Descansa en Paz (40 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Varios redivivos más se unieron al grupo. De algunos portales salía sólo uno; de otros, dos o tres. Cuando se juntó un grupo de quince debajo de la farola, empezó algo que a Flora le hizo estremecer, la sensación de estar presenciando un rito tan ancestral que parecía perdido en la noche de los tiempos.

Fue imposible ver quién había empezado, pero poco a poco comenzaron a moverse en el sentido de las agujas del reloj. Pronto habían formado un círculo, con la farola en el centro. A veces, alguien chocaba con otro o se tambaleaba y caía fuera, pero enseguida recuperaba su lugar dentro del círculo. Se movían dando más y más vueltas, y sus sombras se deslizaban sobre las fachadas de los edificios. Los muertos estaban bailando.

Flora recordó algo que había leído sobre los monos en cautiverio, o tal vez se trataba de gorilas. Si clavaban una estaca donde estaban, no había que aguardar mucho antes de que los simios formaran un corro a su alrededor y comenzaran a moverse en círculo. Era el más primitivo de todos los ritos: la adoración del eje central.

A Flora se le saltaron las lágrimas. Su campo visual disminuyó y se le empañó. Permaneció mucho, mucho tiempo, como hipnotizada, mirando a los muertos, que seguían dando vueltas en su círculo sin interrupción ni variación alguna. Si alguien le hubiera dicho entonces que era aquella danza la que mantenía la tierra en rotación, ella habría asentido y habría contestado: «Sí. Lo sé».

Cuando la fascinación fue atenuándose, Flora miró a su alrededor. En muchas de las ventanas con vistas al patio vio óvalos pálidos que no estaban allí antes. Eran espectadores, muertos demasiado débiles para salir, o muertos que no querían participar, imposible saber cuál era el motivo. Sin saber lo que significaba, pensó:

«Es así».

Se levantó para seguir su camino. Quizá en aquellos momentos se estaba repitiendo el mismo espectáculo en todos los patios. No había alcanzado a dar más que un par de pasos cuando se detuvo.

Se estaban acercando otras personas, lo notaba. Otras consciencias vivas. ¿Cuántas? Cuatro, tal vez cinco. Llegaban de fuera, de la misma dirección por la que había entrado ella misma.

Sólo entonces, cuando sintió dentro de su cabeza el eco nítido de otras personas vivas, comprendió que lo que antes sólo había sospechado era un hecho confirmado: excepto ella misma, Peter y quienes se acercaban ahora, no había ni una sola persona viva dentro del recinto. Ni vigilantes, ni nada.

Volvió al sitio donde estaba anteriormente y se concentró para leer los pensamientos a los recién llegados. Lo que sintió hizo que el nudo de miedo que tenía en la garganta le cayera en el estómago como una piedra. Leyó excitación, terror. Al tiempo que Flora conseguía desenredar los pensamientos e identificarlos como pertenecientes a cinco personas, esas cinco entraron en el patio.

Eran cinco chicos. Estaban demasiado lejos para que pudiera verlos bien, pero llevaban cosas en las manos. Bastones, o... no. Se le encogió el estómago, y de repente se sintió indispuesta de terror. Lo vio todo. Lo que llevaban en las manos eran bates de béisbol. Sus pensamientos parecían tan excitados y tan caóticos que apenas era posible apreciar ninguna imagen clara, y Flora supo que era porque estaban muy ebrios.

Los muertos seguían bailando su danza, al parecer ajenos a los nuevos espectadores.

—¿Qué cojones hacen? —soltó uno de los chicos.

—No sé —dijo otro—. Parece que están en la disco.

—¡La disco de los zombis!

Los borrachos soltaron la carcajada y Flora pensó: «No estarán pensando... no pueden...», pero sabía que sí, que lo pensaban y que podían. Uno de los chicos miró a su alrededor. Se tambaleaba casi tanto como los que habían salido de los portales.

—Oye —dijo—. Aquí hay alguien, ¿no?

Los otros se callaron y registraron el patio con la mirada. Flora apretó los dientes y se quedó inmóvil. La situación era completamente nueva, no estaba acostumbrada a que pudieran leerle el pensamiento con la misma claridad que ella podía leer el de los demás. Se esforzó en no pensar nada. Como no lo conseguía, invocó el zumbido que había empleado contra Peter mientras jugaba al póquer.

—Bah, a la mierda —dijo uno de ellos, agitando la mano—. Sólo es algo.

Se acercaron a los muertos. Uno de los chicos se descolgó la mochila y dijo:

—¿Les pegamos fuego ya, o qué?

—No —repuso otro agitando su bate de béisbol en el aire—. Vamos a tantearlos un poco primero.

—¡Joder!, qué feos son.

—Más feos se van a poner.

Los chicos se detuvieron a tan sólo unos metros de los muertos, que en ese momento dejaron su danza y se volvieron hacia ellos. El miedo y la animadversión que los chicos habían irradiado no hacían más que crecer. Y crecer.

—¡Hola, guapetones! —gritó uno de ellos.

