George exclamó maravillado:
—Imaginaos que llega un circo al pueblo o que hay una fiesta, o un partido de pelota, o cualquier cosa.
El viejo Candy asintió silenciosamente, apreciando la idea.
—Pues iríamos y nada más —prosiguió George—. A nadie le pediríamos permiso. Diríamos «vamos al pueblo», e iríamos sin más. No tendríamos más que ordeñar la vaca y tirar un poco de comida a los pollos...
—Y poner un poco de hierba para los conejos —interrumpió Lennie—. Yo no me olvidaré nunca de darles de comer. ¿Cuándo podremos hacerlo, George?
—Dentro de un mes. Dentro de un mes, ni más ni menos. ¿Sabéis lo que voy a hacer? Voy a escribir a los viejos para decirles que les compraremos el campo. Y Candy les enviará cien dólares como paga y señal.
—Claro que sí —confirmó Candy—. ¿Hay una buena cocina?
—Claro. Hay un agradable fogón que funciona con carbón o leña.
—Yo voy a llevar mi cachorro —terció Lennie—. Apuesto a que le gustará estar allí, por Dios.
Unas voces se acercaban a la puerta.
—No se lo contéis a nadie —recomendó George rápidamente—. Lo sabremos nosotros tres y nadie más. Son capaces de echarnos para que no podamos juntar el dinero. Vamos a seguir actuando como si tuviéramos que cargar cebada el resto de la vida, y un día, de repente, cobraremos el sueldo y nos marcharemos.
Lennie y Candy asintieron, sonriendo con deleite.
—No se lo contéis a nadie... —repitió Lennie para sí.
—George —llamó Candy.
—¿Eh?
—Debería haber matado a ese perro yo mismo, George. No debí dejar que un extraño matara a mi perro.
Se abrió la puerta. Slim entró, seguido por Curley, Carlson y Whit. Slim tenía las manos negras de brea y el ceño fruncido de enojo. Curley lo seguía, pegado a un codo.
—Bueno, Slim —dijo Curley—, no quise decir nada malo. Sólo preguntaba.
—Bueno —contestó Slim—, ya ha preguntado demasiado. Me estoy hartando de tantas preguntas. Si no puede cuidar a esa condenada mujer, ¿qué quiere que haga yo? Déjeme en paz.
—Sólo intentaba decirte que no quise molestarte —insistió Curley—. Sólo creí que tal vez la habrías visto.
—¿Por qué no le manda que se quede en su casa, donde debería estar? —reprochó Carlson—. Si la deja andar entre los peones, no pasará mucho tiempo antes de que se encuentre en un buen apuro.
Curley giró velozmente sobre sus talones para mirar a Carlson.
—Tú no te metas en esto, a menos que quieras ir fuera.
Carlson rió.
—Usted es un condenado cobarde —repuso—. Quiso asustar a Slim, y no lo consiguió. Slim fue quien lo asustó a usted. Es más cobarde que un sapo. Me tiene sin cuidado que sea el mejor peso ligero del país. Métase conmigo y le arrancaré la cabeza a puntapiés.
Candy se sumó al ataque con alegría.
—¡Guante lleno de vaselina! —exclamó como asqueado.
Curley lo miró con rabia. Pero sus ojos pasaron sobre él y se fijaron en Lennie; y Lennie sonreía todavía del deleite imaginando los detalles de su próximo hogar.
Curley se acercó a Lennie como un perro ratonero.
—¿De qué diablos te ríes?
Lennie lo miró tontamente.
—¿Eh?
Entonces estalló la ira de Curley.
—Vamos, hijo de perra. Levántate. No voy a dejar que un hijo de mala madre, por grande que sea, se ría de mí. Te voy a enseñar quién es el cobarde.
Lennie miró a George con desespero, y luego se incorporó e intentó retroceder. Curley se balanceaba sobre sus pies, dispuesto ya. Castigó a Lennie con la izquierda, y luego descargó la derecha en su nariz. Lennie dio un grito de terror. Le brotó sangre de la nariz.
