Los despreciaba a todos sin excepción, ¡a todos! Me parecían unos viejos helados de corazón y me inspiraban una repulsión personal. El Tribunal me parecía tan desprovisto de poesía y de sentimiento como un gallinero.
Había tomado en mi mano con cierto orgullo el manejo de los asuntos de Peggotty; había probado la identidad del testamento; lo había arreglado todo en la oficina de delegados, y hasta lo había llevado al banco; en fin, la cosa estaba en buen camino. Daba alguna variedad a los asuntos legales yendo a ver con Peggotty las figuras de cera de Fleet Street (supongo que se habrán fundido desde hace veinte años que no las he visto) y visitando la exposición de miss Linvood, que ha quedado en mi recuerdo como un mausoleo de crochet, propicio a los exámenes de conciencia y al arrepentimiento, y, en fin, recorriendo la torre de Londres y subiendo hasta lo alto del cimborrio de Saint Paúl. Estas curiosidades procuraron a Peggotty alguna distracción de la que podía gozar en sus actuales circunstancias. Sin embargo, hay que confesar que la catedral de Saint Paúl, gracias al cariño que tenía a su caja de labor, le pareció bastante digna de rivalizar con la pintura de su tapa, aunque la comparación, desde algunos puntos de vista, resultara en ventaja de aquella pequeña obra de arte; al menos esa era la opinión de Peggotty.
Los asuntos de Peggotty estaban en lo que acostumbrábamos llamar el Tribunal de Negocios ordinarios, clase de negocios, entre paréntesis, muy fáciles y lucrativos, y cuando terminaron la conduje al estudio para arreglar su cuenta. Míster Spenlow había salido un momento. Según me dijo el viejo Tifey, había ido a acompañar a un caballero que venía a prestar juramento para una dispensa de amonestación; pero como yo sabía que volvería enseguida, pues nuestro despacho estaba al lado del vicario general, le dije a Peggotty que esperase.
En el Tribunal, cuando se trataba de examinar un testamento, hacíamos un poco el papel de empresarios de pompas fúnebres, y teníamos, por regla general, la costumbre de componernos una expresión más o menos sentimental cuando tratábamos con clientes de luto. Por este mismo principio estábamos siempre alegres cuando se trataba de clientes que iban a casarse. Previne a Peggotty que iba a encontrar a míster Spenlow bastante repuesto de la impresión que le había causado la muerte de Barkis y, en efecto, cuando entró parecía que entraba el novio.
Pero ni a Peggotty ni a mí nos divirtió mirarle cuando vimos que le acompañaba míster Murdstone. Había cambiado muy poco. Sus cabellos eran tan abundantes y tan negros como antes, y su mirada no inspiraba más confianza que en el pasado.
—¡Ah! Míster Copperfield, ¿creo que ya conoce usted a este caballero?
Saludé fríamente a míster Murdstone. Peggotty se limitó a dejar ver que le reconocía. En el primer momento pareció un poco desconcertado al encontrarnos juntos; pero pronto supo qué hacer y se acercó a mí.
—¿Supongo que está usted bien?
—No creo que pueda interesarle, caballero; pero si quiere usted saberlo, sí.
Nos miramos un momento; después se dirigió a Peggotty.
—Y de usted —dijo— siento saber que ha perdido a su marido.
—No es la primera pérdida de mi vida, míster Murdstone —dijo Peggotty temblando de la cabeza a los pies—. Únicamente me consuela que esta vez no puedo acusar a nadie; nadie tiene que reprochárselo.
—¡Ah! —dijo—. Es un gran consuelo. ¿Ha cumplido usted con su deber?
—Gracias a Dios no he amargado la vida a nadie, míster Murdstone, ni he hecho morir de miedo y de pena a una criatura llena de bondad y de dulzura.
Míster Murdstone la miró con expresión sombría y como de remordimiento durante un minuto; después dijo, volviéndose hacia mí, pero mirándome a los pies, en lugar de mirarme al rostro:
—No es nada probable que nos volvamos a encontrar en mucho tiempo, lo cual debe ser motivo de satisfacción para los dos, sin duda, pues encuentros como éste no pueden ser agradables nunca, y no espero que usted, que siempre se ha rebelado contra mi autoridad legítima cuando la empleaba para su bien, pueda ahora demostrarme la menor buena voluntad. Hay entre nosotros una antipatía…
—Muy antigua —dije interrumpiéndole.
Sonrió y me lanzó la mirada más venenosa que podían lanzar sus ojos negros.
—Sí; todavía estaba usted en la cuna cuando ya alentaba en su pecho —dijo—; y ello envenenó bastante la vida de su pobre madre; tiene usted razón. Espero, sin embargo, que con el tiempo mejore usted y se corrija.
Así terminó nuestro diálogo, en voz baja, en un rincón. Después de esto entró en el despacho de míster Spenlow, diciendo en voz alta, con su tono más dulce:
—Los hombres de su profesión, míster Spenlow, están acostumbrados a las disensiones de familia y sabe lo amargas y complicadas que son siempre.
