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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

Delta de Venus (20 page)

Viendo cómo se ofrecía Bijou, Elena se atrevió a tocar su voluptuoso cuerpo y a reseguir todos los contornos de sus abundantes curvas: un lecho de carne suave y firme como plumón, sin huesos, con aroma de sándalo y almizcle. Sus propios pezones se endurecieron al tocar los senos de Bijou. Cuando su mano recorrió la redondez de las nalgas, tropezó con la de Leila.

Leila empezó entonces a desnudarse, mostrando un pequeño y ligero corselete negro de raso, que sostenía sus medias mediante unas mínimas ligas negras. Sus muslos, finos y blancos, brillaban, mientras que sobre su sexo se proyectaba la sombra. Elena desató las ligas, para ver emerger las suaves piernas. Bijou, por su parte, se quitó el vestido por la cabeza y se inclinó hacia adelante para acabar de despojarse de él, exponiendo, mientras lo hacía, la plenitud de sus nalgas, los hoyuelos del final de la espina dorsal y la curva de su espalda. También Elena se despojó de su vestido: llevaba ropa interior negra, de encaje, calada por detrás y por delante, mostrando tan sólo los sombríos repliegues de sus secretos sexuales.

Bajo sus pies se extendía una gran piel blanca. Cayeron sobre ella, los tres cuerpos al mismo tiempo, moviéndose uno contra el otro, para sentir seno contra seno y vientre contra vientre. Dejaron de ser tres personas. Se convirtieron por completo en bocas y dedos y lenguas y sentidos. Sus bocas buscaban otra boca, un pezón o un clítoris. Yacían revueltas, moviéndose muy despacio. Se besaron hasta que ello se convirtió en una tortura y el cuerpo perdió el sosiego. Sus manos siempre hallaban carne rendida o una abertura. La piel sobre la que estaban acostadas desprendía un olor animal con el que se mezclaban los olores del sexo.

Elena buscó el cuerpo más pleno de Bijou. Leila se mostraba más agresiva. Tenía a Bijou tendida a su lado, con una pierna echada sobre su propio hombro, y besaba a la prostituta entre las piernas. De vez en cuando, Bijou se echaba hacia atrás lejos de los incisivos besos y mordiscos, y de aquella lengua, tan tiesa como un sexo de hombre.

Cuando se movía de esta manera, sus nalgas quedaban contra el rostro de Elena, que había estado complaciéndose con su forma y ahora introducía el dedo en la apretada y pequeña abertura. Allí podía sentir la contracción causada por los besos de Leila como si tocara la pared contra la cual Leila movía su lengua. Bijou, separándose de la lengua que la buscaba, se movió en torno al dedo que le procuraba placer. Su goce se expresaba en melodiosos murmullos y, de vez en cuando, como un salvaje en peligro, mostraba los dientes y trataba de morder a quien la estaba martirizando.

Cuando estuvo a punto de sentir el orgasmo y ya no podía defenderse de su propio placer, Leila dejó de besarla, abandonándola a medio camino de la cumbre de una sensación agudísima, al borde del delirio. Elena se había detenido en el mismo momento.

Ya sin control, como una loca magnífica, Bijou se lanzó sobre el cuerpo de Elena, separó sus piernas, se colocó entre ellas, pegó su sexo al de ella y se movió; se movió con desesperación. Como un hombre ahora, se arrojó contra ella, para sentir ambos sexos reunidos, soldados. Se detuvo cuando sintió llegar el placer para prolongarlo; cayó hacia atrás y abrió la boca sobre el pecho de Leila, sobre los ardientes pezones que estaban pidiendo ser acariciados.

Elena se hallaba también sumida en el frenesí que precede al orgasmo. Sintió una mano bajo ella, una mano contra la que podía restregarse. Deseaba hacerlo hasta lograr el orgasmo, pero también quería prolongar su placer. Cesó de moverse. La mano la persiguió. Se puso de pie y de nuevo la mano se desplazó hacia su sexo.

