Descansa en Paz

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

 

Considerado por la Academia Sueca uno de los autores de mayor talento, aclamado por la crítica como el nuevo Stephen King y considerado por los lectores el sucesor de Stieg Larsson, el maestro escandinavo del terror se imagina en su nueva novela qué pasaría si Estocolmo fuese tomado por los zombies.

Algo muy extraño está ocurriendo en la capital de Suecia: en medio de una inusual ola de calor, la gente se da cuenta de que no puede apagar la luz ni los aparatos eléctricos. De repente, una noticia sacude a la nación: en la morgue los muertos están resucitando. ¿Qué es lo que quieren? Lógicamente, volver a casa...

John Ajvide Lindqvist

Descansa en paz

ePUB v1.1

GONZALEZ
08.02.12

Corrección de erratas por Breo

Título original:
Hanteringen av odöda

Editado de acuerdo con Ordfronts Forlag (Estocolmo)

y Leonhardt & Hoier Literary Agency A/S (Copenhague)

© John Ajvide Lindqvist, 2005

© Espasa Libros, S. L. U., 2010

© de la traducción: Gemma Pecharromán Miguel, 2010

Primera edición: marzo de 2010

Imagen de cubierta: Lucian/Chong.

Diseñada por WH Chong. Text Australia

Depósito legal: Na. 334-2010

ISBN: 978-84-670-3162-1

Para Fritiof. ¡Mah-fjou!

PRÓLOGO

Cuando la corriente revierte su curso

La muerte es sólo la aguja

que abre el ojo para que por

fin puedas ver la luz donde

vivimos.

E
VA
-S
TINA
B
YGGMÄSTAR
,

Den harhjärtade människan

(El espíritu temeroso).

Calle de Sveavägen, 13 de agosto, 22:49

—¡Salud, comandante
[1]
!

Henning levantó el envase de Gato Negro e hizo un gesto de brindis en dirección a la placa metálica del empedrado. Sólo había una rosa marchita en el lugar donde 16 años antes habían asesinado a Olof Palme. Henning se acuclilló y pasó el dedo sobre las letras en relieve.

—¡Joder! —exclamó—. Esto va mal, Olof. Va de mal en peor.

La cabeza estaba a punto de estallarle de dolor, y no era por el vino. Los viandantes de la calle de Sveavägen caminaban con la vista fija en el suelo y algunos se apretaban las sienes con las palmas de las manos.

Por la tarde, sólo se había dejado sentir en el aire la tormenta en ciernes, pero la tensión eléctrica había aumentado poco a poco, de forma imperceptible, y, ahora, rayaba lo insoportable a pesar de no haber ni una nube en el cielo nocturno, ni un trueno en la lejanía, ni esperanza alguna de que descargara el temporal. El impreciso campo eléctrico era inaprensible, pero se sentía y se notaba.

Era como un apagón eléctrico al revés: desde las nueve aproximadamente no podía apagarse una sola bombilla ni desconectar ningún aparato eléctrico. Si uno intentaba tirar del enchufe se producía un chisporroteo terrible y saltaban chispas entre la toma de contacto y el enchufe, impidiendo que se interrumpiera el circuito.

Y el campo eléctrico incluso aumentó su potencia.

Henning se sentía como si le hubieran enrollado alrededor de la frente un cable eléctrico que lanzaba dolorosas descargas, y era una verdadera tortura.

Pasó por allí una ambulancia con las sirenas ululando, bien porque se tratara de una urgencia o, sencillamente, porque no había manera de apagarlas. Un par de coches aparcados tenían el motor en marcha.


¡Salud, comandante!

Alzó el envase de vino a la altura del rostro, echó la cabeza hacia atrás y lo abrió. El chorro de vino cayó sobre la barbilla y se le deslizó por el cuello antes de que consiguiera apuntar bien para que le entrara en la boca. Cerró los ojos y bebió dos buenos tragos, mientras que la bebida derramada le corría por el pecho, se mezclaba con el sudor y continuaba hacia abajo.

