El humo se elevaba en volutas redondas del cigarrillo liado a mano que Joyner sostenía delicadamente entre el pulgar y el índice, muy cerca de los labios para aprovecharlo aunque no estuviera inhalando. Su cara quedó envuelta en la nube verde azulada.
—¿De fiesta? —murmuró Bevan.
Joyner asintió. Continuó sonriendo. Al parecer, no reconocía al visitante. Durante un breve instante, sus ojos apáticos se encontraron con los de Bevan y luego miraron más allá de él como si no lo tuviera delante. Se llevó el cigarrillo de marihuana a los labios y, lentamente, aspiró el humo a través de los dientes, siseando a medida que inspiraba a través de los labios ligeramente entreabiertos, mezclando el humo con el aire suficiente como para producir la mezcla correcta. Al aspirar y recibir el pelotazo, sonrió en la agonía de un deleite insoportable.
—¿Tan buena es? —preguntó Bevan.
El jamaicano no respondió. Se dio media vuelta y entró en la chabola de una sola habitación, dejando la puerta abierta. Bevan lo siguió y cerró la puerta.
Era como un baño turco. Los humos de incontables cigarrillos de marihuana se elevaban hasta el techo para volver a bajar y a subir otra vez. El humo era tan espeso que Bevan se preguntó seriamente si habría oxígeno suficiente como para respirar. Tosió varias veces y, dirigiéndose a la ventana más cercana, la abrió un poco.
—¿Qué hace? —oyó preguntar a Joyner.
—Necesitamos un poco más de aire.
—El aire lo echa a perder —dijo Joyner—. Por favor, cierre la ventana.
Bevan se había asomado y tosía para quitarse el humo de los pulmones y poder respirar un poco de aire fresco.
—Me gustaría que cerrara la ventana —dijo Joyner en voz baja y tono amable—. Está dejando que todos los pájaros escapen de la jaula.
—¿Qué pájaros?
—Los bonitos pájaros —repuso Joyner—. Usted no los ve, pero están aquí. Vuelan muy despacio, con mucha gracia. Son unos compañeros muy agradables. Me gustan porque nunca gorjean muy fuerte, ni pían y se pelean como los gorriones. Vuelan por aquí y cantan a coro, muy suavemente, canciones de cuna.
Bevan cerró la ventana. Se dijo que no tenía sentido discutir. Era una nimiedad y no había ido hasta allí para discutir cuestiones triviales. «Pues tendremos que acostumbrarnos al humo —pensó—, eso es todo».
Se volvió y miró a Joyner, que estaba sentado en el borde de un camastro estrecho; la cara le brillaba bajo la luz mortecina de la bombilla teñida de naranja. La bombilla pendía de una lámpara sin pantalla que había sobre la mesa, cerca del camastro. En el suelo, al lado del camastro, había un montón de colillas esparcidas. Se había fumado los cigarrillos de marihuana aprovechándolos al máximo, y las colillas eran muy pequeñitas. Bevan se puso a contarlas durante un rato y después perdió la cuenta. Oyó que Joyner volvió a hablar de los pájaros para terminar farfullando algo acerca de las flores que había tomado prestadas de un jardín del planeta Venus y a partir de ahí, su voz se convirtió en un murmullo inaudible.
Bevan estaba recostado contra la pared, cerca de la ventana echando un vistazo al cuarto. Un par de cajas de fruta hacían las veces de sillas. Unos periódicos viejos, desplegados por el suelo, servían de alfombra. Al otro extremo del cuarto, donde la pared se juntaba con el suelo, vio un dispositivo de madera colocado cerca de un agujero. Miró con más detenimiento y descubrió que era una trampa casera para cazar ratones. En el espacio que había entre la trampa para ratones y el borde del camastro, apoyada de lado, se hallaba una maleta de la que se había salido parte del contenido. Había unas cuantas camisas, calcetines, una camisa deportiva de manga corta, color verde claro. «Eso me dice algo —pensó Bevan—, me dice que empezó a preparar el equipaje y luego se le ocurrió que le sentaría bien fumarse un porro. Es un verdadero adicto, y la necesidad de fumar era más importante que huir.
