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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (40 page)

Aunque el gobierno del Puntland, sitio de donde provenía la condena, enfatizaba el carácter islámico del Estado, imponiendo una mezcla de ley islámica shari'ah y de derecho penal somalí, había terminado cediendo a la presión internacional, que los había puesto en el punto de mira debido a la fuerte prensa que acompañaba las acciones denunciadas por Nairu Hatak.

Con aquel caso, y protegidos por la fama de Hatak, el centro fue creciendo.

Estrella y él luchaban a brazo partido por liberar a las mujeres africanas de tantas injustas leyes que las tenían condenadas desde antes de nacer.

Comenzaron a perseguir veladamente las prácticas de mutilación de genitales femeninos; crearon campamentos clandestinos, donde se impartía a las madres una educación encaminada a cambiarles sus errados puntos de vista sobre aquellas prácticas de iniciación que tan brutalmente marcaban el paso de niña a mujer. Se colaron entre las pequeñas, con impresos que les enseñaban con sencillos dibujos a protegerse de sus propios padres. Cada paso que daban estaba dado en la más absoluta clandestinidad; incluso se habían prohibido hablar de ello en las pequeñas reuniones que, de vez en cuando, Estrella hacía en el sencillo piso donde vivía con Martín.

Vivía sumergida entre los horripilantes porcentajes de mutilaciones sexuales que se daban en la región; en shock permanente; demostrándole a Nairu Hatak, con su solidaridad y entrega, que no se había equivocado al confiar en ella. Sentía por él una admiración que rayaba la adoración. Con Martín se veía poco, pero todo marchaba bien. Él se había dedicado a escribir artículos sobre todo lo que Estrella le contaba, haciéndolos circular por Internet. De alguna manera, ayudaba a la causa blandiendo un arma que dominaba con destreza: la escritura.

Durante el primer año estuvieron inmersos, cada uno a su manera, en el nuevo estilo de vida somalí. Martín, de vez en cuando, añoraba su Garmendia del Viento, pero sentía que desde esa lejanía estaba ayudando a salvar algún trozo del mundo; se había ido contagiando del espíritu de abnegada lucha que demostraba poseer Estrella.

Procuraba no pensar en su pasado, pues a veces le asaltaban dudas sobre él mismo. Su vida comenzaba a desfilarle con demasiada frecuencia por su conciencia. Los recuerdos se le colaban por entre el pelo, invadiéndole la cabeza de interrogantes que empezaban a zumbarle cada vez más alto, jugándole malas pasadas. Le agobiaba el peso de su conciencia. Sentía que se hacía mayor. Ya había pasado los cincuenta, y haciendo un balance de su medio siglo no conseguía llegar a la conclusión de haber alcanzado la felicidad.

Necesitaba conseguir amigos, zambullirse en ruidos nuevos que le distrajeran, pues empezaba a sentirse solo. No lograba encajar del todo en aquella nueva situación. Cuando lo comentaba con Estrella, su optimismo desplegado acababa convenciéndolo que estaban en el lugar adecuado, realizando la labor más excitante que hubiesen podido soñar.

De vez en cuando se evadían de las miserias ajenas, realizando cortos viajes de desconexión europea; fines de semana en Viena, París y Londres, que ayudaban sobre todo a Martín a soportar aquella abnegada rutina. Estrella, en cambio, tomaba toda su fuerza de su nueva labor, pues la hacía sentir importante. Había ido trasladando a su nuevo trabajo la euforia vital que antes había desplegado hacia Martín; necesitaba sentirse necesitada; sentía que desarrollando aquella actividad había encontrado la plenitud, y se iba alimentando de ese sentimiento; todos la admiraban, desde Nairu hasta las mujeres del centro, para las cuales era como una heroína; su nombre aparecía en los diarios internacionales, se la describía como una líder fuerte y decidida; su vanidad iba creciendo a la par que su fama.

Antes, Martín hubiera estado encantado de vivir ese tipo de protagonismo parejal pero, en ese momento, no sabía por qué se sentía tan incómodo.

Con los meses, esa desazón le fue creciendo, convirtiéndosele en una alargada sombra que le perseguía a todas horas. Su vida se había ido limitando a tres actividades: escribir artículos que, aunque inteligentes, no dejaban de ser monotemáticos; cocinar las frescuras que encontraba en el mercado; y hacer el amor con Estrella de todas las formas habidas y por haber. Comenzaba a identificarse con todas las mujeres casadas, que exponían este tipo de problema en los consultorios abiertos de las revistas femeninas, de las cuales él tanto se había burlado. Se sentía utilizado por su pareja, como instrumento para aliviar tensiones. Empezaba a cansarse del sexo descargante que recibía de Estrella que, entre los desafores de las beneficencias, cada noche lo buscaba sólo para hacer el amor, convencida que eso era lo que él necesitaba, cuando era ella quien se desgañitaba de placer y al día siguiente desaparecía en sus campañas humanitarias. No paraba de hablarle de Nairu Hatak: de su gran corazón, de su gran porte, de su gran habilidad, de su gran fama, mientras que él trataba de encauzarle su charla hacia otros derroteros.

