De los amores negados (32 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

Iba yéndose sin querer hacia las murallas, empujando sus ganas desganadas. Volvía a vestir de blanco y cara lavada inmaculada. Parecía una virgen abandonada en su noche de bodas. Subía cada escalón como si escalase el Everest sin equipo apropiado. Al coronar la rampa de piedra, un atardecer rayado le esperaba inconcluso. Parecía como si el pintor que lo estuviera pintando se hubiese cansado, abandonando la obra con la mitad del lienzo por hacer. En sus mejores días, Fiamma habría corrido a buscar su cámara para fotografiar aquella maravilla, pero el momento le impedía visualizar colores. Sufría de una acromatía interna de alegría. Estaba ciega al color de la vida, porque su alma se negaba a verlo.

Era temprano y David aún no había llegado. Se metió en la torrecilla abierta y su soledad creció con las alturas. Se preguntaba qué estaba haciendo allí, cuando en verdad no quería ni levantarse de la cama. No tuvo tiempo de responderse. La sombra del cuerpo de David le anunció su llegada. Estaba despeinado por el viento, y su camisa blanca resaltaba su bronceado. Sus toscas manos de escultor aguantaban un ramo de pensamientos que había arrancado de sus trinitarias florecidas. Sus enamorados ojos le lanzaron unas ganas de abrazarla, que Fiamma contuvo con un hola resistido. Él no sabía cómo comportarse con ella en ese momento, pues temía asustarla; así que, dominando su impulso de tomarla en brazos y beberse su cuello a besos, le entregó el ramito de violetas como si fuera un ritual establecido, y restándole importancia al pequeño presente la cogió de la mano y la distrajo, hablándole de lo último que había estado trabajando en su casa. Quería volver a entusiasmarla con la piedra, con el fango o con la arena. La veía derrotada y él la necesitaba viva. La dejó que hablara y hablara hasta que vació la última palabra que le quedaba dentro. Como si transportara un molde de yeso hueco de una escultura vaciada, David fue llevando a Fiamma al rincón del viento, bordeando murallas y luego acantilados, hasta adentrarla en el camino que conducía a la gruta; era un pequeño agujero entre las rocas, por donde se había ido colando el mar hasta crear un íntimo lago, desconocido por muchos. La luna se reflejaba en las tranquilas aguas, y el viento al pasar creaba unos lamentosos silbidos largos. En silencio atravesaron la entrada y se sentaron en una de las piedras que sobresalían del agua. Una intensa humedad, provocada por la atomización de las olas al chocar contra la roca exterior, les fue mojando, ablandando con ello los dolores difusos de una Fiamma desconocida por David. Ella, para protegerse tal vez hasta de ella misma, había optado por ponerse en la posición favorita de su adolescencia: la de ovillo protector. Acurrucada y con los brazos rodeándose las piernas, descansaba su cabeza sobre las rodillas. David se quedó contemplándola, y sin perder tiempo sacó un cincel y un mazo pequeños que siempre llevaba consigo, y en una pequeña roca que encontró fue creando una diminuta escultura con forma de huevo, de donde salía una pequeña niña entristecida. Cuando acabó se la ofreció a Fiamma. La sonrisa blanca de su «Galatea» volvió a iluminarle el rostro. Jugaron a recoger piedrecitas y lanzarlas, para romper con círculos el inmóvil espejo del aguado cristal y los silencios expectantes. Empezaron por bañarse los pies en el verde líquido del estanque y acabaron con las ropas pegadas a sus cuerpos, empapados de ganas, entre lametazos salados, espumarajos y la contradictoria resistencia de Fiamma a dejarse ir en lo que el cuerpo le pedía. En un sí y no constantes fueron rasgándose las ropas, hasta que la furia de amor contenida en David sometió las congojas de Fiamma a su voluntad desaforada de amor carnal. Por primera vez, la Gruta del Viento recibió unos lamentos endiosados por el eco: las voces divinas de dos amantes, desfallecidos de ganas inconclusas. David había amado a Fiamma con atropellada violencia lasciva; Fiamma, despojada de apariencias y formas, se había rendido indefensa ante la fuerza oscura de su amante escultor, quedando clavada contra la roca mientras recibía brutales embestidas de pasiones desbocadas. Una vez liberada a la fuerza de su impuesto luto, Fiamma quedó desnuda, bautizada de luna y amor cumplido. David, emancipado de deseo y aprovechando la acústica del viento, le fue lanzando a gritos te amos, que rebotaban en las paredes de la piedra y se multiplicaban entre musgos y humedades, creando promesas vegetales de amor nunca sentidas.

