Winnie se quedó en la puerta, mirando cómo se alejaba el taxi. Las luces traseras se fueron empequeñeciendo cada vez más hasta desaparecer en la oscuridad. Winnie se volvió y entró en la casa. Se sentó en una silla astillada, junto a la barra hecha trizas. Durante varios minutos permaneció así mirando el suelo. Luego, de repente, se puso rígida. Se incorporó, fue hacia la puerta, la abrió y salió de la casa.
El taxi se detuvo en la intersección de la calle Barry y Morgan’s Alley, y el taxista le dijo a Cora:
—Bájese aquí.
—¿Cuánto tengo que andar?
—No mucho. —Le hizo una indicación con el pulgar y agregó—: Por allá.
—¿Por qué no me puede llevar hasta allí?
—Porque el callejón no es lo bastante ancho.
—Claro que sí. Puede pasar.
—No es lo bastante ancho —insistió el taxista—. Además, la calle está llena de baches. Podemos quedarnos atascados.
—Los baches no son tan profundos.
—Señora, la he traído hasta aquí y aquí la dejo. Por favor, bájese.
—¿Qué ocurre? —inquirió Cora.
El taxista no contestó. Se inclinó sobre el asiento, tendió la mano hacia la puerta trasera, la abrió y le indicó que se bajara.
Cora no se movió. Le preguntó:
—¿Qué le ocurre? ¿Tiene miedo?
El taxista se quedó sentado, esperando a que se bajara del taxi.
—Creo que tiene miedo —dijo Cora. Y cuando el hombre se volvió para mirarla, agregó—: Es una tontería. No hay nada que temer.
—¿Entonces por qué está tan pálida? ¿Por qué los dientes le suenan como una lancha de motor?
—¿Ese ruido hacen? —Entonces se dio cuenta. Parecía provenir de muy lejos, y sin embargo supo que el ruido le salía de la boca. Debería dejar de hacer ruido, pensó, y en voz alta, agregó—: Debería dejar de hacer ruido.
El taxista se revolvió en el asiento. Tenía los ojos muy abiertos. No la miraba a ella, sino a la oscuridad y la calma del callejón. Se le veía en la cara que estaba muy ansioso por marcharse de allí.
Cora bajó del taxi. Abrió el bolso y le preguntó:
—¿Cuánto le debo?
—Ya me ha pagado —repuso el taxista. Tiró de la manilla de la puerta trasera y cerró de un portazo. Sus ojos se mostraron ávidos al observar el bolso abierto. Pero en su mente no tenía más idea que la de salir a toda prisa. Movió el embrague y pisó el acelerador; el taxi salió a toda marcha por la intersección y se alejó rápidamente por la calle Barry.
Cora se volvió y quedó ante el callejón, que más bien parecía un túnel. «Diecisiete —dijo para sí—. Morgan’s Alley número diecisiete». Empezó a caminar en diagonal hasta llegar a un portal iluminado por la luna, en el que había un número escrito con tiza. El número había sido garabateado de cualquier manera, y el tiempo y los elementos lo habían borroneado, por lo que no logró descifrarlo. Se acercó más y vio que era el treinta y siete. El portal contiguo no estaba numerado. Avanzó lentamente por el callejón, manteniéndose cerca de los portales y leyendo los números marcados en tiza, pero al ver que no había ninguno, regresó al número treinta y siete para poder contar las casas.
«Si es que se les puede llamar casas —pensó—. En realidad son más bien gigantescas trampas para ratones. Y se vienen abajo. Y el aire, el olor. El olor es asqueroso. ¿Cómo lo aguantan? ¿Cómo pueden vivir aquí? Es horrendo, es verdaderamente horrendo saber que aquí vive gente. Fíjate en ese gato. Por favor, no te acerques, vete. Gracias a Dios ya se aleja. Pero míralo, fíjate en él. Parece medio rata o medio perro. Claro que es imposible. O tal vez no lo sea. Tal vez en este sitio todo es posible. Si pudieras caminar con los ojos cerrados para no ver todo esto. Sobre todo la mugre. Toda esta suciedad. Es como si fluyera por las puertas y formara un torrente espumajoso y espeso que te penetra por los poros, los ojos, la boca. Es insoportable. Me dan ganas de vomitar. Otra vez ese gato. Lleva algo en la boca. Es un ratón. Un ratón enorme. No, es una rata, y fíjate cuánta sangre. ¡Oh, mamá, ven a buscarme, sácame de aquí! Esta puerta es la treinta y tres, y esta otra, la treinta y uno, y ésta ha de ser la veintinueve y…».
