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Authors: Anaïs Nin

Tags: #Eros

Delta de Venus (6 page)

Una noche, hace varios años, la hija de un pescador, de dieciocho años, caminaba a la orilla del mar, brincando de roca en roca, con su vestido blanco ceñido al cuerpo.

Paseando así, soñando y contemplando los efectos de la luna sobre el mar, con el suave chapaleo de las olas a sus pies, llegó a una recoleta cala donde se dio cuenta de que alguien estaba bañándose. Sólo podía ver una cabeza que se movía y, de vez en cuando, un brazo. El bañista se encontraba muy alejado. La joven oyó entonces una voz alegre que la llamaba:

—Ven y báñate. Es maravilloso. —Estas palabras fueron pronunciadas en español, con acento extranjero. La voz la llamó—: ¡Eh, María! —Era alguien que la conocía.

Debía de tratarse de una de las jóvenes americanas que se bañaban allí durante el día.

—¿Quién eres? —preguntó María.

—Soy Evelyn. ¡Ven y báñate conmigo!

Era una tentación. Podía despojarse fácilmente de su vestido blanco, y quedarse en camisa. Miró a su alrededor. No había nadie. El mar estaba en calma, manchado de luz de luna. Por primera vez, María compartió la afición de las extranjeras por el baño de medianoche. Se quitó el vestido. Tenía el cabello largo y negro, cara pálida y ojos rasgados y verdes, más verdes que el mar. Estaba bien formada, de pechos erguidos, largas piernas y cuerpo estilizado. Sabía nadar mejor que cualquier otra mujer de la isla. Se deslizó en el agua e inició sus largas y ágiles brazadas en dirección a Evelyn.

Evelyn buceó, salió a flote y la agarró por las piernas. Estuvieron jugando dentro del agua. La semioscuridad y el gorro de baño de Evelyn hacían difícil ver su cara. Las mujeres americanas tenían voces como de hombre.

Evelyn forcejeó con María y la abrazó bajo el agua. Ascendieron para respirar riendo, y nadaron indolentemente, separándose y volviéndose a reunir. La camisa de María flotaba en torno a sus hombros y estorbaba sus movimientos, hasta que se desprendió y María quedó desnuda. Evelyn se sumergió y la tocó jugando, forcejeando con ella y buceando por debajo y por entre sus piernas.

También Evelyn separó sus piernas para que su amiga pudiera bucear entre ellas y reaparecer por el otro lado. Flotando, dejó que María pasara bajo su arqueado trasero.

María advirtió que también Evelyn estaba desnuda. De pronto, sintió que ésta la abrazaba por detrás, cubriendo todo su cuerpo con el suyo propio. El agua estaba tibia, como un lujuriante almohadón, tan salada que las llevaba, ayudándolas a flotar y a nadar sin esfuerzo.

—Eres hermosa, María —dijo la profunda voz, y Evelyn mantuvo sus brazos en torno a la muchacha.

María quiso alejarse flotando, pero la retenían la calidez del agua y el roce constante con el cuerpo de su amiga. Se relajó, aceptando el abrazo. No sintió los pechos de Evelyn, pero recordó que había visto mujeres americanas que no los tenían. El cuerpo de María languidecía y quiso cerrar los ojos.

De pronto, lo que sintió entre las piernas no era una mano, sino otra cosa, algo tan inesperado y turbador que gritó. No era Evelyn, era un hombre, el hermano menor de Evelyn, que acababa de deslizar su pene erecto entre las piernas de María. Esta chillaba, pero nadie la oyó, y su grito fue sólo una reacción que le habían enseñado a esperar de sí misma. En realidad, el abrazo le pareció tan arrullador, cálido y placentero como la misma agua. El mar, el miembro y las manos conspiraron para despertar su cuerpo. Trató de alejarse nadando, pero el muchacho nadó bajo ella, la acarició, le agarró las piernas y la atrapó de nuevo por detrás.

Forcejearon en el agua pero cada movimiento la afectaba más, hacía que notara más el otro cuerpo contra el suyo y las manos sobre ella. El agua hacía que sus senos se balancearan adelante y atrás, como nenúfares flotando. El se los besó.

