David Copperfield (76 page)

Read David Copperfield Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—¿Qué podemos hacer, Trot? —dijo míster Dick—. Está la Memoria…

—Ciertamente está la Memoria —le dije—; pero de momento la única cosa que podemos hacer, míster Dick, es serenarnos y que mi tía no vea que nos preocupan sus asuntos.

Estuvo de acuerdo conmigo al momento y me suplicó que, en el caso en que le viera apartarse un paso del buen camino, que le atrajera a él por alguno de los medios ingeniosos que yo siempre tenía a mano. Pero siento decir que le había asustado demasiado para que pudiera ocultar su temor. Toda la noche estuvo mirando sin cesar a mi tía con una expresión de la más penosa inquietud, como si se esperase verla adelgazar de repente. Cuando se daba cuenta hacía esfuerzos inauditos para no mover la cabeza; pero por muy inmóvil que la tuviera volvía los ojos, lo que era casi peor. Le vi mirar durante la comida el panecillo que había encima de la mesa como si no quedara más que aquello entre nosotros y el hambre. Y cuando mi tía insistió para que comiera como de costumbre, me di cuenta de que se guardaba en el bolsillo pedazos de pan y de queso, sin duda para proporcionarse con aquellas economías el medio de volvernos a la vida cuando estuviéramos extenuados por el hambre.

Mi tía, por el contrario, estaba tranquila y podía servirnos de ejemplo a todos, a mí el primero. Estaba amable con Peggotty, excepto cuando la llamaba así por distracción, y parecía encontrarse completamente a sus anchas a pesar de su conocida repugnancia por Londres. Ella se acostaría en mi cama y yo en el gabinete, sirviéndole de cuerpo de guardia. Insistió mucho sobre las ventajas de estar tan cerca del río, para caso de incendio, y yo creo que verdaderamente le producía satisfacción aquella circunstancia.

—No, Trot; no, hijo mío —me dijo mi tía cuando me vio hacer los preparativos para componer su brebaje de la noche.

—¿No lo quiere usted, tía?

—Vino no, hijo mío; cerveza.

—Pero tengo vino, y lo que usted toma siempre es vino.

—Guarda el vino para el caso en que haya algún enfermo —me dijo—; no hay que malgastarlo. Trot, dame cerveza; media botella.

Creí que míster Dick iba a desmayarse. Mi tía persistía en su negativa, y tuve que salir para buscar yo mismo la cerveza. Como se hacía tarde, míster Dick y Peggotty aprovecharon la ocasión para tomar juntos el camino de la tienda de velas. Me despedí del pobre hombre en la esquina, y se alejó con su gran cometa a la espalda y llevando en su rostro la verdadera imagen de la miseria humana.

A mi regreso encontré a mi tía paseándose de arriba abajo por la habitación y plegando con sus dedos los adornos de su cofia de dormir. Le calenté la cerveza y tosté el pan según los principios establecidos, y cuando la bebida estuvo preparada, mi tía también lo estaba con la cofia en la cabeza, la falda un poco remangada y las manos sobre las rodillas.

—Querido mío —me dijo después de tomar una cucharadita del líquido—, es mucho mejor que el vino, y además menos bilioso.

Supongo que no debía de parecer muy convencido, pues añadió:

—Ta, ta, ta, hijo mío; si no nos sucede nada peor que beber cerveza, no nos podremos quejar.

—Le aseguro, tía, que no se trata de mí; estoy muy lejos de decir lo contrario.

—Pues bien; entonces, ¿por qué no es esa tu opinión?

—Porque usted y yo somos diferentes —contesté.

—Vamos, Trot, qué locura —replicó ella.

Mi tía continuó con una satisfacción tranquila y nada afectada, lo aseguro, bebiendo su cerveza caliente a cucharaditas y mojando los picatostes.

—Trot —me dijo—, por lo general no me gustan las caras nuevas; pero tu Barkis no me disgusta, ¿sabes?

—Si me hubieran dado cien libras, tía, no me hubiera alegrado tanto; y soy feliz viendo que la aprecia usted.

