Delta de Venus

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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

 

¿Erotismo? ¿O directamente y sin paños tibios, pornografía? En todo caso, pornografía o erotismo femeninos en los relatos de Delta de Venus, la sensualidad que se excita y estalla es la de la mujer, fuera de su tradicional rol pasivo. Anaïs Nin, cuyos Diarios han dado cruel, aguda y humorísticamente testimonio de una etapa decisiva de nuestra época, ensaya aquí un camino totalmente diferente: el Eros hembra, con toda su formidable potencia y sus elusivas formas, sale a luz en este libro directo y crudo, inocente y perverso, luminoso y sombrío. Escrito en 1940, por encargo de un millonario que pagaba a dólar la página, Delta de Venus no ha podido publicarse en inglés hasta hace pocos años, y desde entonces viene despertando vivas polémicas.

Anaïs Nin

Delta de Venus

ePUB v1.1

Kytano
13.07.11

Bruguera Libro Amigo 643

Título original: Delta of Venus

Traducción: Víctor Vega

© 1969 by Anaïs Nin

© 1977 by The Anaís Nin Trust by arrangement with Gunther Stuhlmann, author’s representative

© 1978 by Editorial Bruguera S. A.

7ª edición: Agosto de 1983

Diseño de cubierta: Mario Eskenazi

Edición digital de Elena Laura y Urijenny

Prólogo

Adaptado del Diario de Anaïs Nin, volumen III

(Abril de 1940)

Un coleccionista de libros ofreció a Henry Miller cien dólares mensuales para que escribiera cuentos eróticos. Era como un castigo dantesco condenar a Henry a escribir cuentos eróticos a dólar la página. Henry se negó, porque en aquel momento su humor era totalmente opuesto al rabelaisiano, porque escribir por encargo constituía una ocupación castradora, y porque escribir con alguien mirando por el ojo de la cerradura arrebataba toda espontaneidad y todo el placer a sus aventuras, plenas de imaginación.

(Diciembre de 1940)

Henry me habló del coleccionista. A veces almorzaban juntos. Le compró un original y luego le sugirió que escribiera algo para uno de sus viejos y ricos clientes. No podía decir mucho acerca de él, salvo que estaba interesado en los relatos eróticos.

Henry empezó alegremente, en broma. Inventó historias salvajes de las que nos reímos juntos. Se entregó a ello como si fuera un experimento; al principio le resultaba fácil, pero al cabo de poco se hartó. No quería usar el material que había planeado incluir en el libro en el que estaba trabajando, por lo que se vio condenado a forzar su inventiva y su talante.

Nunca recibió una palabra de agradecimiento de su extraño patrón. Podía ser natural que no quisiera revelar su identidad, pero Henry empezó a atosigar al coleccionista.

¿Existía realmente aquel patrón? ¿No irían destinadas aquellas páginas al propio coleccionista, para alegrarle su melancólica existencia? ¿Eran uno y otro una misma persona? Henry y yo discutimos este extremo largamente, hicimos conjeturas y nos divertimos.

En este punto, el coleccionista anunció que su cliente estaba a punto de llegar a Nueva York, y que Henry se reuniría con él. Pero la reunión nunca llegó a celebrarse. El coleccionista se mostraba pródigo en sus descripciones de cómo enviaba los originales por correo aéreo y de lo mucho que costaban, pequeños detalles para añadir realismo a sus proclamas en favor de la existencia de su cliente.

Un día quiso un ejemplar dedicado de
Black Spring
.

—Creí haberle entendido que él tenía ya todos mis libros firmados —objetó Henry.

—Es que ha perdido su ejemplar de
Black Spring
.

—¿A quién debo dedicarlo? —preguntó Henry, inocentemente.

—A un buen amigo; con eso bastará. Y firme con su nombre.

Pocas semanas más tarde, Henry necesitaba un ejemplar de
Black Spring
y no encontraba ninguno. Decidió pedir prestado el del coleccionista. Fue a su oficina, y la secretaria le rogó que esperase. Empezó a mirar los volúmenes de la librería y descubrió un ejemplar de
Black Spring
. Lo sacó y resultó ser el dedicado al «buen amigo».

