De ratones y hombres (4 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

Pero la defensa del barrendero lo había tranquilizado.

—Entra y siéntate un minuto —invitó—. Ese perro es más viejo que el diablo.

—Sí. Lo tengo desde que era cachorro. Cielos, era un buen ovejero cuando era joven.

Apoyó la escoba contra la pared y se frotó con los nudillos la mejilla erizada de canas.

—¿Qué te pareció el patrón? —preguntó.

—Bastante bien. Parece buen tipo.

—Es un buen tipo —convino el viejo—. Hay que saberlo llevar.

En este momento entró en el barracón de los peones un hombre joven; un hombre joven y flaco, de cara tostada, ojos pardos y la cabeza llena de apretados rizos. En la mano izquierda llevaba puesto un guante de trabajo y, como el patrón, calzaba botas de tacón alto.

—¿Habéis visto a mi padre? —preguntó.

—Estuvo aquí hace un momento, Curley —repuso el barrendero—. Fue hacia la cocina, me parece.

—Veré si lo alcanzo —dijo Curley. Sus ojos recorrieron a los dos hombres nuevos y se detuvo. Miró fríamente a George y luego a Lennie. Sus brazos se doblaron gradualmente por los codos y sus manos se cerraron en dos puños. Tensó el cuerpo y asumió una actitud casi agazapada. Sus ojos eran a la vez calculadores y belicosos. Lennie se retorció bajo esa mirada y movió nerviosamente los pies. Curley se le acercó con paso cauteloso.

—¿Sois los peones que esperaba mi padre?

—Acabamos de llegar —contestó George.

—Deja que hable el grandullón.

Lennie se encogió, incómodo, y George dijo:

—¿Y si no quiere hablar?

Curley giró el cuerpo como si hubiera recibido un latigazo.

—Por Dios, tiene que contestar cuando se le habla. ¿Para qué te metes?

—Viajamos juntos —le respondió George fríamente.

—Ah, ¿conque es así?

George estaba tenso, inmóvil.

—Sí, es así.

Lennie miraba desconsolado a George esperando instrucciones.

—¿Y no dejas hablar al grandullón, verdad?

—Puede hablar, si le quiere decir algo. —Levemente, con un movimiento de cabeza, dio permiso a Lennie.

—Acabamos de llegar —se hizo eco Lennie, suavemente.

Curley le miró con fijeza.

—Bueno. La próxima vez contesta cuando te hable.

Se volvió hacia la puerta y se marchó, un poco doblados los codos aún.

George lo observó mientras se alejaba, y luego se volvió hacia el barrendero.

—Oye, ¿qué diablos le pasa a ese tipo? Lennie no le hizo nada.

El anciano miró cautelosamente a la puerta para asegurarse de que nadie le escuchaba.

—Es el hijo del patrón —contestó quedamente—. Es bastante peleón. Ha boxeado bastante. Es peso ligero, y bastante pendenciero.

—Está bien que sea peleón —reconoció George— pero no tiene por qué meterse con Lennie. Lennie no le hizo nada. ¿Qué tenía contra Lennie?

El barrendero reflexionó un momento.

—Bueno..., te diré. Curley es como muchos otros hombres pequeños. Odia a los grandullones. No hace más que buscar las cosquillas a los grandullones. Como si se enojara con ellos porque él no es grande. Habrás conocido tipos así, ¿verdad? Siempre buscando pendencia.

—Claro —repuso George—. He visto muchos. Pero este Curley haría bien en no meterse con Lennie. Lennie no es un tipo peleador, pero ese imbécil de Curley va a sentirlo mucho si se mete con Lennie.

—Bueno, Curley es muy pendenciero —repitió escépticamente el barrendero—. Nunca me pareció justo. Supongamos que Curley se pelea con un grandullón y le da una paliza. Todo el mundo dice que Curley es muy valiente. Y supongamos que vuelve a hacer lo mismo y el grandullón le da una paliza. Entonces todo el mundo dice que el grandullón debería pelearse con alguien de su tamaño y tal vez incluso lo vapulean entre todos. Nunca me pareció bien. Es como si Curley llevara siempre las de ganar.

