David Copperfield (73 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Si he relatado toda nuestra conversación en este dichoso capítulo no podrá decírseme que no era su lugar apropiado. Charlábamos paseándonos de arriba abajo míster Spenlow y yo antes de pasar a asuntos más generales. Por fin me dijo que el cumpleaños de Dora era dentro de una semana, y que me agradecería mucho que me uniera a ellos para una excursión que iban a organizar. Al momento perdí la razón, y al día siguiente mi locura no tenía límites cuando recibí una cartita con estas palabras: «Recomendado al cuidado de papá para recordar a míster Copperfield la excursión». Pasé los días que me separaban de aquel gran suceso en un estado cercano a la idiotez.

Creo que debí de cometer todos los absurdos posibles como preparación para aquel día afortunado. Me ruborizo al pensar en la corbata que compré; en cuanto a mis botas, eran dignas de figurar en una colección de instrumentos de tortura. Me procuré, y envié la víspera por la noche, por medio del ómnibus de Norwood, una cestita de provisiones que casi equivalía, a mi parecer, a una declaración. Contenía, entre otras cosas, almendras envueltas en las divisas más tiernas que pude encontrar en la confitería. A las seis de la mañana estaba en el mercado de Covent Garden para comprar un ramo de flores a Dora. A las diez montaba a caballo. Había alquilado un bonito caballo gris para aquella ocasión, y tomé al trote el camino de Norwood con el ramo de flores en el sombrero para que se conservara fresco.

Supongo que cuando vi a Dora en el jardín e hice como que no la veía, pasando por delante de la casa y haciendo como que la buscaba con cuidado, fui culpable de dos pequeñas locuras que otros muchos jóvenes habrán cometido igual en mi situación; tan naturales me parecen. Pero cuando hube encontrado la casa; cuando me apeé a la puerta; cuando atravesé el césped con las crueles botas para acercarme a Dora, que estaba sentada en un banco a la sombra de un lilo, ¡qué espectáculo ofrecía en medio de las mariposas con su sombrero blanco y su traje azul cielo!

Con ella había otra muchacha, que a su lado parecía muchísimo más vieja: tendría veinte años. Se llamaba miss Mills, y Dora la llamaba Julia. Era la amiga íntima de Dora. ¡Dichosa miss Mills!

Jip estaba allí y se empeñaba en ladrarme. Cuando la ofrecí mi ramo, Jip rechinó los dientes de envidia. Tenía razón. ¡Oh, sí! Si tenía la menor idea del ardor con que amaba a su dueña tenía razón.

—¡Oh, muchas gracias, míster Copperfield! ¡Qué flores tan bonitas! —dijo Dora.

Había tenido la intención de decirle que yo también las había encontrado encantadoras antes de verlas a su lado, y estudiaba desde tres millas antes de llegar la mejor manera de soltar la frase, pero no lo conseguí: estaba demasiado seductora y perdí toda presencia de espíritu y toda facultad de palabra cuando le vi acercar el ramo a los lindos hoyuelos de su barbilla, y caí en éxtasis. Todavía me sorprende el no haberle dicho:

—Máteme, miss Mills, por piedad; ¡quiero morir aquí!

Después Dora alargó mis flores a Jip para que las oliera, y Jip se puso a gruñir y no quiso olerlas. Entonces Dora las acercó a su hocico para obligarle, y Jip cogió una rama de geranio entre sus dientes y la destrozó como si oliera una bandada de gatos imaginarios. Dora le pegaba haciendo mohines y diciendo: «¡Mis pobres flores! ¡Mis hermosas flores!» , con un tono tan simpático, me pareció, como si fuera a mí a quien Jip hubiera mordido. ¡Ya lo hubiera querido!

—Se alegrará usted mucho de saber, míster Copperfield —dijo Dora—, que la fastidiosa miss Murdstone no está aquí. Ha ido a la boda de su hermano, y se quedará allí por lo menos tres semanas. ¿No es un encanto?