Con el constante movimiento, no podía tomarla, pero su miembro tocaba una y otra vez el punto más vulnerable de su sexo, y María sentía cómo se desvanecían sus fuerzas. Nadó hacia la orilla, y él la siguió. Cayeron sobre la arena. Las olas seguían lamiéndoles mientras jadeaban, desnudos. Entonces, el hombre tomó a la mujer, y el mar llegó hasta ellos y lavó la sangre virginal.

A partir de aquella noche se encontraron a la misma hora. La poseyó en el agua, bamboleándose y flotando. Los movimientos de sus cuerpos gozosos al compás del oleaje parecían formar parte del mar. Encontraron un repecho en una roca, y allí permanecieron juntos, acariciados por las olas y estremeciéndose en el orgasmo.

Cuando iba a la playa de noche me parecía verlos, nadando juntos, haciendo el amor.

Artistas y modelos

Una mañana me llamaron de un estudio de Greenwich Village, donde un escultor daba comienzo a una estatuilla. Se llamaba Millard. Tenía ya un boceto de la figura que se proponía moldear, y para la fase siguiente necesitaba una modelo.

La estatuilla llevaba un vestido ajustado que dejaba ver cada línea y cada curva del cuerpo. El escultor me pidió que me desnudara completamente, pues su trabajo así lo requería. Parecía tan absorto por la estatuilla y me miraba con expresión tan ausente que fui capaz de desvestirme y posar sin dudarlo. Aunque por entonces yo era bastante inocente, me hizo sentir como si mi cuerpo no fuera distinto de mi rostro, como si yo fuera igual que la estatuilla.

Mientras Millard trabajaba, hablaba de su vida anterior en Montparnasse, y el tiempo transcurría con rapidez. No sé si con sus historias pretendía excitar mi imaginación, pero no dio señales de interesarse por mí. Gozaba recreando la atmósfera de Montparnasse para sí mismo. He aquí una de las historias que me contó.

«La esposa de un pintor moderno era ninfómana. Creo que estaba tuberculosa.

Tenía una cara blanca como el yeso, ardientes ojos negros profundamente hundidos en su rostro, párpados pintados de verde. Poseía una voluptuosa figura, que cubría sugestivamente de raso negro. Su cintura era estrecha en relación al resto de su cuerpo. La rodeaba un cinturón griego de plata, de unos quince centímetros de anchura, con piedras incrustadas. Este cinturón era fascinante. Era como el cinturón de un esclavo. Uno sentía que, en lo profundo de su ser, ella era una esclava, una esclava de su apetito sexual, que abrir el cinturón era todo cuanto había que hacer para que se dejara caer en los brazos de cualquiera. Se parecía mucho al cinturón de castidad que, según se decía, los cruzados ponían a sus esposas. Había uno en el Musée Cluny: un cinturón de plata muy ancho con un accesorio colgante que cubría el sexo y lo dejaba cerrado mientras durasen las cruzadas. Alguien me contó la deliciosa historia del cruzado que colocó un cinturón de castidad a su esposa y dejó la llave al cuidado de su mejor amigo, por si él moría. Apenas había cabalgado unas millas, cuando vio a su amigo galopando furiosamente tras él y gritándole: «¡Me has dado una llave equivocada!»

Tales eran los sentimientos que despertaba el cinturón de Louise en todos los hombres. Al verla entrar en el café, con sus ojos que nos miraban, hambrientos, buscando una respuesta, una invitación para sentarse, sabíamos que había salido en busca de la caza del día. También su marido lo sabía. Hacía un papel lamentable, siempre buscándola, y sus amigos le decían que estaba en otro y luego en otro café lo que le daba tiempo para encerrarse en una habitación de hotel con alguien.

Entonces todo el mundo trataba de comunicarle que su marido estaba buscándola.

Al fin, desesperado, empezó a pedir a sus mejores amigos que se acostaran con ella, para que al menos no cayera en manos extrañas.