—Es un mundo muy extraordinario éste en que vivimos —repuso mi tía frotándose la nariz—; no puedo explicarme dónde ha ido esta mujer a buscar un nombre semejante. Dime si no sería mucho más fácil nacer Jackson o cualquier cosa menos eso.

—Quizá ella misma piense eso, tía; pero no es suya la culpa.

—Claro que no —contestó mi tía, un poco contrariada por tener que confesarlo—; pero no por eso es menos desesperante. En fin, ahora se llama Barkis, y es un consuelo. Barkis te quiere con todo su corazón, Trot.

—No hay nada en el mundo que no estuviera dispuesta a hacer para demostrármelo.

—Nada, es verdad, lo creo —dijo mi tía—. ¿Querrás creer que la pobre loca estaba hace un momento pidiéndome con las manos juntas que aceptara parte de su dinero, porque tenía demasiado? ¡Será idiota!

Las lágrimas de mi tía caían en su cerveza.

—Nunca he visto a nadie tan ridículo —añadió—. Desde el primer momento que la vi al lado de tu madrecita adiviné que debía de ser la criatura más ridícula del mundo; pero tiene buenas cualidades.

Mi tía hizo como que se reía, y aprovechó la ocasión para llevar la mano a sus ojos; después siguió comiendo sus tostadas y hablando al mismo tiempo.

—¡Ay! ¡Misericordia! —dijo mi tía suspirando—. Sé todo lo que ha pasado, Trot. He tenido una larga conversación con Barkis mientras tú habías salido con Dick. Sé todo lo que ha pasado. Por mi parte, no comprendo lo que esas miserables chicas tienen en la cabeza; y me pregunto cómo no prefieren ir a rompérsela contra… contra una chimenea —dijo mi tía mirando a la mía, que fue probablemente la que le sugirió la idea.

—¡Pobre Emily! —dije.

—¡Oh! No digas pobre Emily —replicó mi tía—; hubiera debido pensar en toda la pena que causaba. Dame un beso, Trot; siento mucho que tan joven tengas ya una experiencia tan triste en tu vida.

En el momento en que me inclinaba hacia ella, dejó su vaso en mis rodillas, para detenerme, y dijo:

—¡Oh! ¡Trot, Trot! ¿Te figuras que estás enamorado, no?

—¿Cómo que me figuro, tía? —exclamé enrojeciendo. La adoro con toda mi alma.

—¿A Dora? ¿De verdad? —replicó mi tía—. Y estoy segura de que te parece esa criaturita muy seductora.

—Querida tía —le contesté—, nadie puede hacerse idea de lo que es.

—¡Ah! ¿No es demasiado tonta? —dijo mi tía.

—¿Tonta, tía mía?

Creo seriamente que nunca se me había ocurrido preguntarme si lo era o no. Aquella suposición me ofendió, naturalmente, pero me sorprendió como una idea completamente nueva.

—Según eso ¿no será un poco frívola? —dijo mi tía.

—¿Frívola, tía? —Me limité a repetir aquella pregunta atrevida con el mismo sentimiento que había repetido la primera.

—¡Está bien, está bien! —dijo mi tía—. Quería únicamente saberlo; no hablo mal de ella. ¡Pobres chicos! Y os creéis hechos el uno para el otro y os véis ya atravesando una vida llena de dulzuras y de confites, como las dos figuritas de azúcar que adornan la tarta de la recién casada en una comida de bodas, ¿no es verdad, Trot?

Hablaba con tal bondad y dulzura, casi de broma, que me conmovió.

—Ya sé que somos muy jóvenes y sin experiencia, tía —contesté—, y que no diremos y haremos cosas nada razonables; pero estoy seguro de que nos queremos de verdad. Si creyera que Dora podía querer a otro o dejar de quererme, o que yo pudiera amar a otra mujer o dejar de quererla, no sé lo que haría… , creo que me volvería loco.

