—Gracias, muchas gracias —le dijo Bevan.
Y salió. Winnie se quedó mirando la puerta que daba al callejón. Durante unos momentos en su rostro no se reflejó expresión alguna. Pero entonces sintió algo en la mano, miró hacia abajo y vio que llevaba el destornillador firmemente sujeto. «Esta herramienta —pensó—, esta herramienta está hecha para arreglar lo que necesita ser arreglado». Levantó el destornillador y lo mantuvo bien alto, como una antorcha. La luz del techo se reflejó en la parte metálica y el brillo le inundó los ojos. En ese instante, sus ojos estaban encendidos, su rostro era radiante y Winnie supo por qué le había dado la dirección del hombre que quería encontrar. Y sin palabras, se dijo: «Es uno de los nuestros. Tiene la piel blanca, pero eso no importa. Trata de arreglarlo y es uno de los nuestros».
«Siete y tres y diecisiete. No te olvides de los números —pensó—. Otra vez vuelves a marearte y podrían olvidársete. No, no te ocurrirá. No puedes permitirte el lujo de olvidarlos. Siete y tres y diecisiete. Son siete manzanas al este de la calle Barry, has de girar a la derecha, hacia Morgan’s Alley, eso es lo que ella te dijo. Sin salirte del lado izquierdo, has de cruzar tres intersecciones y el número de la casa es el diecisiete. ¿Quieres moverte un poco, por favor?».
Intentó caminar más deprisa, pero las ropas húmedas se lo impedían. La humedad le había penetrado en la carne, calándole hasta los huesos; se mezcló con la fatiga, que le decía que era cuestión de fuerza, pero carecía de ella. La zanja llena de agua lo había dejado exhausto. «Pero si has dormido —pensó—. Sí, es verdad, pero no ha sido suficiente, y al despertarte has ido a dar un paseo que más bien ha sido una caminata para encontrar la calle Barry y el Winnie’s Place.
»Anda, vamos, sigue caminando. Así. Muy bien. Lo lograrás. Creo que lo lograrás de todos modos. No creías que podrías llegar a Winnie’s Place y, sin embargo, llegaste, ¿no? Y si pudiste hacerlo, también podrás ahora. No te detengas, sigue andando. Así. Es fácil. Está chupado.
»Dios mío, estoy tan cansado. Tan mojado, tan cansado y mareado, muy mareado…
»No, señor. No te vas a sentar en ese portal. Tiene un aspecto muy tentador y es gratis, pero si aceptas la invitación, te resultará muy cara. La cabeza se te caerá sobre el pecho, los ojos se te cerrarán y te alejarás de todo. Y mientras tanto, nuestro amigo Nathan se larga de Kingston con sus mil quinientos dólares. Y nuestra oportunidad de echarle una mano a Eustace se esfuma como una mano que se despide y dice adiós. De modo que no te vas a sentar en ese portal. Seguirás caminando.
»Sigue caminando y recuerda el número: siete y tres y diecisiete. ¿O sería diecinueve? No, es diecisiete. ¿Ves? Todavía puedes pensar como es debido. Pero me gustaría que caminaras como es debido. Fíjate cómo caminas. Tus piernas se mueven como las de Sugar Ray aquella noche de verano, cuando se enfrentó a Maxim, pero no fue Maxim quien lo derrotó, fue July que le dio un palizón en el duodécimo asalto y a duras penas logró llegar a su rincón. Fue una lástima que no lograra salir en el decimotercer asalto. ¿Y qué me dices de ti? Será toda una hazaña si logras reaccionar al oír la campana del primer asalto.
»No me hagas reír. Estás derrotado antes de que empiece la pelea. Es una tontería que esperes hacer algo en el estado en que estás. Si hasta un niño de nueve años podría pegarte con la izquierda y te irías de narices al suelo. Como un saco húmedo.
»La verdad es que estoy empapado. Con toda esa agua enlodada… Y seguramente habrás tragado una buena cantidad. Ya iba siendo hora de que tomaras un poco de agua. Aunque se me ocurren métodos más agradables para abandonar la bebida. De acuerdo, pero volveremos a ese tema en la próxima reunión. Tal como están las cosas, tal vez haya que suspender la sesión una temporada. O quizá todas las temporadas futuras, si consideras lo que ella te comentó sobre la habilidad de Nathan con el cuchillo.
