David Copperfield (16 page)

Read David Copperfield Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

—¿Degradándole? —repitió míster Creakle—. ¡Dios mío! Pero bueno, míster no sé cuántos (y aquí míster Creakle cruzó los brazos, con bastón y todo, sobre el pecho, y frunció tanto las cejas, que sus ojillos eran casi invisibles), ¿quiere usted decirme si al hablar de favoritos me demuestra el respeto que me debe? Que me debe —repitió míster Creakle adelantando la cabeza y retirándola enseguida—, a mí, que soy el director de este establecimiento, del que usted no es más que un empleado.

—En efecto, hice mal en decirlo; estoy dispuesto a reconocerlo —contestó míster Mell—; y no lo habría hecho si no me hubieran empujado a ello.

Aquí Steerforth intervino.

—Me ha llamado cobarde y miserable, y entonces yo le he dicho que él era un mendigo. Si no hubiera estado encolerizado no le habría llamado mendigo; pero lo he hecho, y estoy dispuesto a soportar las consecuencias de ello.

Quizá sin darme cuenta de si aquello podría tener o no consecuencias para Steerforth, me sentí orgulloso de aquellas nobles palabras, y en todos los niños produjo la misma impresión, pues hubo un murmullo; pero nadie pronunció una palabra.

—Me sorprende, Steerforth, aunque su ingenuidad le hace honor, ¡le hace honor, es evidente! Repito que me sorprende, Steerforth, que usted haya podido calificar así a un profesor empleado y pagado en Salem House.

Steerforth soltó una carcajada.

—Eso no es contestar a mi observación, caballero —dijo míster Creakle—; espero más de usted, Steerforth.

Si míster Mell me había parecido vulgar al lado de Steerforth, sería imposible decir lo que me parecía míster Creakle.

—Que lo niegue —dijo Steerforth.

—¿Que niegue que es un mendigo, Steerforth? —exclamó míster Creakle—. ¿Acaso va pidiendo por las calles?

—Si él no es un mendigo, lo es su pariente más cercana —dijo Steerforth—. Por lo tanto, es lo mismo.

Me lanzó una mirada, y la mano de míster Mell me acarició cariñosamente el hombro. Le miré con rubor en mi rostro y remordimiento en el corazón; pero los ojos de míster Mell estaban fijos en Steerforth. Continuaba acariciándome con dulzura en el hombro; pero le miraba a él.

—Puesto que espera usted de mí, míster Creakle, que me justifique —dijo Steerforth— y que diga a lo que me refiero, lo que tengo que decir es que su madre vive de caridad en un asilo.

Míster Mell seguía mirándole y seguía acariciándome con dulzura en el hombro. Me pareció que se decía a sí mismo en un murmullo: «Sí; es lo que me temía».

Míster Creakle se volvió hacia el profesor con cara severa y una amabilidad forzada:

—Ahora, míster Mell, ya ha oído usted lo que dice este caballero. ¿Quiere tener la bondad, haga el favor, de rectificar ante la escuela entera?

—Tiene razón, señor; no hay que rectificar —contestó míster Mell en medio de un profundo silencio—; lo que ha dicho es verdad.

—Entonces tenga la bondad de declarar públicamente, se lo ruego —contestó míster Creakle, poniendo la cabeza de lado y paseando la mirada sobre todos nosotros—, si he sabido yo nunca semejante cosa antes de este momento.

—Directamente, creo que no —contestó míster Mell.

—¡Cómo! ¿No lo sabe usted? ¿Qué quiere decir eso?

—Supongo que nunca se ha figurado usted que mi posición era ni siquiera un poquito desahogada —dijo el profesor—, puesto que sabe usted cuál ha sido siempre mi situación aquí.

—Al oírle hablar de ese modo, temo —contestó míster Creakle con las venas más hinchadas que nunca— que ha estado usted aquí en una situación falsa y ha tomado esto por una escuela de caridad o algo semejante. Míster Mell, debemos separarnos cuanto antes.