Y luego estaba el calor; encima, el calor.

A lo largo de las dos últimas semanas todos los mapas del tiempo habían mostrado grandes soles alegres por todo el país. Los adoquines del empedrado y los edificios soltaban el fuego acumulado durante el día y, aunque ya eran casi las once, la temperatura rondaba los 30°.

Henning se despidió del primer ministro con una inclinación de cabeza y siguió el camino del asesino, hacia la calle de Tunnelgatan. El asa del envase de vino se le había roto cuando lo cogió de un coche con la ventanilla abierta, por lo que debía llevarlo bajo el brazo. Sentía la cabeza más grande de lo normal, abotargada, y se pasó los dedos por la frente.

La cabeza parecía tener el volumen de siempre; los dedos, sin embargo, estaban hinchados por el calor y el alcohol.

«Mierda de tiempo. Esto no es normal».

Se apoyó en la barandilla y subió despacio las escaleras. Cada uno de sus inseguros pasos le provocaba una punzada de dolor en el cerebro. Las ventanas de ambos lados estaban abiertas e iluminadas, desde algunas se oía música. Henning quería oscuridad, oscuridad y silencio. Deseaba seguir bebiendo vino hasta quedarse tranquilo y dormido.

Se detuvo unos segundos para descansar en lo alto de la escalera y la cosa empeoró. Resultaba imposible decir si era él el que estaba cada vez peor o si era el campo eléctrico, que aumentaba su potencia. Ya no sentía pulsaciones en la cabeza. Ahora se trataba de un dolor abrasador constante alrededor del cerebro.

No. No era sólo él.

A su lado, atravesado sobre la acera, había un vehículo con el motor en marcha y la puerta del conductor abierta; el estéreo reproducía a todo volumen
Living
doll.
Junto al coche estaba el conductor, agachado en medio de la calle, con la cabeza entre las manos.

Henning apretó los párpados y volvió a abrirlos. ¿Eran imaginaciones suyas o las luces de los apartamentos habían aumentado de potencia?

Algo va a pasar.

Despacio, paso a paso, cruzó la calle de Döbelnsgatan y se cobijó bajo la sombra de los castaños en el cementerio de San Juan, donde se derrumbó. No podía más. Todo zumbaba a su alrededor; sonaba como si hubiera un enjambre en la copa del árbol que tenía encima de él. La tensión del campo eléctrico aumentaba, su cabeza se comprimía como si estuviera bajo el agua a mucha profundidad, y podía oír los gritos de la gente a través de las ventanas abiertas.

«Voy a morir».

Aquella migraña iba más allá de lo razonable. ¿Cómo era posible que cupiese tanto dolor en una superficie tan pequeña? La cabeza podía explotarle en cualquier momento. La luz de las ventanas era cada vez más cegadora, las sombras de las hojas proyectaban sobre su cuerpo un dibujo psicodélico. Henning levantó el rostro hacia el cielo y abrió los ojos de par en par a la espera del estallido, la rotura.

Ping.

Desapareció.

Se esfumó como si hubieran apagado un interruptor.

El dolor de cabeza cesó de golpe, el enjambre enmudeció súbitamente y todo volvió a la normalidad. Henning quiso abrir la boca para emitir algún sonido, una expresión de agradecimiento, quizá, pero tenía las mandíbulas encajadas y le dolían los músculos después de haber permanecido en tensión tanto tiempo.

Silencio. Oscuridad. Y entonces algo bajó del cielo. Henning lo vio justo antes de que cayera, muy cerca de su cabeza. Se trataba de algo pequeño, un insecto. Él respiró repetidamente por la nariz, disfrutando del olor a tierra seca. Tenía la parte posterior de la cabeza apoyada sobre algo duro y fresco. Se giró a un lado para refrescar la mejilla también.

