—Te sienta bien montar —observó.
Su mano sostenía la fusta con seguridad regia. Sus guantes se ajustaban a la perfección a sus largos dedos. Llevaba una camisa de hombre y gemelos. Su traje de montar realzaba la elegancia de su talle, de su busto y de sus caderas. Bijou llenaba su atuendo de manera más exuberante: sus senos eran prominentes y apuntaban hacia arriba de manera provocativa. Su cabello flotaba al viento.
Pero ¡oh, qué calor recorría sus nalgas y su entrepierna! Se sentía como si una experimentada masajista le hubiera dado friegas de alcohol o de vino. Cada vez que se alzaba y volvía a caer en la silla notaba un delicioso hormigueo. A Leila le gustaba cabalgar tras ella y observar su figura moviéndose sobre el caballo. Carente de un estremecimiento profundo, Bijou se inclinaba en la silla hacia adelante y mostraba las nalgas, redondas y prietas en sus pantalones de montar, así como sus elegantes piernas.
Los caballos se acaloraron y empezaron a espumear. Un fuerte olor se desprendía de ellos y se filtraba en la ropa de ambas mujeres. El cuerpo de Leila, que sostenía nerviosamente la fusta, parecía ganar en ligereza. Volvieron a galopar, ahora una al lado de la otra, con las bocas entreabiertas y el viento contra sus rostros. Mientras sus piernas se aferraban a los flancos del caballo, Bijou rememoraba cómo había cabalgado cierta vez sobre el estómago del vasco. Luego se había puesto de pie sobre su pecho, ofreciendo los genitales a su mirada. El la había mantenido en esta postura para recrear sus ojos. En otra ocasión, él se había puesto a cuatro patas en el suelo y ella había cabalgado sobre su espalda, tratando de hacerle daño en los costados con la presión de sus rodillas. Riendo nerviosamente, el vasco le daba ánimos. Sus rodillas eran tan fuertes como las de un hombre montando un caballo, y el vasco había experimentado una excitación tal, que anduvo a gatas alrededor de la habitación, con el pene erecto.
De vez en cuando, el caballo de Leila levantaba la cola en la velocidad del galope y la sacudía vigorosamente, exponiendo al sol las lustrosas crines. Cuando llegaron a donde el bosque era más espeso, las mujeres se detuvieron y desmontaron.
Condujeron sus caballos a un rincón musgoso y se sentaron a descansar. Fumaron.
Leila conservaba su fusta en la mano.
—Me arden las nalgas de tanto cabalgar —se lamentó Bijou.
—Déjame ver —le pidió Leila—. Para ser la primera vez no tendríamos que haber cabalgado tanto. A ver qué te pasa.
Bijou se desabrochó lentamente el cinturón, se abrió los pantalones y se los bajó un poco, volviéndose para que Leila pudiera ver.
Leila la hizo tenderse sobre sus rodillas y repitió:
—Déjame ver.
Acabó de bajarle los pantalones y descubrió completamente las nalgas.
—¿Duelen? —preguntó al tiempo que tocaba.
—No, sólo me arden como si me las hubieran tostado.
Leila las acariciaba.
—¡Pobrecilla! —se compadeció—. ¿Te duele aquí?
Su mano penetró más hondo en los pantalones, más hondo entre las piernas.
—Me siento arder ahí.
—Quítate los pantalones y así estarás más fresca —dijo Leila, bajándoselos un poco más y manteniendo a Bijou sobre sus rodillas, expuesta al aire—. Qué hermoso cutis tienes, Bijou. Refleja la luz y brilla. Deja que el aire te refresque.
Continuó acariciando la piel de la entrepierna de Bijou como si fuera un gatito.
Siempre que los pantalones amenazaban con volver a cubrir todo aquello, los apartaba de su camino.
—Continúa ardiendo —dijo Bijou sin moverse.
—Si no se te pasa habrá que probar algo más.
—Hazme lo que quieras.
Leila levantó la fusta y la dejó caer, al principio sin demasiada fuerza.
—Eso aún me irrita más.
—Quiero que te calientes aún más, Bijou; te quiero caliente ahí abajo, todo lo caliente que puedas aguantar.
Bijou no se movió. Leila utilizó de nuevo la fusta, dejando esta vez una marca roja.
—Demasiado caliente, Leila.
—Quiero que ardas ahí abajo, hasta que ya no sea posible más calor, hasta que no puedas aguantar más. Entonces, te besaré.
Golpeó de nuevo y Bijou continuó inmóvil. Golpeó un poco más fuerte.
—Ya está lo bastante caliente, Leila —dijo Bijou—; bésalo.
Leila se inclinó sobre ella y estampó un prolongado beso donde las nalgas forman el valle que se abre hacia las partes sexuales. Luego volvió a golpearla una y otra vez.
Bijou contraía las nalgas como si le dolieran, pero en realidad experimentaba un ardiente placer.
—Pega fuerte —pidió a Leila.
Leila obedeció y luego dijo:
—¿Quieres hacérmelo tú a mí?
—Sí —accedió Bijou, poniéndose en pie, pero sin subirse los pantalones.