—No habrá mejor momento que ahora mismo —dijo míster Mell levantándose.

—¡Caballero! —exclamó míster Creakle.

—Me despido de usted, míster Creakle, y de todos ustedes —pronunció míster Mell mirándonos a todos y acariciándome de nuevo el hombro—. James Steerforth, lo mejor que puedo desearle es que algún día se avergüence de lo que ha hecho hoy. Por el momento, prefiero que no sea mi amigo ni de nadie por quien yo me interese.

Una vez más apoyó su mano en mi hombro con dulzura y, después, cogiendo la flauta y algunos libros de su pupitre y dejando la llave en él para su sucesor, salió de la escuela. Míster Creakle hizo entonces una alocución por medio de Tungay, en que daba las gracias a Steerforth por haber defendido (aunque quizá con demasiado calor) la independencia y respetabilidad de Salem House; después le estrecho la mano, mientras nosotros lanzábamos tres vivas. Yo no supe por qué; pero suponiendo que eran para Steerforth, me uní a ellos con entusiasmo, aunque en el fondo me sentía triste. Al salir, míster Creakle le pegó un bastonazo a Tommy Traddles porque estaba llorando en lugar de adherirse a nuestros vivas, y después se volvió a su diván o a su cama; en fin, adonde fuera.

Cuando nos quedamos solos estábamos todos muy desconcertados y no sabíamos qué decir. Por mi parte, sentía mucho y me reprochaba, arrepentido, la parte que había tenido en lo sucedido; pero no hubiera sido capaz de dejar ver mis lágrimas, por temor a que Steerforth, que me estaba mirando, se pudiera enfadar o le pareciese poco respetuoso, teniendo en cuenta nuestras respectivas edades y el sentimiento de admiración con que yo le miraba. Steerforth estaba muy enfadado con Traddles, y decía que habían hecho muy bien en pegarle.

El pobre Traddles, pasado ya su primer momento de desesperación, con la cabeza encima del pupitre, se consolaba, como de costumbre, pintando un regimiento de esqueletos, y dijo que le tenía sin cuidado lo que a él le pareciera, y que se habían portado muy mal con míster Mell.

—¿Y quién se ha portado mal con él, señorita? —dijo Steerforth.

—Tú —dijo Traddles.

—¿Pues qué le he hecho? —insistió Steerforth.

—¿Cómo que qué le has hecho? —replicó Traddles—. Herir todos sus sentimientos y hacerle perder la colocación que tenía.

—¡Sus sentimientos! —repitió Steerforth desdeñosamente—. Sus sentimientos se repondrán pronto. ¿O es que crees que son como los tuyos, señorita Traddles? En cuanto a su colocación, ¡era tan estupenda! ¿Pensáis que no voy a escribir a mi madre diciéndole que le mande dinero?

Todos admiramos las nobles intenciones de Steerforth, cuya madre era una viuda rica y dispuesta según decía él, a hacer todo lo que su hijo quisiera. Estábamos encantados de ver cómo había puesto a Traddles en su puesto, y le exaltamos hasta las estrellas, especialmente cuando nos dijo que se había decidido a hacerlo y lo había hecho exclusivamente por nosotros y por nuestra causa, y que no había tenido en ello ni el menor pensamiento de egoísmo.

Pero debo decir que aquella noche, mientras estaba contando mi novela en la oscuridad del dormitorio, me parecía oír en mi oído tristemente la flauta de míster Mell; y cuando, por último, Steerforth se durmió y yo me dejé caer en la cama, al pensar que quizá en aquel momento aquella flauta estaría sonando dolorosamente, me sentí desgraciado por completo.

Pronto lo olvidé todo, en mi constante admiración por Steerforth, que como interesado y sin abrir un libro (a mí me parecía que los sabía todos de memoria) repasaba sus clases mientras venía un nuevo profesor. El que vino salía de una escuela elemental, y antes de entrar en funciones fue invitado a comer por míster Creakle un día, para serle presentado a Steerforth. Steerforth lo aprobó y nos dijo que era un Brick, y aunque yo no entendía exactamente lo que quería decir aquello, le respeté al momento, y no se me ocurrió dudar de su saber, aunque nunca se tomó por mí el interés que se había tomado míster Mell.