Los extranjeros le inspiraban temor, sobre todo los sudamericanos, los negros y los cubanos. Había oído comentarios acerca de la extraordinaria capacidad sexual de estos hombres, y presentía que si su mujer caía en manos de uno de ellos nunca volvería a él. De todas formas, después de haberse acostado con todos sus amigos, Louise conoció a un extranjero.

Era un cubano, un hombretón moreno, extraordinariamente atractivo, con el pelo largo y lacio, a la manera de un hindú y con un rostro hermoso, pleno y noble. Vivía en el Dome hasta que encontraba a una mujer a la que deseaba. Entonces desaparecía durante dos o tres días, se encerraba en la habitación de un hotel y no volvía a aparecer hasta que ambos estaban saciados. Hacía de la mujer una fiesta tan completa que no quería volverla a ver. Cuando todo había concluido, volvía a vérsele sentado en el café, conversando brillantemente. Además, era un notable pintor de frescos.

Cuando se encontraron Louise y él, Antonio quedó poderosamente fascinado por la blancura de aquella piel, la turgencia de los senos, el gentil talle y el largo, lacio y denso cabello rubio. Ella, por su parte, quedó prendada de su cabeza y su cuerpo vigoroso, de su lentitud y su soltura. Antonio se reía por cualquier cosa. Daba la sensación de que prescindía del mundo entero y que sólo existía el goce sensual; que no habría un mañana ni más encuentros con nadie; que sólo contaba aquella habitación, aquella tarde, aquel lecho.

Ella permanecía de pie junto a la gran cama de hierro, aguardando. Antonio le dijo:

—Déjate puesto el cinturón.

Y empezó a arrancarle lentamente la ropa. Con calma, sin esfuerzo, la hizo jirones como si fuera de papel. Louise temblaba ante la fuerza de sus manos. Se quedó de pie, desnuda, pero con el pesado cinturón de plata. Antonio le soltó el cabello, que se derramó sobre sus hombros. Y sólo entonces le dobló la espalda sobre la cama y la besó interminablemente, con las manos sobre sus pechos. Ella sintió el doloroso peso del cinturón de plata y de las manos del hombre que apretaban con tanta fuerza su carne desnuda. Su hambre de sexo crecía como una locura hacia su cabeza, cegándola. Era tan urgente que no podía esperar. No podía esperar a que él se desvistiera. Pero Antonio ignoraba sus movimientos de impaciencia. No sólo continuó besándola como si se le estuviera bebiendo la boca, la lengua y la respiración, con su boca grande y negra, sino que sus manos la maltrataban, apretaban profundamente su carne, dejando marcas dolorosas en todas partes. Ella, húmeda y temblorosa, abría las piernas e intentaba montar sobre él y desabrocharle los pantalones.

—Hay tiempo —dijo Antonio—. Tenemos mucho tiempo. Vamos a quedarnos en esta habitación días enteros. Hay tiempo de sobra para los dos.

Se apartó y se desnudó. Tenía un cuerpo moreno dorado, y un pene tan suave como el resto de su persona; grande y firme como un bastón de madera pulida. Ella se lanzó sobre el miembro y lo tomó en la boca. Los dedos de Antonio llegaban a todas partes, al ano y al sexo; su lengua, al interior de su boca y a sus orejas. Le mordió los pezones, le besó y le mordió el vientre. Ella trataba de satisfacer su apetito restregándose contra la pierna del hombre, pero él no se lo permitía. La doblaba como si fuera de goma, la forzaba a todas las posturas. Con sus dos fuertes manos tomaba de ella las partes que más le apetecían, y las acercaba a su boca como si se tratara de comida, sin tener en cuenta la posición del resto del cuerpo. De este modo tomó las nalgas entre sus manos, las levantó a la altura de su boca, las mordió y le besó el sexo.

—¡Tómame, Antonio —imploró ella—, no puedo esperar!

Pero él no la tomaba.