»De modo que me imagino que salió a comprar un par de porros y volvió aquí a fumárselos. Fue bueno mientras duraron, aunque no le levantaron el ánimo lo suficiente, por lo que salió a comprar más. Supongo que llevaba tiempo sin fumar, pero como se hizo con mil quinientos dólares, pudo comprar toda la marihuana que quiso. En lugar de huir de Kingston, huyó del planeta y se fue a Venus, con sus amigos, los pájaros, que lo guiaron hacia el jardín donde pidió prestadas las flores que, como es obvio, significaban más marihuana. Míralo ahí sentado disfrutando del colocón. Mira cómo cobra altura. Tal vez eso lo haga más manejable. O más rebelde, si consideramos que es un estimulante que le hace a uno creerse extraordinario. En fin, vamos a averiguarlo. Veamos qué nos ofrece Nathan».
Se acercó al camastro y le preguntó:
—¿Sabe quién soy?
Joyner le lanzó una sonrisa melancólica y no le contestó.
—Soy su cliente —le dijo Bevan—. Esta mañana le compré algo. Me costó mil quinientos dólares.
El jamaicano no dijo nada, la sonrisa soñadora desapareció y su rostro se tornó inexpresivo. Se quedó allí sentado, mirando a Bevan como si entre ambos hubiera una ventanilla de información y él esperara a que el empleado le suministrara más datos.
Bevan dio otro paso hacia el camastro. Estaba ya en mitad del cuarto. Se dijo: «Continúa hablando, por el amor de Dios haz que se interese en lo que estás diciendo. Que no se ponga en guardia, para que cuando estés lo bastante cerca, puedas abalanzarte sobre él y…».
—¿Recuerda la transacción? —le preguntó—. Fue en el comedor del Laurel Rock. Era tarde y estaba desayunando cuando usted se acercó a mi mesa.
—Sí, lo recuerdo —repuso Joyner en voz alta. Bajó la mirada y observó el cigarrillo de marihuana a medio fumar que sostenía entre los dedos—. Este humo no es lo que usted cree. No disminuye la memoria. Al contrario, es como una tira de microfilm, cuando la tira es lo bastante larga puedo memorizar un diccionario.
—¿Y qué más hace? —inquirió Bevan señalando el cigarrillo.
—Es como un sobrealimentador —repuso Joyner—. El potencial de fuerza es ilimitado. Se lo recomiendo a todos los atletas, a los soldados y a los obreros.
«Se lo cree de verdad —pensó Bevan».
—Además, refuerza el cerebro —le dijo el jamaicano—. Deberían utilizarla en las universidades, en los laboratorios químicos, y ciertamente, en las asambleas legislativas.
—Deberían venderla libremente en el mercado.
—Es cierto —admitió Joyner—. Pero no lo hacen. Las destilerías se quedarían sin trabajo. Otra cuestión es que no hay manera de controlar el precio o fijarle un impuesto. Crece en todas partes.
—¿Cómo la hierba?
—Más rápido que la hierba —repuso Joyner—. Si la convirtieran en una mercancía legal, todos la cultivaríamos, la usaríamos y viviríamos de ella. Volveríamos al Jardín del Edén.
—Eso sí que estaría bien.
—Y tanto —admitió Joyner—. Pero nunca ocurrirá. Vivimos en un mundo de restricciones que jamás lo permitiría.
—Tiene usted toda la razón —dijo Bevan. Dio otro paso más hacia el camastro.
—No lo haga —murmuró Joyner.
—¿Qué?
—Acercarse.
—¿Por qué no? —Le sonrió amistosamente y avanzó despacio, pensando: «Ya casi estamos, unos pasos más y…».