Sólo hubo otro acontecimiento en aquel semestre de la vida escolar que me impresionara de un modo persistente. Fue por varias razones.

Una tarde en que estábamos en la mayor confusión, y míster Creakle pegándonos sin descansar, se asomó Tungay gritando con su terrible voz de trueno:

—Visita para Copperfield.

Cambió unas breves palabras con míster Creakle sobre la habitación a que los pasaría y diciéndole quiénes eran. Entre tanto, yo estaba de pie y a punto de ponerme malo por la sorpresa. Me dijeron que subiera a ponerme un cuello limpio antes de aparecer en el salón. Obedecí estas órdenes en un estado de emoción distinta a todo lo que había sentido hasta entonces, y al llegar a la puerta, pensando que quizá fuese mi madre (hasta aquel momento sólo había pensado en miss o míster Murdstone), me detuve un momento sollozando.

Al entrar no vi a nadie, pero sentí que estaban detrás de la puerta. Miré y con gran sorpresa me encontré con míster Peggotty y con Ham, que se quitaban ante mí el sombrero y se inclinaban para saludarme. No pude por menos de echarme a reír; pero era más por la alegría de verlos que por sus reverencias.

Nos estrechamos las manos con gran cordialidad, y yo me reía, me reía, hasta que tuve que sacar el pañuelo para secar mis lágrimas.

Míster Peggotty (recuerdo que no cerró la boca durante todo el tiempo que duró la visita) pareció conmoverse cuando me vio llorar, y le hizo señas a Ham de que dijera algo.

—Vamos, más alegría, señorito Davy —dijo Ham en su tono cariñoso—. Pero ¡cómo ha crecido!

—¿He crecido? —dije enjugándome los ojos.

No sé por qué lloraba. Debía de ser la alegría de verlos.

—¿Que si ha crecido el señorito Davy? ¡Ya lo creo que ha crecido! —dijo Ham.

—¡Ya lo creo que ha crecido! —dijo míster Peggotty.

Empezaron a reírse de nuevo uno y otro, y los tres terminamos riendo hasta que estuve a punto de volver a llorar.

—¿Y sabe usted cómo está mamá, míster Peggotty? —dije—. ¿Y cómo mi querida Peggotty?

—Están divinamente —dijo míster Peggotty.

—¿Y la pequeña Emily y mistress Gudmige?

—Divinamente están —dijo míster Peggotty.

Hubo un silencio. Para romperlo, míster Peggotty sacó dos prodigiosas langostas y un enorme cangrejo; además, una bolsa repleta de gambas, y lo fue amontonando en los brazos de Ham.

—¿Sabe usted, señorito? Nos hemos tomado la libertad de traerle estas pequeñeces acordándonos de lo que le gustaban cuando estuvo usted en Yarmouth. La vieja comadre es quien las ha cocido. Sí, las ha cocido ella, mistress Gudmige —dijo míster Peggotty muy despacio; parecía que se agarraba a aquel asunto, no encontrando otro a mano—. Se lo aseguro; las ha cocido ella.

Les dije cómo lo agradecía, y míster Peggotty, después de mirar a Ham, que no sabía qué hacer con los crustáceos, y sin tener la menor intención de ayudarle, añadió:

—Hemos venido, con el viento y la marea a nuestro favor, en uno de los barcos desde Yarmouth a Gravesen. Mi hermana me había escrito el nombre de este sitio, diciéndome que si la casualidad me traía hacia Gravesen no dejara de ver al señorito Davy para darle recuerdos y decirle que toda la familia está divinamente. Ve usted. Cuando volvamos, Emily escribirá a mi hermana contándole que le hemos visto a usted y que le hemos encontrado también divinamente. Resultará un gracioso tiovivo.

