Descansa en Paz (8 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Apretó los dientes. No podía salir de allí corriendo sin más.

Pero cuando el hombre se le echó encima, fue incapaz de sujetarlo. En vez de eso le propinó un empujón para quitárselo de encima...

«¡Ni se te ocurra tocarme!».

... y el sujeto perdió el equilibrio, se tambaleó hacia un lado y cayó sobre el médico, que había empezado a lavarse las manos otra vez. Éste alzó la mirada, indignado, como alguien que hubiera sido interrumpido en medio de una tarea importante.

—¡De uno en uno! —chilló, y apartó al hombre contra la pared.

Una especie de alarma se puso en marcha cerca de allí. Mahler creyó conocer la melodía, pero no le dio tiempo a pensar en ello porque en ese momento llegaron los refuerzos. Tres doctores y cuatro celadores con batas verdes se abrieron paso delante de él. Se detuvieron un momento, exclamando:

—¡Santo Cielo! ¿Pero qué demonios...?

Dijeron otras cosas por el estilo, pero, sobreponiéndose al pavor, entraron corriendo en la sala para hacer frente a la situación.

Mahler le puso la mano en el hombro a uno de los médicos y éste se volvió hacia él con un gesto agresivo, como si pensara darle un puñetazo.

—¿Qué hacéis con ellos? —le preguntó Mahler—. ¿Adónde los lleváis?

—¿Y tú quién cojones eres? —Y el golpe parecía estar cada vez más cerca—. ¿Qué haces aquí?

—Me llamo Gustav Mahler y soy del...

El doctor se echó a reír, con una risa aguda e histérica.

—Si traes también a Beethoven y a Schubert, diles que nos echen una mano —exclamó, y dicho esto, cogió al hombre al que Mahler había empujado, lo sujetó y se dirigió a toda la sala—: ¡Hacia los ascensores en grupos reducidos! ¡Los llevaremos a Infecciosos!

El periodista retrocedió. La señal de alarma seguía sonando incansable.

Al darse la vuelta vio que también había recibido ayuda la enfermera que estaba en el suelo. Se levantó con las rodillas temblorosas, dejó a un vigilante al cargo de la anciana. Al ver a Mahler torció el gesto.

—Qué cabrón —le espetó, y volvió a desplomarse de nuevo a unos metros del cadáver. El periodista dio un paso hacia ella, pero decidió que era mejor dejar las cosas como estaban. No tenía ninguna necesidad de volver a oír lo cobarde que era.

«La alarma, la alarma».

La melodía que se oía era la de
Eine Kleine
Nachtmusic,
y Mahler empezó a tararearla. Una melodía agradable en medio de aquel caos. La misma que la de su móvil. Y la misma que tenía...

Rebuscó el teléfono dentro de la bolsa, se quedó mirando el ridículo y diminuto auricular mientras seguía sonando la alegre melodía. Le dio la risa. Se alejó un poco por el pasillo con el móvil en la mano y se apoyó en la pared al lado de un letrero en el que ponía: «Apaguen sus teléfonos móviles». Aún se estaba riendo cuando contestó:

—Sí, soy Mahler.

—Hola, soy Benke. Oye, ¿qué está pasando ahí?

Gustav miró hacia la sala de autopsias, a los cuerpos que se movían por allí en un revoloteo de colores. Verde, azul, blanco.

—Pues, sí. Es verdad. Se han despertado.

Benke resopló en el auricular. Mahler creyó que iba a decir algo chistoso, y pensó acercar el teléfono hacia la sala de autopsias para que Benke pudiera oírlo, pero éste no hizo ninguna broma. En vez de eso, dijo pausadamente:

—Por lo visto está sucediendo... en varios sitios por toda la zona de Estocolmo.

—¿Que se despiertan?

—Sí.

Permanecieron un momento en silencio. Mahler vio ante sí cómo se desarrollaba la misma escena en varios lugares. ¿De cuántos muertos estarían hablando? ¿200? ¿500? Se quedó de repente helado, rígido.

