David Copperfield (12 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Lo extraño que me pareció Londres cuando lo vi a distancia, el convencimiento que tenía de que todas las aventuras de mis héroes favoritos se renovaban allí, y cómo me parecía que la ciudad aquella estaba más llena de maravillas y de crímenes que todas las ciudades, no terminaría nunca de contarlo. Fuimos acercándonos poco a poco, y por fin llegamos al barrio de Whitechapel, donde paraba la diligencia. He olvidado si aquello se llamaba «El toro azul» o «El jabalí azul»; pero era algo azul, y lo que fuese estaba pintado en la portezuela del coche.

El conductor me miró fijamente mientras bajaba y preguntó asomándose a la puerta de las oficinas:

—Si hay alguien que pregunte por un muchacho llamado Murdstone, que viene de Bloonderstone Sooffolk, que se acerque a reclamarle.

Nadie contestó.

—Intente usted diciendo Copperfield, ¿quiere hacer el favor? —dije bajando con temor los ojos.

—Si hay alguien que busque a un muchacho inscrito con el nombre de Murdstone, procedente de Bloonderstone Sooffolk, pero que responde al nombre de Copperfield, y que debe esperar aquí a que le reclamen —dijo el conductor—, que venga. ¿No hay nadie?

No, no había nadie. Miré ansiosamente a mi alrededor; pero la pregunta no había impresionado a ninguno de los presentes; sólo un hombre con polainas y tuerto sugirió la idea de que lo mejor sería ponerme un collar y atarme en el establo como a un perro sin dueño.

Pusieron una escala y bajé detrás de la señora que parecía un almiar, pues no me había atrevido a moverme hasta que hubo quitado su cesta. Entre tanto, los viajeros ya habían desocupado el coche; también habían sacado los equipajes, desenganchado los caballos, y hasta la diligencia había sido conducida entre varios empleados fuera del camino, cuando todavía no se había presentado nadie a reclamar al polvoriento niño que venía de Bloonderstone.

Más solitario que Robinson Crusoe, pues aquel, por lo menos, no tenía a nadie que le mirase mientras estaba solitario, entré en las oficinas de la diligencia, y por invitación de un empleado pasé a sentarme detrás del mostrador, en la báscula de pesar los equipajes. Mientras estaba allí mirando los montones de maletas y libros y percibiendo el olor de las cuadras (que para siempre estará asociado en mi memoria con aquella mañana), una procesión de los más terribles pensamientos empezó a desfilar por mi cerebro. Suponiendo que nadie se presentase a buscarme, ¿cuánto tiempo me permitirían estar allí? ¿Podría estar hasta que se me terminaran los siete chelines? ¿Dormiría por la noche en uno de aquellos departamentos de madera con los equipajes? Y por las mañanas, ¿tendría que lavarme en la bomba del patio? ¿O tendría que marcharme todas las noches y esperar a que fuese de día y abrieran la oficina para entrar, por si acaso me habían reclamado? ¿Y si aquello sólo hubiera sido una invención de míster Murdstone para deshacerse de mí? ¿Qué me ocurriría? Si al menos me dejaran permanecer allí hasta que se me terminaran los chelines; lo que no podía esperar ni remotamente era que me dejasen continuar cuando empezase a morirme de hambre. Sería muy molesto para los empleados, y además se exponía «El yo no sé qué azul» a tener que pagarme el entierro. Si intentara volver a mi casa, ¿conseguiría encontrar el camino? ¿Sería posible que pudiera ir andando hasta tan lejos? Y además, ¿estaba seguro de que en casa quisieran recibirme si volvía? Sólo estaba seguro de Peggotty. ¿Y si fuera a buscar a las autoridades y me ofreciera como soldado o marino? Era un niño tan chico, que seguro no querrían tomarme. Estos pensamientos y otros mil semejantes me tenían febril de miedo y emoción. Y estaba en lo más fuerte de mi fiebre cuando se presentó un hombre, cuchicheó con el empleado, y éste, levantándome de la báscula, me presentó como si fuera un paquete vendido, pagado y pesado.

