Delta de Venus (19 page)

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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

—¿Cómo es el amor de Leila? —preguntó.

—Es algo increíblemente maravilloso, Elena. Algo increíble. En primer lugar, siempre sabe lo que quiero, de qué humor estoy yo, qué deseo. Siempre se esmera. Cuando nos reunimos, me mira y sabe. Se toma mucho tiempo para hacer el amor. Te lleva a lugares maravillosos. Lo primero se trata de que el lugar sea maravilloso, dice. Una vez tuvimos que utilizar una habitación de hotel porque Mary ocupaba su apartamento. La lámpara era demasiado fuerte, por lo que la cubrió con su ropa interior. Antes que nada, acaricia los senos. Permanecemos horas besándonos tan sólo. Espera hasta que estemos embriagadas de tanto besar. Quiere que nos quitemos toda la ropa, y permanecemos acostadas pegada una a la otra, enrolladas, besándonos todavía. Se sienta sobre de mí, como si cabalgara, y se restrega contra mi cuerpo. Retrasa el orgasmo todo lo que puede. Hasta que la excitación resulta insoportable. ¡Cuánto tiempo haciendo el amor, Elena, y a qué ritmo tan sostenido! Te quedas con un hormigueo recorriéndote el cuerpo, y deseando más. —Tras una pausa añadió—: Hablamos de ti. Quería saber de tu vida amorosa. Le dije que te obsesionaba Pierre.

—¿Y qué dijo?

—Que nunca tuvo a Pierre más que por el amante de mujeres como la prostituta Bijou.

—¿Pierre amó a Bijou?

—Oh, sólo unos pocos días.

La imagen de Pierre haciendo el amor con la famosa Bijou borró la imagen de Leila haciendo el amor con Kay. Era aquél un día de celos. ¿Iba acaso el amor a convertirse en una larga sucesión de celos?

Todos los días aportaba nuevos detalles. Elena no podía negarse a oírlos. A través de ellos odió la feminidad de Kay y amó la masculinidad de Leila. Adivinaba la lucha de ésta para alcanzar la plenitud, y su derrota. Evocó a Leila poniéndose su camisa de seda, de hombre, y los gemelos de plata. Quería preguntarle a Kay qué clase de ropa interior usaba. Deseaba ver a Leila vistiéndose.

Elena pensó que de la misma forma que el homosexual masculino pasivo se convierte en la caricatura de una mujer para su compañero activo, las mujeres que se someten a un amor lésbico dominante caricaturizan las cualidades femeninas más frívolas. Kay así lo demostraba, exagerando sus caprichos y, en realidad, amándose a sí misma a través de Leila. Y, también, atormentando a Leila como nunca se hubiera atrevido a atormentar a un hombre. Adivinaba que la mujer que había en Leila iba a mostrarse indulgente.

Elena estaba segura de que Leila sufría a causa de la mediocridad de las mujeres con las que le era dado hacer el amor. La relación nunca podía resultar lo bastante gratificadora, marcada como estaba por el infantilismo. Kay llegaba comiendo dulces que se sacaba del bolsillo, como una colegiala. Hacía mohines, dudaba en un restaurante antes de pedir, y luego cambiaba de idea para hacer de
cabotine
, de mujer de caprichos irresistibles. Pronto Elena comenzó a evitarla y a comprender la tragedia que se ocultaba tras todas las aventuras de Leila. Esta había adquirido un nuevo sexo al desenvolverse más allá del hombre y la mujer. Pensaba en Leila como en una figura mítica, ensanchada y magnificada, que la obsesionaba.

Arrastrada por una obscura intuición, decidió acudir a un salón de té inglés, situado encima de una librería de la
rue
de Rivoli, donde gustaban de congregarse homosexuales y lesbianas. Se sentaban en grupos separados. Hombres solitarios de mediana edad buscaban chicos jóvenes; las lesbianas de edad madura, muchachas.

La luz era tenue, el té perfumado y el pastel adecuadamente decadente.

