—Usted se considerará a medias conmigo como tutor de este niño, míster Dick —dijo mi tía.
—Estaré encantado de ser el tutor del hijo de David.
—Muy bien —dijo mi tía—; es cosa convenida. Pensaba en algo, míster Dick: ¿Podría llamarle Trotwood?
—Ciertamente, ciertamente; llámele Trotwood —dijo míster Dick—. Trotwood, hijo de David.
—¿Quiere usted decir Trotwood Copperfield? —preguntó mi tía.
—Sí, sin duda; Trotwood Copperfield —dijo, un poco avergonzado.
Mi tía estaba tan contenta con su idea, que ella misma marcó con tinta indeleble las camisas que me compraron aquel mismo día, antes de que me pusiera ninguna; y se decidió que el resto de mi ropa, que también encargó aquel mismo día, llevaría la misma marca.
Y así empezó mi nueva vida, con nombre nuevo y todo nuevo. Ahora que mi incertidumbre había pasado, me pareció durante varios días que vivía en un sueño. No se me ocurrió pensar ni por un momento en la curiosa pareja de tutores que eran mi tía y míster Dick. Nunca pensaba en mí de una manera clara. Las dos únicas cosas que veía concisas en mi espíritu eran mi remota y antigua vida en Bloonderstone, que me parecía que cada vez estaba más lejos, y la sensación de que una cortina había caído para siempre sobre mi vida en la casa Murdstone y Grimby. Nadie ha levantado después esa cortina; sólo yo ahora un momento y con mano tímida y temblorosa, para este relato, y la he vuelto a dejar caer con alegría.
El recuerdo de aquella existencia está unido en mi espíritu a tal dolor, a tal sufrimiento moral y a una desesperanza tan absoluta, que nunca he tenido valor de examinar cuánto había durado mi suplicio. Si fue un año o más o menos, no lo sé. únicamente sé que fue y dejó de ser, y que ahora lo he escrito para no volver nunca a recordarlo.
Vuelvo a empezar
Míster Dick y yo fuimos pronto los mejores amigos del mundo, y muy a menudo, cuando había terminado su trabajo, salíamos juntos a soltar la cometa. Todos los días trabajaba largo rato en la Memoria, que no progresaba lo más mínimo a pesar de aquel trabajo constante, pues el rey Carlos I siempre aparecía en ella tarde o temprano y había que volver a empezar. La paciencia y el valor con que soportaba aquellos desengaños continuos; la idea vaga que tenía de que el rey Carlos I no tenía nada que ver en aquello; los débiles esfuerzos con que intentaba arrojarle, y la tenacidad con que el monarca venía a condenar su memoria al olvido, todo aquello me dejó una impresión profunda. No sé lo que míster Dick pensaría hacer con la memoria en el caso de terminarla (creo que él no lo sabía mejor que yo), ni dónde pensaba enviarla, ni cuáles serían los efectos del envío. Pero, en realidad, no es necesario que se preocupase demasiado, pues si había algo cierto bajo el Sol, era que aquella memoria no se terminaría nunca.
Era conmovedor verle con su cometa cuando había subido a mucha altura. Lo que me había dicho en su habitación de las esperanzas que tenía sobre aquella manera de diseminar los hechos expuestos en los papeles que la cubrían, y que no eran otros que las hojas sacrificadas de alguna memoria fracasada, le preocupaba alguna vez dentro de casa; pero una vez fuera ya no pensaba en ello. Sólo pensaba en ver volar a la cometa y en ir soltando el bramante del ovillo que tenía en la mano. Nunca tenía el aspecto más sereno. Yo a veces me decía, cuando estaba sentado a su lado por las tardes, sobre el musgo y viéndole seguir con los ojos los movimientos de la cometa, que su espíritu salía entonces de su confusión para elevarse con su juguete al cielo. Los progresos que hacía en la amistad e intimidad de míster Dick no perjudicaban en nada a los que hacía con su amiga miss Betsey, que se encariñó tanto conmigo, que en el transcurso de unas semanas acortó mi nombre de adopción, transformándolo de Trotwood en Trot; y aún animó mis esperanzas de que si seguía como había empezado podría igualarme en el rango de sus afectos con mi hermana Betsey Trotwood.
