Descansa en Paz (41 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

—¡Venga, vámonos!

Los chicos contemplaron el fuego un poco más, como si quisieran grabárselo para siempre en la memoria, luego se dieron la vuelta y corrieron para abandonar el patio. El tal Marcus, que ahora llevaba el pecho desnudo, se detuvo un instante y miró a Flora levantando el dedo índice como si estuviera pensando decirle algo, pero no se molestó en hacerlo y siguió a los demás. Pasados un par de minutos, sus consciencias estaban ya fuera del alcance de Flora.

Las llamas se consumieron. Ella supo por el silencio reinante dentro de su cabeza que la Muerte había desaparecido. Se acercó a la hoguera, donde sólo quedaban algunas pequeñas llamas aisladas y un olor fuerte y dulzón que se elevaba hacia el cielo. Tal vez porque los muertos tenían tan poca carne, tan poca grasa, el fuego no había prendido en condiciones.

Todo era negro. Los muertos por partida doble yacían encogidos con los codos contra el cuerpo y apuntando con los puños amenazantes, como si boxearan contra la oscuridad. Emanaba del montón un aire asfixiante, y Flora cogió una solapa de la chaqueta y se la puso delante de la nariz y la boca.

«Hace un momento estaban bailando».

Su pecho se llenó de algo totalmente opuesto al estremecimiento experimentado durante la danza de los muertos: una desolación, un vértigo abismal. Una desolación que abarcaba a toda la humanidad y su paso por la tierra. Y el mismo pensamiento que la asaltó entonces volvió a surgir ahora, en una perspectiva totalmente distinta: «Es así».

Norra Brunn, 21:00

David había dejado que Sture le convenciera y ya se estaba arrepintiendo. Leo, efectivamente, le había quitado de la programación, había un mensaje en su contestador automático informándole de ello, sólo que David no había escuchado el contestador. Le sirvieron una cerveza y fue a la cocina con los demás. Todo fueron pésames. Las bromas y las risas que había antes de llegar él se acabaron.

Aquél no era un lugar para conversaciones serias. Cuando no podían hacer bromas no decían nada. Los cómicos individualmente eran lógicamente como el resto de la gente, con la misma capacidad para la tristeza y para la alegría que los demás, pero como colectivo eran un hatajo de bufones incapaces de manejar lo que no se podía formular en una réplica ingeniosa.

Benny Melin se acercó a él justo antes de empezar la representación y le dijo:

—Oye, espero que no te parezca... pero tengo algunas cosas con esto de los redivivos.

—No, no —contestó David—. Haz lo que tengas que hacer.

—Está bien —le dijo Benny, y se le iluminó la cara—. Es una cosa tan grande, casi no hay manera de evitarlo.

—Lo comprendo.

David vio que Benny estaba a punto de probar con él alguna de sus bromas, así que levantó su vaso, le deseó suerte y se retiró. Benny hizo una pequeña mueca. Nunca se deseaban suerte, se decían «que te parta un rayo» o cosas por el estilo, y David lo sabía y Benny sabía que David lo sabía. Desearle a alguien «suerte» era casi un insulto.

David se situó en la barra del bar. El personal le saludó con inclinaciones de cabeza, pero ninguno se acercó a hablar con él. Se tomó la cerveza y le pidió a Leo que le sirviera otra.

—¿Qué tal va? —le preguntó Leo mientras le servía la bebida.

—Va —dijo David—. No mucho más.

Leo dejó la cerveza en la barra. No le pareció oportuno contestar dando más explicaciones. Leo se secó las manos con una toalla y le dijo:

—Salúdala de mi parte. Cuando mejore.

—Lo haré.

David notó que estaba a punto de empezar a llorar otra vez, se volvió de espaldas, mirando hacia el escenario, y se bebió de un trago medio vaso de cerveza. Se encontraba mejor. Cuando podía estar en paz y nadie tenía que aparentar que comprendía la situación.

«La muerte nos aísla de los demás».

Se encendieron las luces del escenario y Leo, a través del micrófono fantasma, dio una calurosa bienvenida a todos, les rogó que dirigieran sus miradas hacia el escenario y empezó a dar palmadas para recibir con un aplauso al animador de la tarde: Benny Melin.

El local estaba lleno, y los aplausos y silbidos que precedieron a la aparición en escena de Benny fueron para David como una punzada de nostalgia por volver a aquel mundo, el verdadero mundo irreal.

El humorista hizo una breve inclinación y cesaron los aplausos. Subió un poco el micrófono, lo bajó otro poco y terminó colocado en la misma posición que estaba desde el principio.

—Bueno, no sé cómo lo llevaréis vosotros, pero yo estoy un poco preocupado por lo de Heden. Un suburbio lleno de muertos.

El local estaba ahora en silencio; tensa expectación. Todos estaban preocupados por lo de Heden, temían que apareciera algún aspecto nuevo en todo ello en el que no habían pensado hasta ahora.

Benny arrugó la frente como si estuviera tratando de reflexionar sobre un problema complicado.