Tuve que reflexionar un rato antes de comprender lo que míster Peggotty quería decir con su metáfora expresiva respecto a la vuelta que darían así las noticias. Le di las gracias de todo corazón, y dije, consciente de que me ruborizaba, que suponía que la pequeña Emily también habría crecido desde la época en que corríamos juntos por la playa.

—Está haciéndose una mujer; eso es lo que está haciéndose —dijo míster Peggotty—. Pregúnteselo a él.

Me señalaba a Ham, que me hizo un alegre signo de afirmación por encima de la bolsa de gambas.

—¡Y qué cara tan bonita tiene! —dijo míster Peggotty con la suya resplandeciente de felicidad.

—¡Y es tan estudiosa! —dijo Ham.

—Pues ¿y la escritura? Negra como la tinta, y tan grande que podrá leerse desde cualquier distancia.

Era un espectáculo encantador el entusiasmo de míster Peggotty por su pequeña favorita.

Le veo todavía ante mí con su rostro radiante de cariño y de orgullo, para el que no encuentro descripción. Sus honrados ojos se encienden y se animan, lanzando chispas. Su ancho pecho respira con placer. Sus manos se juntan y estrechan en la emoción, y el enorme brazo con que acciona ante mi vista de pigmeo me parece el martillo de una fragua.

Ham estaba tan emocionado como él. Y creo que habrían seguido hablando mucho de Emily si no se hubieran cortado con la inesperada aparición de Steerforth, quien al verme en un rincón hablando con extraños detuvo la canción que tarareaba y dijo.

—No sabía que estuvieras aquí, pequeño Copperfield (no estaba en la sala de visitas), y cruzó ante nosotros.

No estoy muy seguro de si era que estaba orgulloso de tener un amigo como Steerforth, o si sólo deseaba explicarle cómo era que estaba con un amigo como míster Peggotty, el caso es que le llamé y le dije con modestia (¡Dios mío qué presente tengo todo esto después de tanto tiempo!):

—No te vayas, Steerforth, hazme el favor. Son dos pescadores de Yarmouth, muy buenas gentes, parientes de mi niñera, que han venido de Gravesen a verme.

—¡Ah, ah! —dijo Steerforth acercándose—. Encantado de verles. ¿Cómo están ustedes?

Tenía una soltura en los modales, una gracia espontánea y clara, que atraía. Todavía recuerdo su manera de andar, su alegría, su dulce voz, su rostro y su figura, y sé que tenía un poder de atracción que muy pocos poseen, que le hacía doblegar a todo lo que era más débil, y que había muy pocos que se le resistieran. También a ellos les conquistó al momento, y estuvieron dispuestos a abrir su corazón desde el primer instante.

—Haga usted el favor de decir en mi casa, míster Peggotty, cuando escriba, que míster Steerforth es muy bueno conmigo y que no sé lo que habría sido de mí aquí sin él.

—¡Qué tontería! —dijo Steerforth—. ¡Haga el favor de no decir nada de eso!

—Y si míster Steerforth viniera alguna vez a Norfolk o Sooffolk mientras esté yo allí, puede usted estar seguro, míster Peggotty, de que lo llevaré a Yarmouth a enseñarle su casa. Nunca habrás visto nada semejante, Steerforth. Está hecha en un barco.

—¿Está hecha en un barco? —dijo Steerforth—. Entonces es la casa más a propósito para un marino de pura raza.

—Eso es, señorito, eso es —exclamó Ham riendo—. Este caballero tiene mucha razón, señorito Davy. De un marino de pura raza; eso es, eso es. ¡Ah! ¡Ah!

Míster Peggotty no estaba menos halagado que su sobrino; pero su modestia no le permitía aceptar un cumplido personal de un modo tan ruidoso.

Other books

Darkling by Sabolic, Mima
Diablo by Potter, Patricia;
The Illusion of Annabella by Jessica Sorensen
Fairest by Chanda Hahn
Tears in the Darkness by Michael Norman
Masquerade by Dahlia Rose