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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

Delta de Venus (24 page)

Entonces con las dos manos, Bijou se abrió paso, separando la carne obscura de las nalgas de Viviane hasta que pudo deslizar entre ellas el pene. Viviane no se movió.

Permitió que Bijou empujara. De repente, dio una sacudida, como la coz de un caballo. Bijou, como para castigarla, se retiró. Pero el vasco vio ahora resplandecer el pene de goma, casi como uno real, todavía triunfalmente erecto.

Bijou reanudó su tortura. Tocó la boca de Viviane con el extremo del pene, y después sus orejas y su cuello, hasta que lo dejó descansar entre sus senos.

Viviane los juntó, el uno contra el otro, para sostener el miembro. Se movió para unirse al cuerpo de Bijou y restregarse contra ella, pero Bijou se mostraba evasiva ahora que su compañera se estaba poniendo salvaje. El hombre, inclinándose sobre ellas, empezó a manifestar inquietud. Quería arrojarse sobre las mujeres. Pese a que su rostro estaba sofocado, su compañera no se lo hubiera permitido.

De pronto, el vasco abrió la puerta y con una reverencia dijo:

—Buscabais a un hombre; aquí estoy.

Se deshizo de la ropa. Viviane lo contemplaba con agradecimiento y el vasco se dio cuenta de que estaba ardiente. Un par de virilidades la satisfarían más que aquella otra, atormentadora y huidiza. Se lanzó entre las dos mujeres. Mirara a donde mirase la pareja de extranjeros, ocurría algo que los cautivaba. Una mano separaba las nalgas de alguien y deslizaba un dedo inquisitivo. Una boca se cerraba sobre un pene saltarín y en posición de carga. Otra boca engullía un pezón. Los rostros eran cubiertos por senos o enterrados en vello púbico. Las piernas se cerraban sobre una mano escrutadora. Un reluciente y húmedo pene aparecía y se sumergía de nuevo en la carne. La piel marfileña y el cutis agitanado se ovillaban con el musculoso cuerpo del hombre.

Entonces sucedió algo extraño. Bijou yacía cuan larga era bajo el vasco, mientras que Viviane había sido abandonada por un momento. El vasco se hallaba a horcajadas sobre aquella mujer que florecía bajo él como una flor de invernadero, fragante, húmeda, con los ojos cargados de erotismo y los labios mojados; una mujer en plena floración, madura y voluptuosa. Su pene de goma aún permanecía erecto entre ellos, y el vasco fue presa de una rara sensación. Aquel miembro tocaba el suyo propio y defendía la abertura de la mujer como si fuera una lanza.

Ordenó, casi furioso:

—Quítate eso.

La muchacha deslizó sus manos hacia la espalda, desató el cinturón y apartó la verga de goma. Entonces, el vasco se arrojó sobre ella y Bijou, sin soltar el pene, lo sostuvo por encima de las nalgas del hombre, que ahora la penetraba. Cuando se incorporó para arremeter de nuevo, la joven empujó el falo de goma entre las nalgas del vasco. Este brincó como un animal salvaje y la atacó aún más furiosamente.

Cada vez que se alzaba, se veía atacado a su vez por detrás. Sintió los pechos de la mujer aplastados debajo de sí, apelotonándose bajo su propio pecho, el vientre marfileño tornándose más pesado bajo el suyo, las caderas contra las suyas, y la húmeda vagina engulléndolo. Y siempre que Bijou hundía el pene en su compañero, él no sólo sentía su propia excitación, sino también la de ella. Pensó que aquella sensación por partida doble acabaría volviéndole loco. Viviane, acostada, los observaba jadeando. Los dos extranjeros, vestidos aún, cayeron sobre ella y la acariciaron con frenesí, demasiado confusos en sus salvajes sensaciones como para buscar una abertura.

El vasco se deslizaba adelante y atrás. La cama se agitaba con sus sacudidas. El y Bijou se agarraban y se juntaban, llenando todas las curvas de sus cuerpos, y la máquina del voluptuoso cuerpo de Bijou manaba miel. Los estremecimientos se extendían desde la raíz de sus cabellos hasta las puntas de los dedos de los pies.

