David Copperfield (28 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

Había hecho una dura jornada y estaba muy cansado cuando llegué, por fin, a la altura de Blackhead. Me costó algún trabajo encontrar Salem House; pero al fin la encontré, y hallé el almiar en el rincón, y me acosté en él después de dar la vuelta a la escuela y mirar hacia las ventanas. Todo estaba oscuro y silencioso. Nunca olvidaré la sensación de soledad del primer momento al acostarme en el suelo sin un techo sobre mi cabeza.

El sueño descendió sobre mí como sobre tantas otras criaturas sin hogar a quienes ladran los perros, y soñé que dormía en mi antiguo lecho del colegio, hablando con mis compañeros, y me desperté con el nombre de Steerforth en los labios y mirando perdidamente las estrellas, que brillaban sobre mi cabeza. Cuando recordé dónde estaba a aquellas horas tuve miedo, sin saber por qué. Me levanté y eché a andar; pero las estrellas palidecían y una débil claridad en el cielo anunciaba el día; recobré el valor, y como estaba muy cansado, me acosté y me dormí de nuevo, sintiendo durante mi sueño un frío penetrante. Por fin, los rayos del sol y la campana matinal de la pensión, que llamaba a los colegiales a sus estudios, me despertaron. Si hubiera creído que Steerforth podía estar todavía allí habría vagado por los alrededores hasta conseguir verlo; pero sabía que hacía mucho tiempo que se había marchado. Traddles quizá estuviera todavía, pero no estaba muy seguro, y además no confiaba demasiado en su discreción ni en su habilidad para contarle mi situación, a pesar de la buena opinión que tenía de sus sentimientos. Me alejé mientras mis antiguos compañeros se levantaban y emprendí el camino por la larga carretera polvorienta que me habían indicado, cuando formaba parte de los alumnos de míster Creakle, como la de Dover en un tiempo en que no podía ni figurarme que nadie pudiera verme un día viajando de ese modo por aquel camino.

¡Qué distinta esta mañana de domingo de las mañanas de domingo en Yarmouth! Cuando llegó su hora oí sonar las campanas de las iglesias y me encontré con gentes que se dirigían a ellas; también pasé por delante de una o dos iglesias mientras se celebraba el culto: los cantos resonaban bajo la luz del sol, y un sacristán que estaba a la sombra del pórtico enjugándose la frente me miro con enojo al verme pasar sin detenerme. La paz y el reposo de los domingos reinaba en todas partes, excepto en mi corazón. Me parecía que me acusaba y denunciaba a los fieles observadores de la ley del domingo por el polvo que me cubría y por mis revueltos cabellos. Sin el recuerdo, siempre presente a mis ojos, de mi madre en todo el esplendor de su belleza y de su juventud, sentada delante del fuego y llorando, y mi tía enterneciéndose un momento sobre ella, no sé si habría tenido valor para continuar mi camino. Pero aquella fantasía de mi imaginación andaba todo el tiempo ante mis ojos y yo la seguía.

Aquel día anduve veintitrés millas por la carretera, aunque con dificultad, pues no estaba acostumbrado a ello. Todavía me veo, a la caída de la tarde, atravesando el puente de Rochester y comiéndome el pan que había reservado para la cena. Una o dos casitas con el rótulo de «Alojamiento para viajeros» eran para mí una tentación; pero no me atrevía a gastar los pocos peniques que me quedaban, y además me asustaban los rostros sospechosos de los vagabundos que encontraba en ellas y pasaba de largo. Por lo tanto, como la noche anterior, sólo pedí su abrigo al cielo, y llegué penosamente a Chathans, que en las tinieblas de la noche era como un sueño de cal, de puentes levadizos, de barcos sin palos anclados en un río de fango. Me deslicé por un sitio cubierto de musgo que daba a una callejuela, y me acosté al lado de un cañón. El centinela que estaba de guardia andaba de arriba abajo, y tranquilizado por su presencia, aunque él ni siquiera suponía la mía, como tampoco la suponían la víspera mis compañeros, me dormí profundamente hasta la mañana.