Después pagó su dispensa, la recibió de míster Spenlow cuidadosamente doblada, y después de estrecharse la mano y de hacer por parte del procurador votos por su felicidad y la de su futura esposa, abandonó las oficinas.
Quizá me hubiera costado más trabajo guardar silencio después de sus últimas palabras si no hubiera estado preocupado tratando de convencer a Peggotty (que se había encolerizado a causa mía) de que no estábamos en un lugar propicio a las recriminaciones y rogándole que se contuviera. Estaba en tal estado de exasperación, que me creí bien librado cuando vi que terminaba con uno de sus tiernos achuchones. Lo debía sin duda a aquella escena, que acababa de despertar en ella el recuerdo de las antiguas injurias, y sostuve lo mejor que pude el ataque, en presencia de míster Spenlow y de todos sus empleados.
Míster Spenlow no parecía saber cuál era el lazo que existía entre míster Murdstone y yo, lo que me complacía. pues no podía soportar ni el tener que reconocerlo yo mismo, recordando, como recordaba, la historia de mi pobre madre. Míster Spenlow parecía creer, si es que creía algo, que se trataba de diferentes opiniones políticas; que mi tía estaba a la cabeza del partido del Estado en nuestra familia, y que había algún otro partido de oposición, dirigido por otra persona; al menos esa fue la conclusión que saqué de lo que decía mientras esperábamos la cuenta de Peggotty que redactaba míster Tifey.
—Miss Trotwood —me dijo— es muy firme y no está dispuesta a ceder a la oposición, yo creo. Admiro mucho su carácter y le felicito, Copperfield, de estar en el lado bueno. Las querellas de familia son muy de sentir, pero son muy corrientes, y el caso es estar del lado bueno.
Con aquello quería decir, supongo, del lado del dinero.
—Según creo, hace un matrimonio bastante conveniente —dijo míster Spenlow.
Le dije que no sabía nada.
—¿De verdad? —dijo—. Pues por algunas palabras que míster Murdstone ha dejado escapar, como ocurre siempre en casos semejantes, y por lo que miss Murdstone me ha dado a entender, me parece que se trata de un matrimonio bastante conveniente para él.
—¿Quiere usted decir que ella tiene dinero? —pregunté.
—Sí —dijo míster Spenlow—; parece ser que dinero, y también belleza; al menos eso dicen.
—¿De verdad? ¿Y es joven su nueva mujer?
—Acaba de cumplir su mayoría de edad —dijo míster Spenlow—, y hace tan poco tiempo, que yo creo que no esperaban más que a eso.
—¡Dios tenga compasión de ella! —exclamó Peggotty tan bruscamente y en un tono tan inesperado, que nos quedamos un poco desconcertados hasta el momento en que Tifey llegó con la cuenta.
Apareció pronto y tendió el papel a míster Spenlow para que lo verificase. Míster Spenlow metió la barbilla en la corbata, y después, frotándosela dulcemente, releyó todos los artículos de un cabo al otro, como hombre que quería rebajar algo; pero, ¡qué quiere usted!, era culpa del diablo de míster Jorkins; después volvió a dar el papel a Tifey con un suspiro.
—Sí —dijo—, está en regla, perfectamente en regla. Hubiera deseado reducir los gastos estrictamente a nuestros desembolsos; pero ya sabe usted que es una de las contrariedades penosas de mi vida de negocios el no tener la libertad de obrar según mis propios deseos. Tengo un asociado, míster Jorkins.
Como al hablar así lo hacía con tan dulce melancolía, que casi equivalía a haber hecho nuestros negocios gratis, le di las gracias en nombre de Peggotty y entregué el dinero a Tifey. Peggotty volvió a su casa y míster Spenlow y yo nos dirigimos al Tribunal, donde se presentaba una causa de divorcio en nombre de una pequeña ley muy ingeniosa, que creo se ha abolido después, pero gracias a la cual he visto anular muchos matrimonios.
Era ésta. El marido, cuyo nombre era Thomas Benjamín, había sacado la autorización para la publicación de las amonestaciones bajo el nombre de Thomas únicamente, suprimiendo el Benjamin por si acaso no encontraba la situación todo lo agradable que esperaba. Ahora bien: no encontrando la situación muy agradable, o quizá un poco cansado de su mujer, el pobre hombre se presentó ante el Tribunal, por mediación de un amigo, después de un año o dos de matrimonio, y declaró que su nombre era Thomas Benjamín y que, por lo tanto, él no se había casado nunca, lo que el Tribunal confirmó, para su gran satisfacción.
Debo decir que tenía algunas dudas sobre la justicia absoluta de aquel procedimiento, que no justificaba el «árido de trigo» que tapaba todas las anomalías.
Pero míster Spenlow discutió la cuestión conmigo.
—Vea usted el mundo: en él hay bien y mal; vea la legislación eclesiástica: en ella hay bien y mal; pero todo esto forma parte de un sistema. Muy bien. Eso es.