—Uuuuhhhh... —dijo otro, y la imagen de un zombi de
Resident Evil
le revoloteó a Flora por la cabeza. Cuando la atrapó, tuvo una asociación de ideas. Zombis de películas, monstruos de juegos. Ése era el origen de la excursión de aquellos chicos: habían salido a divertirse un poco con el juego de rol.

«Yo no puedo...».

Antes de que tomara conscientemente una decisión —era difícil pensar con la agitación de los chicos chisporroteándole en la cabeza—, se levantó y les gritó:

—¡Oye!

De un modo que habría resultado cómico en otras circunstancias, todos volvieron la cabeza al mismo tiempo hacia el lugar de donde procedía la voz. La chica salió de la sombra. Le temblaban las piernas y no había voluntad capaz de detenerlas. Temblando, anduvo la mitad del camino hacia la farola, y allí se paró.

—Os estoy viendo. Sólo para que lo sepáis.

Era todo lo que podía decir, la única amenaza que podía esgrimir. Al tiempo que era consciente de que su voz y sus pensamientos la traicionaban y dejaban claro que tenía miedo, los pensamientos de los chicos rezumaban deseos de destrucción. La humanidad brillaba por su ausencia.

—¡Una chica! —gritó uno de ellos, y Flora sintió cómo cinco consciencias examinaban su cuerpo, notó pinchazos de atracción, deseos de follarla antes o después de hacer lo que habían venido a hacer. Ella dio un paso atrás de forma instintiva.

—Vete a casa y acuéstate —gritó el que Flora creía que era el líder mientras agitaba el bate contra ella y hacía un gesto obsceno, hacia delante y hacia atrás— antes de que empiece a arder en otro sitio además de en tu cabeza.

—¡No podéis hacer eso!

El chico exhibió una amplia sonrisa. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y una sonrisa... profesional. Vestía una camisa de color azul claro y vaqueros limpios. Todos ellos llevaban el mismo estilo de ropa y, más que una banda de linchadores, parecía un club de amigos de la Escuela de Comercio, que salían de una fiesta de estudiantes y habían decidido divertirse un poco.

—Dime qué ley lo... —empezó a decir el chico, y Flora vio a un hombre mayor, probablemente el padre del muchacho, vestido de traje a la mesa de la cocina que decía: «Hasta que no cambien las leyes, los redivivos carecen de protección legal porque ya están registrados como fallecidos». Pero no le dio tiempo a decir más, ya que sus amigos le gritaron:

—¡Markus, cuidado!

Mientras los gamberros centraban su interés en la joven, dando la espalda a los redivivos, éstos habían echado a andar, espoleados por su odio hacia los intrusos. El primero, un viejo delgado como un palo y un palmo más bajo que el susodicho Markus, alargó los brazos y le agarró de la camisa.

Éste dio un salto hacia atrás y se oyó un restallido seco de la tela.

—¿Me vas a estropear tú a mí la camisa, cabrón? —gritó al ver el siete que le había hecho en la manga de la camisa, y estrelló el bate de béisbol contra la cabeza del muerto.

El golpe fue perfecto, le alcanzó justo encima de la oreja, y se oyó un ruido semejante al de una rama seca al partirla con la rodilla; el difunto salió despedido un par de metros como consecuencia de la violencia del golpe, dio media vuelta en el aire y aterrizó de cabeza, completando el giro, y cayó desplomado sobre el asfalto.

Markus levantó la mano, y uno de los otros chocó los cinco con él. Después cayeron sobre su presa.

Flora no podía moverse. No era sólo el miedo lo que la tenía paralizada; las ganas de sangre y el odio que irradiaban aquellos chicos eran tan fuertes que no le dejaban pensar, no podía controlar su cuerpo porque los pensamientos de los chicos eran tan intensos que eclipsaban los suyos. Ella sólo estaba allí quieta. Mirando.

Los redivivos no tenían ni medio sopapo para aquellos cinco jóvenes bien entrenados. Fueron tirándolos al suelo uno tras otro entre gritos de triunfo. Y siguieron golpeándolos cuando ya estaban en el suelo, como si estuvieran tirando un tabique que tuviera que quedar reducido a trozos pequeños para poder meter los escombros en sacos. Los muertos no intentaron defenderse, pero, incluso después de que les hubieran roto las piernas, seguían arrastrándose hacia los chicos; recibieron algunos golpes más, se oyeron algunos débiles crujidos más, pero no dejaban de moverse, sólo que lo hacían más despacio.

Los chicos bajaron sus bates y se alejaron un par de pasos de la masa bullente que tenían a sus pies. Uno de ellos sacó un paquete de tabaco y ofreció a todo el equipo. Fumaron contemplando su obra.

—¡Joder! —exclamó uno de ellos—. Creo que me ha mordido uno.

Extendió el brazo y les mostró una mancha oscura sobre la tela blanca. Los otros se echaron hacia atrás, haciendo como si se asustaran, levantando las manos y gritando:

—¡Ahhh! ¡Le han contagiado!

El chico al que habían mordido esbozó una sonrisa algo insegura y dijo:

—¡Bah!, dejad de hacer el tonto. ¿Creéis que debería ponerme la antitetánica o algo?

