Miss Murdstone había desmontado cuando terminó el combate y esperaba con su hermano, al pie de los escalones, a que mi tía pudiera recibirlos. Un poco agitada todavía por la lucha, mi tía pasó por su lado con gran dignidad y no se preocupó de su presencia hasta que Janet los anunció.
—¿Debo marcharme, tía? —pregunté temblando.
—No, señor; ciertamente que no.
Y me empujó hacia un rincón a su lado. Después hizo una especie de valla con sillas, como si fuera una prisión o una barra de justicia, y continué ocupando esta posición durante toda la entrevista, y desde allí vi entrar a míster y a miss Murdstone en la habitación.
—¡Oh! —dijo mi tía—. En el primer momento no sabía a quiénes tenía el gusto de hacer reproches; pero, ¿saben ustedes?, no le permito a nadie que pase con burros por esa praderita, y no hago excepciones; no lo permito a nadie.
—Es una regla nada cómoda para los extraños —dijo miss Murdstone.
—Sí, ¿eh? —dijo mi tía.
Míster Murdstone pareció temer que se renovaran las hostilidades, y se interpuso, empezando:
—¿Miss Trotwood?
—Usted dispense —observó mi tía con una mirada penetrante—. ¿Usted es míster Murdstone, que se casó con la viuda de mi difunto sobrino David Copperfield de Bloonderstone Rookery? Pero, ¿por qué Rookery? No lo sé.
—Yo soy —dijo míster Murdstone.
—Usted me dispensará si le digo, caballero —repuso mi tía—, que pienso que habría sido mucho mejor y más oportuno que no se hubiera usted ocupado para nada de aquella pobre niña.
—Soy de la opinión de miss Trotwood, —dijo miss Murdstone irguiéndose— ya que considero, en efecto, a nuestra pobre Clara como una niña en todos los sentidos más esenciales.
—Es una felicidad para usted y para mí, señora —dijo mi tía—, el que avanzamos por la vida sin peligro de que nos hagan desgraciadas por nuestros atractivos personales y el que nadie pueda decir de nosotras otro tanto.
—Sin duda —dijo miss Murdstone, aunque pienso que no muy dispuesta a convenir en ello de buena gana—. Y ciertamente habría sido, como usted dice, mucho mejor para mi hermano si nunca se hubiera metido en semejante matrimonio. Yo siempre he sido de esa opinión.
—No cabe duda —dijo mi tía—. Janet (llamó a la campanilla): mis saludos a míster Dick, y que le ruego que baje.
Hasta que llegó, mi tía, más derecha que nunca, guardó silencio, mirando a la pared, con el ceño fruncido. Cuando llegó, procedió a la ceremonia de la presentación:
—Míster Dick, un antiguo e íntimo amigo, con cuyo juicio cuento —dijo mi tía con énfasis, y como avisando a míster Dick, que se mordía las uñas con aire atontado.
Míster Dick se sacó los dedos de la boca y permaneció de pie en medio del grupo con mucha gravedad, dispuesto a demostrar la más profunda atención. Mi tía hizo un signo de cabeza a míster Murdstone, que continuó:
—Miss Trotwood: al recibir su carta, consideré como un deber para mí y una demostración de respeto hacia usted…
—Gracias —dijo mi tía, mirándole a la cara—; pero no se preocupe por mí.
—El venir a contestarle en persona, por mucha molestia que el viaje pudiera ocasionarme, mejor que escribiendo. El desgraciado niño que ha huido lejos de sus amigos y de sus ocupaciones…
—Y cuyo aspecto —dijo su hermana, llamando la atención general sobre mi vestimenta—, es tan chocante y tan escandaloso…
—Jane —dijo su hermano—, ten la bondad de no interrumpirme. Este desgraciado niño, miss Trotwood, ha sido en nuestra casa la causa de muchas contrariedades y disturbios domésticos durante la vida de mi querida mujer, y también después. Tiene un carácter sombrío y se rebela contra toda autoridad. En una palabra, es intratable. Mi hermana y yo hemos tratado de corregirle sus vicios, pero sin resultado, y los dos hemos sentido, pues tengo plena confianza en mi hermana, que era justo que recibiera usted de nuestros labios esta declaración sincera, hecha sin rabia y sin cólera.
