De los amores negados (43 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

Martín escuchaba sin dar crédito a lo que su amigo le contaba... Le había entrado una fatiga profunda. Había envejecido mil años en un segundo; un vacío con filo de puñal empezaba a abrirle un surco en el corazón. Un agujero negro por el que fueron cayendo en picado sus sueños e ilusiones recién nacidos. ¡Fiamma muerta!... Su mente no podía digerir esas palabras. Por primera vez Martín Amador supo lo que era el dolor. Le venía del fondo del alma como bola de fuego, queriendo escapar en un alarido que no podía brotar de su boca, muda por el espanto.

Las imágenes de Fiamma fueron desfilando desordenadas, enredándose en el nudo de lágrimas atado a su garganta que empezó a ahogarle de tristeza. Sin poder aguantar, Martín lanzó el grito mudo más desgarrador que se había escuchado nunca en Garmendia del Viento. Durante una larga hora lloró y lloró, a veces sollozando en aúllos, a veces gimiendo quedo. Lloró todas las lágrimas que desde niño tenía retenidas. Lloró por ella, por él, por los hijos que no había tenido, por los años malgastados, por su equivocación, por su vida, por tanto amor desperdiciado... por tanto tiempo muerto... Sin pronunciar vocablo, Antonio permaneció a su lado hasta que la noche les cubrió de sombras.

Era noche despejada de luna azul y en Roncal del Sueño una llama brillaba en lo alto del monte. Fiamma acariciaba su creación con orgullo de madre parturienta. Le había pedido a Epifanio que le ayudara a subir, pues se encontraba muy cansada, ya que se había empeñado en acabar la obra esa tarde. Quería contemplar la luna llena desde la llama terminada; el astro se reflejaba en ella, nítido. Parecía un hermoso lunar de plata sobre el fuego ardiente.

Hacía dos días que los mareos se le habían intensificado y las fiebres ahora eran constantes; los últimos dos días había tenido fuertes cólicos y dos alarmantes episodios de vómitos con sangre. Le costaba entender que estaba muy enferma. Dado su aislamiento, desconocía por completo que se había infectado con el virulento brote de dengue hemorrágico que corría por el pueblo vecino, al que las autoridades habían decretado en cuarentena.

A la menopausia, que había empezado a manifestársele hacía meses, incorporó los síntomas del desastroso dengue, creyendo que todo era lo mismo. Había ocultado a Epifanio sus últimos malestares, evadiendo tener que desplazarse a la civilización y terminar haciendo cola en alguna odiada sala de urgencias. Todavía le acompañaba aquella aversión de infancia.

Ese anochecer, volvía a soplar el viento y Fiamma se encontraba feliz. Le parecía que nunca en toda su vida había contemplado una luna más grande. Se sentía en paz consigo misma; como si ya lo hubiera hecho todo en la vida; en un estado de levedad interior que la elevaba. Una sola cosa le quedaba pendiente: saber de Martín. No le guardaba ni un ápice de rencor. Sólo quería saber si era feliz. Ni siquiera acariciaba la idea de volver con él. Aún lo amaba, pero con amor desprendido, aquel que había aprendido de su madre.

Últimamente dormía muy poco y soñaba mucho. En sus horas de desvelo, acostumbraba repasar su existencia. En términos generales, sentía que lo había hecho todo. Daba gracias a la vida por haberle enseñado a disfrutar de cada amanecer. Sentía sus sentidos florecidos. Había aceptado el devenir de sus días y, salvo obstinarse en acabar sus esculturas, dejaba que todo fluyera sin resistirse a nada... sin forzar nada. Tenía un punto de melancolía del cual no había podido liberarse, y era no haber logrado la felicidad de pareja, a pesar de haber amado con locura a su marido; aunque con todo lo bello que había recibido en sus últimos años, ese dolor se le había convertido en una sombra llevadera que ya no pesaba. No esperaba nada de nadie. Sólo quería esculpir y esculpir por el resto de sus días. Algunas veces añoraba a sus hermanas, pero sabía que nunca entenderían su cambio de vida, y prefería recordarlas en sus ingenuos juegos de niñez. No tenía ganas de pelearse con nadie ni convencer de nada. Le fascinaba esa paz que respiraba en Roncal del Sueño. Muchas noches se había soñado que lo que estaba viviendo en verdad era un sueño; que despertaría en su cama de la Calle de las Almas, en otro día repetido, recogiendo fuerzas aburridas para escuchar a la decena de pacientes que la esperaban, adornadas de problemas y ropas de marca; cuando amanecía, se sentía feliz del rumbo que había dado a su vida. Vivía en una verdad floreciente. Aplicaba cada día las enseñanzas aprendidas de Libertad, la misteriosa mujer occidental de su ya lejano viaje a la India.