»Ya estoy llegando, Eustace. He caminado cinco manzanas, me faltan dos más y luego giro a la derecha y… ¿he oído algo?
»Claro que sí, tío».
Quiso dejar de caminar. Se dijo que sería un error detenerse, un grave error volverse y echar un vistazo. Las pisadas producían un ruido que indicaba claramente que lo que trataban era de no hacer ruido. Eran de dos personas, quizá tres. Seguro que han estado esperando en algún portal, esperando a que apareciera un tonto redomado caminando por aquí a estas horas, cuando todas las luces están apagadas. Probablemente esperaban que fuese un marinero borracho con los bolsillos llenos de dinero y ni un ápice de precaución en el cerebro. Mucho mejor que eso, el objetivo que habían encontrado era un desastre tambaleante que parecía medio muerto dentro de esas ropas mojadas y llenas de fango.
Durante un instante brevísimo, pensó con añoranza en aquella ocasión, hacía muchos años, en Yale, cuando le dieron un jersey azul con la Y blanca porque podía correr la media milla en un minuto y cincuenta y cuatro segundos. «Pero ahora no puedes correr —pensó—. Ni siquiera puedes intentarlo. No tienes piernas.
»¿Qué puedes hacer entonces?
»No puedes hacer nada de nada y lo sabes. Ya lo has comprobado, son tres, y puedes apostar a que están perfectamente pertrechados. Llevan pistola o cuchillos o algo pesado con lo que te reventarán la cabeza y, ¡vaya!, se te están acercando.
»Pero no te enfades. No te cabrees. Tal vez logres jugar a las cartas, hacerles una propuesta que los mantenga a raya».
Entonces se le ocurrió pensar en al Bank of Nova Scotia, donde había cobrado los cheques de viajero y se llevó la mano al bolsillo donde guardaba la cartera. Lo hizo muy deprisa, girándose al mismo tiempo para quedar de frente a los tres jamaicanos que se acercaron agazapados; dos de ellos llevaban cuchillos de pan y el tercero un punzón para picar hielo. Eran jóvenes, vestían harapos, tenían aspecto de ser muy malos y estar hambrientos. Pero al ver la cartera se detuvieron, se enderezaron y se quedaron inmóviles cuando él abrió la cartera y les enseñó el grueso fajo de billetes. Entonces lanzó la cartera a sus pies.
El que llevaba el punzón para picar hielo se agachó y recogió la cartera. Los otros dos flanquearon rápidamente a Bevan. Se dijo que no debía mirar los cuchillos ni el punzón. Se concentró en la cartera y observó cómo salían los billetes mientras el jamaicano los contaba rápidamente.
—¿Cuánto? —preguntó uno de ellos.
—Bastante —le contestó el otro—. Unas sesenta guineas.
—No está mal.
Pero el que había contado los billetes no se mostró satisfecho. Señaló hacia el brazo izquierdo de Bevan, y le indicó la muñeca en la que aparecía una correa gris de ante y un reloj de oro blanco. Bevan se quitó el reloj y se lo entregó. De inmediato, el jamaicano se lo llevó a la oreja para escuchar; frunció el ceño y dijo:
—No funciona.
—Se me ha mojado —le explicó Bevan.
—¿Qué más tienes?
—Nada más.
—Muéstrame las manos.
Levantó las manos y le enseñó los dedos. No llevaba anillos.
—Y los bolsillos.
Le dio la vuelta a los bolsillos, sacó un pañuelo mojado, un paquete de cigarrillos pringosos y una caja de cerillas.
—Desabróchate los pantalones.
—¿Para qué?
—Para que pueda ver. Quiero ver si llevas cinturón para el dinero.
Se bajó los pantalones y los calzoncillos y los tres hombres se le acercaron para comprobar si llevaba dinero alrededor de la cintura. Permanecieron muy cerca de él mientras les enseñaba que no tenía nada. Y mientras se subía la cremallera del pantalón, se le acercaron más y supo que querían eliminarlo. «Quieren asegurarse de que no acudiré a la policía para dar sus descripciones —pensó—. En parte es eso, y en parte es por malicia. La idea general es que los turistas no les caen demasiado bien. Y supongo que ésa es la conclusión. Es lo fundamental. Son guerreros y están ante el enemigo. En cierta forma están haciendo justicia. Estos equilibran la ecuación. Los han pateado tanto que cuando tienen la oportunidad de devolver las patadas, le sacan el máximo de provecho. No puedo culparlos».
