenía aquel libro.

Le contesté que no, y le expliqué cómo lo había leído, igual que los demás de que ya he hablado.

—¿Y los recuerdas bien? —me preguntó Steerforth.

—¡Oh, sí, perfectamente! —repliqué—. Tengo buena memoria, y creo que los recuerdo muy bien todos.

—Entonces ¿quieres que hagamos una cosa, pequeño Copperfield? Me los vas a contar. Yo no puedo dormirme tan temprano, y por lo general me despierto casi de madrugada. Me irás contando uno después de otro y será lo mismo que Las mil y una noches.

La proposición me halagó de un modo extraordinario, y aquella misma noche la pusimos en práctica. ¿Qué mutilaciones cometería yo con mis autores favoritos en el curso de mi interpretación? No estoy en condiciones de decirlo, y además prefiero no saberlo; pero tenía fe profunda en ellos, y, además, lo mejor que creo que tenía era el modo sencillo y grave de contarlos. Con esas cualidades se va lejos.

El reverso de la medalla era que muchas noches tenía un sueño horrible o estaba triste y sin ganas de reanudar la historia. En esas ocasiones era un trabajo duro; pero hubiera sido incapaz de defraudar a Steerforth. También había días en que por la mañana me sentía cansado y me habría gustado una hora más de sueño, y en aquellos momentos no era muy agradable el ser despabilado igual que la sultana Sheerezade y forzado a contar durante largo rato antes de que sonara la campana. Pero Steerforth estaba decidido, y como él me explicaba mis problemas y todo aquello de mis deberes que yo no entendía, no perdía en el cambio. Sin embargo, debo hacerme justicia: ni por un momento me movió el interés ni el egoísmo, ni tampoco el temor. Admiraba a Steerforth y le amaba, y su aprobación lo compensaba todo. Y el sentimiento aquel era tan precioso a mis ojos, que aún ahora, al pensar en aquellas chiquilladas, me duele el corazón.

Steerforth era también muy considerado conmigo y me demostraba mucho interés; sobre todo en una ocasión lo demostró de un modo inflexible. Sospecho que en aquella ocasión debió de ser un poco de suplicio de Tántalo para el pobre Traddles y todos los demás. La prometida carta de Peggotty (¡qué carta tan alegre y animadora era!) llegó en las primeras semanas del semestre, y con ella un bizcocho perfectamente rodeado de naranjas y con dos botellas de vellorita. Este tesoro, como es natural, me apresuré a ponerlo a los pies de Steerforth, rogándole que lo distribuyese.

—Bueno; pero has de saber, pequeño Copperfield, que el vino lo guardaremos para remojarte el gaznate cuando cuentes historias.

Enrojecí ante aquel interés, y, en mi modestia, le supliqué que no pensara semejante cosa. Pero él insistió, diciendo que había observado que algunas veces me ponía ronco, y que, por lo tanto, aquel vino se emplearía desde la primera hasta la última gota en lo que había dicho. En consecuencia, lo guardó en su caja y echó un poco en un frasco, y me lo administraba gota a gota por medio de un palito cuando le parecía que lo necesitaba. A veces lo hacía exprimiendo en el vino jugo de naranja y echándole ginebra. No estoy muy seguro de que el sabor mejorase con aquello ni de que resultara un licor muy estomacal para tomar a las altas horas de la noche y de madrugada; pero yo lo bebía con agradecimiento y era muy sensible a aquellas atenciones.

Me parece que tardé varios meses en contarle la historia de Peregrine Pickle, y más tiempo todavía en las otras novelas. La institución nunca flaqueó por falta de una historia, y el vino duró casi tanto como los relatos. ¡Pobre Traddles! No puedo pensar en él sin una extraña predisposición a reír y a llorar. Por las noches coreaba las historias y afectaba convulsiones de risa en los pasajes cómicos y un miedo mortal en los más peligrosos. A veces casi me cortaba el hilo. Recuerdo que uno de sus grandes gestos era hacer como que no podía por menos de castañetear los dientes cuando mencionaba a los alguaciles en las aventuras de Gil Blas; y recuerdo que cuando Gil Blas se encuentra en Madrid con el capitán de los ladrones, el desgraciado Traddles lanzó tales alaridos de terror, que lo oyó míster Creakle y le dio una soberana paliza.

