David Copperfield (80 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Al día siguiente tenía mucha curiosidad por saber si había ido a la ópera. No había ido; había enviado recado a Londres para disculparse con su primo, y había ido a visitar a Agnes. Había convencido al doctor de que la acompañara, y habían vuelto a pie por el campo, según me contó él mismo, en una tarde magnífica. Pensé que quizá no hubiera faltado al espectáculo si Agnes no hubiera estado en Londres, pues Agnes era muy capaz de ejercer también sobre ella una influencia bienhechora.

No se podía decir que fuera muy feliz; pero parecía estar satisfecha, o su fisonomía engañaba mucho. Yo la miraba a menudo, pues estaba sentada al lado de la ventana mientras trabajábamos y nos preparó el desayuno, que tomamos sin dejar de trabajar. Cuando me fui a las nueve, estaba arrodillada a los pies del doctor, poniéndole los zapatos y las polainas. Las hojas de algunas plantas trepadoras que crecían al lado de la ventana ensombrecían su rostro, y yo pensaba por el camino, mientras me dirigía al Tribunal, en aquella noche en que la había visto mirar a su marido mientras leía.

Tenía mucho que hacer. Me levantaba a las cinco de la mañana y no volvía hasta las nueve o las diez de la noche. Pero me causaba un placer infinito encontrarme a la cabeza de tanto trabajo, y nunca andaba despacio; me parecía que cuanto más me cansaba más esfuerzos hacía para merecer a Dora. Ella todavía no me había visto en aquella nueva fase de mi carácter, porque como ya vendría muy pronto a casa de miss Mills, yo había retrasado hasta aquel momento todo lo que tenía que decirle, limitándome a poner en las cartas (que pasaban todas por manos de miss Mills) que tenía muchas cosas que contarle. Entre tanto había reducido mi consumo de loción para la cara, había renunciado totalmente al jabón perfumado y al agua de colonia y había vendido con una pérdida enorme tres chalecos que me parecieron demasiado elegantes para una vida tan austera como la mía.

Pero todavía no estaba satisfecho; ardía en deseos de hacer más cosas, y fui a ver a Traddles, que habitaba por el momento en la parte trasera de una casa en Castle Street Holborn. Llevé conmigo a míster Dick, que ya me había acompañado dos veces a Highgate y que había recobrado su amistad con el doctor.

Llevé a míster Dick porque era tan sensible al cambio de fortuna de mi tía y estaba tan profundamente convencido de que no había esclavo ni forzado que trabajase tanto como yo, que perdía el apetito y el buen humor en su desesperación de no poder hacer nada. Como es natural, se sentía más incapaz que nunca de acabar su Memoria, y cuanto más trabajaba en ella más venía a importunarle la desgraciada cabeza del rey Carlos. Temiendo que su estado se agravara si no conseguíamos con cualquier engaño hacerle creer que nos era muy útil, o si no le encontrábamos, lo que hubiera sido mejor, un medio de ocuparle verdaderamente, tomé la decisión de pedir a Traddles si podría ayudarnos. Antes de ir a verle le había relatado por carta detalladamente lo que había ocurrido, y en contestación había recibido una carta excelente, donde me expresaba toda su simpatía y toda su amistad.

Le encontramos sumido en su trabajo, con su tintero y sus papeles, ante el florero y el estante, que estaban en un rincón de la habitación para recrear sus ojos y animar su valor. Nos acogió del modo más cordial, y en menos de un momento Dick y él fueron amigos íntimos. Míster Dick llegó a decir que estaba seguro de haberle conocido antes, y nosotros dijimos que era muy posible.