—Trot —dijo mi tía una noche, cuando el juego de damas estuvo colocado, como siempre, para ella y míster Dick—, no debemos olvidar tu educación.
Éste era mi único motivo de ansiedad, y me sentí completamente dichoso al oírle hablar de ello.
—¿Te gustaría ir a la escuela en Canterbury? —,dijo mi tía.
Le respondí que muchísimo, tanto más porque estaba cerca de ella.
—Bueno —dijo mi tía—; ¿te gustaría ir mañana?
Sin extrañarme ya de la general rapidez de las ideas de mi tía, no me sorprendió su brusquedad y dije:
—Sí.
—Bueno —dijo mi tía de nuevo—. Janet, pedirás el caballo gris y el coche pequeño para mañana a las diez de la mañana, y prepararás esta noche las cosas del señorito.
Estaba lleno de alegría al oír dar aquellas órdenes; pero me reproché mi egoísmo cuando vi el efecto que habían causado en míster Dick. Le entristecía tanto la perspectiva de nuestra separación y jugaba tan mal aquella noche, que mi tía, después de advertirle varias veces dando en su caja con los nudillos, cerró el juego declarando que no quería seguir jugando con él; pero al saber que yo vendría algunos sábados y que él podría ir a verme algunos miércoles, recobró un poco de valor y juró fabricar para aquellas ocasiones una cometa gigantesca, mucho más grande que aquella con que nos divertíamos ahora. Al día siguiente había vuelto a caer en su abatimiento y trataba de consolarse dándome todo lo que tenía de oro y plata; pero habiendo intervenido mi tía, sus liberalidades se redujeron a cinco chelines; a fuerza de ruegos consiguió subirlos hasta diez. Nos separamos de la manera más cariñosa a la puerta del jardín, y míster Dick no se metió en casa hasta que nos perdió de vista.
Mi tía, perfectamente indiferente a la opinión pública, conducía con maestría el caballo gris a través de Dover. Se sostenía derecha como un cochero de ceremonia, y seguía con los ojos los menores movimientos del caballo, decidida a no dejarlo hacer su voluntad bajo ningún pretexto. Cuando estuvimos en el campo le dejó un poco más de libertad, y lanzando una mirada hacia un montón de almohadones, en los que yo iba hundido a su lado, me preguntó si era feliz.
—Mucho, tía, gracias a usted —dije.
Me agradeció tanto la contestación que, como tenía las dos manos ocupadas, me acarició la cabeza con el látigo.
—¿Y es una escuela muy concurrida, tía? —pregunté.
—No lo sé —dijo mi tía—. Lo primero vamos a casa de míster Wickfield.
—¿Es que tiene pensión? —dije.
—No, Trot; es un hombre de negocios.
No pedí más informes sobre míster Wickfield, y como tampoco me los dio mi tía, la conversación rodó sobre otros asuntos, hasta el momento en que llegamos a Canterbury. Era día de mercado, y a mi tía le costó mucho trabajo conducir el caballo gris a través de las carretas, las cestas y los montones de legumbres. A veces faltaba el canto de un duro para que no volcara un puesto, lo que nos valía discursos muy poco halagüeños por parte de la gente que nos rodeaba; pero mi tía guiaba siempre con la tranquilidad más perfecta, y creo que hubiera atravesado con la misma seguridad un país enemigo.
Por fin nos detuvimos delante de una casa antigua, que sobresalía en la alineación de la calle. Las ventanas del primer piso eran salientes, y también las vigas avanzaban sus cabezas talladas, de manera que por un momento me pregunté si la casa entera no tendría la curiosidad de adelantarse así para ver lo que pasaba en la calle. Además, todo esto no le impedía brillar con una limpieza exquisita. La vieja aldaba de la puerta, en medio de las guirnaldas de flores y frutos tallados que la rodeaban, brillaba como un estrella. Los escalones de piedra estaban tan limpios como si los acabaran de cubrir con lienzo blanco, y todos los ángulos y rincones de las esculturas y adornos, los cristalitos de las ventanas, todo estaba tan deslumbrante como la nieve que cae en las montañas.
