Agnes había escuchado al principio sin respirar. Palidecía y se ruborizaba todavía; pero se había librado de un gran peso. Yo sospechaba por qué. Sin duda había tenido miedo de que su desgraciado padre tuviera algo que ver en aquel cambio de fortuna. Mi tía cogió entre sus manos las suyas y se echó a reír.
—¿Que si es todo? —repitió mi tía—. ¡Claro que sí! Al menos que no añada, como al fin de un cuento: «Y desde entonces vivió siempre dichosa». Quizá puedan decir eso de Betsey uno de estos días. Ahora, Agnes, dime tú que tienes buena cabeza; tú también, desde algunos puntos de vista, Trot, aunque no siempre se te pueda hacer ese elogio.
Y mi tía, sacudiendo la cabeza con su energía habitual, prosiguió:
—¿Qué haremos? Mi casa viene a dar unas setenta libras al año, y con eso creo que podemos contar de una manera positiva. Pero es todo lo que poseemos —dijo mi tía, que era (con perdón) como ciertos caballos que se detienen bruscamente en el momento en que parece que iban a salir al galope.
—Además —dijo después de un momento de silencio— está Dick, que tiene mil libras al año; pero hay que decir que eso hay que reservarlo para sus gastos personales. Preferiría no conservarlo a mi lado, a pesar de que sé que soy la única persona que le aprecia, antes que conservarlo de no ser con la condición de gastar su dinero en él únicamente hasta el último céntimo. ¿Qué podemos hacer Trot y yo para salir del apuro con nuestros recursos? ¿Qué te parece, Agnes?
—Me parece, tía —dije adelantándome a la respuesta de Agnes—, que debo hacer algo.
—Alistarte como soldado, ¿no es así?, o entrar en la marina —contestó mi tía alarmada—. No quiero oír hablar de ello. Has de ser procurador; no quiero cabezas rotas en la familia, caballero.
Iba a explicarle que tampoco yo tenía interés en introducir en la familia aquel procedimiento simplificado de salir del apuro, cuando Agnes me preguntó si tenía alquilada la casa por mucho tiempo.
—Tocas en la llaga, querida —dijo mi tía—; tenemos esta casa encima para seis meses, a menos de poderla subarrendar, lo que no creo. El último huésped murió aquí, y creo que de cada seis se morirían cinco, aunque sólo fuera de vivir bajo el mismo techo que esa mujer vestida de nanquín con su falda de franela. Tengo algo de dinero contante, y creo, con vosotros, que lo mejor que podemos hacer es terminar aquí el plazo, alquilando cerca una alcoba para Dick.
Me pareció un deber decir algo sobre las molestias que tendría que soportar mi tía viviendo en un estado constante de guerra y emboscadas con mistress Crupp; pero respondió a aquella objeción de una manera perentoria declarando que a la primera señal de hostilidades estaba dispuesta a asustar de tal modo a mistress Crupp, que le iba a durar el temblor hasta el fin de su vida.
—Pensaba, Trot —dijo Agnes, dudando—, que si tuvieras tiempo…
—Tengo mucho tiempo, Agnes; desde las cuatro o las cinco estoy siempre libre, y por la mañana temprano también. De una manera o de otra —dije, dándome cuenta de que me ruborizaba al recordar las horas que había paseado de un lado para otro por la ciudad y en la carretera de Norwood—, tengo más tiempo del que me hace falta.
—Pienso que si no te gustaría —dijo Agnes acercándose a mí y hablándome en voz baja y con un acento tan dulce y tan consolador que todavía me parece oírla—, si no te gustaría un empleo de secretario.
—¿Por qué no me había de gustar, mi querida Agnes?
—Es que el doctor Strong —repuso Agnes por fin— ha puesto por obra su proyecto de retirarse y ha venido a establecerse a Londres, y sé que le ha dicho a papá si no podría proporcionarle un secretario. ¿No te parece que más le gustará tener a su lado a su antiguo discípulo mejor que a otro cualquiera?