Le dije que, en efecto, debía de estar encantada, y que todo lo que le encantaba a ella me encantaba a mí. Miss Mills nos escuchaba sonriendo con una superioridad de benevolencia y simpatía.

—Es la persona más desagradable que conozco —dijo Dora—: no puedes figurarte qué gruñona es y qué mal genio tiene.

—¡Oh!, ya lo creo que puedo, querida mía —dijo Julia.

—Es verdad. «Tú» puede que sí —respondió Dora cogiendo la mano de Julia entre las suyas—. Perdóname no haberte exceptuado enseguida.

De aquello deduje que miss Mills había sufrido las vicisitudes de la vida y que era a eso a lo que podía atribuirse sus maneras llenas de gravedad benigna, que ya me habían chocado. En el transcurso del día supe que no me había equivocado; mis Mills había tenido la desgracia de enamorarse mal, y se decía que se había retirado del mundo después de aquella terrible experiencia de las cosas humanas; pero que se tomaba siempre cierto interés por las esperanzas y afectos de los jóvenes que no habían tenido todavía desengaños.

En esto míster Spenlow salió de la casa, y Dora se adelantó a él diciendo:

—¡Mira, papá, qué flores tan hermosas!

Y miss Mills sonrió con aire pensativo, como diciendo:

—¡Pobres flores de un día, gozad de vuestra existencia pasajera bajo el sol brillante de la mañana de la vida!

Y todos abandonamos el césped para subir al coche, que ya estaba enganchado.

Nunca volveré a hacer una excursión semejante; nunca la he hecho después. Iban los tres en el faetón. Su cesta de provisiones, la mía y la caja de la guitarra también iban. El faetón era descubierto, y yo seguía el coche; Dora iba en la parte de delante, frente a mí. Llevaba mi ramo a su lado, encima del asiento, y no permitía a Jip que se subiera allí por miedo de que aplastara mis flores. De cuando en cuando las cogía para respirar su perfume; entonces nuestros ojos se encontraban, y yo me pregunto cómo no salté por encima de la cabeza de mi bonito caballo gris para caer en el coche.

Había polvo; creo que hasta mucho polvo. Tengo el vago recuerdo de que míster Spenlow me aconsejó que no caracoleara en el torbellino de polvo que dejaba el faetón; pero yo no me daba cuenta. Yo no veía más que a Dora a través de una nube de amor y de belleza; no podía ver otra cosa. Míster Spenlow se levantaba algunas veces y me preguntaba qué me parecía el paisaje. Yo le respondía que era un sitio encantador, y es probable que lo fuera; pero yo sólo veía a Dora. El sol llevaba a Dora en sus rayos; los pájaros gorjeaban sus alabanzas. El viento del mediodía soplaba el nombre de Dora. Todas las flores salvajes, hasta el último capullo, eran otras tantas Doras. Mi consuelo era que miss Mills me comprendía. Miss Mills era la única que podía entrar del todo en mis sentimientos.

No sé cuánto tiempo duró el trayecto, ni sé tampoco dónde fuimos. Quizá fue cerca de Guilford. Quizá algún mago de Las mil y una noches había creado aquel lugar para un solo día y lo destruyó después de nuestra partida. Era una pradera de musgo verde y fino, en una colina. Había grandes árboles, algo de bruma, y tan lejos como podía extenderse la mirada, un bonito paisaje.

Me contrarió mucho encontrar allí gente que nos esperaba, y mis celos hasta de las mujeres no tenían límites. En cuanto a los seres de mi sexo, un impostor tres o cuatro años mayor que yo y con patillas rojas, que le daban un aplomo intolerable, era sobre todo mi enemigo mortal.

Todo el mundo abrió las cestas y se dispusieron a preparar la comida. Patillas rojas dijo que él sabía hacer la ensalada; no lo creo, pero así se atrajo la atención del público. Las muchachas se pusieron a lavar las lechugas y a cortarlas bajo su dirección; Dora estaba entre aquellas. Yo sentí que el Destino me había dado aquel hombre por rival y que uno de los dos tenía que sucumbir.

