David Copperfield (79 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Pido al cielo no olvidar jamás el amor constante y fiel de mi querida Agnes en aquella época de mi vida, pues si lo olvidase sería señal de que estaba cerca de mi fin, y es el momento en que más querría acordarme de ella. Llenó mi corazón de tan buenas resoluciones, me fortificó tanto en mi debilidad y supo dirigir tan bien con su ejemplo, no sé cómo, pues era demasiado dulce y demasiado modesta para darme muchos consejos, el ardor sin objeto de mis vagos proyectos, que si hice algo bien y si no he hecho algo mal, en conciencia creo que se lo debo a ella.

Y ¡cómo me habló de Dora mientras estuvimos sentados al lado de la ventana en la oscuridad! ¡Cómo escuchó mis elogios, añadiendo a ellos los suyos! ¡Cómo lanzó sobre la pequeña hada que me había embrujado los rayos de su luz pura, que la hacía parecer todavía más inocente y más preciosa a mis ojos! Agnes, hermana de mi adolescencia, ¡si hubiera sabido entonces lo que supe después!

Cuando bajé había un mendigo en la calle, y en el momento en que me volvía hacia la ventana pensando en la mirada serena y pura de mi amiga, en sus ojos angelicales, me hizo estremecer, murmurando como un eco de la mañana:

«¡Ciego!, ¡ciego!, ¡ciego!».

Capítulo 16

Entusiasmo

El día siguiente lo empecé yendo de nuevo a sumergirme en los baños romanos; después tomé el camino de Highgate. Había salido de mi depresión; ya no me asustaban los trajes raídos ni suspiraba por los bonitos caballos grises. Toda mi manera de ver nuestra desgracia había cambiado. Lo que tenía que hacer era probar a mi tía que sus bondades pasadas no habían sido prodigadas a un ser ingrato e insensible. Lo que tenía que hacer era aprovechar ahora el penoso aprendizaje de mi infancia y ponerme al trabajo con valor y voluntad. Lo que tenía que hacer era tomar resueltamente el hacha del leñador en la mano para abrirme un camino a través del bosque de las dificultades en que me encontraba perdido, derribando ante mí los árboles encantados que me separaban todavía de Dora; andaba a grandes pasos, como si fuera un medio de llegar antes a mi objetivo.

Cuando me vi en el camino de Highgate, tan familiar, y que hoy recorría con pensamientos tan diferentes de mis antiguas ideas de diversión, me pareció que un cambio completo se había operado en mi vida; pero no me desanimaba. Nuevas esperanzas, un fin nuevo me habían aparecido al mismo tiempo que aquella vida nueva. El trabajo era grande; pero la recompensa no tenía precio. Dora era la recompensa, y había que conquistar a Dora.

Era tal mi entusiasmo, que sentía que el traje no estuviera ya un poco raído; se me hacía largo el tiempo para empezar a derribar los árboles en el bosque de las dificultades, y deseaba que fuera con esfuerzo para probar mis fuerzas. Me dieron ganas de pedirle a un viejecillo que picaba piedra en el camino que me prestara un momento su martillo y me permitiera empezar así a abrirme un camino en el granito para llegar hasta Dora. Me movía tanto, estaba tan sin aliento y tenía tanto calor, que me parecía que había ganado ya no sé cuánto dinero. En aquel estado entré en una casita desalquilada y la examiné escrupulosamente, sintiendo que era necesario hacerme hombre práctico. Era precisamente lo que nos hacía falta a Dora y a mí. Tenía un jardincito delante para que Jip pudiera correr a su gusto y ladrar a los que pasasen, a través de la empalizada, y una habitación arriba para mi tía.

Salí de allí con más calor que nunca y reanudé a un paso tan precipitado el camino hacia Highgate, que llegué con una hora de anticipación; además, aunque no hubiera ido tan pronto me hubiera visto obligado a pasearme un rato para tranquilizarme antes de estar algo presentable. Mi primer objetivo cuando me serené un poco fue buscar la casa del doctor. Estaba completamente al otro extremo del pueblo en donde vivía mistress Steerforth. Cuando estuve seguro de ello volví, por una atracción irresistible, hacia una callejuela que pasaba por el lado de la casa de mistress Steerforth y la estuve mirando por encima de la tapia del jardín. Las ventanas de la habitación de Steerforth estaban cerradas; las puertas de la terraza estaban abiertas, y Rose Dartle, con la cabeza desnuda, paseaba de arriba abajo con paso brusco y precipitado por un paseo de grava a lo largo del prado. Me pareció una fiera que repite el mismo camino hasta el final de la cadena que arrastra royéndose el corazón.

Abandoné despacio mi puesto de observación, sintiendo haberme acercado, y después me paseé hasta las diez lejos de allí. La iglesia, coronada de un campanario esbelto, que ahora se ve en la cumbre de la colina, no estaba allí en aquella época para indicarme la hora. En la plaza había una casa antigua de ladrillo rojo, que servía de escuela. Verdaderamente una casa hermosa. ¡Debía dar gusto ir a aquella escuela!