A partir de esa tarde de amor rabioso, las lánguidas penas de Fiamma se fueron soliviantando. Decidió, sin embargo, que aunque David llenara un poco el hueco de sus solitudes, ella continuaría viviendo en su piso de la Calle de las Almas. Todavía no quería desprenderse de los recuerdos de Martín, pues en sus objetos vividos presentía un poco de su alma. No sabía cuánto lo había amado hasta que le había perdido. Con Martín le había pasado lo mismo que de pequeña con su cajita de música. Se había aguantado muchas veces las ganas de darle cuerda y abrirla, aunque le fascinaba hacerlo, para ver cómo salía aquella estilizada bailarina de ballet y bailaba El lago de los cisnes sobre el cristal; pensaba que, si la abría demasiado, corría el peligro de que se dañara el mecanismo; tenía miedo de romper la cuerda. Había desperdiciado tantos momentos con Martín por miedo a que se les gastara el amor, y el amor se les había roto en el desuso; ahora se arrepentía de tantos rechazos y silencios; de tantas noches en las que sus cuerpos habían podido arder y en cambio se habían helado en el estoicismo del orgullo y del cansancio. No habían sabido aprovecharse de tenerse. En este momento en que lo veía claro, ya no podía hacer nada. La música ya no sonaba, y la bailarina no bailaba...

Quería mantener intacto el recuerdo de Martín, no sabía por qué motivo; tal vez por el mismo que le llevaba a conservar en la buhardilla su cajita: la vana esperanza de volver a escucharla, o de que se arreglara por sí sola. Durante años sus ojos habían rebujado las vitrinas buscando hallar otra igual, pero nunca la había encontrado; a sus seis años había llorado por esa caja como si hubiese perdido un ser querido; el saber que ella sonaba, aunque no la accionara casi nunca, la hacía feliz. Igual le había pasado con Martín; tenerlo a su lado había sido suficiente para tranquilizar su espíritu. Habían malgastado dieciocho años de vida en común viviendo sin vivir, oyéndose sin escucharse, esperando que todo se les diera por añadidura. No habían parado de trabajar, pero no se habían trabajado.

Ahora Fiamma sentía que la vida quería enseñarle, a golpe de señas, a vivir de otra manera, y a ella le estaba costando descifrar lo qué quería decirle.

Entendiendo muy poco su nueva situación de separada, y apoyada en el amor de David, Fiamma continuó sus actividades con algunas gotas de ilusión, tomando los casos de sus pacientes con una dedicación exagerada; distrayendo sus pesares de abandono con la ilusión e incertidumbre de una relación que todavía estaba por manifestarse a fondo; gastando sus días en ires y venires.

Volvieron a darse los escondidos encuentros impregnados de pasión en la casa violeta, y por las calles de Garmendia del Viento empezaron a florecer rosales que dieron la primicia de una bella especie desconocida: la rosa negra de Garmendia. Como el alma de Fiamma, el alma de Garmendia del Viento había cambiado. A pesar de que casi nadie lo percibiera, ya nada volvería a ser igual.

Aun cuando le costaba acostumbrarse a su nueva condición, Fiamma dei Fiori poco a poco fue entendiendo que tenía que seguir caminando, aunque de momento fuese entre tinieblas. Ocultó a todas sus pacientes su fracaso matrimonial para no espantarlas, y huyó de las preguntas capciosas de sus amigas. De la vida de ella nadie sabía nada, salvo ella y David Piedra.