Cuando el coche se detuvo a la puerta, miré hacia la casa y vi una figura cadavérica que se asomó un momento a una ventana de una torrecilla en uno de los ángulos y después desapareció. El pequeño arco de la puerta se abrió entonces, presentándose ante nosotros el mismo rostro. Era completamente un cadáver, como ya me había parecido en la ventana, aunque su rostro estaba cubierto de esas manchas que se ven a menudo en el cutis de los pelirrojos y, en efecto, el personaje era pelirrojo. Debía de tener unos quince años, me pareció; pero aparentaba ser mucho mayor. Llevaba los cabellos cortados al rape; no tenía cejas ni pestañas; los ojos eran de un rojo pardo, tan desguarnecidos, tan desnudos, que yo no me explicaba cómo podrían dormir tan descubiertos. Era cargado de hombros, huesudo y anguloso. Vestía, con decencia, de negro, con una corbata blanca, con el traje abrochado hasta el cuello, y unas manos tan largas y tan delgadas, una verdadera mano de esqueleto, que atraía mi atención, mientras de pie, delante del caballo, se acariciaba la barbilla y nos miraba.
—¿Está en casa míster Wickfield, Uriah Heep? —dijo mi tía.
—Sí; míster Wickfield está en casa, señora. Si quiere usted tomarse la molestia de pasar —dijo, señalando con su mano descarnada la habitación que quería designarnos.
Bajamos del coche, dejando a Uriah Heep cuidando del caballo, y entramos en un salón un poco bajo, de forma alargada, que daba a la calle. Por las ventanas vi a Uriah Heep que soplaba en los ollares al caballo y después le cubría precipitadamente con su mano, como si le hubiera hecho un maleficio. Frente a la vieja chimenea había colocados dos retratos: uno, el de un hombre de cabellos grises, pero joven; las cejas eran negras y miraba unos papeles atados con una cinta roja. El otro era el de una señora; la expresión de su rostro era dulce y seria, y me miraba.
Creo que buscaba con los ojos un retrato de Uriah, cuando al fondo de la habitación se abrió una puerta y entró un caballero que me hizo volverme a mirar el retrato para cerciorarme de que no se había salido del marco; pero no: seguía quieto en su sitio, y cuando el caballero estuvo más cerca de la luz vi que tenía más edad que cuando le habían retratado.
—Miss Betsey Trotwood, haga usted el favor de pasar. Usted me dispensará; pero cuando han llegado estaba ocupado. Ya conoce usted mi vida y sabe que sólo tengo un interés en el mundo.
—Miss Betsey le dio las gracias y entramos en un despacho que estaba amueblado como el de un hombre de negocios; lleno de papeles, de libros, de cajas de estaño. Daba al jardín y estaba provisto de una caja de caudales fija en la pared, justo encima de la chimenea. Tanto es así, que me preguntaba cómo harían los deshollinadores para poder pasar por detrás cuando necesitaran limpiarla.
—Y bien, miss Trotwood —dijo míster Wickfield, pues descubrí pronto que era el dueño de la casa, que era abogado y que administraba las tierras de un rico propietario de los alrededores—. ¿Qué le trae a usted por aquí? En todo caso espero que no sea por nada malo.
—No —replicó mi tía—; no vengo por asuntos legales.
—Tiene usted razón —dijo míster Wickfield—, más vale que nos veamos por otra cosa.