Se sentó en el frío musgo, tumbó a Leila sobre sus rodillas, le desabrochó los pantalones y empezó a fustigaría, suavemente al principio, y luego más fuerte, hasta que Leila empezó a contraerse y expandirse a cada golpe. Sus nalgas estaban ahora enrojecidas y ardiendo.
—Quitémonos la ropa y cabalguemos juntas —propuso Leila.
Se despojaron, pues, de sus vestidos y montaron ambas en un solo caballo. La silla estaba caliente. Se apretaron una contra otra. Leila, detrás, puso sus manos en los senos de Bijou y la besó en un hombro. Cabalgaron un breve trecho en esta postura, y cada movimiento del caballo hacía que la silla se restregara contra los genitales.
Leila mordía el hombro de Bijou y ésta se volvía de vez en cuando y mordía a su vez un pezón de Leila. Regresaron a su lecho de musgo y se vistieron.
Antes de que Bijou se abrochara los pantalones, Leila le besó el clítoris; pero lo que Bijou sentía eran sus nalgas ardientes y rogó a Leila que pusiera fin a su irritación.
Leila se las acarició y volvió a utilizar la fusta, con más y más fuerza, mientras Bijou se contraía bajo los golpes. Leila separó las nalgas con una mano para que la fusta cayera entre ellas, en la abertura más sensible, y Bijou gritó. Leila la golpeó una y otra vez, hasta que Bijou se convulsionó.
Luego Bijou se volvió y golpeó con fuerza a Leila, furiosa como estaba porque su excitación no había sido aún satisfecha, porque seguía ardorosa e incapaz de poner fin a esa sensación. Cada vez que golpeaba sentía una palpitación entre las piernas, como si estuviera tomando a Leila, penetrándola. Una vez se hubieron fustigado ambas hasta quedar enrojecidas y furiosas, cayeron la una sobre la otra con manos y lenguas hasta que alcanzaron, radiantes, el placer.
Elena y Pierre, Bijou y el vasco, Leila y el africano, habían decidido salir juntos de
picnic
.
Salieron en dirección a un lugar de las afueras de París. Comieron en un restaurante junto al Sena y luego, dejando el coche a la sombra, se dirigieron a pie hacia el bosque. Al principio caminaban en grupo, luego Elena se quedó atrás con el africano. De pronto decidió subirse a un árbol. El africano se rió de ella, pensando que no lo conseguiría.
Pero Elena sabía cómo hacerlo. Muy hábilmente, puso un pie en la primera rama y trepó. El africano permaneció al pie del árbol, contemplándola. Mirando hacia arriba, podía ver sus piernas bajo la falda. Llevaba ropa interior de color rosa, muy ajustada y corta, de modo que, al subir, mostraba la mayor parte de sus piernas y muslos. El africano se reía y la mortificaba, al tiempo que se ponía en erección.
Elena estaba muy arriba. El africano no podía alcanzarla, pues pesaba demasiado y era excesivamente corpulento para apoyarse en la primera rama. Todo cuanto podía hacer era sentarse allí, observarla y sentir su erección cada vez más fuerte.
—¿Qué regalo vas a hacerme hoy? —le preguntó a la joven.
—Este —dijo Elena, y le lanzó unas cuantas castañas.
Estaba sentada en una rama, balanceando las piernas.
En aquel momento, Bijou y el vasco regresaron en su busca. Bijou, un poco celosa cuando vio a los dos hombres mirando hacia Elena, se arrojó sobre la hierba y dijo:
—Algo se me ha metido en el vestido. Estoy asustada.
Los dos hombres se le acercaron. Ella se señaló primero la espalda, y el vasco deslizó la mano bajo su vestido. Luego dijo que sentía algo por delante, y el africano introdujo a su vez la mano y empezó a buscar entre los pechos. En seguida Bijou sintió como si realmente algo se le estuviera paseando por el vientre, y esta vez empezó a agitarse y a revolcarse por la hierba.
Los dos hombres trataban de ayudarla. Le levantaron la falda y empezaron a buscar.
Llevaba ropa interior de raso, que la cubría por completo. Se soltó un lado de las bragas para el vasco, quien, a los ojos de todos, tenía más derecho de buscar en sus lugares secretos. Esto excitó al africano, que volvió a Bijou más bien bruscamente y empezó a palmearle el cuerpo, diciendo:
—Así lo mataré, sea lo que fuere.
El vasco, por su parte, tocaba a Bijou por todas partes.
—Tienes que desnudarte —dijo finalmente—. No hay nada que hacer.
Ambos la ayudaron a desnudarse mientras yacía sobre la hierba. Elena observaba desde el árbol y sentía ardor y hormigueo, pues deseaba que le hicieran lo mismo.
Cuando Bijou estuvo desvestida, hurgaron entre sus piernas y el vello del pubis; como no encontraron nada empezó a vestirse de nuevo. Pero el africano no quería que se vistiera del todo. Cogió un pequeño e inofensivo insecto y lo depositó en el cuerpo de Bijou. El animalillo se paseó por sus piernas y Bijou empezó a revolcarse y a tratar de sacudírselo sin tocarlo con los dedos.