Se empezó a aficionar con la afición de su amante, que en su casa había creado un inmenso jardín protegido por cristales, una especie de invernadero donde revoloteaban miles de iridiscentes mariposas. Cuando estaba seco de inspiraciones, David Piedra salía con su red a cazarlas, llegando cargado de esos «pétalos vivos», como le gustaba llamarles, que liberaba en su jardín botánico. Fiamma, que prefería verlos en total libertad, aprendió a disfrutar de sus vuelos en sus visitas crepusculares. Era como una terapia de belleza y silencio. Se quedaba horas enteras pegada al cristal observando el apareamiento de las mariposas, fotografiando sus inimaginables colores, descifrando especies, copiando y delineando alas puntiagudas, redondas, triangulares, dobles y ovaladas en las páginas de su inseparable diario rojo; inspirándose en las estrambóticas y vermiculadas formas de las flores donde ellas solían posarse a beber. Llegó a saber más de mariposas que el mismo David, quien sólo las capturaba por el placer de decorar bellamente su santuario. Aquella exótica explosión de flores aladas y flores estáticas creaba un cromatismo vibrante. La vitalidad que transpiraba ese espacio impresionaba; los largos pistilos ofrecían sus intimidades a las sedientas lenguas de las mariposas; todas las flores se abrían desvergonzadas ante colibríes y abejas, en una danza erótica de transparencias y velos sólo percibida por la mirada sensible de Fiamma; los perfumes de narcisos y jazmines se esparcían en el aire, provocando desfloraciones prematuras; hasta las flores solitarias perdían su timidez cuando presentían que se alborotaban los cortéjeos. En ese mundo de naturaleza viva todos se entendían; los armoniosos encuentros se producían en silencios colmados; todo estaba establecido sin reglas; parecía como si para cada flor existiese una mariposa, una pertenencia velada, sin papeles; las margaritas de corolas doradas vivían rodeadas de mariposas azules; los crisantemos anaranjados, de mariposas coloradas; los lirios azules recibían la constante visita de anaranjadas mariposas; los almendros florecidos eran disputados por hullosos pajarillos y descarriados abejorros. Entre tantos revoloteos nupciales, las flores acababan desnudas, derramando sus néctares y pólenes, expandiendo sus mieles en despilfarras indecentes; creando una atmósfera húmeda que invitaba constantemente al amor; un círculo vicioso de copulaciones florales, rico en amores y colores.

Aquel jardín era como una fábrica de tintes vegetales que ofrecían, en un abrir y cerrar de vuelos, una infinita paleta de matices. De éstas y más cosas Fiamma se fue empapando, convirtiéndose en una observadora finísima. Cuando retiraba los ojos del invernadero, sus retinas continuaban advirtiéndolo todo. Una tarde, de tanto observar, acabó descubriendo en el patio de la casa violeta algo que la dejó atónita: todas las esculturas colocadas en las arcadas alrededor de la fuente tenían su rostro. Sorprendida y asustada, recordó su primer encuentro con David; lo que le había impresionado tanto aquel día de exposición en el Callejón de la Media Luna, no era la actitud de las esculturas, como ella había creído; era el verse reflejada y multiplicada en las decenas de piedras esculpidas. Terminó rescatando su vieja teoría de las casualidades; tantas coincidencias no debían ser fortuitas; tal vez David había aparecido en su vida para rescatarla de sus infortunios. Pensar en ello la tranquilizó.

Para distraerse de tantas elucubraciones sin respuesta dejó que David fuera adiestrándola en el arte del barro, y sin darse cuenta empezó a hacer pequeños volúmenes, que poco a poco fueron cogiendo formas inquietantes. Fue necesitando más espacio, pues ya no se conformaba con las pequeñas formas coloidales. Su espíritu creativo, tantos años aprisionado, le pedía experimentar nuevos formatos y materiales más nobles. El volumen se fue convirtiendo en una necesidad vital para expresarse. Precisaba de las dimensiones para plasmar sus frustraciones y sentires. En ese novísimo arte, empezaron a escapar sus anhelos y tristezas. Se pasaba el día en la consulta esperando la tarde con vehemencia; sin percatarse, le fue naciendo un amor apasionado por crear bultos, figuras y abstracciones. Toda aquella necesidad incumplida de fecundar hijos olvidados le había vuelto; cada pieza moldeada llevaba el alma de su irrealizable maternidad.

