De los amores negados (42 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

Ese amanecer, mientras Fiamma esbozaba los primeros apuntes de
La llama eterna,
habría de reconocer que todavía amaba a Martín. Por un momento imaginó qué haría y cómo estaría... su negro pelo ensortijado, seguramente llevaría la huella blanca de los años... Su rostro sereno marcaría en surcos los ecos de sus últimas risas y enfados, que ella no había visto ni vivido. Habían pasado, soplados por el viento, diez años... ¿Cómo sería su vida al lado de Estrella? No quiso dar rienda suelta a conjeturas. Se quedó con su pasado. Haría esa escultura de amor para ella; sería un brindis en piedra, un homenaje a lo que había sido su amor con Martín.

Tan pronto como Epifanio le preparó los bloques, Fiamma empezó con su tarea. Durante semanas y semanas no paró de lacerar el mármol rojo, sin importarle la gran nube de mosquitos que a veces le acompañaba. Hacía días que no soplaba el aire, y las cabras que tanto le habían acompañado en esos años habían desaparecido, hartas de masticar ramas secas; echaba de menos sus masculladas en lo alto de los enjutos arbustos que todavía quedaban. Empezaba a sentir la soledad como una losa pesada. Acababa en las noches con las manos agarrotadas por el esfuerzo, laceradas de tanto oficio martillado.

Comenzaban a pesarle los años. En los últimos días le invadían calenturas y cansancios. Necesitaba, durante el día, ir haciendo pausas de alivio. Mantenía una sed constante, que no se saciaba por mucha agua que bebía. Pensó que le había llegado la menopausia, aunque todavía sus reglas eran religiosamente exactas.

Se empeñó, a pesar del agotamiento, en seguir trabajando. Una tarde, celebró con Epifanio la culminación de la primera parte de su obra. Después de seis largos meses, media llama se alzaba majestuosa en lo alto de la colina. Parecía combustionar entre los fuegos del sol crepuscular.

A pesar de arrastrar ese nuevo desaliento, esas sudoraciones repentinas y calenturas azarosas, Fiamma no quiso parar de esculpir. Inició la concavidad del segundo bloque, que albergaría en su interior el cuerpo azul de Martín. Aunque Epifanio le rogaba que tomase descansos, una fuerza interior le obligaba a continuar, necesitaba avanzar su obra; que esa llama encendida desafiara al cielo.

Preparó sin desfallecer la segunda mitad, cincelando sobre la piedra azul la figura del que había sido el amor de su vida. A veces le entraban vahídos que le robaban el aliento y la hacían tambalear. Era como si aquel calor que tanto le había gustado empezara a hacer mella en su cuerpo. No encontraba la manera de liberarse de la fatiga. Pensó que tal vez le hacía falta tomar vitaminas y respirar otros aires.

Una mañana Epifanio se extrañó de no verla arriba del monte. Fiamma no había podido levantarse de la cama. Había amanecido empapada de sudor frío, revolcándose entre sábanas y pesadillas pendientes de las cuales no podía liberarse.

Sin hacer el mínimo ruido, el mulato se asomó a la habitación de Fiamma, pero no se atrevió a sacarla de aquellos oscuros agites.

En su alucinación, Fiamma trataba de alcanzar un oasis en pleno desierto. Caminaba descalza por entre una tormenta de arena, ahogada de calor y soledad, muerta de sed y con su reseco corazón apretado en el puño de su mano. A cada paso que daba sus pies se clavaban en la arena hirviente, y por más esfuerzos que hacía, no avanzaba; era como si repitiera el cansado paso cientos de veces. Trataba de atravesar la espesa arenisca que le impedía llegar al manantial, pero sus pies se lo impedían; sabía que si no sumergía su corazón deshidratado en el agua, moriría. En aquel lago, el cuerpo líquido de Martín se movía sinuoso. Ella le gritaba que no podía llegar, pero Martín no la escuchaba; todas sus palabras se las llevaba el viento en circundas; la tormenta se la tragaba, alejándola del agua y de Martín... convirtiéndola en polvo.

