David Copperfield (83 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

En una palabra, era desolador; es decir, me habría parecido desolador si no hubiera sido por el recuerdo de Dora, que me animaba. ¡Dora, áncora fiel de mi barca, agitada por la tempestad! Cada adelanto en el sistema me parecía una encina nudosa que había derribado en el bosque de las dificultades, y me proponía derribarlas una tras otra con un redoblamiento de energía; tanto, que al cabo de cuatro meses me creí en estado de intentar una prueba con uno de nuestros oradores del Tribunal. Nunca olvidaré que mi orador se había ya vuelto a sentar antes de que yo hubiera empezado siquiera y que mi lápiz se retorcía encima del papel como si tuviera convulsiones.

Aquello no podía ser; era evidente que había aspirado a demasiado; había que conformarse con menos. Corrí a ver a Traddles para que me aconsejara, y me propuso dictarme discursos despacio, deteniéndose de vez en cuando para facilitarme la cosa. Acepté su ofrecimiento con la mayor gratitud, y todas las noches, durante mucho tiempo, tuvimos en Buckingham Street una especie de Parlamento privado cuando volvía de casa del doctor.

Me gustaría ver en algún sitio un Parlamento semejante. Mi tía y míster Dick representaban el Gobierno o la oposición (según las circunstancias), y Traddles, con ayuda del Orador de Enfielfi o de un tomo de Los debates parlamentarios, los aplastaba con las más tremendas invectivas. De pie al lado de la mesa, con una mano encima del libro, para no perder la página, el brazo derecho levantado por encima de su cabeza, Traddles representaba alternativamente a míster Pitt, a míster Fox, a míster Sheridan, a míster Burke, a lord Castlereadh, al vizconde Sidmouth, o a míster Canning, y entregándose a la cólera más violenta acusaba a mi tía y a míster Dick de inmoralidad y de corrupción. Yo, sentado cerca, con mi cuaderno de notas en la mano, hacía volar mi pluma, queriendo seguirle en su declamación. La inconstancia y la ligereza de Traddles no podrían ser sobrepasadas por ningún político del mundo. En ocho días había abrazado todas las ideas y había enarbolado veinte banderas. Mi tía, inmóvil como un canciller del Exchequer, lanzaba a veces una interrupción: «Muy bien» o «No» a «¡Oh!» cuando el texto parecía exigirlo, y míster Dick (verdadero ejemplo del gentilhombre campesino) le servía inmediatamente de eco. Pero míster Dick fue acusado durante su carrera parlamentaria de cosas tan odiosas y le predijeron para el porvenir consecuencias tan terribles, que terminó por asustarse. Yo creo que hasta acabó por persuadirse de que efectivamente había hecho algo que debía acarrear la ruina de la Constitución de la Gran Bretaña y la decadencia inevitable del país.

Muy a menudo continuábamos nuestros debates hasta que el reloj daba las doce y las velas se habían quemado hasta el final. El resultado de tanto trabajo fue que terminé por seguir bastante bien a Traddles. No faltaba más que una cosa a mi triunfo, y era saber leer después lo que ponía en mis notas; pero no tenía ni la menor idea. Una vez escritas, lejos de poder restablecer el sentido, era como si hubiera copiado inscripciones chinas de las cajas de té o las letras de oro que se pueden leer en los enormes frascos rojos de las farmacias.

No tenía otra cosa que hacer que volver a ponerme valientemente a la tarea. Era duro, pero empecé, a pesar de mi fastidio, a recorrer de nuevo laboriosa y metódicamente el camino que ya había andado, marchando a pasos de tortuga, deteniéndome para examinar minuciosamente el menor signo, y haciendo esfuerzos desesperados para descifrar aquellos caracteres pérfidos en cualquier parte que los encontrase. Era muy exacto en mi oficina, muy exacto con el doctor; en fin, trabajaba como un verdadero caballo de alquiler.

Un día que me dirigía al Tribunal de Doctores, como de costumbre, me encontré en el umbral de la puerta a míster Spenlow muy serio y hablando solo. Como se quejaba a menudo de dolores de cabeza y tenía el cuello muy corto y los cuellos de las camisas muy tiesos, en el primer momento creí que le habría atacado un poco al cerebro; pero pronto me tranquilicé sobre aquel punto.

En lugar de contestarme a mi «Buenos días, caballero» con su amabilidad acostumbrada, me miró de un modo altanero y ceremonioso y me indicó fríamente que le siguiera a cierto café que en aquel tiempo daba al Tribunal por el pequeño arco al lado del cementerio de Saint Paul. Yo le obedecí muy turbado; me sentía cubierto de un sudor frío, como si todos mis temores fueran a parar a la piel. Andaba delante de mí, pues el sitio era muy estrecho, y la manera de llevar la cabeza no me presagiaba nada bueno. Sospeché que había descubierto mis sentimientos por mi querida pequeña Dora.

Si no lo hubiera adivinado mientras le seguía hacia el café de que he hablado no habría podido dudar mucho tiempo de lo que se trataba cuando, después de subir a una habitación del primer piso, me encontré con miss Murdstone, apoyada en una especie de mostrador, donde estaban alineadas varias garrafas conteniendo limones y dos de esas cajas extraordinarias completamente llenas de hendeduras donde antiguamente se clavaban los cuchillos y los tenedores, pero que, felizmente para la Humanidad, ahora están obsoletas.