—Restricciones —dijo Joyner. Su brazo fue sólo una cosa borrosa. En un instante, su mano estaba vacía, y en el mismo instante empuñaba un cuchillo.
Bevan se quedó inmóvil. Oyó un ligero clic y de un mango de madreperla vio aparecer una hoja de doce centímetros.
—¿Para qué es eso? —le preguntó.
—Por seguridad.
—Pero si sólo he venido a hablar.
—Entonces hable.
—No con eso apuntándome a las entrañas.
—¿Le preocupa?
—Claro que me preocupa. Me da mucho miedo. Me gustaría que lo guardara.
—¿Qué lo haga desaparecer quiere decir?
Bevan no contestó. Miraba la hoja reluciente y pensaba: «Jamás había visto una cosa semejante. Lo había visto en las películas y una vez en un circo; lo habían hecho deprisa, pero no tanto como él».
Joyner le dio otra chupada al cigarrillo de marihuana. Aspiró profundamente, reteniendo el humo y murmuró:
—Fíjese en esto.
Entonces, otra vez, el brazo se convirtió en algo borroso y el cuchillo desapareció.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Bevan.
—No muy lejos.
—¿Pero dónde está?
—Aquí —repuso Joyner. Lo hizo más deprisa que antes. Fue tan rápido que daba la impresión de no mover el brazo, simplemente de estar ahí sentado, con el cuchillo en la mano.
—No lo entiendo —dijo Bevan sacudiendo la cabeza.
—Empecé de chico —le dijo Joyner. Repitió el movimiento con el cuchillo. Desapareció y apareció para volver a desaparecer otra vez. Entonces, su cara recuperó la sonrisa soñadora y le dio otra chupada al cigarrillo de marihuana.
«Ahí lo tienes —pensó Bevan—. Pues bien, ya te lo habían advertido. Winnie te lo dijo. Sólo que subestimó la realidad. Saca el cuchillo más deprisa de lo que tú tardas en parpadear. Pero no te pongas nervioso. Por favor, no te eches a temblar».
—Por favor, siéntese, señor Bevan —le oyó decir al jamaicano—. Póngase cómodo.
Bevan no se movió. Estaba a unos metros del camastro. Por un momento jugueteó con la idea de abalanzarse sobre Joyner; el brazo le hormigueaba ansioso por moverse, la mano derecha le latía porque deseaba cerrarse con firmeza y estamparse contra la mandíbula de aquel hombre. Entrecerró los ojos y miró la cara de Joyner; enfocó la mandíbula y la zona exacta de su objetivo, cerca del mentón, donde podía golpear con los nudillos esa vena importante que irriga el cerebro. Pero claro que no ocurriría así. Por más rápido que fuera, el cuchillo lo sería más.
Joyner hizo un ademán amistoso y hospitalario en dirección a una de las cajas de fruta. Bevan se dirigió hacia la caja y se sentó. Cruzó las piernas, entrelazó las manos y las colocó sobre sus rodillas. A través de la cortina de humo verde azulado vio el brillo naranja reflejado sesgadamente sobre la cara sonriente de Joyner. Los colores y las sombras tenían un toque gauguiniano; en realidad se parecía a un cuadro de Gauguin. «O tal vez una naturaleza muerta —pensó—. Esa cara no parece humana. Los ojos son como la lente de una cámara. Una cámara de rayos X que ve en el interior de mi cerebro. Es más bien como un monólogo, yo hablo y explico cosas sin pronunciar palabra. Aunque hay otra manera de verlo. Tal vez es que he estado respirando demasiado humo de éste y me ha colocado. Será mejor que acabemos. No debo permitir que ocurra. La mente sobre la materia y esas cosas. No puedes evitar respirarlo, porque no tienes otra cosa para respirar. Pero no dejes que te haga efecto. Creo que puedes eliminarlo si te concentras en lo que tienes entre manos».
—¿Está dispuesto a escuchar? —preguntó.
Joyner asintió.