Estos se buscaban y se enredaban entre sí. Sus lenguas se proyectaban como pistilos. Las exclamaciones de Bijou ascendían ahora en espirales sin fin —ah, ah, ah, ah—, aumentando, expandiéndose, haciéndose más salvajes. El vasco respondía a cada grito tan sólo con una inmersión profunda. Prescindían de los cuerpos que se retorcían junto a ellos. Ahora el vasco podía poseer a Bijou hasta la aniquilación, aquella puta con un millar de tentáculos en su cuerpo que se tendía primero bajo él y luego encima y daba la impresión de hallarse por todas sus partes, con sus dedos yendo de acá para allá y con los senos metidos en la boca del vasco.

Bijou gritó como si la hubiera matado, y se recostó. El vasco se puso en pie, ebrio y ardiente con su lanza todavía erecta, roja e inflamada. Las ropas desordenadas de la extranjera le tentaron. No se veía su rostro, oculto por su falda subida. El hombre yacía sobre Viviane, en un cuerpo a cuerpo. La extranjera estaba tumbada sobre ambos, moviendo las piernas en el aire. El vasco tiró de ella por los pies, con el propósito de hacerla suya, pero la mujer dio un chillido y se puso en pie.

—Yo sólo quería mirar —dijo, arreglándose la ropa.

El hombre abandonó a Viviane y, desgreñados como estaban, se inclinaron ceremoniosamente y se marcharon a toda prisa.

Bijou estaba sentada, riéndose, con sus ojos rasgados largos y estrechos.

—Les hemos proporcionado un buen espectáculo —le dijo el vasco—. Ahora vístete y ven conmigo. Te voy a instalar en mi casa y te voy a pintar. Pagaré a Maman lo que quiera.

Y se la llevó a vivir con él.

Si Bijou había creído qué el vasco se la había llevado a su casa para tenerla sólo para él, pronto quedó desilusionada. La utilizaba como modelo casi continuamente, pero por la noche siempre tenía amigos suyos artistas a cenar, y Bijou hacía entonces de cocinera. Después de cenar, la mandaba tenderse en el diván del taller, mientras él conversaba con sus amigos. Se limitaba a mantenerla a su lado y a acariciarla. Los amigos no podían dejar de observar. La mano del vasco circundaba mecánicamente los maduros senos. Bijou no se movía; echada, adoptaba una postura lánguida. El tocaba la tela de su vestido apretado como si se tratara de su cutis. La mano valoraba, tentaba y acariciaba: ora describía un círculo sobre el vientre, ora, de pronto, hacía cosquillas que la obligaban a retorcerse. O bien el vasco abría el vestido, sacaba un pecho fuera y decía a sus amigos:

—¿Habéis visto alguna vez un pecho así? ¡Mirad!

Y ellos miraban. Uno fumaba, otro dibujaba a Bijou y un tercero hablaba, pero todos miraban. Contra el negro vestido, el seno, tan perfecto en sus contornos, poseía el color del viejo mármol marfileño. El vasco pellizcaba el pezón, que enrojecía.

Después cerraba el vestido de nuevo y tentaba a lo largo de las piernas, hasta que tocaba la prominencia de las ligas.

—¿No están demasiado apretadas? Déjame ver. ¿Te han dejado marca?

Levantaba la falda y, cuidadosamente, retiraba la liga. Cuando Bijou alzaba la pierna hacia él, los hombres podían ver las suaves y brillantes líneas del muslo más arriba de la media. Luego se cubría de nuevo y el vasco reanudaba sus caricias. Los ojos de Bijou se empañaban como si estuviera bebida, pero dado que ahora hacía el papel de mujer del vasco y se hallaba en compañía de los amigos de éste, cada vez que la descubría, luchaba por volver a cubrirse, ocultando sus secretos en los negros pliegues de su vestido.