—¡Ah, Trot! —dijo mi tía sacudiendo la cabeza y sonriendo tristemente—. ¡Ciego, ciego, ciego! Alguien que yo conozco, Trot —añadió mi tía después de un momento de silencio—, a pesar de su dulzura de carácter posee una viveza de afectos que me recuerda a un bebé. Ese alguien debe buscar un apoyo fiel y seguro, que pueda sostenerle y ayudarle; un carácter serio, sincero, constante.

—¡Si supiera usted la constancia y la sinceridad de Dora, tía mía! —exclamé.

—¡Ay, Trot! —repitió ella—. ¡Ciego, ciego! —y sin saber por qué me pareció vagamente que perdía en aquel momento algo, alguna promesa de felicidad que se escapaba y escondía a mis ojos tras una nube.

—Sin embargo —dijo mi tía—, no quiero desesperar ni hacer desgraciados a estos dos niños; así, aunque sea una pasión de niño y niña, y aunque esas pasiones muy a menudo… , fíjate bien, no digo siempre, pero muy a menudo, no conducen a nada, sin embargo, no lo tomaremos a broma, hablaremos seriamente y esperaremos que termine bien cualquier día. Tenemos tiempo.

No era una perspectiva muy consoladora para un amante apasionado, pero estaba encantado de que mi tía conociera el secreto. Recordando que debía de estar cansada, le agradecí tiernamente aquella prueba de su afecto, y después de despedirme de ella con ternura, mi tía y su cofia de dormir fueron a tomar posesión de mi alcoba.

¡Qué desgraciado fui aquella noche en mi cama! Mis pensamientos no podían apartarse del efecto que haría en míster Spenlow la noticia de mi pobreza, pues ya no era lo que creía ser cuando había pedido la mano de Dora, y además me decía que honradamente debía decir a Dora mi situación y devolverle su palabra si lo quería así. Me preguntaba cómo me las arreglaría para vivir durante todo el tiempo que tenía que pasar con míster Spenlow sin ganar nada; me preguntaba cómo podría sostener a mi tía, y me rompía la cabeza sin encontrar solución satisfactoria; además, me decía que pronto no tendría nada de dinero en el bolsillo; que tendría que llevar trajes raídos, renunciar a los bonitos caballos grises, a los regalitos que tanto me gustaba llevar a Dora; en fin, a todo lo que era serle agradable. Sabía que era egoísmo y que era una cosa indigna pensar en mis propias desgracias, y me lo reprochaba amargamente; pero quería demasiado a Dora para que pudiera ser de otro modo. Sabia que era un miserable no preocupándome más por mi tía que por mí mismo; pero mi egoísmo y Dora eran inseparables, y no podía dejar a Dora de lado por el amor de ninguna otra criatura humana. ¡Ah! ¡Qué desgraciado fui aquella noche!

Mi noche estuvo agitada por mil sueños penosos sobre mi pobreza; pero me parecía que soñaba sin haberme dormido de antemano. Tan pronto me veía vestido de harapos y obligando a Dora a ir a vender cerillas a medio penique la caja, como me encontraba en la oficina vestido con la camisa de dormir y un par de botas, y míster Spenlow me reprochaba la ligereza del traje en que me presentaba a sus clientes; después comía ávidamente las migas que dejaba caer el viejo Tifey al comer su bizcocho de todos los días en el momento en que el reloj de Saint Paul daba la una; después hacía una multitud de esfuerzos inútiles para obtener la autorización oficial necesaria para mi matrimonio con Dora, sin tener para pagarla más que uno de los guantes de Uriah Heep, que el Tribunal rechazaba por unanimidad; por fin, no sabiendo demasiado dónde estaba, me revolvía sin cesar, como un barco en peligro, en un océano de mantas y sábanas.

