David Copperfield (81 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Aquellas observaciones fueron interrumpidas a menudo por mistress Micawber regañando a su hijo mayor porque estaba sentado sobre los talones o porque se sostenía la cabeza con las dos manos, como si tuviera miedo a perderla, o bien porque daba puntapiés a Traddles por debajo de la mesa; otras veces ponía un pie encima de otro, o separaba las piernas a distancias absurdas, o se tumbaba en la mesa, metiendo los pelos en los vasos; en fin, que manifestaba la inquietud de todos sus miembros con una multitud de movimientos incompatibles con los intereses generales de la sociedad, enfadándose además por las observaciones que su madre le hacía. Durante aquel tiempo yo pensaba qué significaría la revelación de míster Micawber, de la que no me había repuesto todavía hasta que mistress Micawber reanudó el hilo de su discurso reclamando toda mi atención.

—Lo que yo pido sobre todo a Micawber es que evite, aunque se sacrifique a esta rama secundaria del Derecho, que evite el quedarse sin medios de poder elevarse un día hasta la cumbre. Estoy convencida que míster Micawber, dedicándose a una profesión que dé libre camera a la fertilidad de sus recursos y a su facilidad de elocución, no podrá por menos de distinguirse. Veamos, míster Traddles: si se tratara, por ejemplo, de llegar a ser un día juez o canciller —añadió con expresión profunda—, ¿no se colocará uno completamente fuera de esos puestos importantes aceptando un empleo como ese que míster Micawber acaba de aceptar?

—Querida mía —dijo también Micawber mirando a Traddles con interrogación—, tenemos delante de nosotros tiempo para reflexionar sobre ello.

—¡No, Micawber! —replicó ella—. Tu equivocación en la vida es no mirar nunca lo bastante al porvenir. Estás obligado, aunque sólo sea por un sentimiento de justicia hacia tu familia y hacia ti mismo, a abrazar con la mirada los puntos más alejados del horizonte a que pueden llevarte tus facultades.

Míster Micawber tosió y bebió su ponche muy satisfecho, y continuó mirando a Traddles como si esperase su opinión.

—Usted sabe la verdadera situación, mistress Micawber —dijo Traddles, revelándole suavemente la verdad—; quiero decir el caso en toda su desnudez más prosaica…

—Precisamente, mi querido míster Traddles —dijo mistress Micawber—, deseo ser lo más prosaica posible en un asunto de esta importancia.

—Es que —dijo Traddles— esta rama de la carrera, aun cuando míster Micawber fuera abogado en toda regla…

—Precisamente —replicó mistress Micawber—. Wilkins, no te pongas bizco; después ya no sabrás mirar derecho.

—Esta parte de la carrera no tiene nada que ver con la magistratura. únicamente los abogados pueden pretender esos puestos importantes, y míster Micawber no puede ser abogado sin haber estudiado cinco años en alguna escuela de Derecho.

—¿Le he comprendido bien? —dijo mistress Micawber con su expresión más comprensiva y más amable—. ¿Dice usted, mi querido míster Traddles, que a la expiración de ese plazo míster Micawber podría entonces ser juez o canciller?

—En rigor sí «podría» —repuso Traddles remarcando la última palabra.

—Gracias —dijo mistress Micawber—; es todo lo que quería saber. Si esa es la situación y si míster Micawber no renuncia a ningún privilegio encargándose de esos deberes, se acabaron mis inquietudes. Me dirán ustedes que hablo como una mujer —dijo mistress Micawber—; pero siempre he creído que míster Micawber poseía lo que papá llamaba espíritu judicial, y me parece que ahora entra en una carrera donde sus facultades podrán desarrollarse y elevarle a un puesto importante.

No dudo de que míster Micawber no se viera ya con los ojos del espíritu judicial sentado en la silla del tribunal. Se pasó la mano con satisfacción por su cabeza calva y dijo con una resignación orgullosa:

—No anticipemos los secretos de la fortuna, querida. Si estoy destinado a llevar peluca, estoy dispuesto, exteriormente al menos —añadió haciendo alusión a su calvicie—, a recibir esa distinción. No siento haber perdido mis cabellos, y quién sabe si no los he perdido con un objeto determinado. Mi intención, mi querido Copperfield, es educar a mi hijo para la Iglesia, y, lo confieso, es sobre todo por él por lo que me gustaría llegar a la grandeza.

—¿Por la Iglesia? —pregunté maquinalmente, pues seguía pensando en Uriah Heep.

—Sí —dijo míster Micawber—;tiene una hermosa voz, y empezará en los coros. Nuestra residencia en Canterbury y las relaciones que ya poseemos nos permitirán sin duda aprovechar las vacantes que se presenten entre los cantores de la catedral.

Mirando de nuevo a su hijo me pareció que tenía cierta expresión que hacía que pareciese que le salía la voz de las cejas, lo que se afirmó al oírle cantar (le dieron a escoger entre cantar o irse a la cama, y cantó)
The wood-Pecker tapping
. Después de muchos cumplidos sobre la ejecución del trozo se volvió a la conversación general, y como yo estaba demasiado preocupado con mis intentos desesperados para callarme el cambio de mi situación, les conté todo a los Micawber. No puedo expresar lo encantados que se quedaron al saber los apuros de mi tía y cómo aquello redobló su cordialidad y la naturalidad de sus modales.