La primera cuestión que yo había propuesto a Traddles era esta: Yo había oído decir que muchos de los hombres distinguidos más tarde en distintas carreras habían empezado haciendo resúmenes de los debates del Parlamento. Traddles me había hablado de los periódicos como de una de sus esperanzas. Partiendo de esos dos datos, yo le decía a Traddles en mi carta que deseaba saber cómo podría llegar a dar cuenta de las discusiones de las Cámaras. Traddles me respondió entonces que, según sus informes, la condición práctica necesaria para esta ocupación, excepto quizá en casos muy raros, para garantizar la exactitud de lo que se dice, era el conocimiento completo del arte misterioso de la taquigrafía, que ofrecía en sí misma las mismas dificultades que si se tratara de estudiar seis lenguas y ni aun con mucha perseverancia se conseguía en muchos años. Traddles pensaba, naturalmente, que esto dejaba de lado la cuestión; pero yo no veía en ello mas que unos cuantos grandes árboles que derribar para llegar hasta Dora, y al instante decidí abrirme un camino a través de ellos con el hacha en la mano.

—Te lo agradezco mucho, mi querido Traddles; voy a empezar mañana.

Traddles me miró sorprendido, lo que era natural, pues no sabía todavía a qué grado de entusiasmo había llegado yo.

—Compraré un libro que trate a fondo esa ciencia —le dije— y trabajaré en el Tribunal, pues allí tengo poco que hacer, y tomaré en taquigrafía los discursos para ejercitarme. Traddles, amigo mío, lo conseguiré.

—Nunca —dijo Traddles abriendo los ojos cuanto podía— me hubiera figurado que tuvieras tanta decisión, Copperfield.

Y no sé cómo hubiera podido tener la menor idea, pues para mí era todavía un misterio. Cambié la conversación y puse a míster Dick sobre el tapete.

—¿Sabe usted? —dijo míster Dick—. Yo querría poder servir para cualquier cosa, míster Traddles; para tocar el tambor aunque fuera, o para soplar en algo.

¡Pobre hombre! En el fondo de mi corazón creo que hubiera preferido, en efecto, cualquier ocupación de esa clase. Pero Traddles, que no hubiera sonreído por nada del mundo, contestó gravemente:

—Pero tiene usted una escritura muy buena, caballero. Copperfield me lo ha dicho.

—Muy buena —dije yo.

En realidad, la claridad de su escritura era admirable.

—¿No cree usted que podría copiar actas si yo se las proporcionara?

Míster Dick me miró con expresión de duda: «¿Qué le parece a usted, Trotwood?».

Yo moví la cabeza. Míster Dick movió la suya y suspiró.

—Explíquele usted lo que me ocurre con la Memoria —dijo míster Dick.

Le expliqué a Traddles que era muy difícil impedir al rey Carlos I que se mezclara en los manuscritos de míster Dick, quien durante aquel tiempo se chupaba el dedo, mirando a Traddles con la expresión más respetuosa y más seria.

—Pero usted sabe que las actas de que hablo están ya redactadas y terminadas —dijo Traddles después de un momento de reflexión—. Míster Dick no tendrá nada que hacer en ellas. ¿No sería esto distinto, Copperfield? En todo caso, yo creo que podría probar.

Sobre esto fundamos buenas esperanzas después de un momento de conferencia secreta entre Traddles y yo, mientras míster Dick nos miraba con inquietud desde su silla. En resumen, formamos un plan en virtud del cual se puso al trabajo al día siguiente con el mayor éxito.

Pusimos encima de una mesa, al lado de la ventana de Buckingham Street, el trabajo que Traddles había proporcionado; había que hacer no sé cuántas copias de un documento cualquiera relativo a un derecho de paso. Sobre otra mesa extendimos el último proyecto de Memoria a medio hacer. Dimos instrucciones a míster Dick para copiar exactamente lo que tenía delante de él, sin apartarse lo más mínimo del original, y si sentía la necesidad de hacer la más ligera alusión al rey Carlos I debía volar al instante hacia la Memoria. Le exhortamos para que siguiera con resolución este plan de conducta, y dejamos a mi tía para que le vigilara. Después nos contó que en el primer momento estaba como un timbalero entre los dos tambores y que dividía sin cesar su atención entre las dos mesas; pero habiéndole parecido después que aquello le confundía y le cansaba, había terminado por ponerse sencillamente a copiar el papel que tenía ante la vista, dejando la Memoria para otra ocasión. En una palabra, aunque tuvimos mucho cuidado para que no trabajara más de lo razonable, y aunque no se había puesto a trabajar al principio de la semana, para el sábado había ganado diez chelines y nueve peniques, y no olvidaré nunca sus idas y venidas a todas las tiendas de la vecindad para cambiar su tesoro en monedas de seis peniques, que trajo después a mi tía en una bandeja, donde las había colocado en forma de corazón; sus ojos estaban llenos de lágrimas de alegría y de orgullo. Desde el momento en que se vio ocupado de una manera útil, parecía un hombre que se siente bajo un encanto propicio, y si hubo una criatura dichosa aquella noche en el mundo fue el ser agradecido que miraba a mi tía como a la mujer más notable y a mí como al muchacho más extraordinario que hubiera en la tierra—.