—Mi hermano no necesita mi testimonio para confirmar el suyo, y sólo pido permiso para añadir que entre todos los niños del mundo no creo que haya otro peor.
—Es fuerte —dijo mi tía secamente.
—No es demasiado fuerte si se tienen en cuenta los hechos —insistió miss Murdstone.
—¡Ah! —dijo mi tía—. ¿Y bien, caballero?
—Yo tengo mi opinión particular sobre la manera de educarle —repuso míster Murdstone, cuya frente se oscurecía cada vez más a medida que mi tía le miraba con mayor fijeza—. Y mis ideas están formadas en parte por lo que sé de su carácter y en parte por el conocimiento de mis recursos. No tengo que responder a nadie más que a mí mismo; he obrado, por lo tanto, de acuerdo con mis ideas, y no tengo nada que añadir. Me bastará decir que había colocado al niño, bajo la vigilancia de uno de mis amigos, en un comercio honroso. ¿Que esa situación no le conviene? ¿Que huye? ¿Que va como un vagabundo por las carreteras y viene aquí en andrajos a dirigirse a usted, miss Trotwood? Yo deseo poner ante su vista las consecuencias inevitables del apoyo que usted pudiera darle en estas circunstancias.
—Empecemos por tratar la cuestión de la colocación honrosa. Si hubiera sido su propio hijo, ¿le habría colocado usted de la misma manera?
—Si hubiera sido el hijo de mi hermano —dijo miss Murdstone, interviniendo en la discusión—, su carácter habría sido completamente diferente.
—Si aquella pobre niña, su difunta madre, hubiera vivido, ¿le habrían cargado también con esas honrosas ocupaciones? —insistió mi tía.
—Creo —dijo míster Murdstone con un movimiento de cabeza— que Clara no habría puesto nunca resistencia a lo que mi hermana y yo hubiéramos decidido.
Miss Murdstone confirmó con un gruñido lo que su hermano acababa de decir.
—¡Hum! —dijo mi tía—. ¡Desgraciado niño!
Míster Dick hacía sonar su dinero en el bolsillo desde hacía mucho rato, se entregaba a aquella ocupación con tal ahínco, que mi tía creyó necesario imponerle silencio con una mirada antes de decir:
—¿Y la pensión de aquella pobre niña, se extinguió con ella?
—Se extinguió con ella —replicó míster Murdstone.
—¿Y su pequeña propiedad, la casita y el jardín, ese yo no sé qué de Rookery sin cuervos, no ha sido legado a su hijo?
—Su primer marido se lo dejó sin condiciones —empezó a decir míster Murdstone, cuando mi tía le interrumpió con impaciencia y cólera visibles:
—¡Dios mío, ya lo sé! ¡Le fue dejado sin condiciones! Conocía muy bien a David Copperfield y sé que no era hombre que previera la menor dificultad aunque la hubiera tenido ante los ojos. No hay duda que se lo dejó sin condiciones; pero al volver ella a casarse, cuando tuvo la desgracia de casarse con usted; en una palabra —dijo mi tía, y para hablar francamente—, nadie ha dicho entonces una palabra en favor de este niño.
—Mi pobre mujer amaba a su segundo marido, señora, y tenía plena confianza en él —dijo míster Murdstone.
—Su mujer, caballero, era una pobre niña muy desgraciada, que no conocía el mundo —respondió mi tía sacudiendo la cabeza—. Eso es lo que era. Y ahora veamos: ¿qué nos tiene usted que decir?
