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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

Delta de Venus (23 page)

La mayor aventura de Maman había sido el desfile de los soldados escoceses, una mañana de primavera. Había oído en un bar una conversación acerca de ellos.

—Los reclutan jóvenes —contaba un hombre— y los instruyen en ese paso. Se trata de un paso especial. Difícil, muy difícil. Hay un
coup de fesse
, un balanceo, que hace que las caderas y la escarcela se muevan precisamente al mismo tiempo. Si la escarcela no se mueve, hay fallo. El paso es más complicado que un ballet.

Maman pensaba: «Si la escarcela se mueve y la falda también, entonces también tienen que moverse otros adornos.» Y su viejo corazón se sintió conmovido.

Moverse. Moverse. Todo a la vez. Era un ejército ideal. Le hubiera gustado alistarse en un ejército así, para desempeñar cualquier función. Uno, dos, tres. Ya estaba lo bastante conmovida por las agitaciones de todo lo que colgaba cuando el hombre del bar añadió:

—¿Sabes? No llevan nada debajo.

No llevaban nada debajo! ¡Aquellos hombres fornidos, con tanto aplomo, tan vigorosos! Cabezas altas, piernas fuertes y desnudas, faldas —bueno, eso los hacía tan vulnerables como una mujer—. Hombrones fuertes, tentadores como una mujer y desnudos por debajo. Maman quería convertirse en adoquín, ser pisoteada para poder mirar por debajo de la corta falda la «escarcela» oculta balanceándose a cada paso. Maman se sintió congestionada. En el bar hacía demasiado calor. Necesitaba aire.

Presenció el desfile. Cada paso que daban los escoceses era como si lo dieran en todo el cuerpo de Maman, que vibraba al compás. Uno, dos, tres. Una danza sobre su abdomen, salvaje y uniforme, con la escarcela de piel bamboleándose como vello púbico. Maman estaba tan caliente como un día de julio; quería abrirse paso hasta la primera fila de la aglomeración y luego caer de rodillas y simular un desvanecimiento. Pero todo lo que vio fueron piernas evanescentes bajo las faldas plisadas a cuadros. Más tarde, recostada en la rodilla de un policía, puso los ojos en blanco como si fuera a darle un ataque. ¡Si el desfile pudiera girar y pasarle por encima!

Así, la savia de Maman nunca se secaba, pues era convenientemente alimentada.

Por la noche, su carne era tan tierna como si se hubiera cocido a fuego lento durante todo el día.

Sus ojos pasaban de los clientes a las mujeres que trabajaban para ella. Sus rostros no atraían en absoluto su atención, sólo sus cuerpos, de cintura para abajo. Las hacía darse la vuelta delante de ella y les propinaba una palmadita para sentir la firmeza de su carne, antes de que vistieran sus camisas.

Conocía a Melie, que se enrollaba alrededor de un hombre como una cinta y le producía la sensación de que varias mujeres estaban acariciándolo. Conocía a la perezosa, que fingía estar dormida y permitía a los hombres tímidos audacias a las que con ninguna otra se hubieran atrevido; les dejaba que la tocaran, la manipularan y la exploraran, como si hacerlo no entrañara peligro. Su cuerpo voluminoso escondía sus secretos en ricos repliegues que su indolencia permitía exponer a los dedos fisgones.

Maman conocía a la delgada y fiera que atacaba a los hombres y les hacía sentirse víctimas de la circunstancia. Era una gran favorita de los que se sentían culpables.

Hacía que se dejaran violar, y de ese modo su conciencia quedaba en paz. Así podrían decir a sus esposas: «Se lanzó sobre mí y me forzó a poseerla», etcétera.