Se fue quedando solo en Mogadiscio los días en que Estrella viajaba con Hatak por el mundo consiguiendo seguidores para la causa que defendían. Empezó a sospechar seriamente que ella se había enamorado del líder humanista cuando, a medianoche, éste respondió al teléfono de la habitación donde ella se alojaba en New York.

Después de cinco intensos años de relación con Estrella, de malgastar horas y horas hablando con su compañera sobre su cada vez más raquítica vida en común, de comprobar con desilusión lo fácil que había sido para ella entender sus planteamientos sin siquiera luchar por retenerlo, Martín decidió dejarlo estar.

Se había saturado de sexo y soledad; se había metido a vivir un sueño ajeno: el de Estrella. Otra vez había fracasado en su intento de formar una pareja; había saltado de una mujer profundamente espiritual a otra ferozmente material. Acababa de comprobar, con patética certeza, lo poco estructurada que llegaba a estar aquella mujer por la que lo había dejado todo. Se sentía derrotado y perdido. Ahogado en su propia equivocación. Más triste y frustrado que nunca. Con una indigesta pesadumbre, que le provocaba retortijones en el corazón. Era la primera vez, desde que lo había abandonado todo, que Martín Amador aterrizaba en su conciencia.

Como cualquier ser humano que se ha equivocado, buscó desesperadamente encontrar un culpable que no fuera él, pero nadie le rescató. Lentamente fue rebobinando su memoria, como si su larga existencia se tratase de una vieja película interpretada por actores extranjeros que hablaban una lengua indescifrable. Entre tantas vaguedades, la imagen de Fiamma emergía y se diluía en retales de escombros. Empezaba a sentirse mareado en medio de sus inconsciencias; un ácido amargor bílico le inundó la boca: se había quedado completamente solo.

Ese razonamiento le provocó un estado de cuestionamiento reflexivo.

Empezó a preguntarse cómo había podido estar tan equivocado. Cómo había llegado a meterse en semejante situación, teniendo la edad que tenía. Se decía para sí que eso sólo le pasaba a jóvenes ingenuos, no a un cincuentón fogueado de experiencias como él... De golpe la lluvia de preguntas repetidas cesó y se quedó empapado, agarrado a un interrogante que, sin saberlo, se le convertiría después en su salvavidas.

Lo primero que debía haber hecho, antes de aturdirse en precipitadas alegrías que le habían embotado la cabeza y hecho fabricar a la carrera ese futuro que ahora acababa de desaparecer, era haberse preguntado quién era él en verdad.

En ese momento quiso huir de lo único que no podía huir: de él mismo.

No era nadie, pensó. Ni era el director del diario más prestigioso de la ciudad, ni el columnista más leído, ni la pluma más sarcástica; ni era el valiente seminarista que había roto esquemas, ni el hijo ejemplar de su estricto padre, ni el compañero ideal; ni era el impetuoso amante de Estrella... ni siquiera era el marido de la sicóloga más acreditada de Garmendia del Viento. Se había quedado desnudo, a la intemperie en el país de la hambruna, y más hambriento que nunca. Con la peor hambre que podía llegar a sentir un ser humano. Un hambre que no podía saciarse desde fuera: el hambre de sí mismo.

Sintió que se le quebraban los ojos de llanto, pero se aguantó.

Partió esa noche, en el primer barco que zarpó; no quiso que le despidiera Estrella, quien le ofreció un fajo de billetes en un último gesto que él rechazó humillado; todavía guardaba su dignidad y los viejos ahorros de su despido. Con ellos se dirigió al oeste de la India; iría a Goa.

Durante los doce días que duró la dificultosa travesía, Martín Amador vivió su propio calvario.

Entre las ofuscadas olas del mar atravesó el océano, furioso con él mismo y con la vida que le había tocado vivir. Pasó noches enteras acostado de cara a millones de estrellas luminosas que su rabia cegaban; el salado viento le castigaba por ello, abofeteándole el pecho; no lograba acomodarse en su camarote, donde se sentía atiborrado de remordimientos que colgaban del techo como murciélagos y se mecían con su propio malestar. Salía de madrugada a pasearse por la popa, y se entretenía mezclando sus negras y aplastadas contrariedades con los espumados surcos blancos que el barco levantaba mientras cortaba con sus hélices el mar.

Martín cayó en cuenta que en los últimos años había olvidado por completo al que había sido fiel compañero de reflexiones durante su niñez y adolescencia: el mar. Recordó la fuerza que tantas veces había tomado de sus olas. Trató de escucharlas, aunque ahora murmuraban palabras que a él le costaba entender. Un día, entre rumores, le pareció escuchar un débil nombre que iba y venía con las encrespadas palomas que se formaban en el agua: Fia... mma; repetirlo le ayudó a serenar un poco su atribulado espíritu; aquella rabia interior que le impedía cualquier acercamiento a él mismo. Otra tarde, exhausto de pensar, terminó por derramar su impotencia al mar crepuscular para evitar ahogarse entre sus penas. Madrugadas más tarde, el amanecer le sorprendía arrastrando su humanidad entre la popa y la proa, vomitando pasados quemados y presentes sin digerir; corroído por su propia alma.