Estaba echado sobre una losa de mármol. Notó algo raro debajo la mejilla. Eran letras. Levantó la cabeza y leyó el texto de la lápida:

Carl

4/12/1918-18/7/1987

Greta

16/9/1925-16/6/2002

Encima había más nombres, pues se trataba de un panteón familiar. Greta había estado casada con Carl, pero había quedado viuda los últimos quince años. Bueno, bueno. Se la imaginó como una ancianita de cabellos grises que necesitaba un andador para salir de un enorme edificio de techos altos del centro de la ciudad. La disputa por la herencia de Greta habría estallado un par de meses después de su muerte.

Algo se movió sobre la lápida de mármol y Henning entornó los ojos. Era una larva blanca como la leche del tamaño del filtro de un cigarrillo. Parecía angustiada y se retorcía sobre la piedra negra. Se apiadó de ella y le dio un empujoncito con el dedo para echarla a la hierba, pero la larva estaba pegada.

«¿Qué está pasando aquí...?».

Henning acercó la cara a la larva y le dio otro golpecito. Parecía clavada en la piedra. Sacó un mechero del bolsillo y lo encendió para verla mejor. La larva se encogió. La observó tan de cerca que casi la rozaba con la nariz, y el encendedor le quemó algunos pelos. No. No era que la larva encogiera. Si cada vez se veía menos de ella era porque se estaba incrustando en la piedra.

«Pero...».

Henning golpeó la piedra con los nudillos y se aseguró de que realmente fuera tal. Mármol macizo, del caro. Se echó a reír y dijo en voz alta:

—Pero, oye. Oye, tú, larva...

En ese momento la larva ya casi había desaparecido del todo. Sólo quedaba un diminuto extremo blanco agitándose, y mientras él lo observaba se hundió dentro de la piedra sin dejar rastro. Pasó el dedo por donde había desaparecido. No había agujero ni resquicio alguno por donde se había introducido la larva. Había caído, y ahora había desaparecido. Henning dio unas palmaditas sobre la piedra y dijo:

—Bien. Está bien. Buen trabajo.

Después recogió el vino y se fue hacia arriba en dirección a la capilla para sentarse a beber en las escaleras.

Nadie salvo él vio aquello.

13 DE AGOSTO

¿Qué he hecho yo para merecer esto?

Los muertos trotan hacia sus antiguas moradas

poco a poco, poco a poco...

Gunnar Ekelöf,

Cuando consiguen escapar.

Calle de Svarvargatan, 16:03

«La Muerte...».

David alzó la mirada del escritorio y contempló la foto enmarcada de la escultura de plástico de Duane Hanson,
Supermarket Lady.

Una voluminosa mujer con suéter rosa y falda azul turquesa empujaba un carro de la compra lleno. Llevaba rulos en el pelo y sostenía un cigarrillo en la comisura de los labios. Su calzado apenas cubría sus doloridos pies hinchados. Tenía la mirada vacía. En los antebrazos desnudos podían distinguirse variaciones de color violeta, cardenales. Quizá su marido le pegara.

Pero el carro iba lleno, lleno a rebosar.

Botes, cajas, bolsas. Comida precocinada lista para el microondas. Su cuerpo era una masa de carne, embutida en la piel, y ésta a su vez estaba embutida en la falda estrecha y el suéter ajustado. Tenía la mirada vacía, los labios apretaban firmemente el cigarrillo, dejando entrever los dientes, y sujetaba con fuerza la barra del carrito.

Y el carro iba lleno, lleno a rebosar.

David tomó aire por la nariz: pudo casi sentir el olor a perfume barato mezclado con el olor a sudor del supermercado.

«La Muerte...».

Cuando no se le ocurría ninguna idea, o le asaltaban las dudas, siempre contemplaba esa representación de la Muerte, aquello contra lo que hay que luchar. Todas las tendencias dentro de la sociedad que apuntaban hacia esa imagen eran perniciosas; todo cuanto apuntaba en dirección contraria era... mejor.

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