David Copperfield (10 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Le vi mirar solemnemente a su hermana, mientras se levantaba y decía cogiendo su bastón:

—Es imposible, Jane, pedir a Clara que soporte con perfecta firmeza la pena y el tormento que Davy le ha ocasionado hoy. Eso sería ya estoicismo. Clara va siendo cada vez más fuerte; pero eso sería pedirle demasiado. David, vamos arriba juntos.

Cuando ya estábamos fuera de la habitación mi madre corrió tras de nosotros. Miss Murdstone, dijo: «¡Clara! ¿Te has vuelto loca?», y la detuvo. Yo la vi detenerse tapándose los oídos y escuché sus sollozos.

Murdstone me acompañó a mi habitación despacio y gravemente (estoy seguro de que le deleitaba toda aquella formalidad de justicia ejecutiva), y cuando llegamos cogió de pronto mi cabeza debajo de su brazo.

—¡Míster Murdstone, Dios mío! —le grité—. Se lo suplico, ¡no me pegue! Le aseguro que hago lo posible por aprender; pero con usted y su hermana delante no puedo recitar. ¡Verdaderamente es que no puedo!

—¿Verdaderamente no puedes, David? Bien, ¡lo veremos!

Tenía mi cabeza sujeta como en un tubo; pero yo me retorcía a su alrededor rogándole que no me pegase. Se detuvo un momento, pero sólo un momento, pues un instante después me pegaba del modo más odioso. En el momento en que empezó a azotarme yo acerqué la boca a la mano que me sujetaba y la mordí con fuerza. Todavía siento rechinar mis dientes al pensarlo.

Entonces él me pegó como si hubiera querido matarme a golpes. A pesar del ruido que hacíamos, oí correr en las escaleras y llorar. Sí; oí llorar a mamá y a Peggotty. Después se marchó, cerrándome la puerta por fuera y dejándome tirado en el suelo, ardiendo de fiebre, desgarrado y furioso.

¡Qué bien recuerdo, cuando empecé a tranquilizarme, la extraña quietud que parecía reinar en la casa! ¡Qué bien recuerdo lo malo que empezaba a sentirme cuando la cólera y el dolor fueron pasando!

Estuve escuchando largo rato; pero no se oía nada. Me levanté con trabajo del suelo y me miré al espejo. Estaba tan rojo, hinchado y horrible, que casi me asusté. Me dolían los huesos, y cada movimiento me hacía llorar; pero aquello no era nada al lado de mi sentimiento de culpa. Estoy seguro de que me sentía más culpable que el más temible criminal.

Empezaba a oscurecer y cerré la ventana. Durante mucho rato había estado con la cabeza apoyada en los cristales, llorando, durmiendo, escuchando y mirando hacia fuera. De pronto oí el ruido de la llave y entró miss Murdstone con un poco de pan y carne y una taza de leche. Lo puso todo encima de la mesa, sin decir nada, y mirándome con ejemplar firmeza. Después se marchó, volviendo a cerrar la puerta tras de sí.

Era ya de noche, y yo continuaba sentado en el mismo sitio, con la esperanza de que viniera alguna otra persona. Cuando me convencí de que ya aquella noche no volvería nadie, me acosté, y en la cama empecé a meditar con temor en lo que sería de mí en lo sucesivo. ¿Lo que había hecho era un crimen? ¿Me meterían en la cárcel? ¿No habría peligro de que me ahorcasen?

No olvidaré nunca mi despertar a la mañana siguiente: el sentimiento de alegría y descanso en el primer momento, y después la opresión de los recuerdos. Miss Murdstone reapareció antes de que me hubiera levantado, y me dijo en pocas palabras que si quería podía pasearme por el jardín durante media hora, pero nada más. Después se retiró, dejando la puerta abierta para que disfrutara, si quería, del permiso.