—Me pregunto sobre todo
una
cosa.

Pausa retórica.

—¿Querrá el camión de los helados ir allí a vender? —Hubo risas de alivio. No tanto como para arrancar aplausos, pero casi. Benny continuó—: Y
si
conduce hasta allí, ¿venderá algo?

»Y
si
vende algo, ¿qué será lo que venda?

Benny alzó la mano en el aire y dibujó una pantalla hacia la que todos tenían ahora que mirar.

—Tenéis que verlo delante de vosotros. Cientos de muertos atraídos fuera de sus casas por... —Benny tarareó la melodía que solía acompañar al camión de los helados y luego pasó enseguida a interpretar a un zombi que caminaba tambaleándose y con los brazos extendidos. La gente soltaba alguna risita, y entonces Benny clamó—: Frigopiiié, frigopiiiié...

Llegaron los aplausos.

David apuró la cerveza y se escabulló por detrás del bar. No podía soportar aquello. Opinaba que Benny y los demás estaban en su derecho de bromear con algo que era de actualidad, sí, estaban
obligados
a hacerlo, pero él no estaba obligado a escucharle. Salió enseguida a través del bar y cruzó las puertas hasta la calle. Una nueva salva de aplausos celebraba las ocurrencias a sus espaldas y él se alejó del ruido.

Lo doloroso no era que se hicieran bromas. Hay que hacer bromas, siempre hay que hacer bromas si queremos sobrevivir. Lo duro era que hubiera ocurrido tan
pronto.
Después del hundimiento del
Estonia,
por ejemplo, tuvo que pasar medio año antes de que alguien tratara de hacer alguna broma sobre el remolque del barco o sus compuertas, y aun entonces con un éxito más bien escaso. Lo del World Trade Center había ido mucho más deprisa, ya dos días después del atentado alguien comentó algo acerca de una nueva compañía de vuelos de bajo coste, Taliban Airways, y la gente se rio. Aquello quedaba tan lejos que no parecía de verdad.

Evidentemente, los redivivos estaban dentro de la misma categoría: no eran una realidad, no hacía falta mostrar ningún respeto. Por eso la presencia de David había sido difícil para los otros cómicos; él lo convertía en algo real. Pero en el fondo, los redivivos no eran más que eso: un chiste.

Pasó entre los numerosos coches aparcados a lo largo de la calle de Surbrunnsgatan, y vio ante sí el cuerpo sin cabeza de Baltasar dando sacudidas en las rodillas de Eva, y se preguntó si él podría alguna vez volver a reírse de algo.

* * *

El paseo desde Norra Brunn acabó con sus últimas fuerzas. La cerveza que se tomó tan deprisa chapoteaba dentro de su estómago y cada paso constituía una prueba de superación personal. De buena gana se habría acurrucado sin más en el portal más cercano, y habría dormido lo que quedaba de aquel día tan terrible.

Tuvo que apoyarse contra la pared dentro del portal y descansar un par de minutos antes de subir al apartamento. No quería presentarse en tan mal estado como para que Sture se ofreciera a quedarse allí. Quería estar sólo.

Sture no se ofreció. Después de informarle de que Magnus había estado dormido todo el tiempo, le dijo:

—Bueno, entonces será mejor que vuelva a mi casa.

—Sí —dijo David—. Gracias por todo.

Sture le miró inquisitivo.

—¿Podrás arreglarte sólo?

—Sí, me las arreglaré.

—¿Seguro?

—Seguro.

David estaba tan cansado que su conversación se parecía a la de Eva; sólo podía repetir lo que decía Sture. Se despidieron dándose un abrazo, David tomó la iniciativa. Esta vez él apoyó la cabeza en el pecho de Sture durante un par de segundos.

Cuando su suegro se hubo marchado, él se quedó un momento de pie en la cocina y miró la botella de vino, pero decidió que estaba demasiado cansado hasta para eso. Fue a ver a Magnus; permaneció un rato contemplando a su hijo, que estaba casi en la misma postura en la que él le había dejado: la mano debajo de la mejilla, los ojos deslizándose suavemente bajo los tenues párpados.

David se metió en la cama con mucha cautela, apretujándose en el reducido espacio que quedaba entre la pared y el cuerpo de Magnus. Pensó quedarse sólo unos segundos, contemplando el hombro frágil y liso que sobresalía por encima del edredón. Cerró los ojos y pensó..., no pensó nada. Se durmió.

Tomaskobb, 21:10

Mahler descubrió la baliza cuando tomó tierra en la isla más cercana. Estaba construida con unas tablas que habían perdido el color y él no la había visto en la oscuridad. El canal, por lo tanto, discurría de frente. Se volvió a subir al bote y arrancó el motor. Rugió, se entrecortó y se paró.

Inclinó el depósito, bombeó la gasolina y esta vez el ingenio se puso en marcha y la mantuvo el tiempo suficiente como para que Mahler pudiera salir de la isla; después se volvió a parar.