—¿Y en los cementerios? —inquirió.

—¿Qué?

—Los cementerios. Los enterrados.

—¡Dios mío...! —musitó Benke con tono casi inaudible, y añadió—: No sé... No sé... No hemos recibido ninguna... —Se interrumpió—. ¿Gustav?

—¿Sí?

—Esto es una broma, ¿no? Me estás tomando el pelo. Eres tú quien ha...

Mahler orientó el móvil hacia la sala de autopsias, miró con los ojos en blanco durante un par de segundos, después se volvió a poner el teléfono en la oreja. Benke estaba hablando solo.

—...esto es absurdo. ¿Cómo puede suceder...? Aquí, en Suecia...

Mahler lo interrumpió.

—Benke. Tengo que irme.

El redactor de noche se impuso al hombre incrédulo, y Benke preguntó:

—Estarás haciendo fotos, ¿no?

—Sí, sí.

Mahler se guardó el móvil. El corazón le latía desbocado.

«Elias no fue incinerado, Elias fue enterrado, Elias fue enterrado, Elias, Elias yace en el cementerio de Råcksta, Elias...».

Extrajo la cámara de la bolsa y sacó unas fotos a toda prisa. La situación se había estabilizado y parecía bajo control. Aquí. Por el momento. Se fijó en él uno de los celadores que sujetaba a un señor mayor, que no cesaba de mover la cabeza de arriba abajo como si quisiera decir: «¡Sí, sí, estoy vivo, estoy vivo!», y le gritó:

—¡Oye, tú! ¿Qué haces?

El periodista hizo un gesto evasivo...

«No tengo tiempo».

... y salió retrocediendo de la sala. Se dio la vuelta y echó a correr hacia las escaleras.

Fuera del tanatorio había un hombre viejísimo, delgado como un palillo, hurgando con los dedos en la tirilla de su mortaja. Una de las mangas de quita y pon se le había caído y el tipo estaba boquiabierto; parecía preguntarse cómo se había puesto aquella prenda tan elegante y qué iba a hacer ahora que la había roto.

* * *

Había varios coches de la policía aparcados fuera de la entrada del hospital, y Mahler murmuró:

—¿Policías? ¿Qué van a hacer? ¿Arrestarlos?

El sudor le chorreaba por todo el cuerpo cuando llegó hasta su vehículo. La cerradura del lado del conductor estaba estropeada y había que empujar con el cuerpo para que se abriera. Cuando lo hizo, la manija se le deslizó entre los dedos y bajo sus pies el asfalto dio un giro de noventa grados, Mahler sintió un golpe en los hombros y en la nuca.

Quedó tendido cuan largo era al lado de su coche, mirando a las estrellas. El estómago subía y bajaba como un fuelle al ritmo de sus profundos resuellos. Oyó el ruido de las sirenas a lo lejos, una buena melodía para un reportero en condiciones normales, pero él ya no podía más.

Las estrellas titilaban encima de él; su respiración se fue sosegando.

Gustav concentró la vista en un punto lejano más allá de las estrellas.

—¿Dónde estás, mi querido niño? ¿Estás allí... o aquí?

Pasados unos minutos volvió a sentirse con fuerzas. Se levantó, entró en el vehículo, arrancó y se alejó del aparcamiento del hospital, conduciendo en dirección a Råcksta. Le temblaban las manos por el agotamiento. O ante la expectativa.

Täby Kyrkby, 23:20

Elvy preparó la cama a su nieta en la habitación de Tore. El persistente olor a hospital causado por los antisépticos se mezclaba desde hacía tres semanas con el de los productos de limpieza. No quedaba ni rastro del propio Tore. Ya al día siguiente de su muerte, Elvy había tirado a la basura el colchón, las almohadas y toda la ropa de cama, y había comprado un juego nuevo.