—¡Quitádmelo, quitádmelo! —gritó, revolcando su hermoso cuerpo por la hierba y ofreciendo las partes por las que viajaba el insecto.
Pero ninguno de los hombres quiso liberarla. El vasco tomó una rama y empezó a golpear hacia donde estaba el insecto. El africano cogió otra rama. Los golpes no eran dolorosos; hacían cosquillas y pinchaban un poco.
Entonces el africano se acordó de Elena y volvió al árbol.
—Baja —le dijo—. Te ayudaré. Puedes apoyar el pie en mi hombro.
—No quiero bajar.
El africano le suplicó. Ella empezó a descender y, cuando estaba a punto de alcanzar la rama más baja, el negro le agarró la pierna y se la colocó sobre el hombro. Elena resbaló y cayó con los muslos alrededor del cuello del negro y el sexo contra su cara. El africano, en éxtasis, inhaló su olor y la sostuvo con toda la fuerza de sus brazos.
A través del vestido, pudo oler y sentir su sexo, y la mantuvo allí mientras mordía su ropa y acariciaba sus piernas. Ella luchó por escapar, propinándole puntapiés y golpeándole en la espalda.
Entonces apareció su amante, con el pelo en desorden, furioso al verla así. Elena trató de explicarle en vano que el africano la había cogido porque había resbalado al descender. El siguió airado, lleno de deseos de venganza. Cuando vio a la pareja sobre la hierba, trató de unirse a ellos, pero el vasco no permitía que nadie tocara a Bijou, y continuó golpeándola con las ramas.
Mientras Bijou yacía allí, apareció un perro grande entre los árboles y fue hacia ella.
Empezó a olisquearla con evidente placer. Bijou se puso a chillar y luchó por levantarse, pero el enorme perro se había plantado encima y trataba de introducirle el hocico entre las piernas.
El vasco, con una expresión cruel en los ojos, hizo una señal al amante de Elena.
Pierre comprendió. »Inmovilizaron los brazos y piernas de Bijou y dejaron que el perro olfateara lo que quisiera. El animal, encantado, empezó a lamer la camisa de raso en el mismo lugar en que lo hubiera hecho un hombre.
El vasco desabrochó la ropa interior de la muchacha y dejó que el can continuara lamiéndola cuidadosa y hábilmente. Su lengua era áspera, mucho más que la de un hombre, larga y fuerte. Lamía y lamía con mucho vigor; mientras, los tres hombres observaban.
Elena y Leila también se sintieron como si las estuviera lamiendo el perro. Estaban inquietas. Todos se preguntaban si Bijou experimentaba algún placer.
Esta, al principio, estaba aterrorizada y luchaba violentamente, pero pronto se cansó de movimientos inútiles y de hacerse daño en las muñecas y en los tobillos, bien amarrados por los hombres. El perro era hermoso, con una cabeza grande, de pelo revuelto y una lengua limpia.
El sol cayó sobre el vello púbico de Bijou, que parecía de brocado. Su sexo relucía, húmedo, pero nadie supo si era por la lengua del perro o por placer de Bijou.
Cuando su resistencia empezó a ceder, el vasco se puso celoso, alejó al perro de un puntapié y liberó a la muchacha.
Llegó un tiempo en que el vasco se cansó de Bijou y la abandonó. Ella estaba tan acostumbrada a sus fantasías y a sus juegos crueles, en especial a la manera como se las arreglaba para tenerla siempre atada y a su merced mientras le hacía de todo, que durante meses no pudo disfrutar de su recién recobrada libertad ni mantener relaciones con ningún otro hombre. Tampoco podía gozar con las mujeres.
Trató de posar, pero ya no le gustaba exponer su cuerpo ni ser observada y deseada por los estudiantes. Le gustaba pasar el día vagabundeando, caminando una y otra vez por las calles.
El vasco, por su parte, volvió a perseguir su antigua obsesión.
Nacido en el seno de una familia acomodada, contaba diecisiete años cuando contrataron a una institutriz francesa para su hermana menor. Era una mujer baja y regordeta, vestida siempre con coquetería. Calzaba botitas de charol y medias completamente negras. Su pie era pequeño, puntiagudo y muy arqueado.
El vasco era un muchacho apuesto y la institutriz se percató de ello. Salían a pasear juntos con la hermana menor, ante cuyos ojos poco podían hacer, salvo intercambiar prolongadas miradas inquisitivas. La institutriz tenía un lunar en la comisura de la boca que fascinaba al vasco. Un día la piropeó a propósito de aquella particularidad.
—Tengo otro en un lugar que nunca imaginarás, y donde nunca lo verás.
El muchacho trató de imaginar dónde estaba situado el otro lunar y se esforzó en representarse a la institutriz francesa desnuda. ¿Dónde estaba el lunar? El sólo había visto mujeres desnudas en pintura. Tenía una tarjeta postal que representaba una bailarina con una corta falda de plumas. Cuando soplaba sobre ella, la falda se levantaba y la mujer quedaba al descubierto. Una de las piernas estaba levantada en el aire, como la de una bailarina de ballet, y el vasco podía ver cómo estaba hecha.