Mientras salía de la oficina con mi mano en la de aquel señor, le lancé una mirada. Era un joven pálido y delgado, de mejillas hundidas y barbilla negra como la de míster Murdstone. Pero esa era la única semejanza, pues llevaba las patillas afeitadas y sus cabellos eran duros y ásperos. Iba vestido con un traje negro, también viejo y raído y que le estaba corto, y llevaba un pañuelo blanco que no estaba muy limpio. No he supuesto nunca, ni quiero suponerlo, que aquel pañuelo fuese la única prenda de ropa blanca que llevase el joven; pero desde luego era lo único que se veía de ella.

—¿Es usted el nuevo alumno? —me preguntó.

—Sí, señor —dije.

Suponía que lo era, aunque no lo sabía.

—Yo soy un profesor de Salem House —me dijo.

Le saludé con miedo. Me avergonzaba aludir a una cosa tan vulgar como mi maleta ante aquel profesor de Salem House; tanto, que hasta que no estuvimos a alguna distancia no me atreví a decirlo. Ante mi humilde insinuación de que quizá después podría serme útil, volvimos atrás, y dijo al empleado que tenía ya el mozo instrucciones para recogerla a mediodía.

—Si hiciera usted el favor —dije cuando estuvimos, poco más o menos, a la distancia de antes—. ¿,Es muy lejos?

—Por Blackheath —me dijo.

—¿Y eso está muy lejos, caballero? —pregunté tímido.

—Sí; es buena tirada; pero iremos en la diligencia. Habrá unas seis millas.

Estaba tan débil y cansado, que la idea de hacer otras seis millas sin restaurar mis fuerzas me pareció imposible, y me atreví a decir que no había cenado aquella noche y que si me permitía comprar algo de comer se lo agradecería. Se sorprendió bastante (le veo todavía detenerse a mirarme), y después de unos segundos me dijo que sí; que él tenía que visitar a una anciana que vivía allí cerca, y que lo mejor sería que comprase algo de pan y cualquier otra cosa que me gustase y fuese sana y que en casa de la anciana me lo comería. Además, allí podrían darme leche.

Entramos en una panadería, y después de proponer yo la compra de varios pasteles, que él rechazó una a una, nos decidimos en favor de un apetitoso panecillo integral que costó tres peniques. Además compramos un huevo y un trozo de tocino ahumado. Al pagar me devolvieron tanta calderilla del segundo chelín, que Londres me pareció un sitio muy barato. Con estas provisiones atravesamos, en medio de un ruido y un movimiento horribles, un puente que debía de ser el puente de Londres (hasta creo que el profesor me lo dijo, pero yo iba dormido), y llegamos a casa de la anciana, que vivía en un asilo, como me figuré por su aspecto y supe por una inscripción que había sobre la piedra del dintel, donde decía que había sido fundado para veinticinco ancianas pobres.

El profesor de Salem House abrió una de aquellas puertecitas negras, que eran todas iguales y que tenía una ventanita de cristales a un lado y otra encima, y entramos en la casita de una de aquellas pobres ancianas. Su dueña estaba atizando el fuego, sobre el que había colocado un puchero. Al ver entrar a mi acompañante se dio un golpe con el soplillo en las rodillas y dijo algo como «Mi Charles»; pero al verme a mí se levantó frotándose las manos y haciendo una confusa reverencia.

—¿Podría usted hacer el favor de preparar el desayuno de este niño? —dijo el profesor.

—¿Que si puedo? ¡Ya lo creo! —dijo la anciana.

—¿Y cómo se encuentra hoy mistress Fibitson? —dijo mi acompañante, mirando a otra anciana que había sentada en una silla, muy cerca del fuego, y que parecía un montón de harapos, que todavía ahora, cuando lo recuerdo, doy gracias a Dios de no haberme sentado, por distracción, encima.