—Querida Agnes —exclamé—, ¿qué sería de mí sin ti? Eres siempre mi ángel bueno; ya te lo he dicho: siempre pienso en ti como en mi ángel bueno.
Agnes me respondió alegremente que con un ángel bueno (se refería a Dora) tenía bastante, y que no hacían falta más; me recordó que el doctor tenía costumbre de trabajar muy temprano por la mañana y por la noche, y que probablemente las horas de que yo podía disponer le convendrían maravillosamente.
Si me consideraba dichoso al pensar que iba a ganarme la vida, no lo estaba menos ante la idea de que trabajaría con mi antiguo maestro; y siguiendo al momento el consejo de Agnes me senté para escribir al doctor una carta en la que le expresaba mi deseo, pidiéndole permiso para presentarme en su casa al día siguiente a las diez de la mañana. Dirigí mi epístola a Highgate, pues vivía en aquellos lugares tan llenos de recuerdos para mí, y yo mismo fui a echarla al correo sin perder ni un minuto.
Por todas partes donde pasaba Agnes dejaba tras de sí alguna huella preciosa del bien que hacía sin ruido al pasar. Cuando volví, la jaula de los pájaros de mi tía estaba suspendida exactamente, como si llevara allí mucho tiempo, en la ventana del gabinete; mi sillón puesto, como el infinitamente mejor de mi tía, al lado de la ventana abierta, y el biombo verde que había traído consigo estaba ya colocado delante de la ventana. No tenía necesidad de preguntar quién había hecho todo aquello. Sólo con ver que las cosas parecían haberse hecho solas se adivinaba que Agnes se había tomado aquel cuidado. ¿A qué otra se le hubiera ocurrido coger mis libros, en desorden por encima de la mesa, y disponerlos en el orden que yo los tenía antes en el tiempo de mis estudios? Aunque hubiera creído que Agnes estaba a cien leguas la hubiera reconocido enseguida; no necesitaba verla poniéndolo todo en su sitio y sonriendo del desorden que había en mi casa.
Mi tía puso toda su buena voluntad en hablar bien del Támesis, que verdaderamente hacía un efecto hermoso a la luz del sol, aunque no pudiera compararse con el mar que veía en Dover; pero conservaba un odio inexorable al humo de Londres, que lo empolvaba todo, decía. Felizmente, esto cambió por completo gracias al cuidado minucioso con que Peggotty hacía la guerra a aquel hollín maldito en todos los rincones. Únicamente no podía por menos de pensar, mirándola, que Peggotty misma hacía mucho ruido y poco trabajo en comparación con Agnes, que hacía tantas cosas sin el menor aparato. Pensaba en ello cuando llamaron a la puerta.
—Debe de ser papá —dijo Agnes poniéndose pálida—, me ha prometido venir.
Abrí la puerta y vi entrar no solamente a míster Wickfield, sino también a Uriah Heep. Hacía ya algún tiempo que no había visto a míster Wickfield, y esperaba encontrarle muy cambiado, por lo que Agnes me había dicho; sin embargo, quedé dolorosamente sorprendido al verle.
No era tanto porque había envejecido mucho, aunque siempre iba vestido con la misma pulcritud escrupulosa; tampoco era por el cutis arrebatado, que daba idea de no muy buena salud, ni tampoco porque sus manos se agitaban con un movimiento nervioso. Yo sabía la causa mejor que nadie, por haberla visto obrar durante muchos años; no era que hubiera perdido la elegancia de sus modales ni la belleza de sus rasgos, siempre igual; lo que sobre todo me chocaba es que con todos aquellos testimonios evidentes de distinción natural pudiera sufrir la dominación desvergonzada de aquella personificación de la bajeza: de Uriah Heep. El cambio en sus relaciones respectivas, de dominación por parte de Uriah y dependencia por la de Wickfield, era el espectáculo más penoso que se pueda imaginar. Si hubiera visto a un mono conduciendo a un hombre atado a lazo no me habría sentido más humillado por el hombre.