Esa noche, contemplando su obra terminada, sintió unas ganas impostergables de bailar. Llevaba años sin hacerlo. Quería que la luna y el viento acariciaran su cuerpo. Pensó que tal vez la luna lunera la llamaba. Le pidió a Epifanio que la dejara sola, y en aquella cima, vestida de blanco puro y acompañada por la azulada luz, fue tarareando el primer bolero que había bailado con Martín... Hablaba del mar y de las olas... Cerró los ojos y empezó a girar en círculos alrededor de su escultura. Abrió los brazos soñando que abrazaba el cuerpo de Martín, y sumergida en esa ensoñación amorosa, giró y giró hasta perderse en vuelos; se veía llena de juventud y dicha, hundida en el perfumado pecho de un Martín treintañero enamorado; cantando y riendo mientras él, embelesado, besaba su risa; en ese estado, su cuerpo fue percibiendo el calor ardiente de fogata encendida. No supo en qué momento empezó a caminar descalza sobre unas llamaradas que ya no le quemaban... Su cuerpo era ligero... Un fuego espeso, tibio y líquido la fue bañando poco a poco hasta diluirla... Después quedó flotando sobre la nada blanca.

Epifanio encontró el apagado cuerpo de Fiamma dei Fiori bañado de luna sobre un charco de sangre. Desesperado, y sin entender nada, puso su oído de mulato ingenuo en el ensangrentado pecho de aquella mujer a la que había amado más que a su propia madre, pero sólo escuchó los aullidos del viento.

 

Epílogo

Las playas de Garmendia del Viento estaban inundadas de cometas de largas colas, que el viento hacía bailar en un ballet aéreo pausado y cadencioso.

Después de muchos años, volvían a soplar vientos tranquilos. La vieja ciudad había aguantado estoica diez largos y cansados años de inestabilidades meteorológicas.

Dos meses después de la trágica noticia, Martín Amador todavía se relamía la herida abierta. No podía asumir la muerte de Fiamma dei Fiori. Solía pasar las tardes con la mirada perdida en el horizonte, garabateando poemas doloridos hasta que el sol se sumergía en el mar ahogándose de sal, borracho en rojos.

Recordaba con nitidez palabras pronunciadas por Fiamma en sus paseos. Observando la danza de las cometas en el cielo se acordó de lo que ella le había dicho una tarde. Que las cometas eran el alma de personas desaparecidas que se quedaban en el aire vivitas y coleando. Pensó que Fiamma seguiría viva mientras él la llevara en su corazón... y ahora sabía que eso sería para siempre. No dejaría morir su recuerdo.

Observaría las olas, para encontrar en ellas sus carcajadas blancas.

Se bañaría en los espumarajos del mar, para empaparse de su risa.

Buscaría, en alturas de algodones, elefantes, delfines, conejos y rostros, y cada vez que encontrara uno de ellos en el cielo celebraría con nubes su recuerdo.

Recogería de nuevo caracolas, pero no sería su mano huérfana la que levantara los nácares, sino una mano doble indivisible, la de los dos unidos por la sombra del tiempo.

Volvería a coleccionar las doce lunas llenas, y con ellas haría un fino collar para su cuello. Escucharía la lluvia, miraría las gaviotas, reseguiría el borde de las piedras para que éstas le hablaran en silencio. Buscaría en los tejados musgos florecidos de chiribitas. Escucharía sus sonatas favoritas de Beethoven y Mozart mientras bebía a su nombre margaritas. Ella estaría con él en sus sudores, trabajos y cansancios. En lo que le quedara de vida escribiría la historia de sus vidas tan perdidas.

Martín iba amasando recuerdos, repasando con sus pies sublimes momentos de su viejo pasado.

Llevaba cuatro sábados subiendo en las mañanas a los acantilados, donde tantas veces Fiamma se había recluido en soledades; recordó que, al principio, esos paseos los habían hecho juntos; descubrieron ese hermoso lugar una mañana, y ella, con su arrebatada alegría y su melena al viento, se había desnudado rogándole que se lanzaran al mar desnudos, pero su falso recato de seminarista le había frenado y Fiamma se había sentido avergonzada y fuera de lugar. Ahora entendía su júbilo espontáneo. Fiamma amaba vivir. Martín pensaba en las paradojas de la vida; aquello que tanto había amado en ella al conocerla, era lo que él más le había criticado tiempo después.

Estando sobre la gran roca donde Fiamma meditó tantas veces, Martín tomó la decisión de ir a la Calle de las Almas. Desde la tarde en que había hecho su maleta para irse a vivir con Estrella, de eso hacía más de diez años, no había vuelto a acercarse al piso que había sido su hogar. Tenía miedo de enfrentarse a su pasado, ahora, irremediable.

Esa misma mañana cruzó Garmendia del Viento cargando a cuestas la pesadez del miedo y la añoranza. Había adelgazado mucho y sus ojos tristes marcaban la huella de su pena. Derrotado y sin levantar los hombros, recorrió las murallas y se adentró en las viejas callejuelas. El suelo estaba dorado por las flores ocres de los lluviadeoros florecidos. Los graznidos de una gaviota le obligaron a levantar los ojos al cielo. Una luna despistada nadaba en el límpido azul del mediodía, pero Martín ya no encontraba en ella poesía. Se estaba secando por fuera y lo que era peor, por dentro.

Durante dos largas horas caminó hasta llegar al viejo portal de su casa, plantándose frente a ella, indefenso.