—Han cogido a un hombre. Lo detuvieron ayer por la mañana temprano. Lo metieron en una celda.
—Ya lo sé —dijo Joyner. Sorbió un poco más de humo del cigarrillo—. Ya lo sabía cuando fui a verlo al hotel.
Bevan miró al suelo. Sacudió la cabeza lentamente.
Entonces oyó a Joyner reír a carcajadas. No hizo demasiado ruido, sino que emitió una serie de gruñidos suaves.
Levantó la cabeza, miró al jamaicano y le dijo:
—Calculó el tiempo de un modo elegante, suave como el satén.
—¿Es un cumplido? —murmuró Joyner.
—Más o menos.
—Me gusta recibir cumplidos —dijo Joyner—. Le da al aire un sabor especial.
—Escúcheme Nathan…
—En la escuela, en Inglaterra, gané muchos premios. Fui el tercero de mi clase.
—Eso está bien, pero escúcheme…
—Entonces volví a Jamaica con mi diploma universitario y me ofrecieron trabajo como oficinista. Y les dije…
—¿Quiere escucharme? —Se lo dijo con los dientes apretados—. El hombre se llama Eustace.
—Sí, ya lo sé.
—Tiene esposa e hijos.
—No hace falta que me lo diga. Lo sé todo sobre Eustace.
—¿Lo conoce bien?
—Lo conozco de toda la vida. Nos criamos en la misma calle.
—Eso tendrá que significar algo.
—¿En relación con qué?
—Pues con el hecho de ayudarlo.
Joyner volvió a reír. Esta vez más ruidosamente.
—Si no lo ayuda, está acabado —le dijo Bevan.
El jamaicano siguió riendo. Era una risa estridente que se convirtió en un cacareo senil.
—Como una hiena —comentó Bevan.
Joyner dejó de reírse. Durante un momento sus ojos parecieron vacíos.
—Es usted como una hiena —le dijo Bevan—. Se alimenta de los muertos.
La cara del jamaicano brilló con tonalidades naranjas bajo la luz de la lámpara. El cigarrillo de marihuana se le había quemado entre los dedos hasta quedar reducido a una minúscula colilla. Se la llevó a los labios apretados y le dio una última calada. El humo se quedó dentro de él cuando dejó caer la colilla al suelo y la aplastó cuidadosamente con el pie. Después, lo fue soltando en nubecitas mientras decía:
—Hablemos de otra cosa. De algo agradable. De pájaros y flores. ¿Le interesan los pájaros y las flores?
—Sólo cuando están vivos.
—Entonces hablemos de…
—Cuando están muertos es demasiado tarde —dijo Bevan—. Lo mismo ocurre con la gente.
—Está bien, probemos con la música. ¿Le gusta la música?
—No cuando está desafinada.
—¿Le importaría oírme cantar? No desafinaré. Canto como…
—Como un artista de concierto —dijo Bevan—. Y puede bailar con los mejores. O hacer acrobacias que provocarían encendidos comentarios.
—Es un hecho —dijo Joyner, asintiendo lentamente—. Puedo hacer esas cosas.
—No me cabe duda. Está escrito en el humo. —Agitó la mano a través de la cortina de humo que tenía ante la cara. La mano le pareció ingrávida al atravesarlo—. Es usted un actor de primera. Casi el mejor, aunque para eso le falta un poco. Al menos esta noche no es el mejor.
—¿Qué, se hace ilusiones?
—Es más que una ilusión. Esta noche quedará usted en segundo lugar.
—Ya lo veremos.
—Sí, ya lo veremos. —Entonces, Bevan se puso de pie y le sonrió al jamaicano. Habló muy despacio y en voz baja—. Démelas.
—¿Que le dé qué?
—Las pruebas. Primero, la botella rota.
Joyner se echó a reír sin hacer ruido.
—Y también la cachiporra.
—Esto sí que tiene gracia —dijo Joyner. Y siguió sonriéndose sin hacer ruido.