Ellos se tumbaban boca arriba y ella se les sentaba encima, a horcajadas, incitándoles a inevitables gestos mediante su presión, y galopando sobre su rígida virilidad o trotando suavemente o bien al medio galope. Presionaba con vigor las rodillas contra los costados de sus víctimas sometidas, y al igual que un noble jinete, se levantaba y se dejaba caer con elegancia, con todo su peso concentrado en el centro de su cuerpo, mientras que, ocasionalmente, su mano palmeaba al hombre para acelerar su velocidad y sus convulsiones, lo que le permitía sentir un mayor vigor animal entre sus piernas. ¡Cómo cabalgaba al animal que estaba bajo ella, espoleándolo con sus piernas y empujándolo con su cuerpo erecto, hasta que el animal empezaba a echar espuma, y entonces lo incitaba aún más, con gritos y palmadas, a que galopara más y más aprisa!

Maman conocía los provocativos encantos de la meridional Viviane. Su carne era de cálidos rescoldos, contagiosa; incluso la piel más fría se calentaba con su tacto.

Dominaba la intriga y el juego. En primer lugar, le gustaba sentarse en el bidé para la ceremonia de lavarse. Con las piernas separadas sobre el pequeño asiento, presentaba unas nalgas prominentes, con dos enormes hoyos en la base de la columna vertebral y un par de caderas de color oro viejo, amplias y firmes como los cuartos traseros de un caballo de circo. Cuando se sentaba, las curvas se hacían más abultadas. Si el hombre se cansaba de ver su espalda, podía mirarla de frente y observar cómo echaba agua sobre su vello púbico y entre las piernas, cómo se separaba cuidadosamente los labios al enjabonarse. Ahora la cubría la blanca espuma, de nuevo el agua, y los labios emergían brillantes y rosados. A veces se los examinaba con calma. Si aquel día habían pasado demasiados hombres, veía que estaban ligeramente hinchados. Al vasco le gustaba mirarla entonces. Se secaba con más suavidad, para que la irritación no aumentara.

El vasco acudió uno de esos días y adivinó que podía beneficiarse de la irritación.

Otros días Viviane se mostraba aletargada, pesada e indiferente. Yacía con el cuerpo como en alguna pintura clásica, para acentuar las tremendas ondulaciones de sus curvas. Se acostaba de lado, con la cabeza reposando sobre el brazo; su carne de tonos cobrizos se reflejaba como si la estuviera macerando el oleaje de la caricia de alguna mano invisible. Así se ofrecía a sí misma, suntuosa y casi imposible de excitar. La mayor parte de los hombres ni lo intentaba. Apartaba su boca de ellos, con desdén, y ofrecía su cuerpo con desgana. Podían abrirle las piernas y mirarla fijamente el tiempo que quisieran; no lograban extraerle ningún jugo. Pero, una vez el hombre estaba poseyéndola, se comportaba como si estuviera destilando lava candente en su interior, y sus contorsiones eran más violentas que las de las mujeres que gozan, porque las dramatizaba para fingir que eran reales. Se retorcía como una pitón, se sacudía en todas direcciones como si la estuvieran quemando o golpeando. Sus poderosos músculos imprimían a sus movimientos una fuerza que excitaba los deseos más bestiales. Los hombres luchaban por detener las contorsiones, por calmar la danza orgiástica que ella ejecutaba a su alrededor, como si estuviera clavada a algo que la torturase. De pronto, cuando su capricho se lo dictaba, se inmovilizaba. Su perversa indiferencia a mitad de camino de su furia en aumento enfriaba a los hombres de tal manera que la sensación de plenitud quedaba pospuesta. Ella se convertía en una masa de carne inerte y empezaba a chupar suavemente, como si se chupara el dedo gordo antes de quedarse dormida.

Y su letargo irritaba a los hombres. Trataban de excitarla de nuevo, tocándola por todas partes y besándola. Ella se sometía, impasible.

El vasco aguardaba a su vez. Contemplaba las ceremoniosas abluciones de Viviane, que aquel día estaba resentida por los muchos asaltos. Por pequeña que fuera la suma que le pagaran, nunca impedía que un hombre se satisficiera.