—Únicamente esto, miss Trotwood —repuso él—. Estoy dispuesto a llevarme a David sin condiciones, para hacer de él lo que me convenga. No he venido para hacer promesas ni para comprometerme a nada. Usted quizá, miss Trotwood, tiene alguna intención en animarle en su huida y en escuchar sus quejas. Sus modales (debo decirlo) no me parecen muy conciliadores, y me lo hacen suponer. Le prevengo, por lo tanto, que si se interpone usted en esta ocasión entre él y yo, es asunto terminado. Si interviene usted, miss Trotwood, su intervención tiene que ser definitiva. No hablo en broma, y no hay que jugar conmigo. Estoy dispuesto a llevármelo por primera y última vez. ¿Está él dispuesto a seguirme? Si no lo está, si usted me dice que no lo está, bajo cualquier pretexto que sea, poco me importa; en ese caso mi puerta se le cierra para siempre y consideraré como convenido que la suya le queda abierta.
Mi tía había escuchado este discurso con la máxima atención, más tiesa que nunca, con las manos cruzadas encima de las rodillas y los ojos fijos en su interlocutor. Cuando hubo terminado, miró a miss Murdstone sin cambiar de actitud, y dijo:
—¿Y usted, señorita, tiene algo que añadir?
—Verdaderamente, miss Trotwood, todo lo que pudiera decir ha sido tan bien expresado por mi hermano, y todos los hechos que pudiera recordar han sido expuestos por él tan claramente, que no tengo más que dar las gracias por su amabilidad, o mejor dicho por su excesiva amabilidad —añadió miss Murdstone con una ironía que no turbó a mi tía más de lo que hubiera desconcertado al cañón al lado del cual me había yo dormido en Chathan.
—Y el niño ¿qué dice? —repuso mi tía—. David, ¿estás dispuesto a partir?
Contesté que no, y le rogué que no consintiera en que me llevasen. Dije que míster y miss Murdstone no me habían querido nunca; que nunca habían sido buenos para mí; que sabía que habían hecho muy desgraciada a mi madre, que me amaba tanto, y que Peggotty también lo sabía. Dije que había sufrido mucho, más de lo que se podía suponer al considerar lo pequeño que era. Y rogaba y suplicaba a mi tía (no recuerdo las frases, pero sé que estaba muy conmovido) que me protegiera y defendiera por amor a mi padre.
—Míster Dick —dijo mi tía—, ¿qué le parece a usted que haga con este niño?
Míster Dick reflexionó, dudó, y después, con expresión radiante, dijo:
—Haga que le tomen medida cuanto antes para un traje completo.
—Míster Dick —dijo mi tía con expresión de triunfo—, deme usted la mano. Su buen sentido es de un valor inapreciable.
Después, habiendo estrechado vivamente la mano de míster Dick, me atrajo hacia sí, diciendo a míster Murdstone:
—Puede usted marcharse cuando quiera; me quedo con el niño. Si fuera como ustedes dicen, siempre estaría a tiempo de hacer lo que ustedes han hecho; pero no creo ni una palabra de ello.
—Miss Trotwood —respondió míster Murdstone—, si fuera usted un hombre…
—¡Bah!, tonterías —dijo mi tía—; cállese usted.
—¡Qué exquisita educación! —exclamó miss Murdstone levantándose—. ¡Verdaderamente es demasiado!
—¿Cree usted que no sé —dijo mi tía, haciéndose la sorda a lo que decía la hermana y dirigiéndose al hermano con expresión de desdén—, cree usted que no sé la vida que ha hecho llevar a aquella pobre niña, tan mal inspirada? ¿Cree usted que no sé qué día nefasto fue para la dulce criatura aquel en que le conoció, sonriendo y poniéndole los ojos tiernos? ¡Estoy segura! ¡Como si fuera usted capaz de decir una palabra cariñosa a un niño!
—Nunca he oído lenguaje más elegante —dijo miss Murdstone.