Además, él era completamente consciente de ello. Cuando entró se detuvo con la cabeza baja, como si se diera cuenta. Fue cosa de un momento, pues Agnes le dijo con dulzura: «Papá, aquí tienes a miss Trotwood y a Trotwood, que no has visto hace tanto tiempo»; y entonces se acercó, alargó la mano a mi tía con confusión y estrechó las mías más cordialmente. Durante aquel momento de turbación vi una sonrisa maligna en los labios de Uriah. Agnes creo que también la vio, pues hizo un movimiento para apartarse de él.
En cuanto a mi tía, ¿le vio o no le vio? Hubiera desafiado a todas las ciencias de los fisonomistas para que lo adivinaran sin su permiso. No creo que haya habido nunca otra persona dotada de un rostro más impenetrable que ella cuando quería. Su cara no expresaba más de lo que lo hubiera hecho una pared sus pensamientos, secretos hasta el momento en que rompió el silencio con el tono brusco que le era habitual.
—Y bien, Wickfield —dijo mi tía (él la miró por primera vez)—. He estado contándole a su hija lo bien que he utilizado mi dinero, porque no podía ya confiárselo a usted desde que no está tan listo en los negocios. Hemos consultado con ella, y, bien considerado, saldremos del aprieto. Agnes sola vale por los dos asociados, a mi parecer.
—Si se me permite hacer una humilde observación —dijo Uriah Heep retorciéndose—, estoy completamente de acuerdo con miss Betsey Trotwood y me consideraría feliz teniendo también a miss Agnes por asociada.
—Conténtese usted con ser el asociado —repuso mi tía—; me parece que eso debe bastarle. ¿Cómo está usted, caballero?
En respuesta a aquella pregunta, que le fue dirigida en el tono más seco, míster Heep, sacudiendo incómodo la carpeta que llevaba, replicó que estaba bien, y dio las gracias a mi tía, diciéndole que esperaba que ella también se encontrara bien.
—Y usted… , debo decir, míster Copperfield —continuó Uriah—, espero que esté bien. Me alegro mucho de verle, míster Copperfield, hasta en las circunstancias actuales (y, en efecto, las circunstancias actuales parecían ser bastante de su gusto). No son todo lo que sus amigos podrían desear para usted, míster Copperfield; pero no es el dinero el que hace al hombre; es… yo, verdaderamente, no estoy en condiciones de explicarlo con mis pobres medios —dijo Uriah haciendo un gesto de oficiosidad—; pero no es el dinero…
Y me estrechó la mano, no como de costumbre, sino permaneciendo a cierta distancia, como si tuviera miedo, y levantando y bajando mi mano como una bomba.
—¿Y qué dice usted de nuestra salud, Copperfield?… ¡Perdón!, míster Copperfield —repuso Uriah—. ¿No le encuentra usted buena cara a míster Wickfield? Los años pasan inadvertidos en casa, míster Copperfield; si no fuera porque elevan a los humildes, es decir, a mi madre y a mí, y que aumentan la belleza y las gracias de un modo especialísimo en miss Agnes.
Después de aquel cumplido se retorció de un modo tan intolerable, que mi tía, que le estaba mirando, perdió la paciencia.
—¡Que el diablo le lleve! —dijo bruscamente, ¿Qué le pasa? ¡Nada de movimientos nerviosos, caballero!
—Usted me dispense, miss Trotwood; ya sé que es usted muy nerviosa.
—Déjenos en paz —dijo mi tía, a quien no había apaciguado aquella impertinencia—; le ruego que se calle. Ha de saber usted que no soy nada nerviosa. Si es usted una anguila, pase; pero si es usted un hombre, contenga un poco sus movimientos, caballero. ¡Vive Dios —continuó en un arranque de indignación—, no tengo ganas de marearme viéndole retorcerse como una culebra o como un sacacorchos!