Durante todo el día, Epifanio la sintió gemir y delirar, quiso despertarla, pero no se atrevió por un respeto equivocado. Se pasó el día apostado en la entrada del dormitorio, vigilando desde fuera su perturbado descanso; en la tarde notó que se había calmado, y aunque se alejó tranquilo pensando que su jefa también tenía derecho a tener pesadillas en paz, estuvo atento por si ella le necesitaba; pero la noche había llegado a Roncal del Sueño sin que ella se hubiera despertado.

Esa tarde en un cuchitril de Goa, Martín Amador había conseguido entrar a Internet y enviarle un mensaje a su amigo Antonio; su email era lo único que le faltaba probar. Llevaba días tratando de localizarlo por teléfono, sin resultados. Ni en su móvil, ni en su taller de pintura, ni en su casa le contestaban a ninguna hora. Lo de saber de Fiamma se le había convertido en una obsesión, y a pesar de haber estado tentado de llamar a casa de la familia dei Fiori, un culposo pudor se lo había impedido. Sabía que sus hermanas no querrían darle razón de ella después de lo que le había hecho; había quedado como un bellaco.

Esperó una semana la respuesta de Antonio. Cada tarde se asomaba al café-internet, abría su correo y volvía a cerrarlo sin ningún mensaje.

Seguía publicando con éxito todos sus escritos, pero el hueco que tenía en el alma ya no podía llenarlo con poemas. Necesitaba amar y ser amado. Dar y recibir. Entregarse y entregar. Pensaba que si la vida le daba otra oportunidad con Fiamma, todo sería distinto. No dejaría que la monotonía les devorara sus sueños. Cada día celebraría con besos despertar a su lado. Respirarían la vida sin perderse siquiera el leve aletear de mariposas. Volverían a ver el mar con otros ojos. Colmarían sus tardes despertando sus sueños. La acariciaría mientras durmiera. Besaría con devoción los dedos de sus pies. Se bañarían desnudos a la luz de la luna y del sol. No tendría vergüenza de gemir y gritar mientras se amaran. La enjabonaría y lavaría como si fuese una pequeña niña desvalida. Hablarían de Schopenhauer y de Einstein. Aprenderían de Lao-tsé. Volverían a buscar caracolas entre las olas idas. Cantarían otra vez los boleros pasados de moda; recitarían a dúo versos de princesas tristes y mariposas vagarosas. Le escucharía en atento silencio sus divagares. Escucharían abrazados en la hamaca el triste canto de los grillos y los sapos. Respetaría sus anhelos y sueños. Hablarían de los hijos no concebidos sin echarse mutuas culpas. Le hablaría de sus frustraciones y dolores pasados. Cocinarían juntos platos nuevos y repetidos. Le pediría perdón por los años perdidos. Se emborracharían a punta de margaritas. En las mañanas no leería el diario para cubrir mutismos. Le llevaría el desayuno a la cama. Le diría cada día cuánto la amaba aunque ella lo supiese. Volvería a nadar en las cristalinas aguas de sus ojos verdes. Admitiría no ser perfecto. No trataría de camuflar vacíos con cenas de amigos. La fatigaría de besos, inciensos y flores. Retiraría de la habitación el televisor. Escucharía más música. Sembraría menta, albahaca y cilantro en los balcones. Olería la lluvia y las murallas. Leería más novelas de amor y menos manuales de eficiencia. Aprendería a respetar su sueño y a no querer salir los fines de semana, tratando de huir de sus propias desazones. Aprendería con ella a mirar el cielo y buscar animales de nubes en los estratocúmulos. Se reiría de la vida y de la muerte. La cuidaría si tuviese la gripe. Hablaría del amor con perros y cangrejos. Dejaría que se fueran las horas contemplando las olas. Malgastaría la risa. Se reiría de su propia torpeza en enchufar aparatos electrónicos, instalar lámparas, freír huevos y manejar mapas. Se despertaría a medianoche para acompañarla a ver estrellas fugaces y eclipses de Luna. Si la vida le diera otra oportunidad con Fiamma, viviría todos y cada uno de los días como si fuesen el último. Celebrarían cada noche el milagro de amarse en convivencia, paladeando silencios y lecturas entre sábanas blancas; haciéndose el amor pausadamente, con el alma y con el cuerpo atados, o enloquecidos de ganas de fusionar sentires.