Cuando llegó el coleccionista, Henry le habló del asunto, riendo. Con el mismo buen humor, el coleccionista explicó:

—¡Oh, sí! El viejo se impacientó tanto que le envié mi propio ejemplar mientras esperaba que usted me entregara el firmado, con el propósito de cambiárselo cuando él vuelva a Nueva York.

Al encontrarnos, Henry me dijo:

—Esto me huele peor que nunca.

Cuando preguntó qué opinaba el patrón de sus escritos, el coleccionista comentó:

—Oh, le gustan todos; todos son una maravilla. Pero prefiere la narración, o sea las historias, más que el análisis, que la filosofía.

Cuando Henry necesitó dinero para sus gastos de viaje, me sugirió que escribiera algo. Yo no deseaba vender nada genuino, y decidí crear una mezcla de relatos que había oído y de invenciones, haciéndola pasar por el diario de una mujer. Nunca me entrevisté con el coleccionista. El leería mis páginas y me daría a conocer su opinión. Hoy he recibido una llamada telefónica. Una voz ha dicho:

—Es bonito, pero déjese de poesía y de descripciones no relacionadas con el sexo.

Concéntrese en el sexo.

Así que empecé a escribir, cayendo en demasías y excesos de inventiva; exageré de tal manera, que pensé iba a darse cuenta de que estaba caricaturizando la sexualidad. Pero no hubo protesta. Pasé unos días en la biblioteca estudiando el
Kama Sutra
y oyendo de mis amigos las más osadas aventuras.

—Menos poesía —dijo la voz al teléfono—. Sea concreta.

Pero ¿fue para alguien una experiencia placentera leer una descripción clínica? ¿Acaso no sabía el anciano hasta qué punto las palabras aportan colores y sonidos a la carne?

Todas las mañanas, después del desayuno, me sentaba a escribir mi dosis de erotismo. Una mañana escribí: «Hubo una vez un aventurero húngaro...» Le atribuí muchas cualidades: apostura, elegancia, gracia, encanto, talento de actor, conocimiento de muchas lenguas, genio para la intriga, habilidad para salir con éxito de las dificultades y para rehuir la estabilidad y la responsabilidad.

Otra llamada telefónica:

-El viejo está complacido. Concéntrese en el sexo. Déjese de poesía.

Este fue el inicio de una epidemia de «diarios» eróticos. Todo el mundo se dedicaba a escribir sus experiencias sexuales, inventadas, oídas, tomadas de Krafft-Ebing y de libros de medicina. Manteníamos conversaciones cómicas. Uno contaba una historia, y los demás teníamos que decidir si era verdadera o falsa. O verosímil. ¿Lo era? Robert Duncan se ofreció a experimentar, a poner a prueba nuestras invenciones, a confirmar o negar nuestras fantasías. Todos necesitábamos dinero, así que explotamos en común nuestras historias.

Yo estaba segura de que el anciano lo desconocía todo acerca de las beatitudes, éxtasis y deslumbradoras reverberaciones de los encuentros sexuales. Su mensaje fue suprimir la poesía. El sexo clínico, desprovisto de todo el calor del amor —la orquestación de los sentidos: tacto, oído, vista, gusto, y todos los acompañamientos eufóricos, la música de fondo, los humores, la atmósfera, las variaciones—, le obligaba a recurrir a los afrodisíacos literarios.

Podíamos haber recogido los mejores secretos y contárselos, pero hubiera permanecido sordo a ellos. El día que alcanzara la saturación, le diría que casi nos había hecho perder el interés por la pasión, a causa de su manía por los gestos desprovistos de emociones, y hasta qué extremo abominábamos de él, pues a punto estuvo de hacernos formular voto de castidad al pretender arrebatarnos nuestro único afrodisíaco: la poesía.

Recibí cien dólares por mis relatos eróticos. Gonzalo tenía que ir al dentista, Helba necesitaba un espejo para su ballet, y Henry dinero para su viaje. Gonzalo me contó la historia del vasco y Bijou, y la escribí para el coleccionista.