Muy cansado y con los pies doloridos me desperté aturdido por el sonar de los tambores y por el ruido de los pasos de los soldados que parecían rodearme por todas partes. Sentí que no podía ir más lejos aquel día, si es que quería tener fuerzas para llegar al fin de mi viaje. En consecuencia eché a andar por una calle estrecha, decidido a hacer de la venta de mi chaqueta el asunto del día. Me la quité para irme acostumbrando a ir sin ella, y poniéndomela debajo del brazo empecé mi ronda de inspección por todas las tiendas de reventa.

El sitio era bien elegido para ello, pues las casas de compraventa eran muy numerosas y sus dueños estaban a la puerta en espera de los clientes; pero la mayoría de los escaparates ostentaban uno o dos trajes de oficial, con sus charreteras y todo, e intimidado por aquel esplendor dudé mucho antes de atreverme a ofrecerle a nadie mi chaqueta.

Aquella modestia atrajo mi atención hacia las tiendas donde se vendían los andrajos de los marineros y hacia las del estilo de la de míster Dollby. Me habrían parecido demasiadas pretensiones dirigirme a las de mayor categoría. Por fin descubrí una tiendecita cuyo aspecto me pareció propicio; en el rincón de una callejuela que terminaba en un campo de ortigas, rodeada de una valla cargada de trajes de marinero mezclados con fusiles viejos, cunas de niños, sombreros de hule y cestos llenos de tal cantidad de llaves mohosas, que la colección parecía lo bastante rica para abrir todas las puertas del mundo.

En aquella tienda, que era pequeña y baja y estaba casi a oscuras, pues sólo la iluminaba una ventanita pequeña, casi tapada por los trapos colgados por delante, y donde había que entrar bajando algunos escalones, penetré con el corazón palpitante. Mi temor aumentó cuando un horrible viejo de barba gris salió precipitadamente de su antro y me cogió de los cabellos. Era un viejo horrible, que olía mucho a ron y llevaba un chaleco de franela muy sucio. Su lecho, cubierto con un trozo de tela desgarrada, estaba colocado en el agujero que acababa de abandonar y que iluminaba otra ventanita, por la que también se veía un campo de ortigas donde pastaba un burro cojo.

—¿Qué quieres? —gritó el hombre en un tono feroz y monótono—. ¡Ay mis ojos! ¡Ay! ¿Qué quieres? ¡Ay mis piernas! ¿Qué quieres? ¡Ay, goruu goruu!

Me asustaron de tal modo sus palabras, y sobre todo la última exclamación, que parecía una especie de mugido desconocido, que no pude contestar nada. El viejo, que todavía no había soltado mis cabellos, repuso:

—¡Ay! ¿Qué quieres? ¡Ay mis ojos! ¡Ay mis pulmones! ¿Qué quieres? ¡Ay, goruu goruu!

Y lanzó aquel último grito con tal energía, que parecía que se le iban a saltar los ojos.

—Desearía saber —dije temblando— si querría usted comprarme una chaqueta.

—¡Veamos la chaqueta! —gritó el viejo—. ¡Ay, tengo fuego en el corazón! ¡Veamos la chaqueta! ¡Ay mis ojos y mis pulmones! ¡Veamos la chaqueta!

Por fin soltó mis cabellos, y con sus manos temblorosas, que parecían las garras de un pájaro monstruoso, colocó en su nariz unos lentes que no favorecían mucho a sus inflamados ojos.

¿Cuánto pides por esta chaqueta? —gritó después de examinarla—. ¡Ay, goruu goruu! ¿Cuánto pides por ella?

—Media corona —respondí, tranquilizándome un poco.

—¡Ay mis pulmones y mi estómago! No —gritó el viejo—. ¡Ay mis ojos! ¡No, no, no! ¡Dos chelines, goruu, goruu!