Al acercarme a la morada del doctor, un bonito hotel algo antiguo y donde debía de haber gastado mucho dinero, a juzgar por las reparaciones y mejoras, que parecían todavía recientes, le vi paseándose en el jardín con sus polainas, como siempre, y parecía que no hubiera dejado nunca de pasearse desde los tiempos en que yo era su alumno. También estaba rodeado de sus antiguos compañeros, pues no faltaban a su alrededor grandes árboles, y vi en el césped dos o tres cuervos que le miraban como si hubieran recibido carta de sus camaradas de Canterbury hablándole de él y le vigilasen de cerca con aquel motivo.

Sabía que sería trabajo perdido tratar de atraer su atención a aquella distancia, y me tomé la libertad de abrir la empalizada y salir a su encuentro para aparecer frente a él en el momento en que diera la vuelta. En efecto, cuando se volvió y se acercó a mí me miró con aire pensativo durante un momento, evidentemente sin verme; después su fisonomía benévola expresó la mayor satisfacción y me agarró las dos manos.

—¡Cómo, mi querido Copperfield; pero si está usted hecho un hombre! ¿Está usted bien? Estoy encantado de verle. Pero ¡cómo ha ganado, mi querido Copperfield! ¿Verdaderamente… es posible?

Le pregunté por él y por mistress Strong.

—Muy bien —dijo el doctor—. Annie está muy bien. Y le encantará verle. Siempre fue usted su favorito. Todavía ayer por la noche me decía, cuando le enseñé su carta. Y… sí, ciertamente… , ¿usted se acordará de Jack Maldon, Copperfield?

—Perfectamente.

—Ya me lo figuraba —dijo el doctor—, que no le habría olvidado; también está bien.

—¿Ha vuelto? —pregunté.

—¿De las Indias? —dijo el doctor—. Sí. Jack Maldon no ha podido soportar el clima, amigo mío. Mistress Marklenham. ¿Se acuerda usted de mistress Marklenham?

—Sí; recuerdo muy bien al Veterano como si fuera ayer.

—Pues bien, mistress Marklenham estaba muy preocupada por él, la pobre, y le hicimos volver, y le hemos comprado un destino, que le conviene mucho más.

Conocía lo bastante a Jack Maldon para sospechar que estaría en un sitio donde no tendría mucho trabajo y le pagarían bien.

El doctor continuó, siempre con la mano apoyada en mi hombro y mirándome con expresión animadora:

—Ahora, mi querido Copperfield, hablemos de su proposición. Me ha gustado mucho y me conviene por completo; pero ¿cree que no encontrará nada mejor que hacer? Tuvo usted muchos éxitos en la escuela, y tiene facultades que pueden llevarle lejos. Los cimientos son buenos y se puede levantar cualquier edificio. ¿No sería una pena consagrar lo mejor de su vida a una ocupación como la que yo puedo ofrecerle?

Con mucho afán insistí al doctor, y con muchas flores retóricas, me temo, para que aceptase mi demanda, recordándole que además tenía mi profesión.

—Sí, sí —dijo el doctor—; es verdad. Siendo así es muy distinto, puesto que tiene usted una carrera y estudia para salir adelante; pero, amigo mío, ¿qué son setenta libras al año?

—Pues otro tanto de lo que tenemos, doctor Strong.

—¿De verdad? —dijo el doctor—. ¡Quién lo hubiera creído! No es que quiera decir que el sueldo será estrictamente las setenta libras, pues siempre he tenido la intención de hacer además un regalo al amigo que ocupara este puesto. Ciertamente —dijo el doctor continuando su paseo de arriba abajo, con la mano en mi hombro—, siempre he contado con un regalo anual.

—Mi querido maestro —le dije sencillamente y sin frases aquella vez—, nunca se lo podré agradecer bastante.

—No, no —dijo el doctor—, perdón.

—Si quiere usted aceptar mis servicios durante el tiempo que tengo libre, es decir, por la mañana y por la noche, y si cree usted que eso vale setenta libras al año, no sabe el favor que me hace.

—¿De verdad —dijo el doctor con ingenuidad—, tan poca cosa le puede causar tanta alegría? Pero tiene usted que prometerme que el día que encuentre usted otra cosa mejor la aceptará, ¿no es así? ¿Me da usted su palabra? —dijo el doctor en el tono en que en la escuela apelaba a nuestro honor cuando éramos muchachos.

—Le doy mi palabra —le respondí también como hacíamos en clase.

—En ese caso, asunto concluido —dijo el doctor dándome un golpe en la espalda y apoyándose de nuevo mientras paseaba.

—Y todavía estaré más contento —le dije tratando de halagarle inocentemente— porque espero… ocuparme del diccionario.

El doctor se detuvo, me dio otro golpe en el hombro, sonriendo, y exclamó triunfante (daba gusto verle), como si yo fuera un pozo de sagacidad humana:

—Lo ha adivinado usted, amigo mío. Se trata del diccionario.