—George —gritó—. Dile que me deje en paz, George.
Retrocedió hasta quedar contra la pared, y Curley siguió, golpeándole el rostro. Lennie conservaba las manos a los costados; estaba demasiado aterrorizado para intentar defenderse.
George se había puesto de pie y gritaba:
—Dale, Lennie. No dejes que te pegue.
Lennie se cubrió la cara con sus enormes manos y chilló aterrorizado.
—Dile que pare, George.
Entonces Curley le atacó en el estómago, y le cortó la respiración.
Slim se irguió de un salto.
—El muy cobarde –gritó—. Ya me encargaré yo de él.
Pero George extendió una mano y contuvo a Slim.
—Espere un minuto —exclamó. Formó con las dos manos una bocina en torno a la boca y gritó:
—Golpéale, Lennie.
Lennie se quitó las manos de la cara y buscó a George con la mirada, y Curley le castigó los ojos. La enorme cara estaba cubierta de sangre. George gritó otra vez:
—Te dije que le dieras.
Curley estaba balanceando el puño cuando Lennie se lo tomó. Al instante Curley saltaba como un pez prendido de un anzuelo, perdido su puño en la gran mano de Lennie. George corrió a través del cuarto.
—Suéltalo, Lennie. Suéltalo.
Pero Lennie miraba horrorizado al vencido hombrecito a quien tenía en su poder. Le corría la sangre por la cara; tenía un ojo herido y cerrado por la hinchazón. George le pegó una y otra vez en la cara con la palma de la mano abierta, pero Lennie seguía apretando el puño prisionero. Curley estaba pálido y encogido ahora, y su forcejeo se había debilitado. Estaba llorando, perdido su puño en la manaza de Lennie.
George gritaba y gritaba.
—Suéltale la mano, Lennie. ¡Suelta! Slim, ven a ayudarme mientras todavía le quede algo de mano a ése.
De pronto Lennie aflojó la presión de su garra. Se quedó encogido, acobardado, junto a la pared.
—Tú me lo dijiste, George —se excusó lastimosamente.
Curley se sentó en el suelo, mirando con extrañeza su mano aplastada. Slim y Carlson se inclinaron sobre él. Luego Slim se enderezó y miró a Lennie horrorizado.
—Tenemos que llevarle a un médico. Me parece que tiene todos los huesos de la mano hechos pedazos.
—Yo no quise hacerle daño —lloriqueó Lennie—. No quise lastimarlo.
—Carlson —indicó Slim—, engancha el carro de las provisiones. Lo llevaremos a Soledad y haremos que lo curen.
Carlson salió de prisa. Slim se volvió hacia el lloroso Lennie.
—Tú no tuviste la culpa —dijo—. Ese tipo se la estaba buscando. Pero, ¡Jesús!, casi no le queda mano.
Slim salió y casi inmediatamente regresó con un cazo de lata lleno de agua. Lo acercó a la boca de Curley.
George preguntó:
—Slim, ¿nos echarán ahora? Necesitamos el dinero. ¿Nos echará el padre de Curley?
Slim sonrió con acritud. Se arrodilló junto a Curley.
—¿Le queda sentido bastante para escuchar?
Curley asintió.
—Bueno, escuche entonces —prosiguió Slim—. Me parece que se ha aplastado la mano en una máquina. Si no dice a nadie qué le ha pasado, nosotros no vamos a contarlo. Pero haga el menor comentario o intente echar a este hombre, nosotros contaremos lo que pasó, y ya verá cómo se reirán de usted.
—No voy a contarlo —consintió Curley evitando mirar a Lennie.
Resonaron afuera las ruedas de un carro. Slim ayudó a Curley a ponerse de pie.
—Vamos, pues. Carlson lo va a llevar a un médico.