Se detuvo. Se llevó una mano a la boca. Con la otra mano se apretó con fuerza el estómago. Algo le llamaba la atención; los ojos parecían querer salírsele de las órbitas.
Lentamente, apartándose del número veintinueve y dirigiéndose hacia ella, el marinero australiano se le acercó mirándola de reojo, con la cabeza inclinada de lado mientras intentaba verla bien. Al principio, le pareció que la luz de la luna lo engañaba y cambiaba el color de la piel de la mujer a la que había estado esperando. Pero a medida que se fue arrimando, pensó: «ésta es blanca. Y más pequeña que la otra. Mucho más delgada. Mucho más guapa. Como una flor delicada; suave y blanca como la leche, y debajo del vestido es…».
Cora logró cerrar los ojos. Los abrió y el hombre seguía allí. Los cerró y los volvió a abrir y el hombre estaba aún allí. Se quedó petrificada, mirándolo, viendo la cara y el estómago abultados, los muslos pesados, constreñidos en los sucios pantalones de dril blanco. Las enormes manos descansaban en los costados; tenía los dedos abiertos; Cora le miró las manos peludas y las uñas sucias.
Hainesworth le sonrió. Tenía los dientes amarillos. Los gruesos labios húmedos se movían lentamente al farfullar algo que no logró entender.
Es Luke —pensó Cora—. Es Luke, el jardinero. Y fue como si el tiempo no existiera y no se hallara en el Morgan’s Alley. Estaba en el jardín de su casa y llevaba una cinta verde claro en el pelo, y un vestido verde claro recién almidonado. Eran las vacaciones de Pascua y tenía nueve años.
Volvió a decirle algo que no logró oír. El hombre continuó hablando, ella le contestó pero no tenía ni idea de lo que le dijo.
Hainesworth se le acercó. Respiraba pesadamente. Se movió veloz, tendió la mano y la agarró, pero ella logró escaparse. Cora se volvió, echó a correr, tropezó y cayó de rodillas. Hainesworth volvió a acercarse, la agarró por la muñeca y de un tirón le colocó el brazo a la espalda. Con la mano libre le tapó la boca. Cora movió la cabeza convulsivamente y su boca encontró el dedo anular del marinero. Antes de que lograse retirarlo ella lo mordió; el hombre lanzó un aullido; Cora mordió con más fuerza. Los dientes cortaron el dedo carnoso y notó el sabor de la sangre.
«Escúpela —pensó—. Es asquerosa, está sucia. Por favor, escúpela». Abrió la boca para escupirla; inclinó la cabeza y le dieron arcadas pero no logró deshacerse de aquel sabor a sangre y a mugre.
Hainesworth se miró el dedo sangrante y vio las marcas de los dientes. Y no chillaba, ni sentía los profundos cortes.
—Conque muerdes, ¿eh? Justamente lo que me gusta, nena.
Cora se había incorporado e intentaba huir otra vez, pero Hainesworth fue más rápido; le rodeó la cintura con un brazo y la apretó. El aire le salió por la boca; intentó inhalar pero era como si tuviera los pulmones apretujados. Llevó las manos hacia atrás y le hundió las uñas en la cara. La apretó con más fuerza levantándola del suelo. «Me está partiendo en dos —pensó Cora», y en un rinconcito muy diminuto de la mente, sintió pena de sí misma. Pero los demás rincones estaban dominados por el instinto animal, y las principales órdenes iban dirigidas a los brazos, las manos y las uñas. Sus uñas eran como ganchos que se enterraban bien hondo, para salir y volver a enterrarse. La sangre que manaba de la cara arañada le mojó los dedos. Estiró más los brazos y procuró llegarle a los ojos.
