De los amores negados (38 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

Después se vistió de blanco, acomodándose como pudo unos pantalones que le bailaban por todos lados. Todo le iba enorme. Su piel emanaba como nunca aquel extraño perfume de azahares que nunca se ponía, pero que le venía del alma. Bajó al restaurante y se encontró sola, entre las mesas. Sabía que tenía que volver a acostumbrar su estómago a los alimentos. Eran más de las cuatro de la tarde y, aunque el comedor estaba cerrado, la atendieron.

Pidió sólo lo justo, aunque se permitió un viejo placer: su entrañable cóctel. Desde que había roto con Martín, aquella fría y lejana noche, no había vuelto a probar su margarita. Se hizo preparar una, paladeándola a sorbos lentos; brindando para sus adentros por su amor pasado. Por primera vez recordaba a Martín sin dolor. Aceptaba su pasado como parte de su aprendizaje de vida. Ya no culpaba a nadie de su tristeza vivida. Después de perdonarse a sí misma, su corazón les perdonó a los dos. Estrella y Martín eran dos seres humanos llenos de inquietudes y carencias, como ella. Pensó en David agradeciendo a la vida el haberle conocido. Con él habían despertado sus anhelos dormidos. Ahora tenía claro que esculpiría sin descanso. Tenía mucho que decir, utilizando el más puro y áspero lenguaje: el de la piedra.

Había perdido, pero también había ganado.

Se fue caminando hacia los templos; su cuerpo se había acostumbrado a dar largas caminatas. Quería volver a verlos con ojos nuevos. Se dio prisa, pues por nada quería perderse contemplarlos a la hora del crepúsculo. Iluminadas por los dorados rayos de ese caliente sol indio, aquellas piedras areniscas con las que se habían construido las torres de los santuarios adquirían una dulce pátina rosada. Fiamma se fue acercando a la plataforma donde el gran templo Kandariya Mahadeva se alzaba en cuatro cuerpos integrados, cubiertos de tejados piramidales ascendentes que culminaban en el gran shikhara, símbolo de la gran montaña sagrada. Dejó que sus ojos fueran tocando los relieves de sus eróticas figuras. Las últimas luces se iban metiendo entre sus sensuales curvas, imprimiéndoles un dorado realismo; después de observarlas, llegó a la conclusión que, aquellas imágenes de amor que inundaban aquellos templos, no decoraban. Estaban allí como centros de irradiación. Su objetivo era diáfano: esas esculturas querían enseñar, en su representación del acto sexual, que éste, más que la unión de los cuerpos y los goces externos, era la unión de las almas. Por eso, los rostros de los amantes, con aquellos ojos entrecerrados y esas tiernas y serenas sonrisas, alcanzaban una expresión inconmensurable de alegría y plenitud; una serenidad extraordinaria. No era la satisfacción corporal, era la comunión de espíritus. Lo masculino y lo femenino unidos, creando un todo. Esas imágenes de músicos tocando, dioses y diosas volando; de ninfas, animales, serpientes, cocodrilos, e instrumentos, transmitían todo tipo de sentires. Detuvo su mirada en aquella mariposa de cuerpos, idéntica a la de su sueño, y le transmitió, aparte de exquisito sensualismo, un profundo y sereno equilibrio. Esperó a que el sol la pintara de oro viejo y dejándola, después, en sombras. En esas estaba, mientras David la buscaba entre los turistas que a esa hora se encontraban allí. Había pasado muy cerca de ella, sin reconocerla, pues la Fiamma que David buscaba distaba mucho de parecerse a la nueva.

Había llegado al hotel procedente de Panna, donde había permanecido todas esas semanas esculpiendo en un taller indio; volvía lleno de ideas y con unas ganas locas de encontrarse con su musa. A primera hora se enteró de su regreso a Khajuraho, ya que había dejado indicaciones al director del hotel de hacérselo saber. Quería darle la sorpresa, apareciéndosele esa noche. Hacía dos meses que no la veía y necesitaba saciar esa larga ausencia. Había viajado todo el día y, al llegar, se había enterado en la recepción que Fiamma había partido en dirección a los templos; entonces había vuelto a subirse al taxi, pidiéndole al chofer que rápidamente le llevara hasta allí.

Después de dar vueltas y vueltas por entre los templos, se detuvo cansado delante de Fiamma, y aun teniéndola enfrente, no la vio.

10. La realización

Viajamos mientras la tierra duerme

Somos las semillas de una planta firme,

y es en nuestra madurez

y en la plenitud de nuestro corazón

y es en nuestra madurez

y desparramados.

JALIL GIBRAN

Habían vuelto las temibles borrascas. En Garmendia del Viento, la arenisca revoltosa andaba alborotada haciendo de las suyas, metiéndose en cuanto agujero se encontraba. Era el maldito viento salado al que tanto temían los confiteros que solían instalarse en el Portal de los Dulces. Todas las dulzuras de sus tenderetes acababan saladas por culpa del azote castigador venido del mar. Ese polvillo salitroso se encargaba de desajustar las bisagras, hacer llorar a los gallos, sazonar las hostias y oxidar hasta los corazones más blindados. Los dientes rechinaban arena, siendo imposible un beso limpio de sales minerales.