Los otros se dieron cuenta de su preocupación y siguieron gastándole bromas, diciéndole que pronto iba a convertirse en un muerto viviente en busca de carne humana, y el chico les pidió que cerraran el pico. Sus compañeros se rieron de él, y como para demostrarles que no estaba preocupado en absoluto, se agachó junto a los restos más cercanos de lo que antes había sido una persona, una anciana diminuta con el brazo tan partido que le caía por encima de la nuca. El chico puso su brazo herido delante de la boca de ella y dijo:

—Ñam, ñam, venga, come.

La boca partida de la vieja, en la que destacaban unos pocos dientes entre los labios hechos puré, se abrió y se cerró como la de un pez en tierra. El chico se reía mirando a los otros, y en ese instante sucedió lo que Flora había estado esperando que ocurriera: la vieja alargó el otro brazo, agarró al chico y le clavó los dientes en la carne.

El chico empezó a gritar y perdió el equilibrio, pero se levantó rápidamente. Los dientes se negaban a soltarle y la vieja, como si fuera una muñeca de trapo, se levantó también del suelo colgando del brazo del chico.

—¡Ayudadme, joder! —gritó él, sacudiendo el brazo, pero, pese a que la anciana no era más que un montón de huesos rotos en un saco de piel, tenía los dientes cerrados y se balanceaba con las sacudidas.

Los otros tiraron los cigarrillos, empuñaron los bates y empezaron a golpear el cuerpo de la vieja. No quedaban más huesos que romper, lo único que se oía eran golpes secos, blandos, como si estuvieran sacudiendo una alfombra húmeda. Al final le dieron un golpe encima del hombro con tal fuerza que la cabeza se soltó del brazo y ella volvió a caer al suelo.

El chico del que se había colgado la mujer agitaba el brazo, aullando una repulsión no articulada. Le faltaba un buen trozo de carne en el antebrazo y él saltaba, daba patadas en el suelo como si deseara salir volando, desaparecer, no ser protagonista de aquello.

Le corría la sangre por el brazo, y Markus se quitó la camisa, cortó la manga que ya estaba rasgada y le dijo:

—Ven, vamos a hacer un torniquete...

El herido actuaba como si no lo oyera. Abrió la mochila en un impulso de enajenado, sacó un par de botellas de plástico, las abrió y roció con aquel líquido el montón de cuerpos que aún se agitaban y revolvían.

—¡Ahora vais a ver, hijos de puta! —Corrió alrededor del montón de muertos, vertiendo todo el líquido que había en las botellas—. ¡Ahora vamos a ver cuánto mordéis, cabrones!

La parálisis que había inmovilizado a Flora se había ido suavizando; los otros cuatro se habían tranquilizado después de dar golpes hasta cansarse, sólo la histeria del herido le atravesaba ahora la cabeza como una sierra, una sierra contra una superficie de metal...

«No...».

No era eso. Era el otro ruido. No había nada que hacer; era demasiado tarde, ella no podía evitar que los chicos hicieran cuanto habían planeado. Miró a su alrededor y al otro lado del patio se vio a sí misma, dirigiéndose hacia la farola. Aún le resultaba difícil mirar, algo le decía que bajara los ojos, pero era como si ya se hubiera acostumbrado. Desplazó el ruido cortante a la parte posterior del cerebro y dejó espacio para pensar libremente.

Haz algo, haz algo,
pensó dirigiéndose a la figura que se parecía tanto a ella misma, y que en un abrir y cerrar de ojos se había plantado delante del montón de cadáveres, donde los chicos se disponían ahora a sacar las cerillas de la mochila. Ellos no se percataron, pero evidentemente oyeron el ruido, la vieron con el rabillo del ojo, porque movieron la cabeza, gritando:

—¿Qué cojones? Joder, joder...

La Muerte abrió los brazos en un gesto de invitación para que se abrazaran a ella, y Flora, como hipnotizada, hacía lo mismo, como si fuera un reflejo de la otra. Los chicos consiguieron encender la cerilla y la Muerte dio un par de pasos y se deslizó dentro del montón de cuerpos, se inclinó y estiró las manos, haciendo un gesto como si estuviera recogiendo bayas, reuniendo algo.

La cerilla voló por los aires.

—¡Ten cuidado! ¡Sal! —alertó la muchacha a voz en grito.

Al mismo tiempo que aterrizó la cerilla, la Muerte alzó la cabeza y miró a Flora a los ojos. Eran dos copias exactas. No había nada aciago ni negro en sus ojos, sólo eran los ojos de Flora. Durante un segundo pudieron mirarse mutuamente, compartir sus secretos, antes de que la gasolina prendiera con una explosión y un muro de llamas se interpusiera entre ambas.

Los chicos se quedaron como atrapados en el hielo mirando la hoguera. Las llamaradas más altas se elevaban casi a la misma altura que los tejados de los edificios, pero después de unos segundos se consumieron los gases y el fuego prendió en los cuerpos; se oyó el crepitar de las ropas de hospital al carbonizarse y de la carne al abrasarse.

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