Ahora sus cabellos eran completamente blancos, aunque seguía teniendo las cejas negras. Su rostro era muy agradable y hasta debía de haber sido muy guapo. Tenía un color excesivo, que yo desde hacía mucho tiempo había aprendido, gracias a Peggotty, a atribuir al vino, y a lo mismo atribuía el sonido de su voz y su corpulencia. Estaba muy bien vestido, con traje azul, chaleco a rayas y pantalón de nanquín. Su camisa y su corbata de batista eran tan blancas y tan finas, que me recordaban, en mi errante imaginación, al cuello de un cisne.
—Es mi sobrino —dijo mi tía.
—No sabia que tuviera usted un sobrino —dijo míster Wickfield.
—Es decir, mi sobrino nieto.
—Tampoco sabía que lo tuviera usted; se lo aseguro —añadió míster Wickfield.
—Lo he adoptado —dijo mi tía con un gesto que indicaba que le importaba muy poco lo que sabía o dejaba de saber—, y lo he traído para meterlo en un colegio donde esté bien cuidado y le enseñen bien. Quería que me dijera usted dónde podría encontrar ese colegio, y que me diera todos los datos necesarios.
—Antes de aventurarme a aconsejarla, permítame. Ya sabe usted mi vieja pregunta para todas las cosas: ¿Cuál es su verdadero objeto?
—¡El diablo lleve a este hombre! Siempre quiere buscar motivos ocultos cuando están a la vista. Lo único que quiero es hacer a este niño feliz y que aprenda.
—Yo creo que debe haber algún otro motivo —dijo míster Wickfield moviendo la cabeza y sonriendo con incredulidad.
—¿Otro motivo? —replicó mi tía—. Usted tiene la pretensión de obrar con transparencia en todo. Supongo que no creerá usted que es la única persona que sigue directamente su camino en el mundo.
—Yo no tengo más que un objeto en la vida, miss Trotwood, y muchas personas lo tienen por docenas y hasta por cientos. Yo sólo tengo uno; esa es la diferencia. Pero nos hemos alejado de la cuestión. Usted me pregunta por el mejor colegio. Sea cual fuere su motivo, ¿usted quiere el mejor?
Mi tía asintió.
—El mejor que tenemos —dijo míster Wickfield reflexionando—; su sobrino no puede ser admitido en él por ahora más que como externo.
—Pero entre tanto podrá vivir en cualquier otra parte, supongo —dijo mi tía.
Míster Wickfield dijo que sí, y después de un momento de discusión le propuso visitar la escuela para que pudiera juzgar ella misma. A la vuelta vería también las casas donde le parecía que podría dejarme.
Mi tía aceptó la proposición, e íbamos a salir los tres cuando míster Wickfield se detuvo para decirme:
—Pero quizá fuese mejor que nuestro amiguito no viniese.
Mi tía parecía dispuesta a no aceptar la proposición; pero, para facilitar las cosas, yo dije que estaba dispuesto a esperarlos allí si les convenía, y volví al despacho, donde mientras los esperaba tomé posesión de la silla que había ocupado ya a mi llegada.
Y sucedió que aquella silla estaba colocada frente a un pasillo estrecho que daba a la habitacioncita redonda en cuya ventana había visto el pálido rostro de Uriah Heep. Después de haber llevado el caballo a una cuadra cercana, Uriah Heep se había puesto a escribir en un pupitre y copiaba un papel fijado en un cuadro de hierro y suspendido encima del pupitre. Aunque estaba vuelto hacia mí, al principio creí que el papel que copiaba y que se encontraba entre los dos le impedía verme; pero mirando con más detenimiento vi pronto que sus ojos penetrantes aparecían de vez en cuando bajo el manuscrito como dos soles rojos, y que me miraba furtivamente lo menos durante un minuto, aunque seguía oyéndose su pluma correr a la misma velocidad de siempre. Traté varias veces de escapar a sus miradas. Me subí a una silla para mirar un mapa en el otro extremo de la habitación; me hundí en la lectura de un periódico, pero sus ojos me atraían, y siempre que lanzaba una mirada sobre aquellos dos soles abrasados estaba seguro de verlos levantarse o bajarse en el mismo instante.