Al entrar, Elena vio a Miguel y Donald y se unió a ellos. Donald representaba su papel de puta. Le gustaba demostrar a Miguel que podía atraer a los hombres, que podía hacerse pagar con facilidad sus favores. Estaba excitado porque un inglés de cabello gris y aspecto distinguido, del que se decía que pagaba suntuosamente sus placeres, le miraba fijamente. Donald desplegaba sus encantos ante él, lanzándole miradas oblicuas, semejantes a las de una mujer tras un velo. Miguel, algo airado, dijo:

—Si supieras lo que ese hombre exige de sus amantes, dejarías de flirtear con él.

—¿Qué? —preguntó Donald, con una curiosidad morbosa.

—¿De veras quieres que te lo cuente?

—Sí.

—Sólo quiere chicos que se tumben bajo él mientras se acuclilla sobre sus caras y las cubre..., ya puedes imaginar de qué.

Donald hizo una mueca y miró al hombre del cabello gris. Apenas podía creerlo a la vista del porte aristocrático del desconocido, de la finura de sus rasgos y de la delicadeza con que sostenía la boquilla de su cigarrillo, de la soñadora y romántica expresión de sus ojos. ¿Cómo podía aquel hombre llevar a cabo un acto semejante? Aquello terminó con las provocativas coqueterías de Donald.

En aquel momento entró Leila, vio a Elena y se sentó a su mesa. Ya conocía a Miguel y a Donald. Le gustaban las pavonerías de Donald: su despliegue de colores imaginarios, de plumas que no tenía, que le evitaban tener que usar tinte en el pelo, rímel en las pestañas y laca en las uñas como las mujeres. Se rió con Donald, admiró la gracia de Miguel y luego se volvió hacia Elena y clavó sus ojos negros en los de ella, intensamente verdes.

—¿Dónde está Pierre? ¿Por qué no lo llevas al estudio de vez en cuando? Voy allí todas las noches, antes de cantar. Nunca has venido a oírme. Estoy en el club todas las noches a partir de las once. —Más adelante ofreció—: ¿Quieres que te lleve adonde vayas?

Se marcharon juntas y ocuparon el asiento trasero de la limusina negra de Leila.

Esta se inclinó sobre Elena y cubrió su boca con sus gruesos labios, en un beso interminable que casi le hizo perder la conciencia. Se les cayeron los sombreros al recostar sus cabezas en el asiento. Leila la engullía. La boca de Elena descendió a la garganta de Leila, al escote de su vestido negro, abierto entre sus pechos. Sólo tenía que apartar la seda con la boca para sentir el nacimiento de aquellos senos.

—¿Vas a rehuirme otra vez? —preguntó Leila.

Elena presionó con los dedos las caderas cubiertas de seda, sintiendo su riqueza y la plenitud de los muslos, acariciándolos. La tentadora suavidad del cutis y de la seda del vestido se mezclaban. Notó la pequeña prominencia de la liga. Quiso obligar a Leila a separar las rodillas allí mismo. Leila dio una orden al chófer que Elena no oyó. El coche cambió de dirección.

—Esto es un secuestro —dijo Leila, riéndose. Sin sombrero y con el cabello flotando, penetraron en el obscuro apartamento de Leila, donde estaban echadas las persianas para evitar el calor veraniego. Leila condujo de la mano a Elena hacia su dormitorio; allí cayeron, juntas, en el lecho. Otra vez seda, seda bajo los dedos, seda entre las piernas, hombros sedosos como el cuello y el cabello. Labios de seda temblorosos bajo los dedos. Era como la noche en el fumadero de opio. Las caricias se prolongaban; el suspense se mantenía. Cada vez que se aproximaban al orgasmo y sus movimientos se aceleraban, reanudaban los besos. Era un baño de amor, como el que puede uno darse en un sueño sin fin. La humedad producía leves sonidos de lluvia entre los besos. El dedo de Leila era firme, imperativo como un pene, y su lengua inquisidora conocía todos los rincones en los que podía suscitar el éxtasis.