—¿Cree usted que no comprendo su juego lo mismo que si lo viera —continuó mi tía—, ahora que le veo y que le oigo, y que, a decir verdad, es todo menos un placer para mí? ¡Ah! Ciertamente no había nadie más dulce ni más sumiso que usted en aquella época. La pobre inocente no había visto nunca un cordero semejante. ¡Era tan bueno! Adoraba a la madre; tenía verdadera debilidad por el hijo; una verdadera ceguera. Sería para él un segundo padre, y todo consistiría en vivir juntos en un paraíso de rosas, ¿no es así? ¡Vamos, vamos, déjeme en paz! —dijo mi tía.
—En mi vida he visto una mujer semejante —exclamó miss Murdstone.
—Y cuando ya tuvo cogida a aquella pobre insensata —continuó mi tía—, y Dios me perdone por llamar así a una criatura que ya está donde usted no tiene prisa por reunirse con ella; como si todavía no les hubiera hecho usted bastante daño a ella y a los suyos, se puso usted a educarla, ¿no es así? Empezó el trabajo de educarla y la enjauló como a un pobre pajarillo para hacerle olvidar su vida pasada y enseñarle a cantar las notas de usted.
—Es locura o embriaguez —dijo miss Murdstone, desesperada de no poder atraer hacia sí el torrente de invectivas de mi tía—, y sospecho que más bien es embriaguez.
Miss Betsey, sin prestar atención a la interrupción, continuó dirigiéndose a míster Murdstone y sacudiendo un dedo:
—Sí, míster Murdstone. Usted se hizo el tirano de aquella inocente niña y le rompió el corazón. Tenía un alma tierna, lo sé, lo sabía muchos años antes de que usted la conociera, y usted supo escoger su parte débil para darle los golpes por los que ha muerto. Esa es la verdad, le guste o no, haga usted lo que haga y le hayan servido los que le hayan servido de instrumentos.
—Permítame preguntarle, miss Trotwood —dijo miss Murdstone—, a quién llama usted, con una elección de expresiones a que no estoy acostumbrada, los instrumentos de mi hermano.
Miss Betsey, persistiendo en una sordera inquebrantable, reanudó su discurso:
—Estaba a la vista, desde muchos años antes de que usted la conociera (y está por encima de la razón humana) el comprender por qué ha entrado en los planes misteriosos de la Providencia el que usted la conociera; era natural que aquella pobre criatura volviera a casarse un día; pero yo esperaba que no le saliera tan mal. Era en la época en que trajo al mundo a este niño, a este pobre niño, de quien usted se ha servido para martirizarla, lo que es ahora un recuerdo tan desagradable, que le hace aborrecer su presencia. Sí, sí; no necesita usted estremecerse —continuó mi tía—. Estoy convencida sin necesidad de eso.
Míster Murdstone permanecía todo el tiempo de pie al lado de la puerta, mirándola fijamente con la sonrisa en los labios, pero con las cejas fruncidas. Observé entonces que, aunque continuaba sonriendo, había palidecido de pronto y parecía respirar con dificultad.
—Que usted lo pase bien, caballero —dijo mi tía—. Adiós. Buenos días, señorita —continuó volviéndose bruscamente hacia la hermana—. Si vuelvo a verla alguna vez pasar en burro por mi praderita, le aseguro, como que tiene usted cabeza encima de los hombros, que le arranco el sombrero y lo pateo.
Sería necesario un pintor, y un pintor de talento excepcional, para dar idea del rostro de mi tía al hacer aquella declaración inesperada, y del de miss Murdstone al oírla. Pero el gesto no era menos elocuente que las palabras, en vista de lo cual miss Murdstone cogió discretamente el brazo de su hermano y salió majestuosa de la casa. Mi tía, desde la ventana, los miraba alejarse, dispuesta sin ninguna duda a poner al instante su amenaza en ejecución en el caso de que el burro reapareciera.
No habiendo intentado ellos responder al desafío, el rostro de mi tía se dulcificó poco a poco, tanto que me atreví a darle las gracias y a abrazarla, lo que hice con todo mi corazón echando mis brazos alrededor de su cuello. Después di un apretón de manos a míster Dick, que quiso repetir la ceremonia muchas veces seguidas, y que saludó el feliz término del asunto con repetidas carcajadas.