Cuando Flora la visitó al día siguiente, a la abuela le había sorprendido que la chica no tuviera ningún reparo en pasar la noche en el dormitorio donde acababa de morir su abuelo, sobre todo pensando en su sensibilidad.

—Yo lo conocía. Él no me da miedo —se limitó a decir Flora, y el tema quedó zanjado.

La chica entró y se sentó en el borde de la cama. Elvy se quedó mirándole la camiseta de Marylin Manson, que le llegaba por las rodillas, y le preguntó:

—¿Tienes otra ropa para mañana?

Flora sonrió.

—Claro. Yo también tengo mis límites.

—No es que a mí me importe, pero... —dijo Elvy mientras ahuecaba las almohadas.

—Las viejas —la interrumpió Flora.

—Sí. Las viejas. —Elvy frunció el entrecejo—. Bueno, la verdad es que a mí también me parece que...

Flora puso su mano sobre las de la anciana y la interrumpió.

—Abuela, ya te lo he dicho. Yo también pienso que debe asistirse bien vestido a un entierro. —Hizo una mueca—. A las
bodas
en cambio...

Elvy se echó a reír.

—El día menos pensado estarás tú ante al altar —le dijo, y añadió—: Puede que sí, o puede que no.

—Seguramente, nunca —replicó la chica, y se dejó caer hacia atrás en la cama con los brazos extendidos. Se quedó mirando al techo, abriendo y cerrando las manos como si estuviera cogiendo pelotas invisibles que cayeran del cielo. Cuando había cogido diez, le preguntó:

—¿Qué pasa cuando uno muere? ¿Qué pasa cuando uno muere?

Elvy no sabía si la pregunta iba dirigida a ella, pero de todos modos la respondió:

—Uno llega a algún otro sitio.

—¿A algún sitio? ¿Adónde? ¿Al cielo?

La anciana se sentó en la cama al lado de su nieta; alisó la sábana que ya estaba estirada.

—No lo sé —reconoció—. El cielo sólo es un nombre que le hemos dado a eso que nos resulta totalmente desconocido. No es más que... algún otro sitio.

Flora no respondió, siguió recogiendo unas cuantas pelotas más. De repente se sentó, y pegándose casi a Elvy, le preguntó:

—¿Qué ha sido lo de antes? ¿Lo que pasó en el jardín?

Elvy permaneció un rato en silencio. Cuando empezó a hablar, lo hizo en voz baja e insegura.

—Sé que no compartes mis creencias —dijo ella—, pero intenta verlo de esta manera: vamos a olvidarnos de Dios, de la Biblia y de todo eso, y vamos a concentrarnos en el alma, en que la persona tiene un alma. Estarás de acuerdo conmigo, ¿no?

—No sé —dijo Flora—. Yo creo que nos morimos y nos queman, y que entonces ya no queda nada.

La mujer asintió.

—Sí, claro, pero yo lo he razonado de esta manera. Una persona vive una vida, acumula pensamientos, experiencias, afectos, y cuando llega a los ochenta años y aún tiene agilidad intelectual, el cuerpo empieza poco a poco a desmoronarse. Esa persona
interiormente
sigue siendo la misma persona, sigue viviendo y pensando plenamente mientras su cuerpo se debilita, se consume, ,y la persona permanece allí dentro hasta el último momento, gritando: «No, no, no...», y luego se acaba todo.

—Sí —concedió Flora—. Así es.

La anciana se acaloró, tomó la mano de Flora, se la llevó a los labios y la besó suavemente.

—Pero a mí —prosiguió ella—, a mí eso me parece completamente absurdo. Siempre me lo ha parecido. Para mí... —Elvy se levantó de la cama agitando las manos—... es absolutamente indiscutible que las personas tenemos un alma.
Tenemos
que tenerla. Que todo lo que somos, que nuestra conciencia, que puede abarcar en un segundo todo el universo, dependa de una cosa así... —Elvy hizo con la mano un movimiento envolvente alrededor de su cuerpo—... de un montón de carne como éste para existir. ... No, no, no. ¡No puedo estar de acuerdo con eso!