(Febrero de 1941)

No he pagado la factura del teléfono. La red de dificultades económicas ha ido cerrándose sobre mí. A mi alrededor no hay nadie responsable, consciente de este naufragio. He escrito treinta páginas de relatos eróticos.

He recordado que no tengo un céntimo, y he telefoneado al coleccionista. ¿Ha tenido noticias de su rico cliente acerca del último original que le mandé? No, no las ha tenido, pero estaría dispuesto a quedarse con el último cuento que he escrito y a pagármelo. Henry tiene que ir al médico. Gonzalo necesita unas gafas. Robert vino con B. y me pidió dinero para ir al cine. El hollín acumulado en el travesaño de la ventana cayó sobre mis folios y sobre mi trabajo. Robert vino y se llevó mi caja de papel de escribir.

¿Estaba cansado el viejo de pornografía? ¿Iba a producirse un milagro? Empecé a imaginarle diciendo: «Déme todo lo que ella escriba; lo quiero todo, me gusta todo.

Le enviaré un gran regalo, un cheque por todo lo que ha escrito.»

Se me rompió la máquina de escribir. Con cien dólares en el bolsillo, recobré el optimismo.

—El coleccionista dice que desea mujeres simples, no intelectuales —le dije a Henry—, pero me invita a cenar.

Sentí que la caja de Pandora contenía los misterios de la sensualidad femenina, tan distinta de la masculina que el lenguaje de los hombres no resultaba adecuado para describirla. El lenguaje del sexo aún está por inventarse. El lenguaje de los sentidos tiene que explorarse. D. H. Lawrence empezó a dotar de instinto al lenguaje, trató de escapar de lo clínico, de lo científico, que sólo capta lo que siente el cuerpo.

(Octubre de 1941)

Cuándo Henry llegó, hizo varias observaciones contradictorias. Que podía vivir sin nada, que se sentiría muy bien si pudiera conseguir un empleo, que su integridad le impedía escribir guiones en Hollywood. Al final dije:

—¿Y qué hay de la integridad cuando se escriben relatos eróticos por dinero?

Henry se echó a reír, admitió la paradoja y las contradicciones, volvió a reírse y zanjó el tema.

Francia posee una elegante tradición en materia de literatura erótica. Cuando empecé a escribir para el coleccionista, pensé que aquí existía una tradición similar, pero no encontré nada en absoluto. Todo cuanto había visto era de pésima calidad, debido a escritores de segunda fila. Ninguno de categoría probó, al parecer, en el género erótico.

Le conté a George Barker cómo escribían Caresse Crosby, Robert, Virginia Admiral y otros. Hizo gala de su sentido del humor, aludiendo a la idea de que yo me convirtiera en la madama de aquella casa de prostitución literaria, de la que estaba excluida la vulgaridad.

—Yo pongo los folios y el papel carbón —expliqué, riendo—, entrego el original anónimamente y protejo el anonimato de todos.

George Barker consideró esto mucho más divertido e inspirador que pedir limosna, vivir de prestado o hacer de parásito de los amigos.

Reuní a varios poetas conmigo y escribimos hermosos relatos eróticos. Como se nos condenaba a centrarnos exclusivamente en la sensualidad, tuvimos violentas explosiones de poesía. Escribir relatos eróticos se convirtió en un camino hacia la santidad antes que hacia el libertinaje.

Harvey Breit, Robert Duncan, George Barker y Caresse Crosby, concentrando todos nuestro talento en un tour de force, suministrábamos al anciano tal cantidad de satisfacciones perversas, que nos mendigaba más.

Los homosexuales escribían como si fueran mujeres, los tímidos hablaban de orgías, y las frígidas de frenéticas hazañas. Los más poéticos se permitían tratar de auténtica bestialidad, y los más puros, de perversiones. Estábamos obsesionados por los maravillosos relatos que no podíamos contar. Nos sentábamos en círculo, imaginábamos al viejo, y hablábamos de lo mucho que lo odiábamos porque no nos permitía una fusión de sexualidad y sentimiento, de sensualidad y emoción.

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