Mi tía tampoco descansaba; yo la sentía pasearse de arriba abajo. Dos o tres veces en el curso de la noche apareció en mi habitación como un alma en pena, vestida con un largo camisón de franela, que la hacía parecer de seis pies de estatura, y se acercaba al divan en que yo estaba acostado. La primera vez di un salto de terror ante la noticia de que tenía motivos para creer por la luz que se veía en el cielo que la abadía de Westminster estaba ardiendo. Quiso saber si las llamas no llegarían a Buckingham Street en el caso de que cambiara el viento. Cuando reapareció más tarde no me moví; pero se sentó a mi lado, diciendo en voz baja: «¡Pobre muchacho!», y me sentí todavía más desgraciado al ver lo poco que se preocupaba de sí misma para pensar en mí, mientras que yo estaba egoístamente absorto en mis preocupaciones.

Me costaba trabajo pensar que una noche que a mí me parecía tan larga pudiera parecer corta a nadie. Y me puse a imaginar un baile en que los invitados pasaran la noche bailando; después todo aquello se convirtió en un sueño, y oía a los músicos siempre tocando la misma pieza, mientras veía a Dora bailar siempre lo mismo, sin fijarse en mí. El hombre que había estado tocando el arpa toda la noche trataba en vano de guardar su instrumento en un gorro de algodón de medida corriente en el momento en que me desperté, o mejor dicho, en el momento en que renuncié a tratar de dormirme al ver que el sol brillaba en mi ventana.

Había entonces en una de las calles que desembocan en el Strand unos antiguos baños romanos (quizá están todavía), donde tenía la costumbre de ir a sumergirme en agua fría. Me vestí lo más silenciosamente que pude y, dejando a Peggotty el encargo de ocuparse de mi tía, fui a precipitarme en el agua de cabeza, y después tomé el camino de Hampstead. Esperaba que aquel tratamiento enérgico me refrescara un poco el espíritu, y creo que realmente me sentó muy bien, pues no tardé en decidir que lo primero que tenía que hacer era ver si conseguía rescindir mi contrato con míster Spenlow y recobrar la cantidad entregada. Almorcé en Hampstead y después tomé el camino del Tribunal, a través de las carreteras, todavía húmedas de rocío, en medio del dulce perfume de las flores que crecían en los jardines del camino o que pasaban en cestas sobre las cabezas de los jardineros; yo sólo pensaba en intentar aquel primer esfuerzo para hacer frente al cambio de nuestra situación.

Llegué tan temprano a la oficina que tuve tiempo de pasearme durante una hora por los patios antes de que el viejo Tifey, que era siempre el primero en estar en su puesto, apareciera con la llave. Entonces me senté en un rincón a la sombra, mirando el reflejo del sol sobre los tubos de la chimenea de enfrente y pensando en Dora, cuando míster Spenlow entró, reposado y dispuesto.

—¿Cómo está usted Copperfield? —me dijo—. ¡Qué mañana tan hermosa!

—Una mañana encantadora —respondí—. ¿Podría decirle a usted una palabra antes de que entrara en el Tribunal?

—Sí —dijo—; venga usted a mi despacho.

Le seguí al despacho, donde empezó por ponerse su traje mirándose en un espejito colgado detrás de la puerta de un armario.

—Siento mucho decirle —empecé— que he recibido muy malas noticias de mi tía.

—¿De verdad? ¡Cómo lo siento! Pero ¿no será un ataque de parálisis, espero?

—No se trata de su salud —repliqué—. Es que ha tenido grandes pérdidas; mejor dicho, que no le queda absolutamente nada.

—¡Me sor… pren… de usted, Copperfield! —exclamó míster Spenlow.

Moví la cabeza.

—Su situación ha cambiado de tal modo, que quería pedirle si no sería posible… sacrificando parte de la suma pagada para mi admisión aquí, claro (no había meditado aquel ofrecimiento generoso; pero lo improvisé al ver la expresión de espanto que se pintó en su fisonomía).— si no sería posible anular el contrato que hicimos.

Other books

Hope Rising by Kim Meeder
Red Moon Rising by Elizabeth Kelly
Unholy Dimensions by Jeffrey Thomas
Death in North Beach by Ronald Tierney
The Balmoral Incident by Alanna Knight
Dear Vincent by Mandy Hager
The Red Collar by Jean Christophe Rufin, Adriana Hunter