Patillas rojas hizo la ensalada, y todavía me pregunto cómo pudieron comerla. En cuanto a mí, nada en el mundo me hubiera decidido a probarla. Después él mismo se nombró encargado del vino, y construyó una celda, para guardarlo, en el hueco de un árbol. ¡Vaya una cosa ingeniosa! Al poco tiempo le vi, con los tres cuartos de una langosta en su plato, sentado y comiendo a los pies de Dora.

Ya no tengo más que una idea imprecisa de lo que ocurrió después de que aquel espectáculo se presentó a mi vista. Estaba muy alegre, no digo que no, pero era una alegría falsa. Me consagré a una muchachita vestida de rosa, con ojos chiquitos, y le hice la corte desesperadamente. Ella recibió mis atenciones con agrado; pero no sé si era completamente por mí o porque tenía vistas ulteriores sobre Patillas rojas. Se bebió a la salud de Dora. Yo afecté interrumpir mi conversación para beber también, y después la reanudé enseguida. Encontré los ojos de Dora al saludarla, y me pareció que me miraban suplicantes; pero aquella mirada me llegaba por encima de la cabeza de Patillas rojas, y fui inflexible.

La jovencita de rosa tenía una madre de verde que nos separó; yo creo que con una mira política. Además hubo revolución general mientras se quitaban los restos de la comida, y yo lo aproveché para meterme solo entre los árboles, animado por una mezcla de cólera y de remordimientos. Me preguntaba si fingiría alguna indisposición para huir… a cualquier parte… sobre mi bonito caballo gris, cuando me encontré a Dora con miss Mills.

—Míster Copperfield —dijo miss Mills—, ¿está usted triste?

—Usted dispense; pero no estoy nada triste.

—Y tú, Dora —dijo miss Mills—, también estás triste.

—¡Oh Dios mío, no!

—Míster Copperfield, y tú, Dora —dijo miss Mills con una expresión casi venerable—, ¡ya es bastante! No consintáis que un equívoco insignificante marchite las flores primaverales, que una vez marchitas no pueden volver a florecer. Me hace hablar así mi experiencia del pasado —continuó miss Mills—, de un pasado irrevocable. Los manantiales que brotan al sol no deben ser tapados por capricho; el oasis del Sahara no debe ser suprimido a la ligera.

Yo no sabía lo que hacía, pues tenía la cabeza ardiendo; pero cogí la manita de Dora y la besé; ella me dejó. Después besé la mano de miss Mills; y me pareció que subíamos los tres juntos al séptimo cielo.

Ya no volvimos a bajar. Nos quedamos toda la tarde paseando entre los árboles con el bracito tembloroso de Dora reposando en el mío, y Dios sabe que, aunque fuera una locura, nuestra felicidad hubiera sido el poder volvernos inmortales de pronto con aquella locura en el corazón, para errar eternamente así entre los árboles.

Demasiado pronto, ¡ay!, oímos a los demás que reían y charlaban llamando a Dora. Entonces reaparecimos, y rogaron a Dora que cantase. Patillas rojas quiso ir por la caja de la guitarra; pero Dora dijo que yo sólo sabía dónde estaba. Así es que Patillas rojas estaba derrotado, y yo fui quien encontró la caja, yo quien la abrió, yo quien sacó la guitarra, yo quien se sentó a su lado, yo quien sostuvo su pañuelo y sus guantes y yo quien se embriagó en el sonido de su dulce voz mientras ella cantaba para el que amaba. Los demás podían aplaudir si querían; pero nada tenían que ver en su romanza.

Estaba borracho de alegría y me parecía que era demasiado dichoso para que pudiera ser verdad; temía despertarme en Buckinghan Street y oír a mistress Crupp hacer ruido con las tazas mientras preparaba el desayuno. Pero no, ¡era Dora que cantaba! Después también cantaron otras; miss Mills también, y cantó una queja sobre los ecos dormidos de la caverna de la memoria, como si tuviera cien años, y llegó la tarde. Tomamos el té, haciendo hervir el agua en una hoguera al modo gitano, y yo era más dichoso que nunca.