Su incipiente estilo mostraba una predilección por las formas curvilíneas y simples. Era como si sus manos fueran guiadas sólo por las emociones, como si trabajaran independientes del resto de su cuerpo. Cuando estaba frente a la materia, Fiamma parecía entrar en trance de amor. Sus pupilas se dilataban en un éxtasis prolongado, del cual no regresaba hasta no tener perfilada la obra.

David se sentía orgulloso de su alumna. Nunca había visto una persona que se tomara el aprendizaje con aquel ímpetu. Muchas noches, a Fiamma le llegaba la madrugada sin haberse despegado de su creación, y aunque David le rogaba que se quedase, Fiamma siempre iba a dormir a su piso; desde que se había separado, no había faltado ni un solo día a su promesa interior de mantener su casa como si nada hubiese cambiado. David se había convertido en un amigo mudo, que asistía a su terapia de recuperación ofreciéndole todos sus conocimientos, a la espera de recobrar a la Fiamma que él había conocido. Le habilitó un espacio en su jardín, muy cerca del invernadero de las mariposas, y tratando de no importunarla, la dejaba sumergirse en sus historias. De vez en cuando le llevaba alguna taza de té de menta, y aprovechaba para envolverla en sus abrazos y reconfortarla en sus caricias. Ella se dejaba amar sin grandes aspavientos. Parecía que el cuerpo se le hubiese separado de su sentir más profundo. David se conformaba con ello, pues estaba convencido que era un tema transitorio y que, mientras ella estuviese con él, todo llegaría. Nunca le mencionaba nada que pudiera recordarle a su ex marido, y evitaba presionarla en su deseo, cada vez mayor, de que ambos empezaran a compartir sus vidas. Fiamma, por su parte, se fue dando cuenta que para esculpir necesitaba más tiempo; imperceptiblemente, fue recortando el tiempo de sus pacientes de las tardes para añadirlo a su nuevo placer.

Una mañana de consulta, después de haber atendido a Divine Montparnasse, aquella llamativa mujer que padecía el síndrome de Famosismo Focoso y siempre vestía unas enormes gafas negras que no se quitaba ni siquiera para dormir, pensando que hasta en sueños podrían reconocerla unos fanáticos seguidores inexistentes, Fiamma recibió a la única paciente a la cual temía. Había sido su primera cliente y llevaba todos los años tratándola. Era un caso agudo de personalidad múltiple; aun cuando su verdadero nombre era Visitación Eterna, cada vez que venía a verla le llegaba con un nombre diferente, el de la personalidad que ese día se hubiese apoderado de ella. En total, Fiamma le tenía reconocidas ciento setenta y cinco personalidades. Esa mañana le había venido vestida con traje verde de camuflaje, gorra y botas militares. Llegó cargada de autoritarismo donde la secretaria, y después de hacerla poner de pie y saludarla militarmente, requirió despótica la presencia de una tal subcomandante Fiamma. La secretaria, que ya la conocía y dominaba el tema, le siguió la corriente, y tratándola con sumo respeto la invitó a sentarse. Su inconfundible acento y vestimenta no dejaban lugar a dudas: había llegado Fidela Castro, una supuesta líder de la revolución cuya única misión era liberar de la opresión yanqui el pueblo de Garmendia del Viento. Lo primero que empezó a hacer la secretaria, sin siquiera recibir órdenes de la sicóloga, fue cancelar las cuatro citas siguientes. Sabía por otras entrevistas que esta paciente había realizado con dicha personalidad, que la hora se le alargaba de forma inmisericorde.

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