Yo tenía ya espontáneamente una imaginación romántica y soñadora, y se me acentuaba cada día más con aquellas historias contadas en la oscuridad, por lo que dudo de que aquella práctica me haya resultado beneficiosa; pero el verme mimado por todos, como un juguete, en el dormitorio, y el darme cuenta de la importancia y el atractivo que tenía entre los otros niños (a pesar de ser yo el más pequeño) me estimulaba mucho. En una escuela regida con la crueldad de aquella, por grande que sea el mérito del que la preside no hay cuidado de que se aprenda mucho. Nosotros, en general, éramos los colegiales más ignorantes que pueden existir; estábamos demasiado atormentados y preocupados para poder estudiar, pues nada se consigue hacer en una vida de perpetua intranquilidad y tristeza. Sin embargo, a mí, mi pequeña vanidad, estimulada por Steerforth, me hacía trabajar, y aunque no me salvaba de castigos, evitó, mientras estuve allí, que me hundiera en la pereza general y me hizo asimilar de aquí y de allá algunas briznas de conocimientos.

En esto me ayudaba mucho míster Mell. Me tenía cariño, lo recuerdo con agradecimiento. Observaba con pena cómo Steerforth le trataba con un desprecio sistemático, y no perdía ninguna ocasión de herirle ni de inducir a los demás a hacerlo. Esto me preocupó durante mucho tiempo, porque yo ya le había contado (no hubiera podido dejarle sin participar de un secreto, como de ninguna otra posesión material) lo de las dos ancianas del hospicio que míster Mell había visitado, y temía que Steerforth se aprovechara de ello para hacerle sufrir.

¡Qué poco podíamos imaginar míster Mell y yo, cuando estuve desayunando y durmiendo, escuchando su flauta, las consecuencias que traería la visita al hospicio de mi insignificante personilla! Tuvo las más inesperadas y graves consecuencias.

Sucedió que un día míster Creakle no salió de sus habitaciones por estar indispuesto; esto, naturalmente, nos puso tan contentos, que armamos la mayor algarabía. La enorme satisfacción que experimentábamos nos hacía muy difíciles de manejar, y aunque Tungay apareció dos o tres veces con su pierna de palo y tomó nota con su voz estentórea de los más revoltosos, no causó la menor impresión en los niños. Estaban tan seguros de que hicieran lo que hicieran al día siguiente los castigaban, que preferían divertirse y aprovechar el día.

Era sábado y, por consiguiente, medio día de fiesta; pero el tiempo no estaba para ir de paseo, y para que el ruido en el patio no molestara a míster Creakle, se nos ordenó continuar en clase por la tarde haciendo unos deberes más ligeros, que había preparados para estas ocasiones. Era el día de la semana en que míster Sharp salía siempre a rizar su peluca. Por lo tanto, fue míster Mell, a quien siempre tocaban las cosas más difíciles, quien tuvo que quedarse a pelear con todos aquel día.

Si pudiera asociarse la imagen de un toro, de un oso o de algo semejante a la de míster Mell, yo la compararía con alguno de aquellos animales acosados por un millar de perros, aquella tarde, cuando el ruido era más fuerte. Lo recuerdo apoyando la cabeza en sus delgadas manos, sentado en su pupitre, inclinado sobre un libro y esforzándose en proseguir su cansada labor a través de aquel ruido que habría vuelto loco hasta al presidente de la Cámara de los Comunes. Había chicos que se habían levantado de sus sitios y jugaban a la gallina ciega en un rincón; los había que se reían, que cantaban, que hablaban, que bailaban, que rugían; los había que patinaban; otros saltaban formando corro alrededor del maestro y gesticulaban, le hacían burla por detrás y hasta delante de sus ojos, parodiando su pobreza, sus botas, su traje, hasta a su madre; se burlaban de todo, hasta de lo que más hubieran debido respetar.

—¡Silencio! —gritó de pronto míster Mell, levantándose y dando un golpe en el pupitre con el libro—. ¿Qué significa esto? No es posible tolerarlo. ¡Es para volverse loco! ¿Por qué se portan así conmigo, señores?

El libro con que había dado en el pupitre era el mío, y como yo estaba de pie a su lado, siguiendo su mirada vi a los chicos pararse sorprendidos de pronto, quizá algo asustados y también un poco arrepentidos.

El pupitre de Steerforth era el mejor de la clase y estaba al final de la habitación, en el lado opuesto al del maestro. En aquel momento estaba Steerforth recostado en la pared, con las manos en los bolsillos, y cada vez que míster Mell le miraba adelantaba los labios como para silbar.

—¡Silencio, míster Steerforth! —dijo míster Mell.