Estiró las piernas y se quitó los zapatos. El fulgor erótico que despedían sus ojos, un fulgor que sus pesados párpados no lograban ensombrecer, atravesaba los cuerpos de los hombres como si fuera fuego.

En noches como aquélla, el vasco no pretendía procurarle placer, sino que se dedicaba a torturarla. No quedaba satisfecho hasta que los rostros de sus amigos se alteraban y se descomponían. Bajó la cremallera lateral del vestido de Bijou e introdujo su mano.

—Hoy no llevas bragas, Bijou.

Sus amigos podían ver su mano bajo el vestido, acariciando el vientre y descendiendo hacia las piernas. Entonces se paraba y retiraba la mano. Observaban esa mano salir del vestido negro y cerrar de nuevo la cremallera.

En cierta ocasión, el vasco pidió a uno de los pintores su pipa. La deslizó bajo la falda de Bijou y la colocó contra su sexo.

—Está caliente —dijo el vasco—. Caliente y suave.

Bijou apartó la pipa, pues no quería que los circunstantes se percataran de que las caricias del vasco la habían puesto húmeda. Pero la pipa, al salir, puso de manifiesto este detalle: estaba como si la hubieran sumergido en jugo de melocotón. El vasco se la devolvió a su dueño, que de este modo recibió un poco del olor sexual de Bijou.

Esta temía lo que el vasco pudiera inventar a continuación. Apretó las piernas. El vasco fumaba, y los tres amigos permanecían sentados alrededor de la cama, hablando despreocupadamente, como si los gestos de aquél nada tuvieran que ver con su conversación.

Uno de ellos hablaba de la pintora que llenaba las galerías con flores gigantescas que tenían los colores del arco iris.

—No son flores —explicó el fumador de pipa—, sino vulvas. Cualquiera puede verlo. Es su obsesión. Pinta una vulva del tamaño de una mujer adulta. Al principio tienen aspecto de pétalos, del corazón de una flor, pero uno acaba viendo los dos labios desiguales, la fina línea central, el borde de los labios, que, cuando están bien abiertos, parecen olas. ¿Qué clase de mujer puede ser. Exhibiendo siempre esa vulva gigante, desvaneciéndose sugestivamente, repitiéndose como una sucesión de túneles, yendo de una más ancha a otra menor y a la sombra de ésta, como si en realidad uno estuviera penetrando allí? Te hace sentir como si estuvieras ante esas algas que sólo se abren para absorber los alimentos que pueden captar; se abren con los mismos bordes ondulantes.

En aquel momento el vasco tuve una idea. Pidió a Bijou que le trajera la brocha de afeitar y la maquinilla. Bijou obedeció. Estaba contenta de tener una oportunidad de moverse y sacudirse el letargo erótico que las manos de su compañero habían tejido a su alrededor. Pero la mente del vasco estaba urdiendo algo. Tomó la brocha y el jabón que ella le dio y empezó a mezclar la espuma. Colocó una nueva hoja en la maquinilla y dijo a Bijou:

—Échate en la cama.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó—. Yo no tengo vello en las piernas.

—Ya lo sé. Enséñalas.

Bijou las extendió. Eran tan suaves que parecían haber sido pulimentadas. Relucían como alguna madera pálida y preciosa, muy abrillantada. No mostraban ningún vello, ni venas, ni asperezas, ni cicatrices ni defecto alguno. Los tres hombres se inclinaron sobre aquellas piernas. Como ella las agitara, el vasco las apretó contra sus pantalones. Luego levantó la falda; Bijou luchó por volverla a bajar.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó de nuevo.

El vasco apartó la falda y descubrió una mata de vello rizado tan espeso, que los tres hombres silbaron. Ella mantenía las piernas juntas, con los pies contra los pantalones del vasco, donde él experimentó de pronto una sensación de hormigueo, como si un centenar de insectos avanzaran sobre su sexo.