Acompañó a Curley hasta la puerta. El ruido de las ruedas murió a lo lejos. Al cabo de un momento, Slim entró de nuevo en el cuarto. Miró a Lennie, agazapado todavía, lleno de temor, junto a la pared.
—Muéstrame las manos —pidió.
Lennie extendió las manos.
—Dios del cielo —exclamó Slim—, no me gustaría que te enfadaras conmigo.
—Lennie estaba asustado —interrumpió George—. Nada más. No sabía qué hacer. Ya te dije hoy que a nadie le conviene pelear con él. No, creo que se lo dije a Candy.
Candy asintió solemnemente.
—Así es. Esta misma mañana, cuando Curley se metió con tu amigo, me dijiste: «Mejor haría en no jugar con Lennie, si sabe lo que le conviene». Eso fue lo que dijiste.
George se volvió hacia Lennie.
—Tú no tienes la culpa, Lennie. No tienes por qué asustarte más. Hiciste sólo lo que te dije. Tal vez será mejor que vayas al lavadero y te limpies la cara. Estás horrible.
Lennie sonrió con su boca magullada.
—Yo no quise hacerle daño —dijo. Caminó hacia la puerta, pero antes de cruzarla se volvió—. ¿George?
—¿Qué te pasa?
—¿Podré cuidar los conejos todavía?
—Claro. No has hecho nada.
—No quise hacerle daño, George.
—Bueno, sal de una vez y lávate esa cara.
Crooks, el peón negro, tenía su camastro en el cuarto de los arneses, un pequeño cobertizo que sobresalía de la pared del granero. A un lado del cuartito había una ventana cuadrada, con cuatro vidrios, y en el extremo opuesto una estrecha puerta, hecha con tablas, que daba al granero. El camastro de Crooks era un largo cajón lleno de paja, sobre el cual estaban extendidas sus mantas. De unas clavijas fijadas a la pared, junto a la ventana, colgaban rotos arneses en trámite de ser arreglados y tiras de cuero nuevo. Bajo la misma ventana, una banqueta para las herramientas de talabartería, curvos cuchillos y agujas y ovillos de hebra de hilo, y un pequeño remachador de mano. Asimismo colgaban de las clavijas fragmentos de arneses, un collarín roto, que mostraba el relleno de crin, una pechera partida y una cadena de tiro con su forro de cuero también roto. Crooks tenía el cajón de manzanas que le servía de estante sobre el camastro, y en él se apilaban gran variedad de frascos de remedios, para él y para los caballos. Había latas de grasa para los arneses y una sucia lata de brea con su pincel asomando por el borde. Y dispersos por el piso muchos efectos personales; porque Crooks, por vivir solo, podía dejar sus cosas sin cuidado, y por ser peón del establo y lisiado, era más fijo que los demás en el rancho y había acumulado más posesiones de las que podía transportar al hombro.
Crooks era dueño de varios pares de zapatos, unas botas de goma, un gran reloj despertador y una escopeta de un cañón. Y tenía también varios libros: un maltrecho diccionario y un estropeado y roto ejemplar del código civil de California de 1905. Había unas revistas muy gastadas y algunos libros sucios en un estante especial sobre el camastro. De un clavo en la pared, sobre la cama, pendía un par de grandes anteojos con armazón de oro.
El cuarto estaba barrido y bastante limpio, porque Crooks era un hombre orgulloso, solitario. Guardaba las distancias, y exigía que los demás también lo hicieran. Su cuerpo estaba doblado hacia la izquierda a causa de una fractura de la columna vertebral, y sus ojos se ahondaban tanto en su cara, que por esa misma profundidad parecían resplandecer intensamente. Tenía el magro rostro surcado por hondas arrugas negras, y labios finos, estirados por el dolor, más pálidos que la cara.
Era sábado por la noche. A través de la puerta que daba al granero llegaba el sonido de caballos en movimiento, de patas agitadas, de dientes mordiendo el heno, del rechinar de las cadenas de los ronzales. En el cuarto del peón, una lamparilla eléctrica derramaba una escasa luz amarillenta.