No tuve valor para sugerir al padre de Dora que quizá no nos resultaría imposible el hacer algunos cambios beneficiosos en el mundo si, levantándose temprano, se remangara resuelto a ponerse con valor a ello; pero sí le confesé que me parecía que podrían introducirse algunos cambios beneficiosos en el Tribunal.
Míster Spenlow me respondió que me aconsejaba que desechara de mi espíritu semejante pensamiento, que no era digno de mi carácter caballeresco; pero que le gustaría saber de qué mejoras creía yo susceptible al sistema del Tribunal.
El matrimonio de nuestro hombre estaba anulado; era un asunto concluido; estábamos fuera de la sala y pasábamos por delante del Tribunal de Prerrogativas; entrando, por lo tanto, en la institución que estaba más cerca de nosotros, le pregunté si el Tribunal de Prerrogativas no era una institución muy singularmente administrada.
Míster Spenlow me preguntó que bajo qué aspecto.
Yo repliqué, con todo el respeto que debía a su experiencia (pero me temo que sobre todo con el respeto que debía al padre de Dora), que quizá era un poco absurdo que los registradores de aquel Tribunal, que contenía todos los testamentos originales de todas las personas que habían dispuesto desde hacía tres siglos de alguna propiedad asentada en el inmenso distrito de Canterbury, se encontrasen colocados en un edificio que no había sido construido con ese objeto; que había sido alquilado por los registradores bajo su responsabilidad privada; que no era seguro; que ni siquiera estaba al abrigo de un fuego, y que estaba tan atestado de los documentos importantes que contenía que era todo él, de arriba abajo, una prueba de las sórdidas especulaciones de los registradores, que recibían sumas enormes por el registro de todos aquellos testamentos y se limitaban a meterlos donde podían, sin otro objeto que desembarazarse de ellos con el menor gasto posible. También añadí que quizá no era razonable que los registradores, que percibían al año sueldos que ascendían a ocho o nueve mil libras, sin hablar de los pagos extraordinarios, no estuvieran obligados a gastarse parte de este dinero en procurarse un lugar seguro donde depositar aquellos documentos preciosos que todo el mundo, en todas las clases de la sociedad, estaba obligado, quieras que no, a confiarles. Dije que quizá era algo injusto que todos los grandes empleos de aquella administración fuesen magníficas sinecuras, mientras que los desgraciados empleados que trabajaban sin descanso en la habitación sombría y triste de arriba fuesen los hombres peor pagados y menos considerados de Londres, en premio a los importantes servicios que prestaban. ¿Y no era también un poco inconveniente que el archivero en jefe, cuyo deber era procurar al público, que llenaba constantemente las oficinas de la administración, locales convenientes, estuviera, en virtud de este empleo, en posesión de una enorme sinecura, lo que no le impedía ocupar al mismo tiempo un puesto en la Iglesia y poseer muchos beneficios, ser canónico en la catedral, etc., mientras el público soportaba molestias infinitas, de las que teníamos una muestra todas las mañanas cuando los asuntos abundaban en las oficinas? En fin, me parecía que aquella administración del Tribunal de Prerrogativas del distrito de Canterbury era una máquina tan podrida y un absurdo tan peligroso, que si no se le hubiera metido en un rincón del cementerio de Saint Paul (que no conoce apenas nadie), toda aquella organización hubiera tenido que cambiarse de arriba abajo desde hacía mucho tiempo.
Míster Spenlow sonrió al ver cómo me excitaba, a pesar de mi reserva habitual en aquella cuestión; y después discutió conmigo este punto como los demás. «¿Qué era aquello después de todo? —me dijo—. Pues una simple cuestión de opiniones. Si al público le parecía que los testamentos estaban seguros, y admitía que la administración no podía cumplir mejor con sus deberes, ¿quién sufría con ello? Nadie. ¿A quién beneficiaba? A todos los que poseían las sinecuras. Muy bien. Las ventajas, por lo tanto, eran mayores que los inconvenientes; quizá no era una organización perfecta, no hay nada perfecto en este mundo; pero bajo la administración del Tribunal de Prerrogativas el país se había cubierto de gloria. Si se metiera el hacha en la administración de Prerrogativas, el país dejaría de cubrirse de gloria. Veía como el rasgo distintivo de un espíritu sensato y elevado el tomar las cosas como se encontraban, y no cabía duda que la organización actual de las Prerrogativas duraría tanto tiempo como nosotros.»
Yo me rendí a su opinión, aunque tuviera, por mi cuenta, muchas dudas sobre ello. Sin embargo, él tenía razón, pues no solamente el Tribunal de Prerrogativas continúa existiendo, sino que existió una grave denuncia presentada de muy mala gana al Parlamento, hace dieciocho años, donde todas mis objeciones estaban desarrolladas en detalle y en una época en que se anunciaba que sería imposible amontonar los testamentos del distrito de Canterbury en el local actual durante más de dos años y medio, a partir de aquel momento. Yo no sé lo que se ha hecho después; no sé si se habrán perdido muchos, o si los venden de vez en cuando a las tiendas como papel; pero estoy tranquilo porque el mío no está allí y espero que no lo esté en mucho tiempo.