Así continuaron las cosas durante los cinco días que duró mi cautiverio. Si hubiera podido ver a mi madre sola, me habría arrojado de rodillas ante ella pidiéndole perdón; pero sólo veía a miss Murdstone, pues, aunque para las oraciones de la tarde me sacaban del cuarto, iba escoltado por ella y llegaba cuando ya todos estaban colocados. Después me dejaban solo al lado de la puerta, como si fuera un criminal; y en cuanto terminaban, mi carcelera me devolvía al encierro antes de que nadie se hubiera levantado. Pude observar que mi madre estaba lo más lejos posible de mí y que además volvía la cabeza hacia otro lado. Así es que nunca pude verla. Míster Murdstone llevaba la mano envuelta en un pañuelo de hilo.

De lo largos que se me hicieron aquellos cinco días no sé ni dar idea. En mis recuerdos los cuento como años. Los ratos que pasaba escuchando todos los incidentes de la casa que podían llegar a mis oídos; el sonido de las campanillas, el abrir y cerrar de las puertas, el murmullo de voces, los pasos en la escalera; las risas, los silbidos, la gente cantando fuera, y todo me parecía horriblemente triste en medio de mi soledad y mi desgracia. El incierto paso de las horas, principalmente por la noche, cuando me despertaba creyendo que ya era la mañana y me percataba de que todavía no se habían acostado en casa. Los sueños y pesadillas deprimentes. Por las mañanas, a mediodía y en la hora de la siesta, cuando los chicos jugaban en el cementerio, los miraba desde muy dentro de la habitación, avergonzado de que pudieran verme en la ventana y supieran que estaba prisionero. La extraña sensación de no oírme nunca hablar. Los ligeros intervalos de algo como alegría que llegaba con las horas de la comida y se iba con ellas. Y una tarde recuerdo la caída de la lluvia, con su olor a tierra fresca; caía entre la iglesia y yo, cada vez más deprisa, hasta que llegó la noche y me pareció que me envolvía en sus sombras con mis remordimientos. Todo esto se conserva tan grabado en mis recuerdos, que juraría que habría durado años.

La última noche de mi encierro me desperté al oír mi nombre pronunciado en un soplo. Me senté en la cama y extendí los brazos en la oscuridad, diciendo:

—¿Eres tú, Peggotty?

No obtuve contestación inmediata; pero enseguida volví a oír mi nombre en un tono tan misterioso, que si no se me hubiera ocurrido que la voz salía de la cerradura me habría dado un ataque.

Salté a la puerta y puse mis labios en la cerradura, murmurando:

—¿Eres tú, Peggotty?

—Sí, Davy querido —contestó ella—; pero trata de hacer menos ruido que un ratón, porque si no el gato lo oirá.

Comprendí que se refería a miss Murdstone y me di cuenta de la urgencia del caso, pues su habitación estaba pared por medio de la mía.

—¿Cómo está mamá, querida Peggotty? ¿Se ha enfadado mucho conmigo?

Pude oír que Peggotty lloraba dulcemente por su lado, como yo por el mío; después me contestó:

—No; no mucho.

—¿Y qué van a hacer conmigo, Peggotty? ¿Lo sabes tú?

—Un colegio, cerca de Londres —fue la contestación de Peggotty.

Tuve que hacérselo repetir, pues me había olvidado de quitar la boca del ojo de la llave, y sus palabras me cosquillearon, pero no entendí nada.

—¿Cuándo, Peggotty?

—Mañana.

—¡Ah! ¿Es por eso por lo que miss Murdstone ha sacado toda la ropa de mis cajones? (Pues lo había hecho, aunque yo he olvidado mencionarlo.)

—Sí —dijo Peggotty—. La maleta.

—¿Y no veré a mamá?

—Sí —dijo Peggotty—, por la mañana.

Y entonces Peggotty pegó su boca contra la cerradura y pronunció las siguientes palabras, con tal emoción y gravedad, que nunca ninguna cerradura en el mundo habrá oído otras semejantes. Y dejaba escapar cada fragmento de frase como una convulsiva explosión de sí misma:

—Davy querido: ya sabes que si últimamente no he estado tan unida a ti como de costumbre no es que haya dejado de quererte sino todo lo contrario. Es que me parecía lo mejor para ti y para otra persona. Davy querido, ¿me oyes? ¿Quieres oírme?