Una mañana, harto de esperar el mensaje que nunca llegó, Martín Amador tomó la decisión de regresar a Garmendia del Viento. Necesitaba urgentemente saber de Fiamma. No tenía tiempo de perder más tiempo. Iba a cumplir sesenta años. Había pasado toda su vida desperdiciando el amor. Creyendo que siempre sería joven. No sabía cuánto le quedaba de vida, pero la que fuera quería vivirla junto a Fiamma dei Fiori.

En Roncal del Sueño hacía más de una semana que los martilleos escaseaban. Después del día de delirios, Fiamma había entrado en una fiebre intermitente que a veces la obligaba a quedarse en cama. A pesar de ello, continuaba esculpiendo. Estaba convencida que aquellas fiebres obedecían a alguna gripe de las que solían alborotarse con las sequías caribeñas.

Vivía embrujada por su trabajo. Se sentía orgullosa de lo que iba naciendo de sus manos. Las figuras a las cuales se había entregado en cuerpo y alma se acoplaban a la perfección. Al unir la llama, el cuerpo sobresaliente de Martín quedaba contenido en la cavidad que conformaba la figura de ella. Estaban unidos por el vacío y el lleno, bellamente compensados. Cada figura era diferente; eran contrarios-iguales que al unirse formaban una sola unidad. Un doble cuerpo. Los brazos de él se enterraban en la piedra roja formando un abrazo abierto que abarcaba la cabeza de ella, que a su vez era el molde hueco de la de él. Aquella llamarada de mármol rojo era una escultura majestuosa que transmitía la fuerza desbocada del fuego. Saltaba hacia arriba como relámpago de lava ardiente, desafiaba el equilibrio, parecía brotar del centro de la tierra como volcán en erupción. En las tardes, su colosal sombra caía sobre las demás esculturas, humillándolas. Era una obra magnífica, digna del mejor de los museos.

El extenso trabajo que Fiamma había realizado en esos diez años tenía una fuerza e ingenuidad desconocidas; era una obra que hubiese sorprendido al mundo artístico, de no haber sido porque se encontraba perdida en una región donde ya no se aparecían ni las almas de los muertos más viajeros.

Fiamma empezó su trabajo de pulimento con devoción romántica. Más que alisar, acariciaba con las lijas cada centímetro del mármol. Repasaba cada arista hasta dulcificarla. En sus febriles tardes, sus sentimientos bullían quemándole los ojos, envidriados de aguantar tanta calentura. En una semana se consumió. Una tarde perdió el conocimiento, y en su ensoñación vio a cientos de palomas blancas revoloteando sobre su cuerpo desnudo y a
Passionata
picoteándole el pecho carcomido. Volvió en sí bañada de sudores. Sentía que se quemaba por dentro, y en cambio su piel se helaba a los treinta y ocho grados que soportaba a pleno sol. No le dijo nada a Epifanio, pues no quería parar hasta no concluir su llamarada.

Garmendia del Viento recibió a Martín Amador en medio de la sequía más grande que había vivido en veinte años. Todo parecía más desteñido; hasta las palmeras habían palidecido. Sus fachadas multicolores se veían cansadas y viejas. Viéndolas, a Martín se le ocurrió que los años también habían pasado por el cuerpo de su ciudad; en su ausencia, Garmendia se había arrugado.