—Ya no hay peligro de que muera de hambre, Trotwood —me dijo míster Dick dándome un apretón de manos en un rincón—; yo me encargo de todas sus necesidades, caballero.

Y movía en el aire sus diez dedos triunfantes, como si hubieran estado otros tantos bancos a su disposición.

No sé quién estaba más contento, si Traddles o yo.

—Verdaderamente —me dijo de pronto sacando una carta del bolsillo—, ésto me ha hecho olvidar completamente a míster Micawber.

La carta estaba dirigida a mí (míster Micawber no desperdiciaba nunca la ocasión de escribir una carta) y ponía: «Confiada a los buenos cuidados de T. Traddles, esq. du Temple».

Mi querido Copperfield:

—No le sorprenderá mucho saber que me ha surgido una buena cosa, pues, si lo recuerda, le había prevenido hace ya algún tiempo que esperaba sin cesar algo análogo.

Voy a establecerme en una ciudad de provincias de nuestra isla afortunada. La sociedad de este lugar puede ser descrita como una mezcla feliz de los elementos agrícolas y eclesiásticos, y estaré en relaciones directas con una de las profesiones más sabias. Mistress Micawber y nuestra progenie me siguen. Nuestras cenizas se encontrarán probablemente depositadas un día en el cementerio dependiente de un venerable santuario que ha llevado la reputación del lugar de que hablo desde la China al Perú, si puedo expresarme así.

Al decir adiós a la moderna Babilonia hemos tenido que soportar muchas vicisitudes y ¡con qué valor! mistress Micawber y yo sabemos que abandonamos quizá para muchos años, quizá para siempre, a una persona que está unida a los recuerdos más potentes del altar de nuestros dioses domésticos.

Si la víspera de nuestra partida quiere usted acompañar a nuestro común amigo míster Thomas Traddles a nuestra residencia actual para cambiar los votos naturales en semejantes casos, hará el mayor honor a un hombre siempre fiel WILKINS MICAWBER.

Me alegré mucho de saber que míster Micawber había por fin sacudido su cilicio y encontrado de verdad algo. Supe por Traddles que la invitación era para aquella misma noche, y antes de que fuera más tarde expresé mi intención de asistir. Tomamos juntos el camino de la casa que míster Micawber ocupaba bajo el nombre de míster Mortimer, y que estaba situada en lo alto de Grayls Inn Road.

Los recursos del mobiliario alquilado a míster Micawber eran tan limitados, que encontramos a los mellizos, que tendrían unos ocho o nueve años, dormidos en una cama-armario en el salón, donde míster Micawber nos esperaba con una jarra llena del famoso brebaje que le gustaba hacer. Tuve el gusto en aquella ocasión de volver a ver al hijo mayor, muchacho de doce o trece años, que prometía mucho si no hubiera estado ya sujeto a esa agitación convulsiva de todos los miembros que no es un fenómeno sin ejemplo en los chicos de su edad. También vi a su hermanita miss Micawber, en quien «su madre resucitaba su juventud pasada», como el Fénix, según nos dijo míster Micawber.