—Sí, sí, sí, sí, Peggotty —sollocé.

—¡Hijo mío! —dijo Peggotty con infinita compasión—. Lo que quiero decirte es que no debes olvidarme nunca, pues yo nunca te olvidaré a ti y cuidaré mucho de tu madre, Davy, como nunca te he cuidado a ti, y no la abandonaré. Puede llegar un día en que le guste apoyar su pobre cabecita en el brazo de la estúpida y loca Peggotty. Y te escribiré, querido mío, aunque no lo haga bien. Y yo, yo, yo.

Peggotty se puso a besar la cerradura, como no podía besarme a mí.

—¡Gracias, querida Peggotty, gracias, gracias! ¿Quieres prometerme también otra cosa, Peggotty? ¿Quieres escribir a míster Peggotty, a la pequeña Emily y a mistress Gudmige y a Ham, diciéndoles que no soy tan malo como podrían suponer, y que les envío todo mi cariño, sobre todo a Emily? ¿Quieres hacerlo, por favor, Peggotty?

Me lo prometió con toda su alma, y ambos besamos la cerradura con mucho cariño. Yo además la acaricié con la mano (lo recuerdo) como si hubiera sido su rostro honrado. Desde aquella noche siento por Peggotty algo que no sabría definir. No era que reemplazase a mi madre, eso nadie hubiera podido hacerlo; pero llenaba un vacío en mi corazón que se cerró dejándola dentro, algo que no he vuelto a sentir nunca por nadie; un afecto que podría ser cómico, pero que pienso que si se hubiera muerto no sé lo que habría sido de mí, ni cómo hubiera salido de aquella tragedia.

Por la mañana, miss Murdstone apareció como de costumbre y me dio la noticia de mi partida, lo que no me sorprendió, como ella suponía. También me informó de que cuando estuviera vestido bajase al comedor a tomar el desayuno. Allí encontré a mi madre, muy pálida y con los ojos rojos. Corrí a su brazos y le pedí perdón desde el fondo de mi alma.

—¡Oh Davy! —exclamó ella—. ¿Cómo has sido capaz de hacer daño a una persona a la que yo quiero? Trata de ser mejor. Ruega a Dios que te cambie. Te perdono; pero soy desgraciada, Davy, cuando pienso que tienes esas malas pasiones.

La habían convencido de que yo era muy malo, y eso la entristecía más que mi partida. Lo sentí vivamente. Traté de tomar el desayuno; pero mis lágrimas caían en el pan con manteca y rociaban el té. Vi que mi madre me miraba y después lanzaba una ojeada a miss Murdstone, que estaba allí de plantón a nuestro lado; después miraba al suelo o a lo lejos.

—¡La maleta del señorito, aquí! —dijo miss Murdstone cuando se oyó el rodar del carro ante la verja.

Miré, buscando a Peggotty; pero no estaba. Tampoco apareció míster Murdstone. Mi antiguo amigo el cochero me esperaba en la puerta. Metieron la maleta en el carro.

—¡Clara! —dijo miss Murdstone en su tono de reproche.

—Estoy dispuesta, Jane mía —contestó mi madre—. Adiós, Davy; si vas, es por tu bien. ¡Adiós, hijo mío! Volverás para las vacaciones. Te lo ruego, sé bueno.

—¡Clara! —repitió miss Murdstone.

—Vale, mi querida Jane —dijo mi madre, que me tenía en sus brazos—. Te perdono, hijo mío, y ¡que Dios te bendiga!

—¡Clara! —repitió miss Murdstone, y fue tan buena, que me acompañó al carro.

Por el camino me dijo que esperaba que me arrepentiría antes de tener un mal fin.

Subí al coche, y el perezoso caballo lo arrastró.

