Descansa en Paz (7 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

No llegaron más lejos. Una doctora irrumpió en la habitación, pero se detuvo en seco en cuanto vio a Eva. También ella estuvo en un tris de soltar alguna expresión de incredulidad, pero la salvó un hábito adquirido: se sacó el estetoscopio del bolsillo de la bata y lo desenroscó, sin mirar siquiera a David; luego, se acercó a la cama de la enferma.

Él se echó hacia atrás para dejarle pasar; vio que la enfermera que había estado allí hacía un momento permanecía en la puerta junto a otra compañera. Esta última no tenía evidentemente ninguna tarea que hacer, estaba allí sólo como asombrada espectadora.

La doctora le puso el estetoscopio en el lado del pecho sin heridas y escuchó. Movió el estetoscopio, volvió a escuchar. Eva levantó la mano, agarró las gomas...

—¡Eva! —gritó David—. ¡No!

... y tiró de ellas. La doctora lanzó un grito, las gomas tiraron de su cabeza hacia delante antes de que los auriculares se le desprendieran de las orejas. David hizo una mueca como si le doliera a él.

—Eva, no puedes... hacer eso.

Sintió un escalofrío. Se estaba comportando como el protector de Eva frente a la autoridad, como si temiera que fueran a castigarla de alguna manera en caso de mal comportamiento.

La médico gimió, se apretó las orejas con las manos un par de segundos, pero haciendo un esfuerzo recuperó la compostura y con calma profesional se volvió hacia las enfermeras.

—Llama a Lasse en neurología —ordenó—, y si no, a Göran.

Una de ellas dio un pasito hacia el interior de la habitación y preguntó:

—¿Si no?

—Si Lasse no está allí —contestó la médica irritada—, entonces le pides a Göran que venga.

La enfermera asintió, dijo algo en voz baja a la otra, y ambas desaparecieron por el pasillo.

Eva separó la cabeza del estetoscopio de la goma y aquélla cayó al suelo con un tintineo. La doctora se quedó sentada mirando a Eva sin hacer ademán de recogerla. David lo hizo en su lugar. Cuando él se la entregó, pareció como si ella por primera vez fuese consciente de que había otra persona en la estancia.

—¿Cómo se encuentra Eva? —preguntó David.

La interpelada le miró con la boca entreabierta, como si hubiera hecho una pregunta tan tonta que no tenía respuesta.

—El corazón no late —contestó la doctora—. No hay nada. Ningún latido.

David sintió una puñalada en el pecho.

—¿Pero no tenéis que...? —balbució él—. ¿No vais a... ponerlo en marcha?

—Parece que... no lo necesita —respondió la mujer sin apartar los ojos de la paciente, que, sentada, estiraba las gomas.

Tuvieron que esperar un buen rato a Lasse. Cuando al fin llegó, el hecho de que Eva se hubiera despertado ya no era ninguna novedad.

Hospital de Danderyd, 23:46

Mahler estacionó el coche en el aparcamiento de tiempo limitado más próximo al hospital y se bajó del vehículo con dificultad. El Fiesta no estaba hecho para su metro noventa de estatura y sus ciento cuarenta kilos de peso. Sacó primero las piernas y luego el cuerpo. Se quedó al lado del automóvil y se dio un poco de aire en el pecho con la camisa, donde ya habían empezado a aparecer círculos oscuros en las axilas.

El edificio del enorme hospital se alzaba ante él expectante. La única señal de actividad era la suave succión del aire acondicionado, la respiración asistida del inmueble, su manera de decir:

—Estoy vivo, aunque no lo parezca.

Se echó la bolsa al hombro y fue hacia la entrada. Miró el reloj. Las 23:45.

El espejo de agua poco profundo, situado cerca de la puerta giratoria, reflejaba el cielo nocturno, convirtiéndolo en un mapa de estrellas, y junto a él, como si fuera su vigilante, estaba Ludde fumando. Cuando vio a Mahler, levantó la mano a modo de saludo y tiró la colilla al agua, donde entró con un silbido.

—Hola, Gustav. ¿Qué tal?

—Bueno... Sudando.

Ludde tenía cuarenta años, pero parecía algo más joven, de una manera enfermiza. Cualquiera le habría tomado por un paciente de no ser por la camisa azul con la tarjeta identificativa, que dejaba claro que se llamaba Ludvig. Tenía los labios finos y pálidos, la piel tirante de una forma poco natural, como si se hubiera sometido a una operación de cirugía plástica o hubiera estado en un túnel de viento, y los ojos inquietos.

Entraron por la puerta normal, ya que la giratoria estaba cerrada por la noche. Ludde miraba todo el tiempo a su alrededor, pero su cautela era innecesaria: el edificio parecía desierto.

Cuando cruzaron la entrada y se adentraron por los pasillos, Ludde se relajó y le preguntó:

—¿Has traído...?

El recién llegado metió la mano en el bolsillo del pantalón, y la dejó allí.

—Ludde, tendrás que disculparme, pero todo eso parece...

El aludido se paró y le miró ofendido.