Los días fueron pasando. Martín, tratando de aligerar sus cargas de dolores, había ido lanzando por la borda su confundido pasado con Estrella; un pesado equipaje que le impedía pensar con claridad, pues estaba unido a su equivocación.

Imperceptiblemente, y casi sin que él se diera cuenta, empezaron a nacerle pequeños brotes verdes de recuerdos juveniles. En su corazón se le fueron colando, silenciosas, las dulces sonrisas de Fiamma que él tanto había amado; sus largos rizos negros; su profunda mirada aguamarina; sus sonrosadas mejillas; los momentos más bellos y sencillos vividos por los dos, cuando corrían cámara en mano a capturar crepúsculos... y sobre la playa derramada en rojos buscaban, entre los vómitos del mar, caracolas marinas enroscadas... cuando recitaban al alimón antiguos versos... Empezó a sudar frío, pensando cuánto hacía que no sabía de ella... Había sido tan egoísta... Recordó la desgraciada noche de nevada negra. Aquella última lágrima que él no había querido ver por temor a perder su equivocada dicha nueva. ¿Qué le había hecho Fiamma?... ¿Qué sucedió con ellos?... ¿En qué momento se habían ido torciendo sus vidas?... Desde que se había ido de Garmendia del Viento había evitado pensar en todo aquello, llenándose de euforia desmesurada; aturdiendo, con emociones efímeras, sus racionales reflexiones. No le había importado qué había pasado con la que había sido su mujer durante dieciocho años... ¿Se habría vuelto a casar? Pensarlo le dolió. Si hubiesen seguido juntos, ahora estarían celebrando su veintitrés aniversario. Se sorprendió, pensando que todos los recuerdos que le venían de ella eran bellos. Sopló ese último pensamiento al aire y se quedó sólo con el de su ciudad. Había perdido todo contacto con Garmendia del Viento. Al abandonar a Fiamma, también había abandonado a todos sus amigos; incluso con Antonio hacía años que no se escribía. La última vez que lo había hecho había sido desde Florencia.

A veces se metía por Internet a las páginas de La Verdad y leía las últimas noticias de su ciudad, pero como esto le traía nostalgias, procuraba no hacerlo a menudo. Echaba de menos la alegría de su gente y su mirar abierto, los gritos bullangueros de las mulatas, el olor salitroso de las bóvedas, el paseo por entre los portales amurallados, las pestilencias boñigas de los carros que esperaban capturar turistas a la entrada del hotel más antiguo, las campanas catedralicias... pero sobre todo echaba de menos el viento de Garmendia. Hacía tiempo que se sentía extranjero en todas partes, un judío errante, pero como Estrella adoraba estar lejos, él nunca había querido dar rienda suelta a su nostalgia. No quería amargarle su alegría.

Faltando pocos días para arribar al puerto, Martín, en un arranque de lucidez marina, decidió que empezaría a escribir todo lo que sentía en ese momento para analizarlo una vez estuviera en tierra. No paró de garabatear en hojas sueltas sus pensamientos más ásperos y sus sentires inconclusos. Parecía que unía retales de incoherencias y con ellos creaba una manta para abrigar su helado espíritu.

Cuando los altavoces anunciaron en un inglés grabado la llegada al puerto, Martín descansó de tribulaciones.

La llegada a Goa, en plena noche de Navidad, le hizo evocar su Garmendia del Viento. Entre el barullo de atadijos sucios y gallinas enjauladas le costó encontrar su maleta. La ciudad le recibió festiva, con sus despelucados cocoteros enredados por el viento y sus blancas iglesias engalanadas de santitos y belenes; una alegría navideña adornaba los blancos dientes de sus habitantes. Martín fue cruzando el centro de la ciudad, atravesando una concurrida procesión llena de niños, velas y cantos que se dirigía a la catedral por entre puertas engalanadas con ingenuas estrellas hechas con papel plateado. El cielo parecía que iba a desplomarse con el peso de tantos luceros luminosos. Cansado y perdido entre el jolgorio ajeno, Martín caminaba cargado de incertidumbres; no tenía ni idea dónde hospedarse, por eso terminó metiéndose en el primer hotelucho que se encontró en el camino: una pensión de paredes desconchadas y habitaciones de grito. Allí se alojó sólo una noche, y al día siguiente partió en el primer bus que salió hacia Colva, una playa distante que prometía regalarle lo que él necesitaba en ese momento: paz.

El trayecto le sirvió para empaparse en los escandalosos verdes empantanados de arrozales. Fue descubriendo aquella mezcla acumulada de oriental y occidental que aparecía y desaparecía entre cocoteros y aguas. Pequeños templos coloristas, de azulones tiznados; esculturas en rojos mandarinos y ocres. Altarcitos de cruces y santos tonsurados de caras orientalizadas convivían con estatuas de diosas de múltiples brazos. Supo que ese lugar le encantaría al descubrir un mar infinito que parecía perderse entre el atardecer más derramado en violetas que había visto nunca. Kilómetros de playa silenciosa le recibieron a última hora de la tarde en un entrañable abrazo malva.

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