Capítulo 5

Me alejan del hogar

Habíamos andado como una media milla y mi pañuelo estaba completamente empapado cuando el carro se paró bruscamente.

Miré para ver lo que pasaba, y con gran asombro vi a Peggotty surgiendo de un arbusto y encaramándose en el carro. Me cogió en sus brazos y me estrechó contra el corsé con tal fuerza, que casi me deshizo la nariz, aunque yo no me di cuenta de ello hasta después de un rato, al ver que me dolía. Peggotty no pronunció palabra. Soltándome con uno de los brazos, se lo hundió en el bolsillo hasta el codo y sacó unos paquetes llenos de dulces, que introdujo en los míos, y puso entre mis manos una bolsa, todo sin desplegar los labios. Después, dándome otro abrazo de despedida, bajó del carro y se marchó corriendo; estoy seguro de que se fue sin un solo botón en la blusa. Yo cogí uno, entre varios que habían caído a mi alrededor, y lo guardé durante mucho tiempo como un tesoro.

El carretero me miró, como preguntándome si ya no volvería. Sacudí la cabeza y le dije que creía que no.

—Entonces ¡en marcha! —le dijo a su caballo.

Y, efectivamente, éste se puso en marcha.

Después de llorar cuanto me fue posible empecé a comprender que no conducía a nada el llorar de aquel modo, principalmente porque ni Roderich Ramdom ni el capitán de la marina real inglesa habían llorado nunca, ni aun en las situaciones más críticas. El carretero, viéndome con aquella resolución, me propuso poner a secar el pañuelo en el lomo de su caballo. Le di las gracias, consintiendo, y el pañuelo me parecía ridículamente pequeño colocado allí.

No tardé en examinar la bolsa. Era un portamonedas fuerte de cuero, que contenía tres chelines muy brillantes, evidentemente pulidos con esmero por Peggotty para mi mayor satisfacción; pero, su más precioso tesoro eran dos medias coronas, que encontré envueltas en un papelito, en el que se leía, de letra de mi madre: «Para Davy, con mi cariño».

Esto me conmovió de tal manera, que pedí a Barkis (el cochero se llamaba así) que tuviera la bondad de devolverme mi pañuelo; pero me contestó que le parecía más prudente que siguiera sin él, y comprendiendo que tenía razón, me sequé los ojos con la manga y dejé de llorar.

Había dejado de llorar del todo; pero a consecuencia de mis emociones, todavía me sacudía de vez en cuando un profundo sollozo.

Después de haber viajado así durante un rato pregunté a Barkis si iba a llevarme él todo el camino.

—¿Todo el camino a dónde? —me preguntó.

—Allí —dije.

—¿Y dónde es allí? —insistió el hombre.

—Cerca de Londres —dije.

—Pero este caballo —me contestó, sacudiendo las riendas para que le mirase— estaría más muerto que un cochinillo asado antes de la mitad del camino.

—¿Entonces no va usted más que a Yarmouth? —pregunté.

—Eso es —dijo Barkis—. Allí tendrás que tomar la diligencia, y la diligencia te llevará hasta… donde vas.

Como esto era mucho hablar para él, pues ya observé en un capítulo precedente que era hombre flemático y nada charlatán, le ofrecí un bizcocho en agradecimiento, y se lo zampó de un bocado, exactamente como lo hubiera hecho un elefante, y en su rostro no se observó más impresión de la que se hubiera observado en el del elefante.

—¿Es ella quien los ha hecho? —preguntó, inclinado, como siempre, hacia delante y con un brazo sobre cada rodilla.

—¿Se refiere usted a Peggotty?

—Sí —contestó Barkis.

—Sí; en casa es ella quien hace los pasteles y toda la cocina.

—Según eso, ¿lo hace ella?

Y Barkis puso la boca como si fuera a silbar, pero no silbó. Se inclinó a mirar las orejas de su caballo, como si viera en ellas algo nuevo, y así continuó durante mucho tiempo.

—¿Y amorcillos no habrá, supongo?

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