—¿Te he engañado alguna vez? ¿Eh? ¿Te he dicho alguna vez que tenía algo y luego no era nada? ¿Eh?

—Sí.

—Te refieres a lo de Björn Borg. Sí. Sí. Pero tenía un parecido de la hostia, reconócelo. De acuerdo, de acuerdo. Pero esto... bueno, bueno. Quédate con la pasta entonces, cascarrabias de los cojones.

Ludde, cabreado, echó a andar por el pasillo, y a Mahler le costó seguirle el paso. En silencio tomaron un ascensor de bajada y luego recorrieron un pasillo largo y ligeramente empinado con una puerta de hierro al fondo. El confidente ocultó aposta el teclado cuando pasó su tarjeta y marcó la clave. Se oyó el chasquido de la puerta.

Mahler sacó el pañuelo y se secó la frente. Allí abajo hacía más fresco, pero la caminata le había dejado agotado. Se apoyó contra la pared de cemento pintada de verde y agradablemente fresca bajo su mano.

Ludde abrió la puerta de hierro. El periodista pudo oír a lo lejos, a través de las paredes, gritos y ruidos de metales. La primera y única vez que había estado allí antes todo estaba silencioso como... una tumba. Ludde lo miró con una sonrisa burlona que venía a decir «qué te dije». Mahler asintió, le entregó los billetes arrugados y Ludde se ablandó, le hizo un gesto invitándole a que cruzara la puerta abierta.

—Adelante. La primicia te está esperando. —Echó una rápida ojeada a la parte baja del pasillo—. Los otros entran por el otro lado, así que puedes estar tranquilo.

El reportero se guardó el pañuelo en un bolsillo.

—¿No vienes conmigo?

El confidente sonrió con malicia.

—¿Tú sabes la cantidad de trabajo que me va a caer encima si bajo? —Le indicó por señas que debía doblar la esquina—. Basta con descender un piso en el ascensor.

* * *

Mahler sintió un profundo malestar cuando la puerta se cerró tras él. Se dirigió al ascensor y dudó antes de pulsar el botón para llamarlo. Se había vuelto miedoso con los años. Aún se oían gritos y ruido de metales allá abajo, y se quedó quieto, intentando que su corazón se tranquilizara.

Le inquietaba menos la perspectiva de ver a los muertos dando vueltas por ahí que el hecho de no tener derecho alguno a estar allí. Cuando era joven pasaba de esas cosas. «Hay que informar de lo que está pasando», habría pensado entonces, y se habría lanzado al combate.

Pero ahora...

«¿Y tú quién eres? ¿Qué haces aquí?».

Estaba oxidado y demasiado inseguro para poder aparentar la autoridad necesaria en tales situaciones. No obstante, apretó el botón.

«Debo ver lo que pasa».

El ascensor se puso en movimiento con un ruido sordo, él se mordió el labio y se apartó de la puerta. Lo cierto era que tenía miedo. Había visto demasiadas películas donde llegaba el ascensor y dentro había alguien. Pero llegó, y a través del estrecho cristal de la puerta pudo comprobar que estaba vacío. Entró y pulsó el botón del último piso del sótano.

Cuando el ascensor empezó a bajar, él intentó no pensar en nada, sólo registrar los hechos como una cámara cuya película se revelara luego con palabras.

El ascensor arranca con una sacudida. Oigo gritos a través de las gruesas paredes de cemento. La planta del depósito de cadáveres aparece a través del cristal que hay en la puerta.

Nada.

Un tramo del pasillo, una pared y nada más. Empujó la puerta del ascensor.

Notó el frío. La temperatura de ese corredor estaba varios grados por debajo de la del resto del edificio. El sudor que le cubría el cuerpo se convirtió en una película helada, sintió un escalofrío. La puerta se cerró a sus espaldas.

Justo a la derecha estaba abierta la puerta de acceso a una de las salas del depósito y fuera, en el suelo, había dos personas sentadas, abrazándose cabizbajas.

«¿Qué hacen?».

El estrépito de una plancha metálica en la sala de autopsias que había a la derecha hizo que una de ellas levantara la cabeza, y Mahler comprobó entonces que se trataba de una enfermera joven. Tenía el rostro desencajado.

Sujetaba entre sus brazos a una mujer muy vieja; tenía cuatro canas como una nube alrededor de la cabeza, el cuerpo como un tonel y las piernas como palillos, que se agitaban en el suelo tratando de encontrar apoyo para levantarse. Estaba desnuda, salvo la sábana anudada alrededor del cuello que le cubría un lado del cuerpo. Debía de ser la madre o la abuela de alguien, quizá la bisabuela.

Su rostro se reducía a dos pómulos prominentes bajo una piel pálida, y los ojos eran dos ventanas abiertas al vacío infinito. Eran de un azul transparente, como cubiertos por una película de mucosidad, blanca y de consistencia gelatinosa, y no expresaban el más mínimo sentimiento.

De sus labios hundidos, privada la boca de su dentadura, salía sólo un tono lastimero:

—Aaaasssaaaa... aassaaa...

