Deja en paz al diablo (33 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

—¿Señor Villani? —dijo Kim.

—Sí. —Su voz era seca e incolora.

—Soy Kim Corazon.

—Sí.

—Hablamos por teléfono…, le dije que vendríamos a preparar nuestra entrevista…

—Sí, lo recuerdo.

—Bueno… —Kim miró a su alrededor, un poco confundida—. ¿Dónde le gustaría…?

—Oh, sí. Pueden pasar a mi oficina. —Dio un paso atrás.

Gurney abrió una portezuela de vaivén en el murete y la sostuvo para que pasara la chica. No tenía muy buen aspecto, como los dos escritorios vacíos que había detrás. Fueron a una habitación sin ventanas, que tenía una gran mesa de caoba, cuatro sillas de respaldo recto y librerías en tres de las cuatro paredes. Las estanterías estaban llenas de volúmenes gruesos sobre contabilidad y legislación impositiva. El polvo, presente por todas partes, también se había apoderado de los libros. Olía a rancio.

La única iluminación procedía de una lámpara de escritorio situada en un rincón de la mesa. Había un fluorescente en el techo, pero estaba apagado. Cuando Kim examinó la sala en busca de lugares donde poner las cámaras, preguntó si podía encenderla.

Villani se encogió de hombros y le dio al interruptor. Después de una serie de destellos vacilantes, la luz se estabilizó. Se oyó un zumbido grave. El brillo fluorescente resaltó la palidez de la piel de Villani y las sombras de debajo de sus ojos. Había algo característicamente cadavérico en él.

Como había hecho en la cocina de Stone, Kim preparó las cámaras. Una vez que terminó, ella y Gurney se sentaron a un lado de la mesa de caoba, enfrente de Villani. Kim repitió, casi palabra por palabra, el discurso que le había soltado a Stone sobre los objetivos de informalidad, simplicidad y naturalidad, acerca de que pretendía que la entrevista se pareciera a una conversación que dos amigos podrían tener en su casa, relajada y sincera.

Villani no respondió.

Kim le dijo que podía contar cualquier cosa que quisiera.

El tipo no abrió la boca y se la quedó mirando.

La chica echó un vistazo a su alrededor, a aquel espacio claustrofóbico. La luz del techo solo había logrado aumentar la sensación de que estaban en un lugar verdaderamente inhóspito.

—Así pues —dijo Kim, que pareció darse cuenta de que tendría que esforzarse por sacarle las palabras a aquel hombre—, ¿este es su despacho principal?

Villani pareció considerarlo.

—El único despacho.

—¿Y sus socios? ¿Están… aquí?

—No. No hay socios.

—Pensaba que los nombres… Vickers y…

—Ese era el nombre de la empresa. Se formó como una sociedad. Yo era el socio principal. Luego… nos separamos. El nombre de la firma era una cuestión legal…, independiente de quién trabajara aquí. Nunca tuve energía para cambiarlo. —Habló despacio, como si luchara con la rigidez de sus propias palabras—. Es como algunas mujeres divorciadas que conservan sus apellidos de casadas. No sé por qué no lo cambié, ¿debería hacerlo? —No sonó a que quisiera una respuesta.

La sonrisa de Kim se tornó más tensa. Se movió en su asiento.

—Una pregunta rápida antes de ir más allá. ¿Debería llamarle Paul o prefiere que le llame señor Villani?

—Paul está bien —respondió él tras unos momentos de silencio casi sepulcral.

—Muy bien, Paul, vamos a empezar. Como le dije por teléfono, solo pretendo que tengamos una sencilla conversación sobre la vida que ha llevado después de la muerte de su padre. ¿Le parece bien?

—Claro —contestó Villani, después de otra pausa.

—Muy bien. ¿Desde cuándo es contable?

—Desde siempre.

—Concretamente, ¿cuántos años hace que se dedica a la contabilidad?

—¿Años? Desde la universidad. Tengo… cuarenta y cinco. Veintidós años cuando me licencié. Así pues, cuarenta y cinco menos veintidós es igual a veintitrés. Veintitrés años como contable. —Cerró los ojos.

—¿Paul?

—¿Sí?

—¿Se encuentra bien?

Abrió un ojo, luego el otro. —Acepté hacer esto, así que lo haré, pero me gustaría terminar pronto. He hablado de todo esto en terapia. Puedo darles las respuestas. Es solo que… no me gusta escuchar las preguntas. —Suspiró—. Leí su carta… Hablamos por teléfono… Sé lo que quiere. Quiere el antes y el después, ¿verdad? Vale. Le contaré el antes y el después. Le contaré la esencia del entonces y del ahora. —Soltó otro pequeño suspiro.

Gurney tuvo la impresión de que eran mineros atrapados en una cueva subterránea y que empezaba a faltarles el oxígeno: un pequeño recuerdo de una película que vio de niño.

Kim frunció el ceño.

—No estoy segura de entenderlo.

—He repasado todo esto en terapia —dijo Villani, esta vez con un tono de voz más elevado.

—Vale… y, por lo tanto…, usted…

—Por lo tanto, puedo darle las respuestas sin que tenga que formular las preguntas. Mejor para todos, ¿verdad?