Entonces advirtió que Bijou estaba también de pie pegada a su espalda, jadeando.

Notó los pechos puntiagudos y el cosquilleo del vello púbico en su trasero. Bijou se restregaba contra ella y se deslizaba arriba y abajo, despacio, sabiendo que la fricción forzaría a Elena a volverse, para sentir sus senos, su sexo y su vientre.

Manos; manos por todas partes en seguida. Las afiladas uñas de Leila quemaban la parte más tierna del hombro de Elena entre el pecho y la axila; le hacían daño, pero se trataba de un dolor delicioso: la tigresa estaba agarrándola, despedazándola. El cuerpo de Elena ardía de tal forma que temió que un toque más desencadenara la explosión. Leila se dio cuenta y se separaron.

Las tres se acostaron en el diván. Dejaron de acariciarse y se miraron, admirando su desorden y contemplando la humedad que resplandecía a lo largo de sus hermosas piernas.

Pero no podían mantener sus manos apartadas unas de otras, y ahora Elena y Leila atacaron juntas a Bijou, con el propósito de obtener de ella la última sensación. Bijou fue rodeada, envuelta, cubierta, lamida, besada y enrollada de nuevo en la alfombra de piel, atormentada por un millón de manos y lenguas. Ahora imploraba que la satisficieran; abrió las piernas y trató de darse placer a sí misma por fricción contra los cuerpos de las otras. No se lo permitieron. Con lenguas y dedos, fisgaron en su interior, por detrás y por delante, deteniéndose en ocasiones para lamerse una a otra la lengua. Elena y Leila, boca con boca y lenguas enrolladas, sobre las piernas abiertas de Bijou. Esta se incorporaba para recibir un beso que acabara con su ansiedad, pero Elena y Leila, olvidándola, concentraban todas sus sensaciones en sus lenguas apasionadas. Bijou, impaciente, excitada hasta la locura, empezó a acariciarse, pero Leila y Elena apartaron su mano y cayeron sobre ella. El orgasmo de Bijou sobrevino como un exquisito tormento. A cada espasmo se movía como si la estuvieran apuñalando. Casi lloró porque terminara.

Sobre su cuerpo, tendido boca arriba, Elena y Leila reanudaron sus besos, mientras sus manos seguían su ebria búsqueda, penetrándolo todo, hasta que Elena gritó.

Los dedos de Leila habían encontrado su ritmo, y Elena se pegó a ella, esperando que el placer la invadiera, mientras que sus propias manos trataban de dar a Leila el mismo placer. Trataron de llegar al orgasmo al mismo tiempo, pero a Elena le sobrevino primero, y cayó hecha un ovillo, abandonando la mano de Leila, derribada por la violencia del placer. Leila cayó junto a ella, ofreciendo su sexo a la boca de Elena. Mientras ésta sentía que su placer se debilitaba, huía de ella, moría, ofreció a Leila su lengua, que aleteó en la boca del sexo hasta que Leila se contrajo y gimió.

Mordió la tierna carne de Leila. En el paroxismo de su placer, ésta no sintió los dientes allí enterrados.

Ahora comprendía Elena por qué los maridos españoles se niegan a iniciar a sus esposas en todas las posibilidades del amor: para evitar el riesgo de despertar en ellas una pasión insaciable. En lugar de quedar contenta y calmada con el amor de Pierre, se había vuelto más vulnerable. Cuanto más deseaba a Pierre, mayor era su ansia por otros amores. Le parecía que no tenía ningún interés por enraizar el amor, por convertirlo en algo fijo. Anhelaba tan sólo el momento de la pasión, viniera de quien viniese.

Ni siquiera quiso volver a ver a Leila. A quien quería ver era al escultor Jean, porque éste se hallaba ahora en el estado fogoso que a ella le gustaba. Anhelaba verse consumida por aquel fuego. «Estoy hablando casi como una santa —pensó—: arder de amor. Pero no de amor místico, sino como consecuencia de un arrollador encuentro sensual. Pierre ha despertado en mí a una mujer que no conozco; a una mujer insaciable.»