George estaba vigilando la puerta. Con el tono de quien formula un presagio, dijo:

—Bueno, que se guarde de Lennie. Lennie no es un boxeador, pero es fuerte y rápido y no conoce leyes.

Se acercó a la mesa cuadrada y se sentó en uno de los cajones. Recogió algunos naipes y los barajó.

El viejo se sentó en otro cajón.

—No vayas a decirle a Curley nada de esto. Me mataría. A él no le importa nada. Nunca le van a pegar, porque su padre es el patrón.

George cortó el mazo de naipes y empezó a girar las cartas mirando cada una y arrojándola después en una pila.

—Este Curley —opinó— parece un buen hijo de perra. No me gustan los hombrecitos malos.

—Me parece que últimamente se ha puesto peor —añadió el barrendero—. Se casó hace un par de semanas. Su mujer vive en la casa del patrón. Parece que Curley es más gallito desde que se casó.

—Tal vez quiere lucirse ante su mujer.

El barrendero continuó hablando, una vez encontrado el gusto a sus chismes.

—¿Viste ese guante que tenía en la mano izquierda?

—Sí, lo vi.

—Bueno, ese guante está lleno de vaselina.

—¿Vaselina? ¿Por qué?

—Bueno, te diré... Curley dice que quiere tener esa mano suave para su mujer.

George estudió las cartas como absorto en ellas.

—Es una vergüenza que ande diciendo esas cosas —sentenció.

El viejo quedó tranquilo. Había obtenido de George una afirmación despectiva. Se sintió seguro ahora, y habló con mayor confianza.

—Espera a conocer a la mujer.

George cortó una y otra vez los naipes, y extendió un solitario, lentamente, con cuidado.

—¿Bonita? —preguntó como por casualidad.

—Sí. Bonita... pero...

George estudió sus naipes.

—Pero, ¿qué?

—Bueno..., anda buscando la ocasión.

—¿Sí? ¿Dos semanas de casada y anda buscando? Tal vez sea por eso que Curley está tan inquieto.

—Yo la he visto buscar a Slim. Slim es un mulero. Muy buen tipo. Slim no necesita botas de tacón alto para manejar mulas. Yo la he visto buscar a Slim. Curley no lo sabe. Y la he visto buscar a Carlson.

George fingió falta de interés.

El barrendero se incorporó de su asiento.

—¿Sabes qué creo? —George no respondió—. Bueno, creo que Curley se ha casado con una... una cualquiera.

—No es el primero —comentó George—. Muchos se han visto en la misma situación.

El anciano se movió hacia la puerta; su pobre perro levantó la cabeza y espió a su alrededor, y por fin se puso dolorosamente de pie para seguir al amo.

—Tengo que poner las palanganas para que se laven los muchachos. Las cuadrillas volverán dentro de poco. ¿Vais a cargar cebada?

—Sí.

—¿No le contarás a Curley nada de lo que te he dicho?

—No, ¡qué diablos!

—Bueno. Mírala bien, cuando la encuentres. Ya verás cómo es lo que yo digo.

El viejo atravesó el umbral hacia el sol brillante.

George tendió las cartas pensativamente, dio vueltas a los grupos de tres naipes. Puso cuatro cartas de bastos sobre el as. El cuadrado de sol alcanzaba ya el piso y a través de él zigzagueaban las moscas como chispas. Un sonido de tintineantes arneses y el crujido de ejes muy cargados llegó desde afuera. En la distancia se oyó una clara llamada.

—¡Peón de establooo! ¡Peóoooon! —Y luego—: ¿Dónde diablos está ese condenado negro?

George observó las perspectivas de su solitario; luego juntó las cartas y se volvió a Lennie. Lennie estaba tendido en su camastro, mirándole.

—¡Oye, Lennie! Eso no me gusta. Tengo miedo. Te vas a meter en un lío con ese Curley. He conocido a otros como él. Te estuvo probando. Ahora cree que le tienes miedo, y en cuanto se le presente el momento te va a dar un puñetazo.

Lennie, con el temor asomando a sus ojos, se quejó:

—No quiero líos. No le dejes que me pegue, George.

George se levantó, fue hasta el camastro de Lennie y se sentó.