No sabía exactamente qué venía a buscar. Tal vez su alma se había quedado atrapada en aquellas paredes. Tal vez necesitaba empaparse de recuerdos para seguir viviendo. Le dolía cada día que amanecía.

Subió con pesadez las escaleras de hierro retorcido de la vieja casa, y al llegar al rellano del último piso se quedó lívido. Lo que vio le inundó de tristeza.

Las arañas habían tejido un vestido grisáceo, cubriendo la totalidad de la entrada de su casa con el traje impasible del abandono. Parecía que nadie hubiera subido hasta allí desde hacía siglos.

Todo estaba igual, pero muerto. Hasta lo inerte se moría, pensó Martín adolorido. Sólo observar la puerta le vino a la memoria el día en que la pintaron; el bello rostro sonrosado de Fiamma manchado de pintura. Era ella quien se había empeñado en darle aquel tono azul subido. Decía que esa era la portada al cielo. Nunca habían repasado la pintura, pues el color con los años se había ido diluyendo formando aguadas de olas fascinantes, que ellos habían dejado de ver cuando se dejaron invadir de desamores.

Con sus manos, Martín liberó la entrada de aquel pegajoso telarañado ceniciento. La puerta seguía siendo bella en su vejez abandonada. Extrajo su pañuelo del bolsillo y limpió con él la cerradura. Estaba llena de una arena compacta. No sabía cómo abrirla, pues aquella lejana tarde que había hecho su maleta para irse a vivir con Estrella había abandonado sobre la cama su vieja llave, que acompañaba la nota de abogados.

Antonio le había dicho que nadie había puesto los pies allí desde que Fiamma había partido a la India, por respeto a su memoria.

Con las fuerzas que a sus sesenta años le quedaban, Martín Amador dejó caer de golpe su cuerpo sobre la puerta, pero no pudo abrirla. Volvió a intentarlo, y a fuerza de golpes y golpes se encontró de pronto tendido en el suelo de su casa. Levantó los ojos y paralizado e pena contempló su viejo hogar. El cuadro era desolador. Todo estaba cubierto de cenizas. Los muebles parecían espectros fantasmales; as sábanas, con las que Fiamma les había protegido del forzado desuso, estaban enmohecidas, manchadas de años olvidados. La maleza labia trepado por el balcón y se había filtrado por rendijas, aflojando bisagras y candados, atrapando esculturas y lámparas. El rosal azul era un zarzal reseco de espinas rotas. Todavía colgaban jirones de su hamaca. De toda la estancia emanaba un herrumbroso olor a sufrimiento. Era como si los objetos hubieran muerto llorando soledades; aquel lugar ahora era un cementerio de memorias. A Martín le costó incorporarse. Estaba entumecido de recuerdos. Intentó fijar la mirada en algún rincón, pero sus lágrimas le vendaron los ojos. Se quedó entado en el suelo, rodeado de malezas y silencio. Los papeles con los que Fiamma había forrado los ventanales colgaban desprendidos, rendidos y acartonados ante tanto sol chupado. Los cuadros harían caído devorados por la hiedra hambrienta. Las fotos de los dos, rebozadas de polvo y arena, todavía se aguantaban de pie sobre las mesas.

Martín Amador no estaba preparado para afrontar tanta desolación. De todos los rincones brotaban episodios vividos. Carcajadas y llantos. Discusiones y silencios. Cantos y música. Acercamientos amorosos y distanciamientos repentinos. Aquellas paredes habían presentado la rutina de sus días y noches y ahora, después de tantos años de mutismo, vomitaban con furia sobre él los ecos de su pasado.

No supo cuánto tiempo observó a través del prisma de sus lágrimas lo que le rodeaba. Fiamma no había tocado nada. Lo único que fallaba era aquel extraño cuadro de la camisa ensangrentada que ella se había empeñado en enmarcar. Había sido del funesto día en que había conocido a Estrella; imaginó el dolor que debió sentir su mujer al darse cuenta de su traición.

Se levantó despacio y fue directo a la mesa donde descansaba la foto de su boda. Le sacó como pudo los años de polvo hasta que aparecieron los rostros felices de los dos. Miraban a la cámara abiertos y confiados. Rebosantes de futuro por hacer, desbordando amor por los poros. La foto había sido tomada en la playa, con un mar de olas como telón de fondo. Vestían el traje de novios, con sus pies desnudos. Ella le había enseñado el placer de caminar descalzo sobre la arena mojada y abandonarse a las caricias de las olas. Ahora no podía vivir el mar de otra manera, ni la tierra, ni la hierba, ni el suelo. Sólo se calzaba para caminatas de ciudad.

Retiró la foto del marco y la acercó a su enjuto pecho, adentrándose por el pasillo hasta llegar a su habitación. Una enorme tela de araña cubría a modo de mosquitero la cama matrimonial. Martín abrió los armarios, y al hacerlo liberó una asombrosa nube blanquecina de polillas, que empezaron a revolotear enloquecidas, desprendiendo en sus aleteos un polvillo castaño nauseabundo. Las ropas estaban carcomidas por aquellas gruesas y repugnantes larvas.

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