Casi como si hubiera obligado a su deseo a que se cumpliera, encontró a Jean, que la esperaba a la puerta de su casa. Como siempre, le llevaba un regalo en un paquete que sostenía torpemente. La forma de mover el cuerpo y el temblor de sus ojos cuando Elena se le acercaba traicionaban la fuerza de su deseo. Ella estaba ya poseída por su cuerpo y él se movía como si ya la hubiese penetrado.

—Nunca vienes a verme —dijo Jean en tono humilde—. Aún no has visto mi trabajo.

—Pues vamos ahora —repuso, y con paso ligero y danzante caminó a su lado.

Llegaron a una zona curiosa y solitaria de París, cerca de una de las puertas; una ciudad de cobertizos convertidos en estudios, junto a los hogares de los obreros. Allí vivía Jean, con estatuas en vez de muebles, estatuas de grandes dimensiones. Era inestable, cambiante, hipersensible, pero había creado algo sólido y vigoroso con sus temblorosas manos.

Las esculturas eran como monumentos, cinco veces el tamaño natural: las mujeres embarazadas, los hombres indolentes y sensuales, con manos y pies como raíces de árboles. Había un hombre y una mujer esculpidos tan cerca el uno del otro, que no podían advertirse las diferencias entre sus cuerpos. Los contornos estaban completamente soldados. Unidos por los genitales, se elevaban por encima de Elena y Jean.

A la sombra de esa estatua, avanzaron el uno hacia el otro, sin una palabra, sin una sonrisa. Incluso sus manos permanecieron quietas. Cuando se encontraron, Jean oprimió a Elena contra la estatua. No se besaron ni se tocaron con las manos; sólo entraron en contacto sus torsos, repitiendo en cálida carne humana la soldadura de los cuerpos de la estatua sobre ellos. Jean apretó sus genitales contra los de la joven, con un ritmo lento e hipnótico, como si de esta manera quisiera penetrar su cuerpo.

Se deslizó hacia abajo, como si fuera a arrodillarse a los pies de Elena, pero se puso de nuevo en pie, arrastrando consigo su vestido con la propia presión, hasta que terminó convertido en un abultado montón de tela bajo los brazos de la muchacha. Y de nuevo se apretó contra ella, moviéndose de vez en cuando de izquierda a derecha o viceversa, en ocasiones en círculos y en otras presionando con contenida violencia. Elena sintió el bulto de su deseo que frotaba, como si Jean estuviera encendiendo un fuego por fricción de dos piedras, provocando chispas cada vez que se movía, hasta que ella se deslizó hacia abajo en un sueño de sangre ardiendo.

Cayó hecha un ovillo, cogida entre las piernas de Jean, que ahora pretendía fijarla en esa postura, eternizarla, clavar su cuerpo con el vigoroso empuje de su abultada virilidad. Se movieron de nuevo, ella para ofrecer los más profundos recovecos de su feminidad y él para afirmar su unión. Elena se contrajo para sentir más intensamente su presencia, moviéndose con un gemido de goce insoportable, como si hubiera alcanzado el punto más vulnerable del cuerpo del joven.

Jean cerró los ojos para sentir aquella prolongación de su ser en la que se había concentrado toda su sangre y que yacía en la voluptuosa obscuridad de Elena. No pudo aguantar más así; empujó para invadirla, para llenar el fondo de sus entrañas con su sangre, y mientras ella le recibía, el pequeño conducto por el que él se desplazaba se cerró aún más a su alrededor, engullendo en su interior las esencias de su ser.

La estatua arrojó su sombra sobre su abrazo, que no se disolvía. Yacieron como si se hubiesen vuelto de piedra, sintiendo cómo la última gota de placer se alejaba de ellos. Elena ya estaba pensando en Pierre. Sabía que no iba a volver con Jean.