Miss Murdstone me tendió sus uñas glaciales y se volvió a sentar con la expresión más austera. Míster Spenlow cerró la puerta, me indicó que me sentara y se puso de pie delante de la chimenea.

—Tenga la bondad, miss Murdstone —dijo míster Spenlow—, de enseñar a míster Copperfield lo que lleva usted en el portamonedas.

Creo verdaderamente que era el mismo bolso con cierre de acero que le conocía desde mi infancia. Con los labios tan apretados como el cierre, miss Murdstone empujó el resorte, entreabrió un poco la boca al mismo tiempo y sacó de su bolso mi última carta a Dora, toda llena de las expresiones más tiernas de afecto.

—Creo que es su letra, míster Copperfield —dijo míster Spenlow.

Tenía la frente ardiendo, y la voz que sonaba en mis oídos no se parecía siquiera a la mía cuando respondí:

—Sí, señor.

—Si no me equivoco —dijo míster Spenlow mientras miss Murdstone sacaba de su bolso un paquete de cartas atado con una preciosa cintita azul—, ¿estas cartas también son de su mano, míster Copperfield?

Cogí el paquete con un sentimiento de desolación; y viendo con una ojeada en el encabezamiento de las páginas: «Mi adorada Dora, mi ángel querido, mi querida pequeña», enrojecí profundamente y bajé la cabeza.

—No, gracias —me dijo fríamente míster Spenlow, pues le alargaba maquinalmente el paquete de cartas—. No quiero privarle de ellas. Miss Murdstone, tenga la bondad de continuar.

Aquella amable criatura, después de reflexionar un momento con los ojos fijos en la alfombra, contó lo siguiente muy secamente:

—Debo confesar que desde hace algún tiempo tenía mis sospechas respecto a miss Spenlow en lo concerniente a míster Copperfield, y no perdía de vista a miss Spenlow ni a David Copperfield. La primera vez que se vieron, la impresión que saqué ya no fue agradable. La depravación del corazón humano es tal…

—Le agradeceré, señora —interrumpió míster Spenlow—, que se limite a relatar los hechos.

Miss Murdstone bajó los ojos, movió la cabeza como para protestar contra aquella interrupción inconveniente, y después repuso, con aire de dignidad ofendida:

—Puesto que debo limitarme a relatar los hechos, lo haré con la mayor brevedad posible. Decía, caballero, que desde hacía algún tiempo tenía mis sospechas sobre miss Spenlow y sobre David Copperfield. He tratado a menudo, pero en vano, de encontrar la prueba decisiva. Es lo que me ha impedido confiárselo al padre de miss Spenlow (y lo miró con severidad). Sabía que en semejantes casos se está muy poco dispuesto a creer con benevolencia a los que cumplen fielmente su deber.

Míster Spenlow parecía aplastado por la noble severidad del tono de miss Murdstone e hizo con la mano un gesto conciliador.

—A mi regreso a Norwood después de haberme ausentado para el matrimonio de mi hermano —prosiguió mi Murdstone en tono desdeñoso—, creí observar que la conducta de miss Spenlow, igualmente de regreso de una visita a su amiga miss Mills, que su conducta, repito, daba más fundamento a mis sospechas, y la vigilé más de cerca.

Mi pobre, mi querida Dorita, ¡qué lejos estaba de sospechar que aquellos ojos de dragón estaban fijos en ella!

—Sin embargo —prosiguió miss Murdstone—, únicamente ayer por la noche adquirí la prueba decisiva. Yo opinaba que miss Spenlow recibía demasiadas cartas de su amiga miss Mills; pero como era con el pleno consentimiento de su padre (una nueva mirada muy amarga a míster Spenlow), yo no tenía nada que decir. Puesto que no se me permite aludir a la depravación natural del corazón humano al menos se me permitirá hablar de una confianza excesiva mal colocada.

—Está bien —murmuró míster Spenlow como apología.

—Ayer por la tarde —repuso miss Murdstone— acabábamos de tomar el té, cuando observé que el perrito corría, saltaba y gruñía en el salón, mordiendo algo. Le dije a mi Spenlow: «Dora, ¿qué es ese papel que tiene el perro en su boca?». Miss Spenlow palpó inmediatamente su cinturón lanzó un grito y corrió hacia el perro. Yo la detuve diciendo «Dora, querida mía, permíteme…». «¡Oh, Jip, miserable perrillo, tú eres el autor de tanto infortunio!»

—Miss Spenlow —continuó miss Murdstone— trató corromperme a fuerza de besos, de cestitas de labor, de alhajitas, de regalos de todas clases. Yo no le hice caso. El perro corrió a refugiarse debajo del diván, y me costó mucho trabajo hacerle salir con ayuda de las tenazas. Una vez fuera seguía con la carta en la boca, y cuando traté de arrancársela, con peligro de que me mordiera, tenía el papel tan apretado entre los dientes, que todo lo que pude hacer fue levantar al perro en el aire detrás de aquel precioso documento. Sin embargo, terminé por apoderarme de él. Después de haberlo leído le dije a miss Spenlow que debía de tener en su poder otras cartas de la misma naturaleza, y por fin obtuve de ella el paquete que está ahora entre las manos de David Copperfield.