Míster Heep, como puede suponerse, estaba algo confuso con aquella explosión, que fue reforzada por la expresión indignada con que mi tía retiró su silla, sacudiendo la cabeza como si fuera a lanzarse sobre él para morderle. Pero me dijo aparte con voz dulce:
—Ya sé, míster Copperfield, que miss Trotwood, con todas sus excelentes cualidades, es muy viva de genio. He tenido el gusto de conocerla antes que usted, en los tiempos en que era todavía un pobre escribiente, y es natural que las actuales circunstancias no la hayan dulcificado. Me sorprende, por el contrario, que no sea peor. Había venido aquí para decirle que si le podíamos servir en algo mi madre y yo, o Wickfield y Heep, estaríamos encantados. ¿No me excedo? —preguntó con una sonrisa horrible a su asociado.
—Uriah Heep —dijo míster Wickfield con voz forzada y monótona— es muy activo en los negocios, Trotwood. Y lo que dice lo apruebo plenamente. Ya sabes que me intereso por ti desde hace mucho tiempo; pero, aparte de esto, lo que dice lo apruebo plenamente.
—¡Oh, qué recompensa! —dijo Uriah levantando una de sus piernas, exponiéndose a atraerse una nueva brusquedad de mi tía—. ¡Qué feliz me hace esa confianza absoluta! Pero es verdad que espero conseguir librarle bastante del peso de los negocios, míster Copperfield.
—Uriah Heep es un gran descanso para mí —dijo míster Wickfield con la misma voz sorda y triste— y me libra de un gran peso, Trotwood, al tenerle de socio.
Estaba convencido de que era aquel horrible zorro rojo el que le hacía decir todo aquello, para justificar lo que me había dicho la noche en que había envenenado mi tranquilidad. Al mismo tiempo vi la sonrisa falsa y siniestra sobre sus rasgos mientras que me miraba fijamente.
—¿No nos dejarás, papá? —dijo Agnes en tono suplicante—. ¿No quieres volver a pie con Trotwood y conmigo?
Creo que hubiera mirado a Uriah antes de responder si aquel digno personaje no se hubiera anticipado.
—Tengo una cita de negocios —dijo Uriah—, y lo siento, porque me hubiera gustado permanecer con ustedes. Pero les dejo mi asociado para representar a la casa. Miss Agnes, ¡su humilde servidor! Le deseo buenas noches, míster Copperfield, y presento mis humildes respetos a miss Betsey Trotwood.
Al decir esto nos dejó, enviándonos besos con su gran mano de esqueleto y con una sonrisa de sátiro.
Todavía continuamos una hora o dos charlando de los buenos tiempos de Canterbury. Míster Wickfield, solo con Agnes, recobró pronto su alegría, aunque siempre presa de un abatimiento del que no podía librarse. Terminó, sin embargo, por animarse, y le gustaba oírnos recordar los pequeños sucesos de nuestra vida pasada, de los que se acordaba muy bien. Nos dijo que todavía le parecía estar en aquellos tiempos al volver a encontrarse solo con Agnes y conmigo, y que le gustaría que nada hubiera cambiado. Estoy seguro de que viendo el rostro sereno de su hija y sintiendo la mano que apoyaba en su brazo sentía un bienestar infinito.
Mi tía, que había estado casi todo el tiempo ocupada con Peggotty en la habitación de al lado, no quiso acompañarnos al hotel; pero insistió en que los acompañara yo, y obedecí. Comimos juntos. Después de comer, Agnes se sentó a su lado, como siempre, y le sirvió el vino. Tomó lo que le dio y nada más, como un niño; y nos quedamos los tres sentados al lado de la ventana mientras fue de día. Cuando llegó la noche él se echó en un diván; Agnes arregló los almohadones y permaneció inclinada sobre él un momento. Cuando volvió al lado de la ventana, la oscuridad no era todavía suficiente para que no viese yo brillar lágrimas en sus ojos.