Fiamma dei Fiori hacía ya tiempo había regresado de la India, y ahora buscaba un sitio donde trabajar a fondo la piedra. Investigando, descubrió un recóndito lugar que no aparecía en ningún mapa. Una gran zona calcárea totalmente deshabitada, pues las condiciones de vida eran durísimas debido a la aridez de la tierra. Era un sitio inhóspito, donde nunca llovía ni se encontraba un alma, salvo la de los muertos enterrados por los aborígenes de la zona, que vagaban desconcertadas esperando su segundo entierro para, finalmente, descansar en paz.

Se había ido adentrando por carreteras semejantes a trochas hechas a punta de machete. Después de pasar por pueblos y caseríos, antes de meterse en pleno desierto, un acuerpado mulato, de inmaculada sonrisa, le indicó dónde podía encontrar lo que estaba buscando; con una amabilidad impropia de la zona la condujo por áridas colinas, advirtiéndole de los peligros a los que se exponía; la llevaría hasta un paraje que antiguos viajeros habían bautizado con el nombre de Roncal del Sueño y al cual atribuían leyendas inverosímiles. Allí, el viento se metía entre las rocas creando unos atronadores ronquidos, que los indígenas habían atribuido a algún espanto dormido, y por eso nadie, en su sano juicio, se había atrevido nunca a poner los pies en aquel lugar.

En el camino se encontraron con una muchedumbre adolorida celebrando, en una especie de camposanto abierto, un banquete en presencia de sus muertos. Después de diez años, desenterraban a sus seres queridos, en medio de una fogata que servía para calentar sus viejas penas y el aguado café.

Epifanio, que así era como se llamaba el mulato, le fue explicando a Fiamma, con pelos y señales, todo lo concerniente a ese extraño ritual. Le dijo que aquellas personas venían por sus muertos obedeciendo al llamado que éstos les hacían a través de algún sueño y cargaban con ellos hasta sus rancherías. Una vez allí, les daban sepultura final, liberando sus almas para que éstas pudieran emprender su viaje cósmico y regresar de nuevo a la tierra convertidos en lluvia.

Los invitados, ataviados de blanco, habían llevado ron y carne de macho cabrío, para compartir con la familia en el trance. Los más viejos lloraban a grito pelado por los desenterrados, mientras una mujer, aguantándose las ganas de llorar para impedir que el espíritu de alguno de los muertos se la llevara consigo, abría ataúdes y desempolvaba huesos y ropas.

Fiamma, que ahora ya no se espantaba por nada, pues había sepultado para siempre sus miedos en la India, decidió observarlo todo. Fue testigo de la exhumación de unos novios quinceañeros, que el mismo día de su boda habían muerto en el banquete, atragantados por su propia tarta de bodas. Yacían como si durmieran un plácido sueño en su ataúd doble, único lecho que habían podido compartir; ella vestida con su traje de novia y cubierta por su largo ramo de rosas que aún conservaba su fragante frescura. Tal vez, su inocente amor no consumado había hecho el milagro de que sus cuerpos permanecieran sin corromperse todos esos años. Al verlos, la sabia anciana encargada de llevar a cabo la ceremonia decidió volver a enterrarlos, convencida que estarían mejor allí, en esa tierra de silencios, que trasladados al bullicio que les había matado. El amor se mantendría vivo y sellado en aquella caja blanca donde les había colocado el dolor de sus respectivos padres. Era un caso claro de amor inmortal. Algo que, según la tradición indígena, nadie debía perturbar, pues podrían caer múltiples desgracias sobre la comunidad.

Así, en medio de tumbas abiertas, los lagrimosos invitados volvieron a gritar el «¡que vivan los novios!», mientras los devolvían a la tierra.

Después todo volvió a quedar tranquilo, y la anciana, sin inmutarse, continuó su labor. Limpió con aguerrido aplomo, uno a uno, los demás huesos desenterrados, sin taparse la nariz ni cubrirse las manos. Cuando acabó la dura tarea se desnudó y de cara al sol se empapó de ron el cuerpo para purificarse, mientras los invitados bebían y comían del chivo, entre los esqueletos de los que fueran sus parientes y amigos. Era tanta la comida que habrían podido quedarse quince días más haciendo lo mismo sin pasar hambre.

Finalizada la macabra ceremonia, viejos, jóvenes, mujeres y niños emprendieron una marcha blanca, arrullados por sus propios lloros que sonaban como melodías cumbiamberas, acompañadas por el sonido maracoso que producían los huesos al chocar entre sí dentro de las bolsas; llevaban al entierro final los restos de sus deudos evitando mencionar el nombre de alguno de los difuntos, por temor a atraer con ello algún nuevo dolor en la familia, pues de verlos desfilar delante de sus ojos, Epifanio y Fiamma decidieron continuar con su búsqueda; atravesaron el valle de los muertos, se metieron por entre picudos cerros, haciendo un gran traen burra por serpenteados caminos. Cuando llegaron, Roncal del sueño les recibió con sus más gloriosos ronquidos.