—Mi querido Copperfield —me dijo—, míster Traddles y usted nos encuentran a punto de emigrar y excusarán las pequeñas incomodidades que resultan de la situación.

Lanzando una mirada a mi alrededor antes de dar una respuesta conveniente, vi que el ajuar de la familia estaba ya embalado y que su volumen no era para asustar. Felicité a mistress Micawber por el cambio de su situación.

—Mi querido Copperfield —me dijo mistress Micawber—, sé todo el interés que usted se toma por nuestros asuntos. Mi familia puede mirar este alejamiento como un destierro, si así le parece; pero yo soy mujer y madre y no abandonaré nunca a míster Micawber.

Traddles, al corazón del cual interrogaban los ojos de mistress Micawber, asintió con tono aquiescente.

—Al menos es mi manera de considerar el compromiso que he contraído, mi querido Copperfield, el día que pronuncié aquellas palabras irrevocables: «Yo, Emma, tomo por esposo a Wilkins» . La víspera de aquel gran acto leí de cabo a rabo, a la luz de una vela, todo el oficio del matrimonio y saqué la conclusión de que no abandonaría nunca a míster Micawber. Por lo tanto, podré equivocarme en la manera de interpretar el sentido de aquella piadosa ceremonia, pero no le abandonaré nunca.

—Querida mía —dijo míster Micawber con alguna impaciencia—, ¿quién ha hablado jamás de eso?

—Sé, mi querido míster Copperfield —repuso mistress Micawber—, que ahora tendré que poner mi tienda entre los extraños; sé que los diferentes miembros de mi familia, a los que míster Micawber ha escrito en los términos más corteses para anunciarles esto, ni siquiera han contestado a su comunicación. A decir verdad, quizá sea superstición por mi parte; pero creo que míster Micawber está predestinado a no recibir respuesta de la mayoría de las cartas que escribe. Supongo, por el silencio de mi familia, que ve inconvenientes en la resolución que he tomado; pero yo no me dejaré apartar del camino del deber ni por papá y mamá si vivieran todavía, míster Copperfield.

Expresé mi opinión de que aquello era ir por el buen camino.

—Me dirán que es sacrificarse el ir a encerrarse en un pueblo casi eclesiástico. Pero, míster Copperfield, ¿por qué no he de sacrificarme si veo que un hombre dotado de las facultades que posee míster Micawber consume un sacrificio más grande todavía?

—¡Oh! ¿Van ustedes a vivir en una ciudad eclesiástica? —pregunté.

Míster Micawber, que acababa de servirnos a todos el ponche, contestó:

—A Canterbury. El caso es, mi querido Copperfield, que estoy unido por un contrato a nuestro amigo Heep para ayudarle y servirle en calidad de… empleado de confianza.

Miré con asombro a míster Micawber, que gozaba mucho con mi sorpresa.

—Debo decirle —repuso con aire solemne— que las costumbres prácticas y los prudentes consejos de mistress Micawber han contribuido mucho a este resultado. El guante de que mistress Micawber le habló hace tiempo ha sido lanzado a la sociedad bajo la forma de un anuncio, y nuestro amigo Heep lo ha recogido, resultando de ello un agradecimiento mutuo. Quiero hablar con todo el respeto posible de nuestro amigo Heep, bondad notable. Mi amigo Heep —continuó míster Micawber— no ha fijado el sueldo en una suma muy considerable; pero me ha hecho muchos favores para librarme de las dificultades pecuniarias que pesaban sobre mí, contando de antemano con mis servicios, y tiene razón; yo pondré mi honor en hacerle serios servicios. La inteligencia y la habilidad que pueda poseer —dijo míster Micawber con expresión de modesto orgullo y en su antiguo tono de elegancia— las consagraré por completo al servicio de mi amigo Heep. Ya tengo algún conocimiento del Derecho, pues he tenido que sostener por mi cuenta muchos procesos civiles, y voy a dedicarme inmediatamente a estudiar los comentarios de uno de los más eminentes jurisconsultos ingleses. Creo que es inútil añadir que me refiero al juez de paz Blackstone.

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