En lugar de poseer un único centro, el cuerpo de Elena parecía tener un millón de aberturas sexuales, sensibles por igual, con cada célula de la piel magnificada con la sensibilidad de una boca. La misma carne de su brazo se abría y se contraía de pronto al tacto de la lengua o los dedos de Leila. Gimió, y Leila mordió su carne como para provocar un gemido mayor. Su lengua entre las piernas de Elena era como una cuchillada, ágil y aguda; cuando llegó al orgasmo, resultó tan vibrante que sus cuerpos se agitaron de pies a cabeza.

Elena soñaba con Pierre y Bijou. La Bijou de carnes llenas, la furcia, el animal, la leona; una lúbrica diosa de la abundancia cuya carne era un lecho de sensualidad, en todos sus poros y en todas sus curvas. En el sueño, sus manos apretaban, y su carne, fermentada y saturada de humedad, plegada en muchas capas voluptuosas, latía de una manera montañosa y pesada. Bijou estaba siempre boca arriba, inerte, despertando sólo para el momento del amor. Todos los fluidos del deseo rezumaban a lo largo de las sombras plateadas de sus piernas alrededor de sus caderas de violín, y ascendían y descendían con un sonido de seda mojada en torno a los huecos de sus senos.

Elena la imaginaba en todas partes, con la falda estrecha de la mujer de la calle, siempre en busca de su presa, siempre esperando. Pierre había amado su caminar obsceno, su mirada ingenua, su hosquedad de borracha y su voz virginal. Durante unas pocas noches amó aquel sexo errante, aquel vientre ambulante abierto a todos.

Y ahora, tal vez, la amaba de nuevo. Pierre mostró a Leila una fotografía de su madre, de su lujuriosa madre. El parecido con Bijou era sorprendente en todo menos en los ojos. Los de Bijou estaban cercados de malva. La madre de Pierre presentaba un aspecto más sano, pero en cuanto al cuerpo...

«Estoy perdida», pensó entonces Elena. No creyó la historia de Pierre, según la cual Bijou lo había rechazado. Esperando un descubrimiento que disipara sus dudas comenzó a frecuentar el café donde se habían conocido Bijou y Pierre. No descubrió nada, excepto que a Bijou le gustaban los hombres muy jóvenes, de rostro, labios y sangre frescos. Eso la calmó un poco.

Mientras Elena trataba de encontrarse con Bijou y desenmascarar al enemigo, Leila procuraba reunirse con Elena valiéndose de ardides.

Y las tres mujeres se encontraron, empujadas al mismo café, un día de lluvia torrencial. Leila, perfumada y garbosa, con la cabeza alta y una estola de zorro plateado ondulando en torno a sus hombros, sobre su ajustado vestido negro. Elena, con un vestido de terciopelo de color vino. Y Bijou con su atavío de trotona que nunca abandonaba: el vestido negro que le moldeaba los muslos, y los zapatos de tacón muy alto. Leila sonrió a Bijou y luego reconoció a Elena. Temblando de frío, las tres se sentaron ante unos aperitivos. Elena no había esperado verse completamente embriagada por el voluptuoso encanto de Bijou. A su derecha se sentaba Leila, incisiva, brillante; y a su izquierda, Bijou, como un lecho de sensualidad en el que Elena deseaba tenderse.

Leila la observaba y sufría. Empezó a cortejar a Bijou; podía hacerlo mucho mejor que Elena. Bijou nunca había conocido a mujeres como Leila; sólo a las que trabajaban con ella, las cuales, en ausencia de los hombres, se permitían con Bijou orgías de besos para compensar la brutalidad de sus clientes. Se sentaban y se besaban entre sí en un estado hipnótico; eso era todo.

No fue indiferente al sutil halago de Leila ni, al mismo tiempo, al hechizo de Elena.