Con los brazos apoyados en las rodillas observó detenidamente las islas, de un azul aterciopelado en la oscuridad de aquella noche de verano. En las islas planas sobresalían algunos árboles aislados, recortándose negros contra el cielo como en los documentales de África. Sólo se oían las vibraciones lejanas de los motores del ferry que acababa de pasar.

«No está tan mal».

Era mejor saber dónde estaba que tener gasolina. Ahora por lo menos sabía lo que le esperaba. Con los remos le llevaría una media hora llegar hasta la isla, deslizándose sobre el mar en calma. Ningún peligro. Era cuestión de tomárselo con calma y todo saldría bien.

Metió los remos en los toletes y se puso manos a la obra. Remaba con movimientos cortos, respirando profundamente el aire cálido de la noche. A los pocos minutos ya había cogido el ritmo y apenas notaba el esfuerzo. Era como la meditación.

«Om mani padme hum, om mani padme hum...».

El movimiento de los remos iba empujando el mar hacia atrás.

Cuando llevaba unos veinte minutos remando le pareció oír el berrido de un corzo. Sacó los remos del agua y aguzó el oído. Volvió a oír el sonido. Aquello no era el berrido de un corzo, era más bien un... grito. Era difícil precisar de qué lado venía; el sonido retumbaba entre las islas, pero si hubiera tenido que elegir, habría dicho que procedía de...

Volvió a hendir los remos en el agua, empezó a bogar con golpes más amplios y más fuertes. No volvió a escucharse más el grito. Pero había llegado de la zona de Labbskärshållet. Un sudor frío le cubrió la espalda y la tranquilidad desapareció. Él ya no era un hombre metido en meditaciones, era sólo un maldito motor ineficaz.

«Debía haber ido en busca de combustible».

La boca se le llenó de una secreción pastosa y Mahler lanzó un escupitajo al motor.

—¡Maldito motor de mierda!

Aunque el error era suyo. Sólo suyo.

Para evitar tener que amarrar el barco, remó directamente hasta la playa y saltó fuera. Se le llenaron los zapatos de agua y ésta chapoteaba contra las plantas de los pies mientras subía hacia la casa. No tenían encendida ninguna luz y de ella sólo se veía la silueta recortada contra el azul oscuro del cielo.

—¡Anna! ¡Anna!

No hubo respuesta. La puerta exterior estaba cerrada y cuando tiró de ella ofrecía resistencia, hasta que cedió lo que la sujetaba. Él se estremeció y se llevó el brazo a la cara cuando tuvo la impresión de que alguien le golpeaba, pero sólo era el palo suelto de una escoba que salió por los aires y golpeó contra la roca.

—¿Anna?

El interior de la casa estaba oscuro como boca de lobo y sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad. La puerta del dormitorio estaba cerrada y en el suelo de la cocina había un... montón de nieve. Él parpadeó y el montón de nieve empezó a cobrar forma hasta convertirse en un edredón; era Anna sentada en el suelo abrazando un edredón.

—Anna, ¿qué pasa?

—Ha estado aquí... —respondió su hija con un hilo de voz procedente de una garganta destrozada.

Mahler miró a su alrededor. Por el vano de la entrada se filtraba la luz de la luna, pero era tan tenue que apenas iluminaba el interior. Reparó en la otra habitación, donde no se oía nada. Los animales le daban pánico a Anna, y él lo sabía. Suspiró.

—¿Era una rata? —preguntó con irritación.

Ella negó con la cabeza y dijo algo que él no logró entender. Cuando se volvió para ir a la otra habitación a ver lo que era, ella soltó:

—Cógela. —Y señaló un hacha pequeña que había en el suelo a sus pies. A continuación se levantó como pudo con el bulto en brazos, cerró de nuevo la puerta de fuera y se sentó de espaldas contra el marco, sujetando la manilla con una mano. La estancia se quedó completamente a oscuras.

Mahler sopesó el hacha entre sus manos.

—¿Qué es lo que hay, entonces?

—...ahogado...

—¿Qué?

Anna se obligó a forzar la voz y graznó:

—Un muerto. Un cadáver. Un ahogado.

Mahler cerró los ojos, buscó en su cabeza una imagen de la cocina y recordó que había una linterna sobre la encimera. Fue tanteando en la oscuridad hasta que agarró el tubo de la linterna.

«Pilas...».

Apretó el interruptor y salió un cono de luz que iluminó toda la cocina. Enfocó hacia la pared más próxima a Anna, para no deslumbrarla. Ella misma parecía un fantasma: las greñas empapadas de sudor le caían sobre la cara y miraba al frente con los ojos vacíos.

—Papá —dijo en voz baja sin mirarle—. Debemos dejar que Elias se... vaya.

—¿Qué estás diciendo? ¿Irse, adonde?

—Irse... morir.

—Calla ahora, que voy a...

Mahler entreabrió la puerta del otro cuarto e iluminó un poco con la linterna. Allí no había nada. Abrió un poco más, recorrió la habitación con el haz de luz.

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