No lo sabía, pero les estaba sonriendo. Era una sonrisa blanda, en cierto modo triste; tenía la cabeza ladeada de un modo quejumbroso y con los ojos les decía: «No siento lástima por mí mismo. Lo que me da pena es el hermano de Winnie».
El punzón para picar hielo apuntaba al estómago de Bevan, pero la mano que lo sujetaba tembló ligeramente; el jamaicano dio un paso atrás e, indeciso, frunció el ceño a los demás, que también retrocedían y bajaban sus cuchillos. Entonces, los tres abrieron las bocas para decir algo, pero no pudieron. Bevan permaneció inmóvil; la luz de la luna brillaba en el rostro, bañándole la sonrisa esbozada inconscientemente. El que llevaba el punzón para el hielo dijo:
—¿Por qué nos miras así?
Bevan no contestó. No sabía a qué se refería aquel hombre.
—Como si no tuvieras miedo —dijo el jamaicano—. Como si fuéramos amigos.
Bevan asintió lentamente.
—Pero si te matamos…
—Seguiréis siendo mis amigos.
—No entiendo —dijo el jamaicano. Ya no aferraba el punzón con tanta fuerza.
—Yo entiendo —dijo uno de los otros—. Sé lo que trata de hacer este tío. Trata de hacerse el listo.
—No estoy de acuerdo —dijo el del punzón—. Creo que habla en serio. Creo que este hombre lo dice con esto —y con la mano se golpeó el pecho.
—¿Qué hacemos entonces?
—Lo dejamos marchar.
—¿Para que vaya a…?
—Lo dejamos marchar. —El del punzón habló en voz muy baja—. No puedo matar a un hombre que me mira así.
Se alejó e hizo señas a los otros para que lo siguieran. Titubearon unos instantes y volvió a hacerles señas y les dijo: «Vamos, venga», como si tuviera prisa por marcharse, antes de que cambiara de opinión. Los otros dos lo siguieron y los tres hombres se alejaron de Bevan, que se quedó sacudiendo lentamente la cabeza porque no podía creer lo que veía.
«Pero allá van —se dijo—. Y no porque los hayas asustado o hayas sido más listo que ellos. No intentabas pasarte de listo. ¿Qué ha sido entonces? ¿Qué diablos ha sido?
»Sea lo que sea, ha funcionado. De modo que en marcha otra vez; te faltan dos manzanas para Morgan’s Alley, luego habrá que girar a la derecha y… Cuánto me gustaría saber cómo he salido de ese enredo. El hombre ha dicho que era por la forma de mirarle. ¿Qué habrá querido decir? ¿Qué ha leído en tu cara? Me parece que esto se está poniendo demasiado místico y será mejor que volvamos al terreno práctico y demos por concluido el asunto. Basta ya y continuemos con las actividades sociales de la noche. ¿Pero qué pasa? ¿Qué les ocurre a tus piernas? Estás caminando más derecho. Y más deprisa».
En realidad no andaba muy deprisa. Aunque bastante más que antes. Se movía sin pausa, en línea recta por el asfalto de la calle Barry, iluminado por la luna; llegó a la última intersección, y giró a la derecha y enfiló hacia el Morgan’s Alley.
Era un callejón de chabolas, en su mayoría de madera podrida y astillada; algunas estaban techadas con tela asfáltica, otras con láminas metálicas herrumbradas recogidas en los muelles. La gente que habitaba en estas moradas no pagaba alquiler ni impuestos inmobiliarios. El valor del alquiler era cero y resultaba inútil gravarlos con impuestos, pues no había manera de justipreciar sus propiedades.
Era un trozo de barro seco, cenizas acumuladas y toda clase de basuras, incluidos los huesos de los gatos roídos por los perros callejeros. A veces, los gatos eran devorados por bandadas de ratas que llegaban a esta zona en busca de basura y no encontraban nada; allí se padecía una aguda escasez de comida, por lo tanto, se rascaban los platos hasta dejarlos relucientes. Sin embargo, algunas de estas gentes ganaban dinero.