Crooks estaba sentado en su camastro. Por atrás, los faldones de la camisa salían fuera de los pantalones. En una mano sostenía un frasco de linimento, y con la otra se frotaba la espalda. De vez en cuando vertía unas gotas de linimento en su mano de palma rosada y la metía bajo la camisa para volver a frotar. Encorvaba los músculos de la espalda y se estremecía.
Silenciosamente apareció Lennie por la puerta abierta y se detuvo allí mirando hacia adentro, bloqueando casi el hueco de la puerta con sus grandes hombros. En un primer momento, Crooks no le vio, pero al levantar la vista se quedó tieso y en su rostro apareció una expresión de enojo. Su mano, oculta bajo la camisa, apareció otra vez.
Lennie sonrió con expresión desventurada en un intento de demostrar amistad.
—No tiene derecho —exclamó bruscamente Crooks— a entrar en mi habitación. Ésta es mi habitación. Nadie excepto yo mismo tiene derecho a estar aquí.
Lennie tragó saliva y su sonrisa se hizo más aduladora.
—No hago nada. Sólo he venido a ver mi cachorro. Y entonces he visto luz aquí —explicó.
—Bueno, tengo derecho a encender la luz. Tiene que marcharse de mi cuarto. A mí no me dejan estar en el barracón y yo no le dejaré estar aquí.
—¿Por qué no le dejan estar allí? —preguntó Lennie.
—Porque soy negro. Allí juegan a las cartas, pero yo no puedo jugar porque soy negro. Dicen que huelo mal. Bueno, yo le digo que para mí todos ustedes tienen mal olor.
Lennie movió las grandes manos tristemente.
—Todos se han ido al pueblo —informó—. Slim y George y todos. George dice que tengo que quedarme aquí y no meterme en líos. Yo vi esta luz.
—Bueno, ¿qué quiere?
—Nada. Vi esta luz y creí que podría entrar un rato a sentarme.
Crooks miró fijamente a Lennie y estiró una mano hacia atrás; recogió los anteojos y los ajustó en las rosadas orejas, y volvió a mirar.
—No sé qué viene a hacer al pajar, de todos modos —se quejó—. Usted no tiene nada que ver con los caballos. Usted es cargador de sacos y no tiene por qué venir aquí. Nada tiene que hacer con los caballos.
—El perrito —repitió Lennie—. Vine a ver a mi perrito.
—Bueno, vaya a ver su perrito, entonces. No se meta donde no le llaman.
Lennie perdió su sonrisa. Avanzó un paso dentro de la habitación, pero luego recordó las instrucciones de George y retrocedió hasta la puerta.
—Los estuve mirando un poco. Slim dice que no debo acariciarlos demasiado.
—Bueno, pero no ha hecho más que sacarlos de la paja todo el tiempo. No sé cómo la perra no los lleva a otro sitio.
—Oh, la perra me deja. No le importa —dijo Lennie, que había entrado nuevamente en el cuarto.
Crooks frunció el ceño, pero la apaciguadora sonrisa de Lennie lo venció.
—Vamos, entre y siéntese un rato —invitó Crooks—. Ya que no quiere irse y dejarme tranquilo, puede sentarse. —Su tono era un poco más amistoso—. Todos los muchachos se fueron al pueblo, ¿eh?
—Todos menos el viejo Candy. Está ahí sentado en el cuarto grande, afilando el lápiz una y otra vez y haciendo cuentas.
Crooks se ajustó los anteojos.
—¿Cuentas? ¿Qué cuentas hace Candy?
Lennie gritó casi:
—Hace cuentas con los conejos.
—Usted está loco. Más loco que una cabra. ¿De qué conejos me está hablando?
—Los conejos que vamos a comprar; yo tengo que cuidarlos, y cortar la hierba y darles agua, y todo lo demás.