Sólo llegar al hotel, después de casi dos días de viaje entre escalas y tiempos muertos de aeropuerto, se pegó una gran ducha y salió a desandar sus pasos. Se sentía extraño, recorriendo las callejuelas adoquinadas. Estaba feliz de haber regresado; dejó que todas las sensaciones le abrazaran. No se había dado cuenta hasta ahora de cuánto había amado esa ciudad. Todo le deslumbraba. Saludaba palenqueras, floristas, pintores, estatuas vivientes, ancianos y cuanto ser se cruzaba en su camino. Cómo había añorado su olor oxidado de salitre y mojarra frita; nunca se había imaginado lo muerto que había llegado a estar viviendo lejos de su patria. Era como si hubiese hibernado sus últimos diez años; como si en ese tiempo hubiera almacenado toda su energía para activarla ahora. Caminando se sentía con fuerzas de alcanzar lo que había venido a buscar. Toda su energía impulsaba su corazón.

A pesar del cansancio que llevaba dentro, Martín atravesó la gran bahía a pie. Picó, en los portales de las murallas, una arepa de huevo que a su viejo paladar le costó reconocer y dio cuatro sorbos a un salpicón de frutas. Las campanas volvían a saludarle como cuando era niño. Las gaviotas sobrevolaban sobre él, acompañándole con familiaridad. Volvía a estar en su casa.

Atravesó la Calle de las Angustias y se detuvo un momento frente al número 84; lo había hecho adrede para poner a prueba su sentir. Comprobó que lo vivido con Estrella había pasado a su desmemoria con la dignidad que ahora su madurez le otorgaba; había asumido su tremenda equivocación y se había perdonado; gracias a aquella historia desacertada, él había crecido. Siguió su camino. Se paró en la vinería del negro Cesáreo, que ahora lucía en su cabeza una corona de algodones: sus pelos de alambre se habían decolorado; como la ciudad, pensó Martín. Era la primera persona conocida que se encontraba. Se estrecharon en saludos y el viejo negro terminó brindando con él por su regreso con un gran trago de Tres Esquinas, que a Martín le quemó el esófago. Se despidió del mulato prometiendo volver.

Cuando estuvo delante del taller de su amigo, de pronto le invadió un temor... ¿y si ya no vivía allí?; espantó su miedo haciendo sonar la pesada aldaba. Dejó pasar unos minutos, y al ver que nadie le abría insistió. Finalmente, un calvo enfundado en un mono manchado de pintura le abrió. Era Antonio, que ahora llevaba la cabeza como bola de billar. Sólo verlo, Antonio exclamó un grito de alegría revuelto de reproches, maldiciones, carajos y mentadas de madre. Se abrazaron largo rato, y después de preguntar formalmente por Alberta y de alegrarse porque siguieran juntos, Martín no pudo aguantarse más y preguntó por Fiamma.

El rostro de Antonio se ensombreció y se quedó en silencio. Todavía estaban en la puerta; cogiendo a Martín por el brazo y sin decirle nada, le fue guiando por el pasillo hasta el salón. Allí le hizo sentar, le ofreció un whisky mientras él se servía otro, y al ver que Martín no quería, le obligó a recibirlo.

Lo primero que Martín Amador pensó, al ver el silencio sepulcral de Antonio, era que Fiamma se había vuelto a casar; la ilusión que le había devuelto a Garmendia del Viento pasaba porque Fiamma estuviera libre. Recibió el vaso que su amigo le ofreció, y con la mirada suplicante buscó en sus ojos la respuesta; esperaba anhelante a que su amigo hablara, pero al viejo pintor le costaba abordar el tema. Finalmente, tomando toda la fuerza del whisky bebido de un solo trago, Antonio empezó a hablar.

Con la voz más enlutada que podía poner, fue desvelándole la trágica noticia. Le dijo que después de la partida de él y Estrella a Italia, Fiamma dei Fiori no había querido hablar prácticamente con nadie. Le contó que incluso había rechazado hablar con Alberta, suplicándole que necesitaba un tiempo para ella; por averiguaciones posteriores, se habían enterado que una tarde había abandonado intempestivamente su trabajo como sicóloga y había marchado a la India, donde, según datos de la compañía de aviación había permanecido cinco meses. A partir de allí nadie más había vuelto a saber nada de ella. Le dijo que durante años su familia la había buscado sin descanso, concluyendo tristemente que Fiamma dei Fiori había muerto. Hacía cinco años había asistido a su funeral.

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