—Me indignan esos tipos. He visto a muchos como él. Como bien dijo el viejo, Curley no lleva nunca las de perder. Siempre sale ganando. —Pensó un momento—. Si se mete contigo, Lennie, nos meterán en la cárcel. Puedes estar seguro. Es el hijo del patrón. Escucha, trata siempre de estar lejos de él, ¿oyes? No le hables nunca. Si se mete aquí, te vas al otro lado de la habitación. ¿Harás lo que te he dicho?

—No quiero líos —se lamentó Lennie—. Yo no le hice nada.

—Bueno, pero de nada te valdrá eso si Curley quiere hacerse el boxeador. Tienes que evitar que se meta contigo. ¿Te acordarás?

—Claro. No voy a decir ni media palabra.

Ahora era más fuerte el ruido de las cuadrillas que se acercaban: el estruendo de los grandes cascos en suelo duro, el rechinar de frenos y el tintineo de cadenas de tiro. Los hombres se llamaban unos a otros desde sus carros. George, sentado en el camastro junto a Lennie, frunció el ceño mientras pensaba. Éste preguntó tímidamente:

—¿No estás enojado, George?

—No estoy enojado contigo, no. Estoy enfadado por ese perro de Curley. Esperaba que podríamos reunir un poco de dinero..., tal vez cien dólares. —Su tono se hizo incisivo—. Tienes que mantenerte siempre lejos de Curley.

—Claro que sí, George. No voy a decir nada.

—No pelees, aunque te provoque... pero... si ese hijo de perra te da un puñetazo..., contéstale.

—¿Contestarle qué, George?

—Nada. No te preocupes. Ya te lo diré. Me dan rabia los tipos como ése. Escucha, Lennie: si te metes en un lío, ¿recuerdas lo que te dije que hicieras?

Lennie se incorporó apoyado en un codo. Su cara se contorsionó por el esfuerzo de pensar.

—Si me meto en un lío, no dejarás que cuide los conejos...

—No es eso lo que digo. ¿Recuerdas dónde dormimos anoche? ¿Junto al río?

—Sí. Me acuerdo. ¡Claro que me acuerdo! Tengo que ir allí y esconderme en el matorral.

—Quédate escondido hasta que llegue yo. No dejes que nadie te vea. Ocúltate en el matorral junto al río. Ahora, repítelo.

—Me escondo en el matorral junto al río, en el matorral junto al río.

—Si te metes en un lío.

—Si me meto en un lío.

Afuera chirrió un freno de carro. La llamada se repitió:

—¡Peón de establoooo! ¡Eh! ¡Peóoooon!

George dijo:

—Repítelo en voz baja, Lennie, hasta que no lo olvides.

Los dos hombres alzaron la vista porque se había cortado el rectángulo de sol en la puerta. Estaba allí, de pie, una mujer, mirando hacia adentro. De labios llenos, pintados, y ojos muy separados, intensamente maquillados. Llevaba las uñas pintadas de rojo. El cabello le colgaba en rizos largos, como salchichas. Llevaba un vestido de diario, de algodón, y chinelas rojas en cuyo empeine lucían ramilletes de rojas plumas de avestruz.

—Estoy buscando a Curley —dijo. Su voz tenía una cualidad nasal, quebradiza.

George retiró la vista de la mujer, y luego volvió a mirarla.

—Estuvo aquí hace un minuto, pero se fue.

—¡Oh!

Puso las manos detrás de la espalda y se apoyó contra el marco de la puerta de modo que las formas de su cuerpo se insinuaron a través de la ropa.

—¿Sois esos dos peones nuevos que acaban de llegar, eh?

—Sí.

Los ojos de Lennie recorrieron el cuerpo de la mujer y, aunque ella parecía no advertirlo, se irguió un poco. Mientras se miraba las uñas, explicó:

—A veces Curley está aquí dentro.

—Bueno, pero ahora no está —interrumpió George bruscamente.

—Si no está, creo que será mejor buscarlo en otra parte —se expresó juguetona la mujer.

Lennie la miraba, fascinado. George dijo:

—Si lo veo, le diré que usted lo andaba buscando.

Sonrió ella sutilmente y dobló el cuerpo.