—¿Abuela? ¿Abuela?

Elvy, que por un momento había tenido la mirada perdida en la lejanía, la volvió hacia su nieta. Se sentó otra vez en la cama y colocó las manos sobre las rodillas.

—Perdón —le dijo—, pero esta noche he tenido la prueba definitiva de que es como yo digo. —Y lanzándole una mirada a Flora, casi avergonzada, añadió—: Creo yo.

* * *

Tras dar las buenas noches a su nieta y cerrar la puerta de la habitación, Elvy anduvo dando vueltas de un lado para otro de la casa. Intentó sentarse en el sillón, cogió la obra de Grimberg, leyó unas cuantas líneas y volvió a dejar el libro.

Ése había sido uno de los proyectos que se había prometido acometer en cuanto Tore hubiera muerto: leer
Historia de Suecia,
de Carl Grimberg
[4]
, antes de que a ella misma le llegara su hora. Había empezado bien, andaba ya por la mitad de la segunda parte, pero esta noche no iba a avanzar en la lectura. Estaba demasiado inquieta.

Eran más de las doce. Debería acostarse. Era cierto que ya no necesitaba tantas horas de sueño, pero se despertaba casi todas las noches alrededor de las cuatro y se veía obligada a permanecer sentada en el retrete un par de horas mientras el pis salía gota a gota.

«Tore, Tore, Tore...».

Elvy había bajado por la mañana a la funeraria con el traje nuevo de Tore para el entierro, que tendría lugar dos días más tarde. ¿Estaría ahora él en la cámara de la iglesia, vestido y listo para su última gran celebración? Le habían preguntado si quería vestirlo ella misma, pero había declinado el ofrecimiento de buen grado. Ya había cumplido con su obligación.

Habían pasado ya diez años desde que empezó a untarle la mantequilla en los bocadillos. Hacía siete años que empezó a ayudarle a comerlos. Los tres últimos años él no había podido ingerir más que papillas y cremas, necesitaba gotas para seguir... sí, viviendo. Si eso merecía el nombre de vida.

Sujeto a una silla de ruedas, Tore no podía hablar ni probablemente pensar. Sólo en contadas ocasiones, cuando ella le decía algo, aparecía en sus ojos, de repente, un asomo de comprensión, que desaparecía igual de rápido.

Ella se había ocupado de darle de comer, cambiarle los pañales y la bolsa de la orina, y lavarle. Sólo había pedido ayuda para acostarlo por las noches y para levantarlo por las mañanas, para que pasara otro día más sentado en la silla de ruedas con la mirada perdida.

En la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe. Ella había cumplido su promesa sin alegría y sin amor, pero también sin quejas ni dudas, pues así estaba escrito.

En el cuarto de baño se quitó la dentadura, la cepilló con cuidado, la puso en un vaso y la dejó allí. No entendía que la gente la pusiera al lado de la cama, como un recuerdo lastimero del paso del tiempo. Las gafas, sí. Por la seguridad que le proporcionaba tenerlas a mano si pasara algo, pero ¿la prótesis dental? Como si de repente pudiera aparecer algo a lo que hincarle el diente.

Entró en su habitación, se desvistió y se puso el camisón. Dobló la ropa con esmero y la colocó encima del escritorio. Se detuvo a mirar las fotografías que había sobre el mueble. Su foto de boda.

«Vaya par de tortolitos».

La imagen era originalmente en blanco y negro y posteriormente coloreada a mano en tonos aún más claros. Tore y ella parecían como una ilustración sacada de algún libro de cuentos. El rey y la reina, o casi, «y vivieron felices hasta el fin de sus días». Tore con el frac y ella vestida de blanco con un ramo de flores de colores junto al pecho. Ambos miraban al futuro con unos ojos azules claros algo fantasmales. (Tore ni siquiera tenía los ojos azules, el pintor se había equivocado, pero no pensaron nunca en cambiarlo).

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