«Mañana sería menos hermoso», se dijo. Pensó, con temor supersticioso, que si permanecía con Jean, Pierre notaría la traición y la castigaría.

Esperaba ser castigada. De pie ante la puerta de Pierre, esperaba encontrar a Bijou en la cama con él, con las piernas completamente separadas. ¿Por qué Bijou? Porque Elena esperaba venganza de su propia traición.

Su corazón batió con furia al abrir la puerta. Pierre sonrió, inocente. ¿Pero es que era su propia sonrisa también inocente? Para cerciorarse, se miró en el espejo.

¿Esperaba acaso ver al demonio reflejado en sus ojos verdes?

Observó las arrugas en su falda y las motas de polvo en sus sandalias. Sintió que Pierre se daría cuenta, si hacían el amor, de que la esencia de Jean brotaba junto con su propia humedad. Eludió sus caricias y le sugirió que visitaran la casa de Balzac, en Passy.

Era una tarde de lluvia fina, con esa gris melancolía parisiense que recluía a las gentes en sus casas, que creaba una atmósfera erótica cuando caía como una techumbre sobre la ciudad, encerrándolo todo en un espacio sin tensiones, como en una alcoba. En todas partes, algún recordatorio de la vida erótica: una tienda medio escondida que exhibía ropa interior, ligas y botas negras; el caminar provocativo de la mujer parisiense; taxis transportando a amantes abrazados.

La casa de Balzac se alzaba al final de una calle en cuesta, en Passy, mirando al Sena. Primero tuvieron que llamar a la puerta de una casa de pisos, luego descender un tramo de peldaños que parecían conducir a la bodega, pero que se abrían a un jardín. Tuvieron que atravesarlo y llamar a otra puerta. Esta era la de la casa de Balzac, escondida en el jardín de un edificio de viviendas, una casa secreta y misteriosa, tan oculta y aislada en el corazón de París.

La mujer que abrió la puerta era como un fantasma del pasado: rostro, cabello y vestido ajados, pálidos. Vivir con los manuscritos de Balzac, con los cuadros y grabados de las mujeres a las que amó, con las primeras ediciones de sus libros, la había permeado de un pasado desvanecido y toda la sangre había huido de ella. Su voz era distante y fantasmal. Dormía en aquella casa llena de recuerdos muertos; también ella estaba muerta para el presente. Era como si cada noche yaciera en la tumba de Balzac, para dormir con él.

Los guió a través de las habitaciones, y por último a la parte trasera de la casa. Se dirigió a una trampa, deslizó sus largos y huesudos dedos a través de la argolla, y la levantó para que Elena y Pierre miraran. Daba a una escalerilla.

La trampa la había construido Balzac para que las mujeres que le visitaban pudieran escapar a la vigilancia o las sospechas de sus maridos. El también la usaba, para escapar de sus acuciantes acreedores. La escalerilla conducía a un sendero y luego a una puerta que se abría a una calle aislada que, a su vez, llevaba hasta el Sena.

Uno podía escapar antes de que la persona situada ante la puerta principal de la casa tuviera tiempo de atravesar la primera habitación.

A Elena y a Pierre, la trampa les evocó de tal modo el amor de Balzac por la vida, que operó como un afrodisíaco. Pierre le susurró:

—Me gustaría tomarte en el suelo, aquí mismo. La mujer fantasmal no oyó estas palabras, pronunciadas con la llaneza de un apache, pero captó la mirada que las acompañó. El ánimo de los visitantes no estaba en armonía con el carácter sagrado del lugar y los despidió a toda prisa.

El aliento de la muerte había azotado sus sentidos. Pierre llamó un taxi; una vez en el vehículo no pudo esperar. Hizo que Elena se sentara sobre él, dándole la espalda, con toda la longitud de su cuerpo contra el suyo, ocultándolo por completo. Le levantó la falda.

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