—Me parece muy bien, Paul. Por favor, adelante.

Señaló a una de las cámaras.

—¿Está en marcha?

—Sí.

Villani cerró los ojos otra vez. Cuando empezó su relato, Gurney se fijó en que Kim empezaba a tener unos tics en los labios, aunque no sabía a qué respondían.

—No es que fuera una persona feliz, antes del… suceso. Nunca fui una persona feliz. Pero hubo un tiempo en que tenía esperanza. Creo que tenía esperanza. Algo parecido a la esperanza. Una sensación de que el futuro podría ser más brillante. Pero después del… suceso… esa sensación desapareció para siempre. El color en la imagen se perdió, todo era gris. ¿Lo comprende? Sin color. Una vez tuve la energía para construir un despacho profesional, para cultivar algo. —Articuló la palabra como si fuera un concepto extraño—. Clientes…, socios…, impulso. Más, mejor, mayor. Hasta que ocurrió aquello. —Se quedó en silencio.

—¿Aquello? —lo incitó Kim.

—El suceso. —Abrió los ojos—. Fue como si me empujaran desde el borde. No a un precipicio, solo… —Levantó la mano para imitar a un coche que llegara al vértice de una colina y luego se inclinara ligeramente hacia abajo—. Las cosas empezaron a ir mal. A desmoronarse. Punto por punto. El motor dejó de funcionar.

—¿Cuál era su situación familiar? —preguntó Kim.

—¿Situación? ¿Aparte del hecho de que mi padre estuviera muerto y mi madre en coma irreversible?

—Lo siento, debería haber sido más clara. Me refiero a si estaba casado o tenía alguna otra familia.

—Tenía esposa. Hasta que se cansó de que todo fuera cuesta abajo.

—¿Hijos?

—No. Por suerte. O quizá no por suerte. Todo el dinero de mis padres fue a parar a sus nietos, los hijos de mi hermana. —Villani sonrió, pero había amargura en la sonrisa—. ¿Sabe por qué? Tiene gracia. Mi hermana era una persona con muchos problemas, muy ansiosa. Sus dos hijos eran bipolares, TDAH, TOC, como lo quiera llamar. Así que mi padre… decide que yo estoy bien: soy el cuerdo de la familia. Ellos son los que necesitarán toda la ayuda posible.

—¿Está en contacto con su hermana?

—Mi hermana está muerta.

—Lo siento, Paul.

—Hace años. ¿Cinco? ¿Seis? Cáncer. Quizá morir no está tan mal.

—¿Qué le hace decir eso?

Una vez más, la sonrisa amarga, cerca de la tristeza.

—¿Lo ve? Preguntas. Preguntas. —Miró el tablero de la mesa como si estuviera tratando de distinguir la silueta de algo en un agua turbia—. La cuestión es que el dinero significaba mucho para mi padre. Era lo más importante. ¿Lo entiende?

Su tristeza se reflejó en los ojos de Kim.

—Sí.

—Mi terapeuta me explicó que la obsesión de mi padre por el dinero fue la razón de que yo me hiciera contable. Después de todo, ¿qué cuentan los contables? Cuentan dinero.

—Y cuando se lo dejó todo a la familia de su hermana…

Villani levantó la mano otra vez. Esta vez imitó el descenso lento de un coche hacia un valle profundo.

—La terapia te da toda esta comprensión, toda esta claridad, pero eso no siempre es bueno, ¿no le parece?

—No era una pregunta.

Media hora más tarde, pasar de la espantosa oficina de Paul Villani al soleado aparcamiento fue como salir de un cine oscuro a la luz del día: de un mundo a otro.

Kim suspiró.

—Uf. Ha sido…

—¿Deprimente? ¿Desolador?

—Solo triste. —Estaba casi temblando.

—¿Te has fijado en las fechas de las revistas de la recepción?

—No, ¿por qué?

—Eran todas de hace años. Y hablando de fechas, ¿te das cuenta de qué época del año es?

—¿Qué quieres decir?

—Estamos en la última semana de marzo. A menos de tres semanas del 15 de abril. Es el periodo del año en el que los contables suelen estar más ocupados.

—Vaya, tienes razón. Significa que no le quedan clientes. O no muchos. Entonces, ¿qué está haciendo aquí?

—Buena pregunta.

El camino de vuelta a Walnut Crossing les llevó casi dos horas. El sol estaba lo bastante bajo en el cielo para producir un brillo neblinoso en el parabrisas sucio de Gurney, lo que le recordó por tercera o cuarta vez en esa semana que no le quedaba líquido limpiaparabrisas. Más que la ausencia del líquido, le preocupó su mala memoria. Si no anotaba las cosas…

El teléfono interrumpió sus pensamientos. Le sorprendió ver el nombre de Hardwick en la pantalla.

—¿Sí, Jack?

—El primero era fácil. Pero no creas que eso reduce tu deuda.

Gurney recordó el favor que le había pedido esa mañana.

—¿El primero era la historia del señor Meese-Montague?