¿Cómo hubiera podido tratarse de otra cosa? Sus bolsillos estaban llenos de ellos, igual que su cabeza. El diccionario le salía por todos los poros. Me dijo después que había renunciado al colegio porque su trabajo avanzaba de una manera muy rápida, y las horas que más le convenían eran las que yo le proponía, teniendo en cuenta que tenía la costumbre de pasearse hacia el mediodía para meditar a su gusto. Por el momento sus papeles estaban en desorden, gracias a míster Jack Maldon, que le había ofrecido últimamente sus servicios como secretario y que no tenía costumbre de aquel trabajo; pero pronto pondríamos todo en orden y seguiríamos adelante. Más tarde, cuando nos pusimos manos a la obra, encontré que el desbarajuste de míster Jack era más difícil de arreglar de lo que suponía, pues no se había limitado a numerosas equivocaciones; además había dibujado tantos soldados y cabezas de mujeres sobre los manuscritos del doctor, que a veces me encontraba en un laberinto de oscuridad.

El doctor estaba encantado con la perspectiva de tenerme de colaborador en su famosa obra, y fue convenido que empezaríamos al día siguiente a las siete de la mañana. Debíamos trabajar dos horas todas las mañanas y dos o tres horas por las noches, excepto el sábado, que tendría libre. Naturalmente, también descansaba el domingo; por lo tanto, las condiciones no me parecieron muy duras.

Después de arreglar así las cosas a nuestra mutua satisfacción, el doctor me llevó a la casa para presentarme a mistress Strong, a quien encontramos en el despacho de su marido limpiando el polvo de los libros (libertad que no permitía a nadie más que a ella con sus preciosos favoritos).

Habían retrasado el desayuno por mí, y nos pusimos todos a la mesa. Acabábamos de sentamos cuando adiviné por el rostro de mistress Strong que llegaba alguien, aun antes de que se hubiera oído el menor ruido que anunciara una visita. Un señor a caballo llegó a la verja, hizo entrar a su caballo de la brida en el patio, como si estuviera en su casa; le ató a una anilla y entró en el comedor con la fusta en la mano. Era míster Jack Maldon, y encontré que no había ganado nada en su viaje a las Indias. Es verdad que estaba muy intransigente contra todos los jóvenes que no derribaban los árboles en el bosque de las dificultades, y hay que tenerlo en cuenta en aquellas impresiones poco benévolas.

—Míster Jack —dijo el doctor—, le presentó a Copperfield.

Míster Jack Maldon me estrechó la mano un poco fríamente, según me pareció, y con un aire de protección lánguida que me chocó bastante. En realidad su aire de languidez era curioso de ver en todo momento, excepto, sin embargo, cuando se dirigía a su prima Annie.

—¿Ha desayunado usted, míster Jack? —preguntó el doctor.

—No desayuno casi nunca —replicó apoyando la cabeza en el respaldo del sillón—. Me aburre.

—¿Hay alguna noticia hoy? —preguntó el doctor.

—Nada —repuso Maldon—. Algunas historias de gentes que se mueren de hambre en Escocia y están descontentos. Pero siempre hay personas que se mueren de hambre y no están contentas.

El doctor le dijo con gravedad, para cambiar la conversación:

—¿Entonces no hay ninguna noticia? Pues bien. No hacer noticias es haberlas buenas, como se dice.

—En los periódicos hay una historia muy larga a propósito de un crimen; pero todos los días hay asesinatos; no lo he leído.

En aquel tiempo todavía no se miraba la indiferencia afectada por todo lo de la humanidad como una gran prueba de elegancia, como se ha hecho más tarde. Después he visto esas máximas muy de moda, y se las he visto practicar con tal éxito a muchos caballeros y señoras que, dado el interés que se tomaban por el género humano, más les valía haber nacido ranas. Quizá la impresión que me causó entonces Maldon no fue tan viva porque era nueva; pero sé que aquello no contribuía a realzarle en mi estimación ni en mi confianza.

—Venía a saber si Annie quería ir esta noche a la ópera —dijo Maldon volviéndose hacia ella—. Es la última representación de la temporada que merezca la pena y hay una cantante que no puede dejar de oír. Es una mujer que canta de una manera arrebatadora, sin contar con que es de una fealdad deliciosa.

Después de esto recayó en su languidez.

El doctor, siempre encantado de lo que pudiera gustar a su mujer, se volvió hacia ella y le dijo:

—Debes ir, Annie; debes ir.

—No, te lo ruego —contestó—; prefiero quedarme en casa; prefiero quedarme en casa.

Y sin mirar a su primo me dirigió la palabra pidiéndome noticias de Agnes, preguntándome si no vendría a verla; si no sería probable que fuera aquel mismo día, y tan molesta que yo me preguntaba cómo podría ser que el doctor, ocupado en aquel momento en untar manteca a su pan tostado, no viera una cosa que saltaba a la vista.

Pero no veía nada. Le dijo riendo que era joven y que debía divertirse, en lugar de aburrirse con un vejestorio como él. Además, le dijo que contaba con que ella le cantara después el repertorio de la nueva cantante y ¿cómo se las arreglaría si no había ido a oírla? El doctor insistió en arreglar la velada para que ella se divirtiera, y Jack Maldon quedó en volver a Highgate. Después de decidirlo él se volvió a su sinecura, supongo; pero se fue a caballo y sin apresurarse.

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