—No está muy bien la pobre —dijo la primera anciana—. Está en uno de sus peores días. Si se apagase el fuego, se apagaba con él.

Y como la miraban, la miré también yo. Aunque en realidad era un día bastante caluroso, la anciana no parecía poder pensar en nada que no fuese aquel fuego. Sentía celos de la cacerola que había puesta encima, y tengo motivos para sospechar que la odiaba por hervir mi huevo y freír mi tocino, pues vi que cuando nadie la miraba me amenazaba con el puño. El sol entraba por la ventanita; pero ella, sentada en su sillón, le volvía la espalda y contemplaba el fuego como si quisiera conservarlo caliente en lugar de calentarse ella. Cuando los preparativos de mi desayuno acabaron y quedó libre el fuego, le dio tal alegría, que soltó una carcajada, y debo decir que su risa no era muy melodiosa. Me senté ante mi panecillo, mi huevo y mi trozo de tocino. Además, me pusieron una taza de leche; me parecía un desayuno delicioso. Todavía estaba gozando de ello, cuando la dueña de la casa dijo a mi profesor:

—¿Llevas ahí la flauta?

—Sí —contestó él.

—Pues anda, toca algo —dijo suplicante la anciana.

El profesor metió su mano en un bolsillo y sacó las tres piezas de una flauta, la armó y empezó a tocar. Mi impresión ahora, después de tantos años, es que no puede haber en el mundo nadie que toque peor. Sacaba los ruidos más disparatados que puedan producirse por ningún medio natural o artificial. No sé qué tocaría, si es que tocaba algo, que lo dudo; pero la impresión que aquella melodía me produjo fue: primero, hacerme pensar en todas mis desdichas, hasta el punto de hacerme llorar; segundo, quitarme el apetito, y, por último, producirme tal sueño, que no podía seguir con los ojos abiertos. Todavía se me cierran si pienso en el efecto que me causó la música en aquella ocasión. Aún me parece ver la habitación aquella, con su armario entreabierto en un rincón y las sillas con los respaldos perpendiculares, y la pequeña y angulosa escalera que conducía a otra habitacioncita, y las tres plumas de pavo real extendidas encima de la chimenea. Recuerdo que en el primer momento me preocupó lo que el pavo pensaría si supiese para lo que servían sus hermosas plumas; pero al fin todo se borra, inclino la cabeza y me duermo. La flauta deja de oírse; en cambio se oyen las ruedas de la diligencia, y estoy de viaje. La diligencia se detiene, me despierto sobresaltado, y la flauta se oye de nuevo y el profesor de Salem House está sentado, con las piernas cruzadas, tocándola tristemente, mientras la dueña de la casa le escucha deleitada. Pero también esto desaparece, todo desaparece; ya no hay flauta, ni profesor, ni Salem House, ni David Copperfield; sólo hay un profundo sueño.

Y pensé que soñaba cuando, una vez de las que oía aquella horrible música, me pareció ver a la anciana que se acercaba poquito a poco, en su estática admiración, se inclinaba sobre el respaldo de la silla y daba al músico un beso cariñoso, interrumpiendo la música un momento. Estaba en ese estado, entre la vigilia y el sueño, pues cuando continuó (el que se interrumpió la música es seguro) vi y oí a la misma anciana preguntar a mistress Fibitson si no le parecía delicioso, refiriéndose a la flauta. A lo que mistress Fibitson replicó: «¡Ah, sí! ¡Ah, sí!», y se inclinó hacia el fuego, al que estoy seguro que atribuía todo el mérito de la música.