Con una uña le dio justo debajo del ojo. El hombre echó la cabeza hacia atrás y la sangre manó de la herida abierta. La apretó con fuerza y Cora lanzó una especie de gorjeo. Dejó caer los brazos y la cabeza. Cuando el hombre la soltó, a Cora le fallaron las rodillas.
—Eh, ¿te has desmayado?
Cora contestó con un siseo.
—Muy bien; cojonudo.
Posó una mano enorme en la cabeza de Cora. Cogió un puñado de pelo y tiró con fuerza. Cora volvió a sisear, y cuando la levantó por el pelo Cora pateó con una pierna, luego con las dos, uno dos, uno dos. Los zapatos de puntas afiladas golpearon contra las espinillas. El marinero se le acercó mucho, se agachó y la agarró por las rodillas, la levantó y la sostuvo horizontalmente, igual que se aferra a un salmón escurridizo. Cora siguió pateando, e intentando arañarlo y morderlo. Le hundió las uñas en el cuello y le mordió la mandíbula inferior mientras él cruzaba el callejón y se dirigía al estrecho pasillo que había entre las chabolas.
El espacio era muy estrecho y a Hainesworth le costó trabajo pasar. Tuvo que entrar de costado con su escurridiza carga. Sonrió ampliamente al comprobar que el pasillo entre las chabolas se ensanchaba repentinamente. Entonces le dijo:
—Ya hemos llegado.
La arrinconó contra la pared, en el patio trasero del veintinueve. La tierra era blanca y estaba llena de cúmulos. Había latas, pedazos de loza rota y otras basuras desparramadas; Hainesworth pateó la basura. Cuando la zona quedó considerablemente limpia, la levantó más alto y la arrojó contra el suelo.
Cora cayó de costado pero no sintió el golpe. En cuanto tocó el suelo intentó incorporarse. Pero no pudo. El esfuerzo la hizo rodar y quedar boca abajo. Algo la mantuvo así; mientras trataba de levantar la cabeza, sintió una presión insoportable. Eran las manos de aquella bestia que la empujaban hacia abajo por la columna y la cabeza, hundiéndole la cara en la mugre.
Se le llenaron los ojos, la nariz y la boca de porquería. Quiso respirar y la nariz se le llenó de tierra. No podía escupirla, se la estaba tragando. «Dios mío —pensó—, me he tragado esta mugre. Esto es el fin. Ahora te vas a desmayar». Pero no se desmayó. Sino que se produjo el efecto contrario, como si acabara de tomar un estimulante. A medida que la boca se le llenaba de mugre, pensó: «Es algo más fuerte de lo que puede ofrecer cualquier farmacia. Estás saboreando la tierra y no hay nada tan real como la tierra, nada más verdadero. No es mugre, sino que es como un purgante. Aunque podrías llamarle un borrador. Elimina todas las imágenes borrosas de una madre, una institutriz y todas las maestras severas del colegio privado y las escuelas de baile. Las borra y se marchan rápidamente.
»Sí, se van como un comité al que han despedido por votación unánime después de años de prácticas fraudulentas. Porque bloquearon todo intento por aclarar la cuestión. Me refiero a la cuestión de crecer y convertirme en mujer de ornamento sin sentido con un vestido bonito.
»Sí, porque me metieron en la cabeza que eras una niña pequeñita, toda azúcar, especias y cosas bonitas, y que el sexo masculino eran ratas, babosas y rabos de raposas, y así sucesivamente. Y cuando tenías nueve años, y eras lo bastante mayorcita para cuestionarte si no estarían exagerando la cosa, apareció el jardinero.