Cuando habíamos llegado casi al fondo de la jarra me dirigí a Traddles y le recordé que no podíamos separarnos sin desear a nuestros amigos una salud perfecta y mucha felicidad y éxito en su nueva carrera. Rogué a míster Micawber que llenara los vasos, y brindé a su salud con todos los requisitos; estreché la mano de, míster Micawber a través de la mesa, besé a mistress Micawber en conmemoración de aquella gran solemnidad. Traddles me imitó en cuanto a lo primero; pero no se creyó bastante íntimo en la casa para seguir más lejos.

—Mi querido Copperfield —me dijo míster Micawber levantándose, con los dedos pulgares en los bolsillos del chaleco—, compañero de mi juventud, si me está permitida esta expresión, y usted, mi estimado amigo Traddles, si puedo llamarle así, permítanme, en nombre de mistress Micawber y en el mío y en el de nuestros hijos, darles las gracias por sus buenos deseos en los términos más calurosos y espontáneos. Podía esperarse que en vísperas de una emigración que abre ante nosotros una existencia completamente nueva (míster Micawber hablaba como si fuera a establecerse a quinientas mil millas de Londres) deseara dirigir algunas palabras de despedida a dos amigos como los presentes; pero ya he dicho todo lo que tenía que decir. Sea cual fuere la situación social a que pueda llegar siguiendo la profesión sabia de que voy a ser un miembro indigno, trataré de no desmerecer y de hacer honor a mistress Micawber. Bajo el peso de las dificultades pecuniarias temporales, provenientes de compromisos contraídos con intención de responder a ellos inmediatamente, pero de los que no he podido librarme a consecuencia de circunstancias diversas, me he visto en la necesidad de ponerme un traje que repugna a mis instintos naturales, quiero decir gafas, y de tomar posesión de un nombre sobre el que no puedo establecer ninguna pretensión legítima. Todo lo que puedo decir de ello es que las nubes han desaparecido del horizonte sombrío y que el ángel de la guarda reina de nuevo sobre la cumbre de las montañas. El lunes a las cuatro, a la llegada de la diligencia a Canterbury, mi pie hollará su tierra natal y mi nombre será ¡Micawber!

Míster Micawber volvió a sentarse después de aquellas observaciones y bebió dos vasos seguidos de ponche con la mayor gravedad; después añadió en tono solemne:

—Me queda todavía algo que hacer antes de separarnos; me queda cumplir un acto de justicia. Mi amigo míster Thomas Traddles, en dos ocasiones diferentes ha puesto su firma, si puedo emplear esta expresión vulgar, en pagarés para mi uso. En la primera ocasión míster Thomas Traddles ha sido… debo decir que ha sido cogido en el lazo. El término del segundo todavía no ha llegado. El primero ascendía a (en esto míster Micawber examinó cuidadosamente sus papeles), creo que ascendía a veintitrés libras, cuatro chelines y nueve peniques y medio; el segundo, según mis notas, era de dieciocho libras, seis chelines y dos peniques; estas dos sumas hacen un conjunto total de cuarenta y una libras, diez chelines y once peniques y medio, si mis cálculos son exactos. ¿Mi amigo Copperfield quiere tener la bondad de comprobar la suma?

Lo hice, y encontré la cuenta exacta.

—Sería un peso insoportable para mí —dijo míster Micawber— dejar esta metrópoli y a mi amigo míster Thomas Traddles sin pagar la parte pecuniaria de mis obligaciones con él. He preparado, y lo tengo en la mano, un documento que responde a mis deseos sobre este punto. Pido permiso a mi amigo míster Traddles para entregarle mi pagaré por la suma de cuarenta y una libras, diez chelines y once peniques y medio, y hecho esto recobro toda mi dignidad moral y siento que puedo andar con la cabeza levantada ante mis semejantes.

Después de haber soltado este prefacio con viva emoción, míster Micawber puso su pagaré entre las manos de Traddles y le aseguró sus buenos deseos para todas las circunstancias de su vida. Estoy persuadido de que no solamente esta transacción hacía en míster Micawber el mismo efecto que si hubiera pagado el dinero, sino que Traddles mismo no se dio bien cuenta de la diferencia hasta que tuvo tiempo para pensarlo.

Fortificado por aquel acto de virtud, míster Micawber andaba con la cabeza tan alta delante de sus semejantes, los hombres, que su pecho parecía haberse ensanchado una mitad más cuando nos alumbraba para bajar la escalera. Nos separamos muy cordialmente y, después de acompañar a Traddles hasta su puerta y mientras volvía solo a casa, entre otros pensamientos extraños y contradictorios que me vinieron a la imaginación, pensé que probablemente era a causa del recuerdo de compasión por mi infancia abandonada por lo que míster Micawber, con todas sus excentricidades, no me había pedido nunca dinero. Seguramente no hubiera tenido valor para negárselo, y no me cabe duda, dicho sea en honor suyo, que él lo sabía tan bien como yo.