Esta era para ella una completa novedad, pues representaba para los hombres un tipo de mujer opuesto al de la prostituta, una mujer que poetizaba y dramatizaba el amor y lo mezclaba con la emoción; una mujer que parecía hecha de otra sustancia; una mujer que uno imaginaba creada por una leyenda. Sí, Bijou conocía a los hombres lo bastante para saber que aquella mujer les incitaba a iniciarla en la sensualidad y que gozarían viéndola esclavizada por esa misma sensualidad.

Cuanto más legendaria fuese la mujer, mayor sería el placer de profanarla y erotizarla. Muy en el fondo, bajo todas las ensoñaciones, ella era otra cortesana que también vivía para el placer del hombre.

Bijou, la prostituta por excelencia, hubiera querido cambiar su vida por la de Elena.

Las furcias envidian siempre a las mujeres que tienen la facultad de excitar el deseo y la ilusión lo mismo que el apetito. Bijou, el órgano sexual ambulante, hubiese preferido tener el aspecto de Elena. Y esta última estaba pensando cuánto le hubiera agradado cambiarse por Bijou, de la que los hombres, cansados de cortejos, sólo pretendían sexo de una manera bestial y directa. Elena deseaba ardientemente que la violaran todos los días, sin consideración por sus sentimientos. Bijou, por su parte, aspiraba a ser idealizada. Tan sólo Leila estaba satisfecha de haber nacido libre de la tiranía del hombre, de estar libre de él. Pero no se percataba de que imitar al hombre no era liberarse de él.

Galanteaba con suavidad y halagos a la prostituta de las prostitutas. Como ninguna de las tres mujeres abdicara, al fin salieron juntas. Leila invitó a Elena y a Bijou a su apartamento.

Cuando llegaron, estaba perfumado con humo de incienso. La única luz procedía de los globos de cristal iluminados, llenos de agua e iridiscentes peces, corales y caballitos de mar también de cristal. Esto daba a la habitación aspecto submarino, apariencia de un sueño, de lugar donde tres mujeres, tres tipos distintos de belleza, exhalaban auras tan sensuales, que un hombre hubiera quedado vencido por ellas.

Bijou temía moverse, tan frágil le parecía todo. Se sentó con las piernas cruzadas, como una mora, fumando. Elena parecía irradiar luz, igual que los globos de cristal.

Sus ojos brillaban febriles en la semioscuridad. Para ambas, Leila irradiaba un misterioso encanto; una atmósfera de algo desconocido. Las tres se sentaron en el diván, bajísimo, sobre un pesado mar de cojines. La primera en moverse fue Leila, que deslizó su enjoyada mano bajo la falda de Bijou y suspiró levemente, con sorpresa, ante el inesperado tacto de carne donde había esperado encontrar sedosa ropa interior. Bijou se tendió y tentada su fuerza por la fragilidad de Elena, volvió su boca hacia ella; supo así por vez primera lo que significa sentir como un hombre, y notar la ligereza de una mujer cediendo bajo el peso de una boca, la cabecita empujada hacia atrás por las pesadas manos y el liviano cabello flotando. Las fuertes manos de Bijou describieron gozosas un círculo en torno al delicado cuello.

Sostuvo la cabeza como una copa entre sus manos, para beber de su boca largos tragos del néctar de su aliento, con la lengua ondulando.

Leila tuvo celos por un momento. Cada caricia de que hacía objeto a Bijou, ésta la transmitía a Elena; exactamente la misma caricia. Después de que Leila besó la lujuriosa boca de Bijou, esta última tomó los labios de Elena entre los suyos. Cuando la mano de Leila se deslizó más adentro bajo el vestido de Bijou, la prostituta introdujo a su vez su mano bajo el de Elena. Esta no se movió, sintiéndose invadida por la languidez. Leila se deslizó sobre sus rodillas y utilizó las dos manos para tentar a Bijou. Cuando levantó su vestido, Bijou echó el cuerpo hacia atrás y cerró los ojos para sentir mejor los movimientos de aquellas manos cálidas e incisivas.

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