—Nadie se va a enfadar porque lo busquen —se le ocurrió.

Detrás de ella se escucharon unos pasos que seguían de largo. La mujer volvió la cabeza.

—Hola, Slim —saludó.

La voz de Slim llegó desde fuera.

—Hola.

—Estoy buscando a Curley, Slim.

—Sí, pero no lo busca con muchas ganas. Acabo de verlo entrando en su casa.

La mujer pareció aprensiva de pronto.

—Hasta luego, muchachos —saludó hacia el interior del barracón, y se alejó a toda prisa.

George volvió la mirada hacia Lennie.

—Jesús, qué pieza —comentó—. Así que eso es lo que buscó Curley como mujer.

—Es bonita —abogó Lennie.

—Sí, y no intenta ocultarlo. Curley va a tener trabajo. Apuesto a que ella lo dejaría plantado por veinte dólares,

Lennie seguía mirando la puerta donde había estado la mujer.

—¡Dios, qué bonita!

Sonrió admirado. George le echó una rápida mirada, y luego lo cogió por una oreja y lo sacudió.

—Oye lo que te digo, imbécil —le espetó con fuerza—. No vayas a mirar siquiera a esa perra. No me importa lo que diga o lo que haga ella. Las he conocido peligrosas, pero jamás he visto veneno como ésta. Es un cebo para la cárcel. Déjala tranquila.

Lennie trató de liberar su oreja.

—Yo no hice nada, George.

—No, nada. Pero cuando estaba ahí en la puerta enseñando las piernas, tú no mirabas para otro lado, ¿eh?

—No quise hacer mal, George. De veras.

—Bueno, guárdate de ella, porque es una señal de peligro. Deja que Curley se las entienda solo. El mismo se tragó el anzuelo. Guante lleno de vaselina —agregó George asqueado—. Y apostaría a que come huevos crudos y encarga tónicos por carta.

Lennie exclamó de pronto:

—No me gusta este lugar, George. No es un buen sitio. Quiero irme de aquí.

—Tenemos que aguantar hasta que consigamos dinero. No podemos remediarlo, Lennie. Nos iremos tan pronto como podamos. Tampoco a mí me gusta esto. —Volvió a la mesa y colocó las cartas para un nuevo solitario—. No —insistió—. No me gusta. Ahora mismo me iría. En cuanto podamos juntar apenas unos dólares, nos iremos a río Americano a recoger oro. Allí podremos ganar un par de dólares por día, y quizás encontrar un depósito de pepitas.

Lennie se inclinó ansiosamente hacia él.

—Vamos, George. Salgamos de aquí ahora. Este sitio no es bueno.

—Tenemos que quedarnos —afirmó George secamente—. Cállate ahora. Los trabajadores llegarán de un momento a otro.

Del lavadero cercano llegaba el ruido de agua y de recipientes en movimiento. George estudió sus cartas.

—Tal vez tendríamos que lavarnos –dijo—. Pero no hemos hecho nada que ensucie.

Un hombre alto apareció en el umbral. Tenía un Stetson sujeto bajo el brazo, mientras se peinaba hacia atrás el cabello largo, negro, húmedo. Como los demás, vestía pantalones téjanos y una chaqueta corta de estameña. Cuando hubo terminado de peinarse entró en la habitación y se movió con una majestad que sólo logran la realeza y los maestros artífices. Era un mulero, el primero del rancho, capaz de conducir diez, dieciséis, incluso veinte mulas con una sola rienda hasta el canal de agua. Era capaz de matar una mosca posada en el anca de la mula de varas sin tocarle la piel. Había una gravedad en sus maneras y una calma tan profunda que toda charla se interrumpía cuando él hablaba. Tan grande era su autoridad, que se aceptaba como definitiva su opinión sobre cualquier tema, fuera de política o de amor. Éste era Slim, el mulero. Su cara enjuta no tenía edad. Podría contar treinta y cinco o cincuenta años. Su oído escuchaba más de lo que se le decía, y su palabra tarda tenía tonos ocultos, no de pensamiento sino de una comprensión más allá del pensamiento. Sus manos, grandes y delgadas, eran de movimientos tan delicados como los de una danzarina de templo.

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