Pidió a los tres hombres que la sujetaran. Al principio, Bijou se retorció, hasta que se dio cuenta de que resultaba menos peligroso permanecer quieta, pues el vasco estaba afeitando cuidadosamente su vello púbico, empezando por los bordes, donde aparecía ralo y brillante sobre su vientre de terciopelo, que descendía en una suave curva. El vasco enjabonaba y luego afeitaba con cariño, retirando los pelos y el jabón con una toalla. Como las piernas estaban fuertemente apretadas, los hombres no podían ver más que vello, pero a medida que el vasco iba afeitando y alcanzaba el centro del triángulo, dejó al descubierto un monte, un suave promontorio. El contacto de la fría hoja agitó a Bijou, que se hallaba a medias furiosa, y a medias excitada, intentando ocultar su sexo, pero el afeitado reveló dónde aquella suavidad descendía en una fina línea curva. Reveló también el inicio de la abertura, la blanda y replegada piel que encerraba el clítoris, y el extremo de los labios, más intensamente coloreados. Quería huir, pero tenía miedo de que la cuchilla la hiriera.

Los tres hombres que la sostenían se inclinaron sobre ella para observar. Pensaron que el vasco se detendría allí. Pero él ordenó a Bijou que abriera las piernas. La muchacha agitó sus pies contra él, con lo que no hizo más que aumentar su excitación. El vasco repitió:

—Abre las piernas. Ahí abajo hay algunos pelos más.

Bijou tuvo que separar las piernas y el vasco empezó a afeitarla con cuidado. Allí el vello era otra vez ralo, delicadamente rizado a cada lado de la vulva.

Ahora todo quedaba expuesto: la boca, larga y vertical; una segunda boca que no se abría como la del rostro, sino que lo hacía sólo si su dueña empujaba un poco. Pero Bijou no empujaba, y los hombres sólo podían ver los dos labios cerrados, obstruyendo el camino.

—Ahora se parece a las pinturas de esa mujer, ¿verdad? —preguntó el vasco.

Pero en las pinturas la vulva estaba abierta, con los labios separados, mostrando el interior más pálido. Aquello Bijou no lo mostraba. Una vez afeitada, había vuelto a cerrar las piernas.

—Voy a hacer que las abras —dijo el vasco.

Tras enjuagar el jabón de la brocha, se dedicó a pasarla por los labios de la vulva arriba y abajo, suavemente. Al principio, Bijou se contrajo más aún. Las cabezas de los hombres, inclinadas, se iban acercando. El vasco, apretando las piernas de la joven contra su propia erección, pasó meticulosamente la brocha por la vulva y por el extremo del clítoris. Entonces, los huéspedes advirtieron que Bijou ya no podía contraer por más tiempo las nalgas y el sexo, pues conforme se movía la brocha, sus nalgas avanzaban un poco más y los labios de la vulva se abrían, al principio de manera imperceptible. La desnudez evidenciaba cada matiz de su movimiento.

Ahora los labios estaban abiertos y exhibían una segunda aura, una sombra pálida, y luego una tercera, mientras Bijou iba empujando, empujando, como si quisiera abrirse ella misma. Su vientre se movía a compás alzándose y descendiendo. El vasco se inclinó con más firmeza sobre sus piernas, que se contorsionaban.

—¡Para —suplicó Bijou—, para!

Los presentes pudieron observar la humedad que rezumaba de ella. Entonces el vasco se detuvo, pues no deseaba procurarle placer: lo reservaba para más tarde.

Bijou deseaba establecer una distinción entre su vida en el prostíbulo y su vida como compañera y modelo de un artista. Para el vasco, la única distinción radicaba en el número de hombres que la poseían. Pero le agradaba exhibirla para deleitar a sus visitantes. Les hacía asistir a su baño. A ellos, por su parte, les gustaba mirar cómo flotaban sus senos, cómo la prominencia de su vientre podía levantar el agua y cómo se excitaba ella misma al enjabonarse entre las piernas. Les gustaba también secar su cuerpo mojado. Pero si alguno de ellos intentaba ver a Bijou en privado y poseerla, el vasco se convertía en un demonio, en un hombre temible.

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