Para entonces, la ansiedad de sus entrañas era como un fuego rabioso. Pensó que iba a volverse loca. Fracasaba en todos sus intentos de provocarse el orgasmo. Si le besaba demasiado tiempo, él la rechazaba. Conforme se movía, el gran cinturón producía un sonido metálico, igual que la cadena de un esclavo. Y, en efecto era la esclava de aquel enorme hombre moreno. El mandaba, era el rey. El placer de la mujer estaba subordinado al suyo, y Louise comprendió que no podría hacer nada en contra de su fuerza y de su voluntad. Pedía sumisión. El deseo de Louise murió de puro agotamiento. Su cuerpo se liberó de toda tensión, y se volvió como de algodón. Cada vez más exultante, él gozaba de ello. Su esclava, su posesión, un cuerpo roto, jadeante, maleable, cada vez más suave bajo sus dedos. Sus manos perseguían todas las líneas de su cuerpo, sin dejar ningún rincón intacto, amasando, amasando según su fantasía, doblándolo para satisfacer su boca, apretándolo contra sus grandes dientes blancos y relucientes, marcándola.

Por vez primera, la ansiedad que había sido como una irritación en la superficie de su piel se replegó a una parte más profunda de su cuerpo. Se replegó, se acumuló y se transformó en un centro ígneo que aguardaba a que lo hicieran explotar el tiempo y el ritmo de él. Sus caricias eran como una danza en la que ambos cuerpos giraban y se deformaban adquiriendo nuevas formas, nuevas disposiciones, nuevos rasgos.

Estaban acoplados como gemelos, él con su miembro contra el trasero de ella, ella con los senos como olas bajo las manos de él, dolorosamente despiertos, conscientes y sensibles. Luego él montaba a horcajadas, como un gran león, sobre el cuerpo de la mujer, que colocaba sus puños bajo sus nalgas para izarse hacia el pene. La penetró por primera vez y la llenó como ningún otro lo había conseguido, alcanzando las últimas profundidades de sus entrañas.

Ella vertía su miel. El miembro producía, al empujar, ruiditos de succión. Ya no quedaba aire en el sexo de ella; el miembro lo llenaba por completo y se agitaba interminablemente, dentro y fuera de la miel, hasta llegar a su fondo; pero en cuanto el jadeo de Louise se aceleraba, él retiraba su pene brillante de humedad y se dedicaba a otra forma de caricia. Echado boca arriba en la cama, con las piernas separadas y el miembro erecto, hizo que ella se sentara sobre él y se lo introdujo hasta la raíz, hasta que sus vellos se confundieron. Sosteniéndola, le hizo describir círculos en torno al pene. Ella cayó sobre él, apretó los senos contra su pecho y buscó su boca; luego se enderezó de nuevo y reanudó sus movimientos. A veces se erguía un poco, hasta que dentro de su sexo sólo quedaba la cabeza del miembro, y entonces se movía ligeramente, muy ligeramente, lo justo para mantenerlo dentro, rozando los labios de su vulva; que eran rojos y abultados y lo ceñían como una boca. Moviéndose de pronto hacia abajo, engullendo todo el pene y suspirando de gozo, cayó sobre el cuerpo de Antonio y buscó de nuevo su boca. Las manos del hombre permanecieron sobre las nalgas de Louise controlando sus movimientos para que no los acelerara súbitamente y alcanzara el orgasmo.

La arrojó de la cama, la puso a cuatro patas en el suelo y le dijo:

—Muévete.

Ella comenzó a gatear por la habitación, cubierta a medias por su largo cabello rubio, con su cinturón gravitando sobre su cintura. Antonio se arrodilló a su espalda y aplastó su miembro y todo su cuerpo contra el de ella, sin dejar de mover sus rodillas de hierro y sus largos brazos. Una vez la hubo gozado por detrás, deslizó la cabeza bajo la mujer para poder succionar sus senos lujuriantes, como si fuera un animal, sujetándola con las manos y la boca. Jadeaban y se agitaban; al cabo de un rato Antonio levantó a Louise, la transportó a la cama y colocó las piernas de ella en torno a sus hombros. La tomó con violencia, y entre convulsiones y temblores alcanzaron juntos el orgasmo. Louise se desplomó, sollozando histéricamente. El orgasmo había sido tan fuerte que estuvo a punto de volverse loca de frenesí y de gozo. El sonreía y jadeaba; se echaron y se durmieron.»

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