»Apareció Luke con su cara sucia y sus manos asquerosas y no hizo más que fijar con clavos la teoría que te habían metido en la cabeza para dejarla convertida en un hecho comprobado. Te metió entre los arbustos, junto al lago de los peces de colores, te levantó el vestido y le preguntaste:
»"¿Qué haces?", y él te contestó: "No te dolerá", y entonces, mientras se producía todo aquello, tú te preguntabas qué era lo que estaba pasando. No fue mucho. No te desmayaste ni te dieron convulsiones, ni siquiera sangraste. Lo único que te hizo fue…
»Nunca se lo contaste a mamá, ni a Hilda, ni a nadie. Al día siguiente, Luke se marchó para no regresar. Pero los ojos de Luke jamás se fueron. Los sucios ojos de Luke se te quedaron dentro, mirando muy hondamente, acercándose cada vez más. Y más. Sus asquerosos ojos ardientes se convirtieron en los ojos de cualquier cosa masculina que mira algo femenino y se acerca.
»Y pasaron los años. Por las noches, en la cama con James… Pero en la oscuridad de la habitación no le veías la cara, entonces no era James, sino el jardinero.
»Ahí lo tienes. Ya lo sabes. Te alejabas constantemente de lo que considerabas sucio, asqueroso, horrible, cuando en realidad era limpio y puro, porque es tu compañero y te adora. Creo que la prueba es evidente. Sí, me inclino a decir que es bien evidente. Se basa en el hecho de que ha permanecido a tu lado todos estos años. Desde un cierto punto de vista es el bufón que soporta a la esposa frígida; es el payaso débil de sesera que se atiborra de alcohol y se convierte en un ente inexistente al que se etiqueta de "incapaz". Según cómo te lo mires, es mucho más hombre que la mayoría. Es como Galahad. Sí, señor, está allá arriba junto a todos los Galahads que transitan el solitario camino del sacrificio interminable. De modo que ya lo sabes, chica. Ya sabes lo que es preciso hacer, lo que quieres hacer, lo que te mueres por hacer de ahora en adelante. ¿Pero será demasiado tarde?».
Entonces, la tierra se convirtió en una muralla que se alejaba de su cara. El marinero le dio la vuelta hasta dejarla tendida de espaldas. Con una mano le empujaba hacia abajo el hombro y la mantenía acostada, mientras que con la otra le subía la falda. Lo miró a los ojos y vio los ojos del jardinero que se le acercaban; Cora tendió la mano hacia un costado y rebuscó en la tierra, entre la maleza y las piedras. Tenía los ojos firmemente cerrados mientras continuaba rebuscando en la tierra; entonces sintió la dureza dentada de una cosa semienterrada en el suelo. Por el tacto supo que era una piedra grande y comenzó a tirar de ella, aferrándola con los dedos, moviéndola para soltarla. El marinero se había tendido encima de ella y empezaba a hacer algo, pero Cora estaba muy lejos de aquello. Lo único que sentía era la enorme piedra dentada que cedía en su mano. Pesaba demasiado, pero de algún modo, su brazo se movió rápidamente, y la piedra cayó sobre la cabeza del marinero y lo golpeó una y otra vez.
El marinero cayó hacia un lado. Quedó medio sentado, apoyado sobre un codo. Tenía la boca muy abierta y parecía como si fuera a decirle algo. No cambió de posición, cuando la sangre empezó a salirle a borbotones por la boca y la nariz; algo de color gris amarillento le fluyó de las orejas y un líquido grisáceo le brotó del costado de la cabeza. Entonces el codo cedió y el hombre quedó reclinado de espaldas, con la boca abierta, como si intentara decir algo mientras expiraba.
Cora se incorporó. Durante unos momentos se quedó mirando el cadáver. Se alejó de él riéndose entre dientes.
No sabía por qué se reía. No sabía que recorría el estrecho pasillo entre las chabolas y volvía a salir al Morgan’s Alley. Continuó riendo mientras caminaba lenta y zigzagueante, en dirección a la nada, aunque en realidad, iba hacia el número diecisiete.