A Fiamma le fascinó el lugar. Esas cascadas de pedregales eran lo que ella andaba buscando. Se alzaban sobre una morfología áspera de valles, pendientes rocosas y picos agrestes. Estaba lleno de cabras salvajes, que se subían a los pocos arbustos para robar el escaso forraje de sus ramas. Fiamma estaba feliz de ver el insólito espectáculo. Era perfecto para lo que ella quería.

Tendría que edificar una pequeña casa, pensó; ¡ahora necesitaba tan poco! Epifanio, que estaba deslumbrado por la valentía de la mujer, se ofreció a ayudarla; Fiamma, que necesitaba un ayudante, le contrató como su asistente poniéndole al día del proyecto, explicándole cómo lo harían. Construirían un gran habitáculo rectangular, acondicionándolo con lo indispensable. El agua la traerían de un lago cercano y crearían un pequeño aljibe.

Con los ahorros que tenía y la ayuda de varias decenas de amigos de Epifanio, en pocas semanas Fiamma levantó un sencillo y bello hogar-estudio. Aparte de policromados diversos, Roncal del Sueño guardaba en su vientre una mina de mármoles rojos que todavía nadie había descubierto, ni siquiera Fiamma.

Trasladó sus pocas pertenencias tan pronto como pudo. El tipo de escultura que pretendía hacer en ese lugar necesitaba de rústicos utensilios, que pronto se le convertirían en preciadas joyas. En un gran contenedor consiguió transportar macetas, punteros, martillos, cinceles de doble punta y sencillos, bujardas y gradinas, mazos y alguna maquinaria pesada para que fuese manipulada por el mulato Epifanio. Haría de Roncal del Sueño un «Valle de Alzados». Levantaría grandes figuras, para que el viento, el sol, la luna y las estrellas disfrutaran de ellas. Por un instante, recordó a David; si todo hubiera salido diferente, pensó, ahora ese sueño podría ser vivido por los dos.

Desde su encuentro final en Khajuraho, entre David y Fiamma todo cambió. Aquel crepúsculo, David Piedra había reaccionado violentamente al cambio físico que Fiamma había experimentado después de su experiencia en la montaña. Cuando se la encontró en el templo Kandariya Mahadeva, había sido Fiamma quien le había sacudido, pues él se había negado a reconocerla. La Fiamma de la cual él se había enamorado locamente no podía ser esa consumida mujer langaruta, con aspecto de chico escuálido, que le abrazaba. Sin poder evitarlo, al verla se había apartado, rechazando su abrazo.

Fiamma, ante tan inesperada reacción se había quedado atónita y boquiabierta. No entendía nada. Nunca se hubiera imaginado que aquel hombre, que parecía tan profundo y espiritual, reaccionara de manera tan frívola ante su cambio físico. Poco a poco, sus años de sicóloga y su serenidad le fueron aclarando todo. Estaba frente a un evidente caso clínico. David Piedra sufría del síndrome de Pigmalión, aquel escultor griego que, enamorado de su estatua, había pedido a los dioses que le dieran vida. Ella no había sido nada más que su Galatea, aquella estatua con la cual él se había obsesionado. David estaba enamorado de una imagen que, al perder la belleza, había dejado de interesarle. Todo su sentimiento se había basado en el enamoramiento ligero, no en el amor profundo.

David trató de camuflar su desazón y disimular, durante el resto del viaje, la repulsa física que sentía ante la falta de curvas de Fiamma, pero la evidencia saltaba a la vista. Había perdido todo interés por ella.

Habían vuelto a Garmendia del Viento, y durante algunas semanas habían tratado de saltar por encima de todo, sin superarlo. Todo se había resquebrajado porque estaba basado en algo endeble. Al mismo tiempo, David Piedra empezaba a sentir enormes celos por el excelente trabajo que Fiamma empezaba a desarrollar como escultora. En el fondo, se negaba a reconocer que sus esculturas transmitían energía viva y profundo equilibrio. Tenían un punto de infantiles, pero eso las hacía más audaces, más libres. Eran alegres y, cuando se pasaba la mano sobre ellas, se sentía el latir del corazón de Fiamma. Eran todo lo contrario de las de él, que siempre habían reflejado su retraimiento y excesivo perfeccionismo interior.

En aquellas semanas que transcurrieron en la casa violeta, Fiamma comprobó lo difícil que era convivir con David; se había vuelto obstinado, irritable y egoísta. Le molestaba que le tocara sus cinceles y mazos y se había convertido en un crítico insoportable. No reconocía en él a aquel hombre que le había seducido con su sensibilidad y delicadeza.

Fiamma se daba cuenta que David no lograba centrarse en su nuevo trabajo; iba dejando bloques de piedra a medio hacer, sin alcanzar lo que se proponía. Trató de ayudarle, pero sólo consiguió alterarlo aún más.

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