Me pareció que había pasado mucho tiempo cuando el profesor de Salem House, desmontando su flauta, se guardó los pedazos en el bolsillo y partimos. Encontramos la diligencia muy cerca de allí, y subimos en la imperial; pero yo tenía un sueño tan terrible, que cuando nos paramos para coger más gente me metieron dentro, donde no iba nadie, y pude dormir profundamente hasta que el coche llegó ante una gran pendiente, que tuvo que subir al paso, entre dos hileras de árboles. Pronto se detuvo. Habíamos llegado a nuestro destino.

A los pocos pasos el profesor y yo nos encontramos delante de Salem House. El edificio estaba rodeado de una tapia muy alta de ladrillo y tenía un aspecto muy triste. Encima de una puerta practicada en el muro se leía: «Salem House». Llamamos, y a través de un ventanillo de la puerta nos contempló un rostro antipático, que pertenecía, según vi cuando se abrió la puerta, a un hombre grueso con cuello de toro, una pierna de palo, frente muy abultada y cabellos cortados al rape.

—El nuevo alumno —dijo el profesor.

El hombre de la pierna de palo me miró de arriba abajo; no tardó mucho en ello, ¡era yo, tan pequeño! Después cerró la puerta, guardándose la llave en el bolsillo. Nos dirigíamos a la casa, pasando por debajo de algunos grandes y sombríos árboles, cuando llamó a mi guía:

—¡Eh!

Nos volvimos. Estaba parado ante su portería, con un par de botas en la mano.

—¡Oiga! El zapatero ha venido —dijo— cuando usted no estaba, míster Mell, y dice que esas botas ya no se pueden volver a remendar; que no queda ni un átomo de la primera piel, y que le asombra que pueda usted esperarlo.

Al decir esto, arrojó las botas tras de míster Mell, que volvió atrás para cogerlas y las miró muy desconsoladamente mientras se acercaba a mí. Entonces observé por primera vez que las botas que llevaba debían de haber trabajado mucho, y que hasta por un sitio asomaba el calcetín.

Salem House era un edificio cuadrado, de ladrillo, con pabellones, de aspecto desnudo y desolado. Todo a su alrededor estaba tan tranquilo, que pregunté a mi guía si era que los niños estaban de paseo. Pareció sorprenderse de que yo no supiera que era época de vacaciones. Todos los chicos estaban en sus casas. Míster Creakle, el director, estaba en una playa con mistress Creakle y miss Creakle; y si yo estaba allí, era como castigo por mi mala conducta. Todo esto me lo explicó a lo largo del camino.

La clase donde me llevó me pareció el lugar más triste que he visto en mi vida. Todavía lo estoy viendo: una habitación larga, con tres hileras de pupitres y seis de bancos, y todo alrededor perchas para sombreros y pizarras. Trozos de cuadernos y de ejercicios ensucian el suelo. Algunas cajas de gusanos de seda ruedan por encima de los pupitres. Dos desgraciadas ratas blancas, abandonadas por su dueño, recorren de arriba abajo un castillo muy sucio hecho de cartón y de alambre, y sus ojillos rojos buscan por todas partes algo que comer. Un pajarillo, dentro de una jaula tan chica como él, hace un ruido monótono saltando desde el palito al suelo y del suelo al palito; pero no canta ni silba. En la habitación reina un olor extraño e insano a cuero podrido, a manzanas guardadas y a libros apolillados. Y no podría haber más tinta vertida por toda ella si al construir la casa hubieran olvidado poner techo y hubiera estado lloviendo, nevando o granizando tinta durante todas las estaciones del año.

Míster Mell me dejó solo mientras subía sus botas irreparables.

Yo avanzaba despacio por la habitación observándolo todo. De pronto, encima de un pupitre me encontré con un cartel escrito en letra grande y que decía: «¡Cuidado con él! ¡Muerde!».

Me encaramé inmediatamente encima del pupitre, convencido de que por lo menos había un perro debajo. Pero por más que miraba con ojos asustados en todas direcciones, no veía ni rastro. Estaba todavía así, cuando volvió míster Mell y me preguntó qué hacía allí subido.

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