Todavía me sentí más dichoso cuando nos separamos de Patillas rojas y cada uno tomó su camino, mientras que yo partía con ella en medio de la calma de la tarde, de la luz moribunda y de los dulces perfumes que se elevaban a nuestro alrededor. Míster Spenlow iba un poco dormido gracias al champán. ¡Bendito sea el sol que ha madurado la uva, la uva que ha hecho el vino! ¡Bendito el comerciante que lo ha vendido! Y como dormía profundamente en un rincón del coche, yo iba a un lado hablando con Dora. Dora admiraba mi caballo y lo acariciaba (¡oh qué mano tan bonita resultaba sobre la piel del animal!), y su chal no se sostenía bien, y me veía obligado a arreglárselo a cada momento. Creo que el mismo Jip empezaba a darse cuenta de lo que pasaba y a comprender que había que resignarse y hacer las paces conmigo.

Aquella penetrante miss Mills, aquella encantadora reclusa que había agotado la existencia, aquel pequeño patriarca de veinte años apenas, que había terminado con el mundo y que no hubiera querido por nada despertar los ecos adormecidos en las cavernas de la memoria, ¡qué buena fue para mí!

—Míster Copperfield —me dijo—, venga por este lado del coche un momento, si es que puede dedicármelo. Necesito hablarle.

Y en mi bonito caballo gris, con la mano en la portezuela, me incliné a escuchar a miss Mills.

—Dora va a venir a verme. Pasado mañana se viene conmigo y con mi padre a mi casa. Si quisiera usted venir a vernos, estoy segura de que papá tendría mucho gusto en recibirle.

¿Qué podía hacer sino pedir todas las bendiciones del mundo sobre la cabeza de miss Mills, y sobre todo confiar su dirección al rincón más seguro de mi memoria? ¿Qué podía hacer sino decir a miss Mills, con palabras ardientes y miradas reconocidas, todo lo que le agradecía sus bondades y qué precio infinito daba a su amistad?

Después miss Mills me despidió benignamente: «Vuelva con Dora». Y volví; y Dora se inclinó fuera del coche para charlar conmigo; y fuimos hablando todo el resto del camino; y yo hacía andar tan cerca de la rueda a mi caballo gris, que se desolló toda la pierna derecha, tanto que su propietario me dijo al día siguiente que le debía sesenta y cinco chelines por el daño, lo que pagué sin regatear, encontrando que era barato para una alegría tan grande. Durante el camino miss Mills miraba a la luna, recitando en voz baja versos y recordando, supongo, los tiempos lejanos en que la tierra y ella no se habían divorciado por completo.

Norwood estaba demasiado cerca, y llegamos muy pronto. Míster Spenlow se despertó un momento antes de llegar a su casa y me dijo:

—Entre usted a descansar, Copperfield.

Acepté, y nos sirvieron sándwiches, vino y agua. En la habitación, iluminada, Dora me parecía tan encantadora ruborizándose, que no podía arrancarme de su presencia y continuaba allí mirándola fijamente como en un sueño, cuando los ronquidos de míster Spenlow me indicaron que era hora de retirarme. Me fui, y por el camino sentía todavía la mano de Dora sobre la mía; recordaba mil y mil veces cada incidente y cada palabra, y, por fin, me encontré en mi cama tan embriagado de alegría como el más loco de los jóvenes insensatos a quien el amor haya perdido la cabeza.

Al despertarme a la mañana siguiente estaba decidido a declararle mi pasión a Dora para saber mi suerte. Mi felicidad o mi desgracia: esa era ahora la cuestión. Para mí no había otra en el mundo, y a aquello sólo Dora podía contestar. Pasé tres días desesperándome y torturándome, inventando las explicaciones menos animadas que se podían dar a todo lo ocurrido entre Dora y yo. Por fin, muy vestido para las circunstancias, me dirigí a casa de miss Mills con una declaración en los labios.

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