Los grandes y ricos labios, restregados en exceso, se hallaban ligeramente distendidos, y una fiebrecilla los consumía. El vasco se mostró amable. Depositó su pequeño obsequio sobre la mesa, se desnudó y prometió a Viviane un bálsamo, un algodón, un verdadero colchoncillo. Estas delicadezas la hicieron bajar la guardia. El vasco la manejó como si fuera una mujer: sólo una pequeña caricia allí, para suavizar y apaciguar la fiebre. La piel de la joven era tan morena como la de una gitana: suave y limpia, incluso cuando se daba polvos. Los dedos del vasco eran sensibles. La tocaba sólo como por casualidad, rozándola, y dejaba descansar su sexo en el vientre de Viviane; como un juguete, simplemente para que ella lo admirase. El miembro del vasco respondía cuando se le hablaba. El vientre vibraba a causa del peso, que aumentaba ligeramente al sentirse allí. Como el vasco mostrara impaciencia por moverlo a donde quedara abrigado y encerrado, ella se permitió el lujo de abrirse, abandonándose.

La glotonería de otros hombres, su egoísmo y su afán de satisfacerse sin consideración por Viviane, volvían a ésta hostil. Pero el vasco se mostraba galante.

Comparaba la piel de la muchacha con el raso, su cabello con el musgo, y su olor con la fragancia de las maderas preciosas. Colocó su sexo junto a la abertura y dijo, tiernamente:

—¿Te duele? No quiero empujar si te hace daño. Semejante delicadeza conmovió a Viviane. —Duele un poquito —repuso—, pero inténtalo. Avanzó sólo un centímetro. —¿Duele?

Se ofreció a retirarse. Viviane tuvo que presionarle :

—Sólo la punta. Prueba otra vez. La punta se introdujo dos o tres centímetros y se detuvo. Viviane tuvo tiempo para sentir su presencia; el tiempo que no le concedían otros hombres. Entre cada pequeñísimo avance en su interior, podía darse cuenta de lo placentera que resultaba la presencia del pene entre las suaves paredes de carne, de lo bien que se ajustaba, ni demasiado prieto ni demasiado suelto. El vasco esperó de nuevo y avanzó un poco más. Viviane pudo sentir lo bueno que era ser penetrada, lo bien que le sentaba a la grieta femenina tener algo que sostener y retener. El placer de sujetar algo allí, de intercambiar calor, de mezclar las dos humedades. El se movió de nuevo. La intriga. La conciencia de vacío cuando él se retiraba: la carne de ella se secaba casi en seguida. Cerró los ojos. La gradual penetración irradiaba invisibles corrientes que anunciaban a las regiones más hondas de las entrañas que alguna explosión iba a producirse, algo hecho para encajar en el túnel de paredes suaves, para ser devorado por sus hambrientas profundidades, donde aguardaban los nervios intranquilos. Su carne pedía más, más. Y él siguió penetrando.

—¿Duele?

Se retiró. Viviane se sintió defraudada y no quiso confesar que se había quedado seca por dentro al faltarle la expansiva presencia del vasco. Se vio forzada a suplicar:

—Introdúcela otra vez.

Era suave. La introdujo sólo hasta la mitad, donde ella pudiera sentirla pero no retenerla, donde no pudiera encerrarla del todo. El vasco parecía querer dejarla a medio camino para siempre. Viviane quiso erguirse para introducírsela del todo, pero se reprimió. Quería gritar. La carne que el hombre no tocaba ardía ante la proximidad. En el fondo del sexo esa carne exigía ser penetrada; se curvaba hacia dentro, dispuesta para la succión. Las paredes se movían como anémonas marinas, tratando de hacer el vacío para atraer aquel sexo, pero éste, a la distancia a que se encontraba, sólo podía enviar corrientes de agudísimo placer. El vasco se movió de nuevo y miró a la mujer a la cara. Vio entonces que tenía la boca abierta. Ella quiso levantar el cuerpo para engullir todo el miembro, pero aguardó. Con este tormento a marcha lenta, el vasco puso a Viviane al borde de la histeria. Ella abrió la boca, como para manifestar la abertura de su sexo, su hambre, y sólo entonces él se sumergió hasta el fondo, hasta sentir las contracciones de Viviane.