—¡Cállese usted primero! —replicó Steerforth, poniéndose muy rojo—. ¿Con quién cree usted que está hablando?

—¡Siéntese usted! —replicó míster Mell.

—¡Siéntese usted si quiere! —dijo Steerforth—, y métase donde le llamen.

Hubo cuchicheos y hasta algunos aplausos; pero míster Mell estaba tan pálido, que el silencio se restableció inmediatamente, y un chico que se había puesto detrás de él a imitar a su madre cambió de parecer e hizo como que había ido a preguntarle algo.

—Si piensa usted, Steerforth —continuó míster Mell que no sé la influencia que tiene aquí sobre algunos espíritus (sin darse cuenta, supongo, puso la mano sobre mi cabeza) o que no le he observado hace pocos minutos provocando a los pequeños para que me insultasen de todas las maneras imaginables, se equivoca.

—No me tomo la molestia de pensar en usted —dijo Steerforth fríamente—; por lo tanto, no puedo equivocarme.

—Y cuando abusa usted de su situación de favorito aquí para insultar a un caballero…

—¿A quién? ¿Dónde está? —dijo Steerforth.

En esto alguien gritó:

—¡Qué vergüenza, Steerforth; eso está muy mal!

Era Traddles, a quien míster Mell ordenó inmediatamente silencio.

—Cuando insulta usted así a alguien que es desgraciado y que nunca le ha hecho el menor daño; a quien tendría usted muchas razones para respetar ya que tiene usted edad suficiente, tanto como inteligencia, para comprender —dijo míster Mell con los labios cada vez más temblorosos—; cuando hace usted eso, míster Steerforth, comete usted una cobardía y una bajeza. Puede usted sentarse o continuar de pie, como guste. Copperfield, continúe.

—Pequeño Copperfield —dijo Steerforth, avanzando hacia el centro de la habitación—, espérate un momento. Tengo que decirle, míster Mell, de una vez para siempre, que cuando se toma usted la libertad de llamarme cobarde o miserable o algo semejante, es usted un mendigo desvergonzado. Usted sabe que siempre es un mendigo; pero cuando hace eso es un mendigo desvergonzado.

No sé si Steerforth iba a pegar a míster Mell, o si míster Mell iba a pegar a Steerforth, ni cuáles eran sus respectivas intenciones; pero de pronto vi que una rigidez mortal caía sobre la clase entera, como si se hubieran vuelto todos de piedra, y encontré a míster Creakle en medio de nosotros, con Tungay a su lado. Miss y mistress Creakle se asomaban a la puerta con caras asustadas.

Míster Mell, con los codos encima del pupitre y el rostro entre las manos, continuaba en silencio.

—Míster Mell —dijo míster Creakle, sacudiéndole un brazo, y su cuchicheo era ahora tan claro que Tungay no juzgó necesario repetir sus palabras—. ¿Espero que no se habrá usted olvidado?

—No, señor, no —contestó míster Mell levantando su rostro, sacudiendo la cabeza y restregándose las manos con mucha agitación—; no, señor, no; me he acordado… , no, míster Creakle; no me he olvidado… Yo… he recordado… . yo… desearía que usted me recordase a mí un poco más, míster Creakle… Sería más generoso, más justo, y me evitaría ciertas alusiones.

Míster Creakle, mirando duramente a míster Mell, apoyó su mano en el hombro de Tungay, subió al estrado y se sentó en su mesa. Después de mirar mucho tiempo a míster Mell desde su trono, mientras él seguía sacudiendo la cabeza y restregándose las manos, en el mismo estado de agitación, míster Creakle se volvió hacia Steerforth y dijo:

—Steerforth, puesto que míster Mell no se digna explicarse, ¿quiere usted decirme qué sucede?

Steerforth eludió durante unos minutos la pregunta, mirando con desprecio y cólera a su contrario. Recuerdo que en aquel intervalo no pude por menos de pensar en lo noble y lo hermoso del aspecto de Steerforth comparado con míster Mell.

—¡Bien! Veamos qué ha querido decir al hablar de favoritos —dijo por fin Steerforth.

—¿Favoritos? —repitió míster Creakle con las venas de la frente a punto de estallar—. ¿Quién se ha atrevido a hablar de favoritos?

—Él —dijo Steerforth.

—¿Y qué entiende usted por eso, caballero? Haga el favor —pregunto míster Creakle volviéndose furioso hacia el profesor.

—Me refería, míster Creakle —respondió en voz muy baja—, quería decir que ninguno de los alumnos tenía derecho a abusar de su situación de favorito degradándome.

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