Cada vez que lanzaba aquella exclamación parecía que se le iban a saltar los ojos, y pronunciaba todas las palabras con el mismo sonsonete y como el viento, que a veces es suave, a veces escala montañas o a veces vuelve a hacerse suave. No hay otra comparación.

—Pues bien —dije, encantado de haber terminado la venta—, acepto los dos chelines.

—¡Ay mi estómago! —gritó el viejo arrojando la chaqueta a un estante—. ¡Vete! ¡Ay mis pulmones! ¡Sal de la tienda! ¡Ay mis ojos, goruu, goruu! No me pidas dinero. Mejor será que hagamos un cambio.

En mi vida he pasado tanto miedo; pero le dije humildemente que necesitaba el dinero, y que cualquier otra cosa me resultaba inútil. únicamente dije que esperaría fuera si así lo deseaba, y que no tenía ninguna prisa. Salí de la tienda y me senté a la sombra, en un rincón. El tiempo pasaba, el sol llegó hasta mí, luego se retiró, y yo seguía esperando mi dinero.

Por el honor de la luz del sol quiero suponer que nunca ha habido otro loco ni borracho semejante en el negocio de la compraventa. Aquel viejo era muy conocido en los alrededores y tenía fama de haber vendido su alma al diablo. Lo supe pronto por las visitas que recibía de todos los chiquillos de la vecindad, que hacían a cada instante irrupción en su tienda, gritándole en nombre de Satanás que les diera su dinero. «No eres pobre, por mucho que digas, demasiado lo sabes, Charley. Enséñanos tu oro; enséñanos el oro que el diablo te ha dado a cambio de tu alma. Anda, ve a buscarlo al jergón, Charley, no tienes más que descoserle y dárnoslo.»

Estos gritos, acompañados del ofrecimiento de un cuchillo para abrir el jergón, le exasperaban a tal punto, que se pasaba el día sobre los chicos, que luchaban con él un momento y después escapaban de sus manos. A veces, en su rabia, me tomaba por uno de ellos y se lanzaba contra mí, gesticulando como si fuera a destrozarme; pero me reconocía a tiempo y volvía a meterse en la tienda y a echarse en su lecho, lo que intuía por la dirección de su voz. Allí rugía en su tono de costumbre la Muerte de Nelson, colocando un ¡ay! delante de cada verso y sembrándolo de innumerables ¡goruu, goruu! Para colmo de mis desgracias, los chicos de los alrededores, creyendo que pertenecía al establecimiento, al ver la perseverancia con que permanecía a medio vestir sentado delante de la puerta, me tiraban piedras insultándome.

Todavía hizo muchos esfuerzos aquel hombre para convencerme de que debíamos hacer un cambio. Una vez apareció con una caña de pescar, otra con un violín; también me ofreció sucesivamente un sombrero de tres picos y una flauta. Pero yo resistí a todas aquellas tentaciones y continué delante de la puerta, desesperado, conjurándole con lágrimas en los ojos para que me diera mi dinero o mi chaqueta. Por fin empezó a pagarme en medios peniques y pasaron dos horas antes de que llegásemos a un chelín.

—¡Ay mis ojos! ¡Ay mis piernas! —empezó a gritar entonces, asomando su horrible rostro fuera de la tienda, ¿Quieres conformarte con dos peniques más?

—No puedo —respondí—; me moriría de hambre.

—¡Ay mis pulmones y mi estómago! ¿Tres peniques?

—Si pudiera no estaría regateando por unos peniques —le dije—; pero necesito ese dinero.

—¡Ay, goruu, goruu!

Es imposible transcribir la expresión que dio a su exclamación oculto tras de la puerta, sin asomar más que su maligno rostro.

—¿Quieres marcharte con cuatro peniques?