Fue así que el vasco encontró a Bijou. Un día, cuando llegó a la casa, acudió a su encuentro una Maman enternecida que le anunció que Viviane estaba ocupada, por lo que se ofreció a consolarlo casi como si se tratara de un marido defraudado. El vasco dijo que esperaría. Maman continuó sus insinuaciones y sus caricias. El preguntó: —¿Puedo mirar?

Todas las habitaciones estaban acondicionadas para que los aficionados pudieran observar a través de una abertura disimulada. De vez en cuando, al vasco le gustaba ver cómo se comportaba Viviane con sus visitantes. Maman le condujo junto al tabique, donde le escondió tras una cortina, y le permitió mirar.

Había cuatro personas en la habitación: un hombre y una mujer extranjeros, vestidos con discreta elegancia, observaban a dos mujeres que ocupaban la amplia cama.

Una de ellas, llena y de tez obscura, era Viviane, que yacía tumbada cuan larga era en el lecho. Sobre ella, a cuatro patas, estaba una magnífica mujer de cutis marfileño, ojos verdes y cabello largo, espeso y rizado. Sus senos eran puntiagudos; su cintura, extremadamente delgada, se abría en un rico despliegue de caderas. Sus formas le daban el aspecto de haber sido moldeada por un corsé. Su cuerpo tenía una suavidad firme y marmórea. Nada en ella era flojo ni colgante, sino que la animaba una fuerza oculta, como la de un puma; sus gestos eran vehementes y extravagantes como los de las mujeres españolas. Se llamaba Bijou.

Ambas formaban una pareja perfecta, sin gazmoñería ni sentimentalismo. Mujeres de acción, que exhibían una sonrisa irónica y una expresión corrompida.

El vasco no podía afirmar si fingían gozar o lo hacían de verdad, tan precisos eran sus gestos. Los extranjeros debían haber solicitado ver a un hombre y una mujer, lo que colocó a Maman en un compromiso. Bijou se había tenido que atar un pene de goma que tenía la ventaja de no ponerse nunca fláccido. Hiciera lo que hiciese, el pene seguía en erección, surgiendo de su vello femenino como si estuviera allí clavado.

Acuclillada, Bijou no deslizaba esa virilidad postiza dentro, sino entre las piernas de Viviane, como si estuviera batiendo leche, y Viviane contraía sus extremidades como si la estuviera excitando un hombre de verdad. Pero Bijou no había hecho más que empezar. Parecía empeñada en que Viviane sólo sintiera el pene desde fuera. Lo sostenía como el llamador de una puerta, accionándolo con suavidad contra el vientre y los costados de Viviane. Luego, cariñosamente, la excitaba tocándole el vello y el extremo del clítoris. Al fin, Viviane brincó un poco; Bijou repitió la operación y de nuevo brincó. La mujer extranjera se inclinó entonces sobre la pareja, como si fuera miope, a fin de captar el secreto de aquella sensibilidad. Viviane se revolvió con impaciencia y ofreció su sexo a Bijou.

Tras la cortina, el vasco sonreía ante la excelente exhibición de Viviane. El hombre y la mujer estaban fascinados. Permanecían junto a la cama con los ojos dilatados.

Bijou les dijo:

—¿Quieren ustedes ver cómo hacemos el amor cuando nos sentimos perezosas? —y ordenó a Viviane—: Vuélvete.

Viviane se volvió del lado derecho. Bijou se echó junto a ella. Viviane cerró los ojos.

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