Se calló, y después de haber cerrado su bolso, cerró la boca, como una persona resuelta a dejarse despedazar antes que doblegarse.

—Acaba usted de oír a miss Murdstone —dijo míster Spenlow volviéndose hacia mí—. Deseo saber, míster Copperfield, si tiene usted algo que decir.

El cuadro presente ante mí del hermoso tesoro de mi corazón llorando y sollozando toda la noche; la idea de que estaba sola, asustada, desgraciada, o de que había suplicado en vano a aquella mujer de piedra que la perdonara, y ofreciéndole en vano sus besos, sus estudios de labor y sus joyas, y, en fin, que todo aquello era por mi culpa, me hacía perder la poca dignidad que hubiera podido demostrar, y temblaba de tal modo de emoción que dudo si conseguí ocultarlo.

—No tengo nada que decir, caballero, a no ser que soy el único culpable… Dora…

—Miss Spenlow, si hace el favor —repuso su padre con majestad…

—… ha sido arrastrada por mí —continué, sin repetir después de míster Spenlow aquel nombre frío y ceremonioso para prometerme ocultarle nuestro afecto— y lo siento amargamente.

—Ha hecho usted muy mal, caballero —me dijo míster Spenlow paseándose de arriba abajo por el tapiz y gesticulando con todo el cuerpo, en lugar de mover únicamente la cabeza, a causa de la tiesura combinada de su corbata y de su espina dorsal—. Ha cometido usted un acto fraudulento e inmoral, míster Copperfield. Cuando yo recibo en mi casa a un «caballero», tenga diecinueve, veinte a ochenta años, le recibo con plena confianza. Si abusa de mi confianza, comete un acto innoble, míster Copperfield.

—Demasiado lo veo ahora, caballero; puede usted estar seguro; pero antes no me lo parecía. En realidad, míster Spenlow, con toda la sinceridad de mi corazón, antes no me lo parecía, ¡la quiero de tal modo, míster Spenlow…!

—Vamos, ¡qué tontería! —dijo míster Spenlow enrojeciendo—. ¿Va ahora a decirme en mi cara lo que quiere a mi hija, míster Copperfield?

—Pero, caballero, ¿cómo podría disculparme si no fuera así? —respondí en tono humilde.

—¿Y cómo puede usted defender su conducta siendo así? —dijo míster Spenlow deteniéndose bruscamente—. ¿Ha reflexionado usted en su edad y en la edad de mi hija, míster Copperfield? ¿Sabe usted lo que ha hecho destruyendo la confianza que debía existir entre mi hija y yo? ¿Ha pensado usted en la posición que mi hija ocupa en el mundo, en los proyectos que puedo yo haber formado para su porvenir, en las intenciones que pueda expresar en su favor en mi testamento? ¿Ha pensado usted en todo esto, míster Copperfield?

—Muy poco, caballero, lo siento —respondí en tono humilde y triste—; pero le ruego que crea que no ha desconocido mi propia situación en el mundo. Cuando le he hablado el otro día ya estábamos prometidos.

—Le ruego que no pronuncie esa palabra delante de mí, míster Copperfield.

Y, en medio de mi desesperación, no pude por menos observar que era completamente polichinela por el modo con que se golpeaba las manos una contra otra con la mayor energía.

La inmóvil miss Murdstone dejó oír una risita seca y desdeñosa.

—Cuando le he explicado el cambio de mi situación, caballero —repuse queriendo cambiar la palabra que le había molestado—, había ya, por mi culpa, un secreto entre miss Spenlow y yo. Desde que me situación ha cambiado he luchado, he luchado todo lo posible por mejorar, y estoy seguro de conseguirlo un día. ¿Quiere usted darme tiempo? ¡Somos tan jóvenes los dos, caballero!

—Tiene usted razón —dijo míster Spenlow bajando muchas veces la cabeza y frunciendo las cejas—,son ustedes muy jóvenes. Todo esto no son más que tonterías, que tienen que terminar. Coja usted esas cartas y quémelas. Devuélvame las de miss Spenlow, y yo las quemaré por mi parte. Y como en el futuro tendremos que vernos aquí y en el Tribunal, es cosa convenida que no volveremos a hablar de ello. Veamos, míster Copperfield; no le falta a usted inteligencia, y comprenderá que es la única cosa razonable que puede hacer.

No, yo no podía ser de aquella opinión. Lo sentía mucho; pero había una consideración que era más fuerte que la razón. El amor pasa por encima de todo, y yo quería a Dora con locura, y ella a mí también. No se lo dije precisamente en esos términos; pero se lo di a entender, y estaba muy decidido. No me importaba saber si estaría haciendo en todo aquello un papel ridículo, pero estaba bien decidido.

—Muy bien, míster Copperfield —dijo míster Spenlow—, utilizaré mi influencia con mi hija.

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