Estaba tan agotado, tan rendido, que acepté, cansado de aquella lucha; y cogiendo el dinero de sus garras, un poco tembloroso, me alejé un momento antes de que acabara de ponerse el sol, con más hambre y más sed que nunca. Pero pronto me repuse por completo gracias a un gasto de tres peniques y, reanudando valerosamente mi camino, anduve siete millas aquella tarde.

Me refugié para pasar la noche al lado de otro almiar y dormí profundamente, después de haber lavado mis pies doloridos en un arroyo cercano y de haberlos envuelto en hojas frescas. Cuando volví a ponerme en camino, al día siguiente por la mañana, vi extenderse por todas partes ante mis ojos campos en flor y huertos. La estación estaba ya lo bastante adelantada y los árboles estaban cubiertos de manzanas maduras y la recolección empezaba en algunos sitios. La belleza del campo me sedujo infinitamente y decidí que aquella noche me acostaría en medio de los campos, imaginándome que sería grata compañía la larga perspectiva de ramas con sus hojas graciosamente enroscadas a su alrededor.

Aquel día tuve varios encuentros que me inspiraron un terror cuyo recuerdo todavía está vivo en mi imaginación. Entre las gentes que vagaban por la carretera vi muchos desgraciados que me miraban ferozmente y que me llamaban cuando les había adelantado diciéndome que me acercara a hablarles, y que cuando empezaba a correr huyendo me tiraban piedras. Recuerdo sobre todo a un joven latonero ambulante lo recuerdo con su mochila y su rejuela; le acompañaba una mujer, y me miró de un modo tan terrible y me gritó de tal modo que me acercara, que me detuve y me volví a mirarle.

—Ven cuando se te llama —dijo el latonero— o te saco las tripas.

Pensé que era mejor acercarme. Cuando estuve cerca, mirándole para tratar de apaciguarlo, observé que la mujer tenía un ojo amoratado.

—¿Dónde vas? —me dijo el latonero cogiéndome de la pechera de la camisa con su mano negra.

—A Dover —dije.

—¿De dónde vienes? —insistió agarrándome más fuerte para estar bien seguro de que no me escaparía.

—De Londres.

—¿Y qué piensas hacer? ¿No serás un raterillo?

—No.

—¡Ah! ¿No te quieres confesar? Vuelve a decir que no y te abro la cabeza.

Hizo con la mano que tenía libre ademán de pegarme y, después, me miró de pies a cabeza.

—¿Llevas encima el precio de un vaso de cerveza? —preguntó el latonero—. Si es así dámelo pronto, antes de que yo te lo quite.

Seguramente habría cedido si en aquel momento no me hubiera encontrado con la mirada de la mujer, que me hizo una seña imperceptible con la cabeza y movió los labios como diciéndome: «No».

—Soy muy pobre —dije tratando de sonreír— y no llevo dinero. .

—Vamos, ¿qué significa eso? —dijo el latonero mirándome tan furioso que por un momento creí que veía mi dinero a través del bolsillo.

—Señor… —balbucí.

—¿Qué quiere decir eso? —repuso él—. ¡Llevas la corbata de seda de mi hermano! Quítatela, pronto.

Y me quitó la corbata de un tirón y se la arrojó a la mujer.

Ella se echó a reír como si lo tomara a broma, y arrojándomela de nuevo me hizo otra seña con la cabeza, mientras sus labios formaban la palabra «vete». Antes de que pudiera obedecerla el latonero me arrancó la corbata de las manos con tal brutalidad que me dejó temblando como una hoja. La anudó alrededor de su cuello y después, volviéndose hacia la mujer y jurando la tiró al suelo.

No olvidaré nunca lo que sentí al verla caer sobre las piedras de la carretera, donde quedó tendida. Su cofia se había desprendido con la violencia del choque y sus cabellos se mancharon de barro. Cuando estuve un poco más lejos, me volví a mirarlos y vi que estaba sentada a un lado del camino, enjugándose con una punta del mantón la sangre que corría por su rostro. El latonero continuaba andando.

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