Y Mahler supo, con intuición inmediata, cuál era su deseo. Lo mismo que todos.

«Quiere ir a casa».

La enfermera se percató de la presencia de Mahler.

—¿Puede hacerse cargo de ella? —le pidió con una súplica en la mirada, e hizo un gesto con la cabeza señalando a la mujer. Al ver que Mahler no contestaba, añadió—: Estoy congelada...

Él se agachó y puso la mano en el pie de la anciana. Estaba congelado, entumecido, era como poner la mano en una naranja recién sacada del congelador. El roce hizo que el lamento de la mujer cobrara intensidad...

—¡Aaaasssaaa!

... y Mahler se levantó dando un bufido mientras la enfermera le gritaba:

—¡Écheme una mano! ¡Por favor!

No podía. Ahora no. Debía ver qué estaba pasando. Algo avergonzado, se dirigió dando traspiés hacia la sala de autopsias, como el fotógrafo que hacía fotos a las víctimas del hambre, regresaba a la habitación del hotel y se tomaba un trago para acallar la conciencia.

«Las fotos... La cámara...».

Mientras avanzaba hacia la sala grande e iluminada, abrió la bolsa. Había sábanas blancas tiradas por el suelo del pasillo.

* * *

Más tarde le costaría poner orden en la escena que apareció ante sus ojos. Tuvo la impresión de que la lucha entre los vivos y los muertos debería haberse rodado en el interior de alguna cueva a media luz, con una iluminación goyesca.

Pero todo estaba dispuesto e iluminado con clínica asepsia. Los grandes tubos fluorescentes del techo proyectaban su luz sobre el acero inoxidable de las superficies de trabajo y sobre las personas que se movían dentro de la sala.

Se veía piel desnuda por doquier, pues casi todos los muertos habían conseguido liberarse de su mortaja y las sábanas estaban tiradas por todas partes. Parecía una fiesta de togas que había degenerado en orgía.

Habría allí entre vivos y muertos unas treinta personas. Médicos, enfermeras y el personal del depósito de cadáveres con batas blancas, verdes y azules se afanaban en sujetar los cuerpos desnudos. Todos eran viejos o muy viejos, muchos tenían grandes costurones desde el diafragma hasta el cuello: eran las cicatrices de las autopsias.

Los muertos no eran violentos, pero forcejeaban, pues querían salir de allí. Vio caras llenas de arrugas, cuerpos de proporciones morbosas, viejas agitando dedos atrofiados como garras de aves, ancianos que alzaban los puños al aire y cuerpos braceando para soltarse, pero los agarraban, los sujetaban.

Y el ruido, el ruido.

Se oían tales gemidos y alaridos que parecía que hubieran encerrado en una sala a un equipo de fútbol formado por recién nacidos para que pudieran gritar allí su terror y su espanto ante el mundo adonde habían llegado. Al que habían regresado.

Los médicos y las enfermeras trataban todo el tiempo de expresarse con palabras tranquilizadoras...

—Así, tranquilos, todo va a ir bien, todo está bien, tranquilos.

... pero sus miradas eran de pánico. Algunos se habían dado por vencidos. Una enfermera se acurrucaba en un rincón con la cara entre las manos y el cuerpo tembloroso. Había un doctor junto a una pila, lavándose tranquila y meticulosamente las manos, como si estuviera en el cuarto de baño de su casa. Cuando terminó, sacó un peine del bolsillo superior de la bata y empezó a peinarse.

«¿Dónde están todos?».

¿Por qué no hay más... gente viva aquí? ¿Dónde estaban los refuerzos de emergencia, la sociedad, todo eso que, pese a todo, funcionaba tan bien en esta Suecia del año 2002?

El periodista había estado una vez allí antes. Por eso sabía que la mayor parte de los muertos se hallaban en las cámaras del piso de abajo. Los allí presentes sólo eran una mínima parte. Se adentró un paso en una sala y buscó la cámara fotográfica.

En ese momento se soltó un hombre, uno de los pocos a quienes el proceso de la muerte no le había descompuesto la carne. Era fuerte y grande, sus manos parecían haber manejado bloques de piedra, quizá un obrero de la construcción jubilado y muerto de forma prematura. Con las piernas blancas y llenas de manchas, se movía hacia la salida a saltitos, como si caminara con zancos hechos con trozos de abedul.

—¡Cógelo! —gritó el médico al que se le había escapado, y Mahler no lo pensó, obedeció la orden sin más y se colocó con toda su masa corporal como dique de contención en el vano de la puerta. El hombre se dirigía hacia él y sus miradas se encontraron. Tenía los ojos castaños y acuosos, fue como mirar dentro de una laguna cenagosa donde nada se movía. No había respuesta.

Mahler deslizó la vista hacia el cuello y observó la pequeña cicatriz situada encima de la clavícula, donde le habían inyectado formol, y por primera vez en esta sala del espanto sintió... miedo. Miedo al roce, al contagio, a que le agarraran aquellos dedos. Le habría gustado poder enseñar su carné de prensa y gritar: «¡Soy periodista! ¡No tengo nada que ver con esto!».

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