—En realidad más bien señor Montague-Meese, pero más sobre eso sin tardanza.

—¿Sin tardanza?

—Sí, sin tardanza. Una de las expresiones favoritas de William Shakespeare. Cuando quería decir «pronto» decía «sin tardanza». Estoy refinando mi estilo, así puedo hablar con mayor seguridad con capullos intelectuales como tú.

—Eso está muy bien, Jack. Estoy orgulloso de ti.

—Vale, es una primera entrega. Quizás haya más. El individuo del que estamos hablando nació el 29 de marzo de 1989 en el hospital Saint Luke de Nueva York.

—Ajá.

—¿Qué significa ese ajá?

—Que su cumpleaños es pasado mañana.

—¿Y eso qué coño significa?

—Es solo un hecho interesante. Continúa.

—En el certificado de nacimiento no figura el nombre del padre. Su madre, cuyo nombre, por cierto, era Marie Montague, entregó al pequeño en adopción.

—Así que el pequeño Robert fue en realidad un Montague antes de ser un Meese. Muy interesante.

—Y se pone aún más interesante. Casi de inmediato lo adoptó una acaudalada pareja de Pittsburgh: Gordon y Celia Meese. Resulta que él era asquerosamente rico, heredero de una fortuna de minas de carbón de los Apalaches. Adivina qué pasó después.

—Por cómo lo dices supongo que algo terrible.

—A los doce años, los Servicios Sociales retiraron la custodia de Robert a los Meese.

—¿Has podido averiguar por qué?

—No. Hay mucho hermetismo respecto al caso.

—¿Por qué no me sorprende? ¿Qué pasó después con Robert?

—Una historia fea. Una casa de acogida detrás de otra. Nadie quería quedárselo más de seis meses. Un jovencito difícil. Le han prescrito distintos fármacos por un trastorno generalizado de ansiedad, personalidad
borderline
y, este me encanta, trastorno explosivo intermitente.

—Supongo que no debería preguntarte cómo has tenido acceso a…

—Exacto. Así que no lo hagas. El resumen es que era un chico muy inseguro con graves problemas para relacionarse y que se dejaba dominar por la ira.

—Entonces, ¿cómo este dechado de estabilidad…?

—¿Terminó en la universidad? Sencillo. Oculto en esa mente jodida hay un coeficiente intelectual bestial. Y un coeficiente intelectual así, con un historial problemático, combinado con cero recursos económicos, es la fórmula mágica para que te concedan una beca completa. Desde que entró en la Universidad de Siracusa, Robert ha destacado en teatro y ha sido un desastre en todo lo demás. Se dice que es un actor nato. Lo suficientemente guapo para ser estrella de cine, fantástico en el escenario, capaz de parecer encantador, pero, sobre todo, es un tipo reservado. Hace poco se cambió el apellido, otra vez, de Meese a Montague. Durante unos meses vivió, supongo que ya lo sabes, con la pequeña Kimmy. Al parecer, terminaron mal. Ahora vive solo en una casa de alquiler de tres habitaciones, en una mansión victoriana de una bonita calle de Siracusa. No se sabe de dónde saca el dinero para pagar el alquiler, el coche…

—¿Algún trabajo?

—Nada. Por ahora, eso es todo. Si sale más mierda, te la tiraré encima.

—Te debo otra.

—En eso te doy la razón.

Gurney tenía tantas cosas en la cabeza que cuando Madeleine dijo esa noche, mientras tomaban café, lo espectacular que había sido la puesta de sol de hacía unas horas, no recordaba siquiera haber reparado en ella. En su mente solo tenía espacio para una masa de imágenes, personalidades y detalles inquietantes.

Por una parte, el hombre-huevo que horneaba galletas y no quería considerar a su todopoderosa madre como una víctima, una mujer que sacaba de quicio a la gente. Se preguntó si alguien le había contado que el lóbulo de la oreja de su madre, con aquel diamante, había aparecido en el arbusto de zumaque.

Paul Villani, un hombre que vio cómo su potentado padre había legado todo su dinero y todo su amor a otra gente. Un hombre cuya carrera perdió su significado, cuya vida se tornó gris, cuyos pensamientos eran sombríos y avinagrados, y cuyo lenguaje y porte, sin olvidar su oficina sin vida, se podían relacionar con una nota de suicidio.

«Dios… y si…»

Madeleine lo estaba observando a través de la mesa.

—¿Qué pasa?

—Solo estaba pensando en una de las personas que Kim y yo hemos visitado hoy.

—Ya veo.

—Estoy tratando de volver sobre lo que dijo. Parecía… muy deprimido.

La mirada de Madeleine se hizo más intensa.

—¿Qué dijo?

—Eso es lo que estoy intentando recordar. Es un comentario que hizo. Acababa de decirnos que su hermana estaba muerta. Luego dijo: «La muerte no está tan mal». Algo por el estilo.

—¿Nada más directo? ¿Expresó tener intención de hacer algo?

—No. Solo… una pesadez, una… ausencia de… No lo sé.

Madeleine parecía angustiada.

—El tipo de tu clínica, el paciente que se suicidó. ¿Fue concreto respecto a…?

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