Capítulo 17

Un poco de agua fría

Mi nueva vida duraba ya más de una semana y estaba más fuerte que nunca en aquellas terribles resoluciones prácticas que consideraba como exigidas imperiosamente por las circunstancias. Continuaba andando muy deprisa, con una vaga idea de que seguía mi camino. Me aplicaba a gastar mis fuerzas todo lo que podía en el ardor con que cumplía todo lo emprendido. Era, en una palabra, una verdadera víctima de mí mismo. Llegué incluso a preguntarme si no debería hacerme vegetariano, con la vaga idea de que volviéndome un animal herbívoro sería un sacrificio más que ofrecer en el altar de Dora.

Hasta entonces mi pequeña Dora ignoraba por completo mis esfuerzos desesperados y no sabía lo que mis cartas hubieran podido confusamente dejarla percibir. Pero llegó el sábado. Era el día que debía visitar a miss Mills, y yo también debía ir allí a tomar el té cuando míster Mills se hubiera marchado a su Círculo para jugar al
whist
, suceso de que me advertía la aparición de una jaula de pájaro en la ventana de en medio del salón.

Entonces estábamos establecidos del todo en Buckinghan Street. Míster Dick continuaba sus copias con una alegría sin igual. Mi tía había conseguido una victoria señalada sobre mistress Crupp tirando por la ventana la primera cazuela que encontró emboscada en la escalera y protegiendo su persona a la llegada y a la salida con una asistenta que había tomado para la limpieza. Estas medidas de rigor habían causado tal impresión en mistress Crupp, que se había retirado a su cocina, convencida de que mi tía estaba rabiosa. A mi tía, a quien la opinión de mistress Crupp, como la del mundo entero, tenía completamente sin cuidado, le divertía confirmar aquella idea, y mistress Crupp, antes tan valiente, pronto perdió todo su valor; tanto, que para evitar encontrarse con mí tía en la escalera trataba de eclipsar su voluminosa persona detrás de las puertas o esconderse en los rincones oscuros, dejando, sin embargo, aparecer, sin darse cuenta, uno o dos volantes de la falda de franela. Miss Betsey encontraba tal satisfacción en asustarla, que yo creo que se divertía subiendo y bajando expresamente la escalera con el sombrero plantado con descaro en lo alto de la cabeza, siempre que tenía esperanzas de encontrar a mistress Crupp en su camino.

Mi tía, con sus costumbre de orden y su espíritu inventivo, introdujo tantas mejoras en nuestros arreglos interiores que se hubiera dicho que habíamos heredado en lugar de arruinamos. Entre otras cosas convirtió la despensa en un tocador para mi uso, y me compró una cama de madera que se convertía en biblioteca durante el día. Era el objeto de su solicitud, y mi pobre madre misma no me hubiera podido querer más ni preocuparse más por hacerme dichoso.

Peggotty había considerado como un gran favor el privilegio de participar en todos aquellos trabajos, y aunque conservaba hacia mi tía algo de su antiguo terror, había recibido de ella últimamente tantas pruebas de confianza y estimación, que eran las mejores amigas del mundo. Pero había llegado el momento (hablo del sábado, en que yo tenía que tomar el té en casa de miss Mills) en que tenía que volver a su casa para cuidar de Ham.

—Adiós, Barkis —dijo mi tía—. Cuídese mucho. Nunca hubiera creído que pudiera sentir tanto verla marchar.

Acompañé a Peggotty a las oficinas de la diligencia y dejé en el coche. Lloraba al despedirse y confió a su hermano a mi amistad, como había hecho Ham. No habíamos vuelto a oír hablar de él desde la tarde que se marchó.

—Y ahora, mi querido Davy —dijo Peggotty—, si durante tu aprendizaje necesitas dinero para tus gastos, o si el plazo expira, querido niño, y necesitas algo para establecerte, en uno a otro caso, o en los dos, ¿quién tendría más derecho para prestártelo que la vieja niñera de mi pobre niña?

No estaba poseído por una pasión de independencia tan salvaje que no quisiera al menos agradecer sus ofrecimientos generosos, asegurándole que si pedía alguna vez dinero a alguien sería a ella a quien me dirigiría, y creo que, de no haberle pedido en el momento una gran suma, aquella seguridad era lo que más podía complacerla.

—Y además, querido —dijo Peggotty bajito—, dile a tu lindo angelito que me hubiera gustado conocerla aunque sólo hubiera sido un minuto; dile también que antes de casarse con mi niño vendré a arreglaros la casa, si me lo permitís.

Le prometí que nadie la tocaría más que ella, y quedó tan encantada, que se marchó radiante.

Me cansé aquel día en el Tribunal más que de costumbre por una multitud de procedimientos para que se me hiciera el tiempo menos largo, y por la tarde, a la hora fijada, fui a la calle en que vivía miss Mills. Míster Mills era un hombre terrible para dormir siempre después de comer y no había salido todavía. La jaula no estaba en la ventana.

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