Lo ganaban vendiendo cierta mercancía que no podía exhibirse al aire libre en el mercado público. Los ancianos vendían sus poderes fetichistas a quienquiera que creyese en ese tipo de brujería y deseara dañar o bien borrar del mapa a un enemigo. Había quienes vendían opio obtenido a precios de ocasión de los marineros que lo habían sacado de contrabando de Asia. Si no era opio, era marihuana, y tenían un método para hacerle alcanzar una calidad extrapotente que llevaba al fumador muy lejos de la tierra, permitiéndole flotar allá arriba, junto a los grandes, al lado de los cantantes y bailarines famosos, de los campeones y los líderes. Esta marihuana especial que vendían en el Morgan’s Alley era un hábito muy placentero si se podía conseguir. Pero cuando no podía conseguirse, la pérdida de altura era repentina, una especie de hundimiento que obligaba al consumidor a llegar hasta el fondo de verdad y a lanzarse desde un muelle. A veces se prendían fuego con cerillas. Otro método muy popular consistía en envolverse la cabeza con una tela bien apretada, de modo tal que boca y nariz quedasen cubiertos y no pasara el aire. Eso era lo único que podía hacer un consumidor cuando no podía conseguir marihuana.
Aunque había otros problemas más fáciles de solucionar. Para los que necesitaban un tipo especial de hembra, Morgan’s Alley cumplía con todos los requisitos. No era una cuestión de aspecto físico. En su mayoría, los especímenes femeninos de esta zona se encontraban en estados lamentables, y habían sido rechazados por los proxenetas y las madames de la calle Barry. Por ello aprendían algunas técnicas inusuales que les colocaran en la categoría especial. Aprendían aquellas travesuras ya de chicas y, cuando se hacían viejas, eran artistas con sus clientes fijos, algunos de los cuales viajaban desde kilómetros con el solo fin de pasar una sola noche en Morgan’s Alley. Por ejemplo, cierto maderero canadiense, cargado de millones, conocido en todo el imperio como un caballero y un deportista distinguido. A los cuarenta y seis años, tenía la constitución de un jugador de rugby, y podía haber servido de modelo a los forofos del atletismo. Tenía una esposa guapa, cuatro hijas guapas, dos de ellas casadas y con hijos. Todas lo adoraban. Dos veces al año viajaba en avión hasta Jamaica, se alojaba en un hotel exclusivo cerca de la Bahía Montego. Pasaba unos días pescando y jugando al golf y después, sigilosamente, alquilaba un coche y salía solo, llevando por todo equipaje una bolsa raída llena de ropa muy vieja. Al llegar a Kingston, solía esperar hasta después de medianoche, luego se vestía con la ropa vieja y se dirigía al Morgan’s Alley, a la casa donde ella había recibido su carta y lo estaba esperando. La mujer pasaba de los sesenta, y medía un metro cuarenta y pesaba unos cuarenta kilos. Lo primero que hacía él era darle el dinero. En billetes americanos la suma ascendía a unos cincuenta dólares. Entonces, ella le ordenaba que le hiciera la manicura y él obedecía. Le lustraba las uñas de las manos hasta dejárselas exquisitamente brillantes, y hacía lo propio con las de los pies. Ella lo recompensaba con una patada en la cara. En realidad no era una patada fuerte, al menos no lo suficiente como para romperle la nariz o partirle los labios, pero lo bastante fuerte como para darle dolor de cabeza, el dolor amortiguado con el que había estado soñando silenciosamente durante seis meses en Canadá. Eso era todo. Sin decir buenas noches, abría la puerta y se iba, y al día siguiente, volvía a tomar el avión rumbo al norte. Por supuesto que ella no sabía quién era su cliente, pero eso no importaba en absoluto. Lo que contaba eran los cincuenta dólares con los que podría vivir durante meses. A la mujer jamás se le cruzó por la cabeza el que su cliente habría estado dispuesto a pagar varias veces esa cantidad. Ignoraba que había buscado en cuatro continentes para encontrar la cara y el cuerpo que se parecieran a la imagen que tenía en mente. La había encontrado hacía nueve años, y desde entonces, esos dos viajes anuales a Morgan’s Alley eran las funciones más importantes de su vida.