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Authors: Alice Sebold

Desde mi cielo (12 page)

—Niños, ¿por qué no vais a jugar a la habitación de Buckley? —sugirió mi madre—. El detective Fenerman y papá necesitan hablar.

7

—¿La ves? —preguntó Buckley a Nate mientras subían la escalera con
Holiday
a la zaga—. Es mi hermana.

—No —respondió Nate.

—Se fue un tiempo, pero ahora sé que ha vuelto. ¡Carrera!

Y los tres —dos niños y un perro— subieron a todo correr el resto de la larga curva de la escalera.

Yo nunca me había permitido añorar a Buckley por miedo a que viera mi imagen en un espejo o en el tapón de una botella. Como todos los demás, trataba de protegerlo.

—Es demasiado pequeño —le dije a Franny.

—¿De dónde crees que salen los amigos imaginarios?

Los dos niños se quedaron un momento sentados bajo el calco enmarcado de una lápida que colgaba al lado de la puerta de la habitación de mis padres. Era de una tumba de un cementerio de Londres. Mi madre nos había contado a Lindsey y a mí cómo mi padre y ella habían querido colgar cuadros en las paredes, y una anciana que habían conocido en su luna de miel les había enseñado a hacer calcos de lápidas en latón. Para cuando yo cumplí los diez años habían bajado al sótano la mayoría de los calcos, y las marcas que habían dejado en nuestras paredes de barrio residencial habían sido sustituidas por alegres grabados que pretendían estimular a los niños. Pero a Lindsey y a mí nos encantaban los calcos, sobre todo el que esa tarde tenían Nate y Buckley encima de sus cabezas.

Lindsey y yo nos tumbábamos en el suelo debajo de él. Yo fingía que era el caballero que representaba y
Holiday,
el perro fiel, se acurrucaba a mis pies. Lindsey era la esposa que él había dejado atrás. Siempre acabábamos riendo a carcajadas, por muy serias que empezáramos. Lindsey le decía al caballero muerto que una esposa tenía que continuar viviendo, que no podía quedarse atrapada el resto de su vida por un hombre paralizado en el tiempo. Yo reaccionaba de manera tormentosa y enloquecida, pero nunca duraba mucho. Al final, ella describía a su nuevo amante: el gordo carnicero que le regalaba trozos de carne de primera calidad, el ágil herrero que le hacía ganchos. «Estás muerto, caballero —decía—. Es hora de seguir con mi vida.»

—Anoche entró y me besó en la mejilla —dijo Buckley.

—No lo hizo.

—Sí lo hizo.

—¿En serio?

—Sí.

—¿Se lo has dicho a tu madre?

—Es un secreto —dijo Buckley—. Susie me ha dicho que aún no está preparada para hablar con ellos. ¿Quieres ver otra cosa?

—Claro —dijo Nate.

Los dos se levantaron para dirigirse al lado de la casa reservada para los niños, dejando a
Holiday
dormido bajo el calco.

—Ven a ver esto —dijo Buckley.

Estaban en mi habitación. Lindsey se había llevado la foto de mi madre. Después de pensárselo bien, también había vuelto en busca de la chapa de «Hippy-Dippy Says Love».

—Es la habitación de Susie —dijo Nate.

Buckley se llevó los dedos a los labios. Había visto a mi madre hacerlo cuando quería que nos estuviéramos callados, y ahora quería eso de Nate. Se tumbó boca abajo e hizo gestos a Nate para que lo siguiera, y se retorcieron como
Holiday
para abrirse paso entre las borras de polvo de debajo de mi cama hasta mi escondite secreto.

En la tela que cubría la parte inferior de los muelles había un agujero, y era dentro de él donde yo guardaba las cosas que no quería que nadie viera. Tenía que protegerlo de
Holiday
o lo arañaría para intentar arrancar los objetos. Eso era exactamente lo que había ocurrido veinticuatro horas después de que yo desapareciera. Mis padres habían registrado mi habitación esperando encontrar una nota aclaratoria, y habían dejado la puerta abierta al salir.
Holiday
se había llevado el regaliz que yo guardaba allí. Desparramados debajo de mi cama estaban los objetos que yo había escondido, y Buckley y Nate sólo reconocieron uno. Buckley desenvolvió un viejo pañuelo de mi padre y allí estaba: la ramita ensangrentada y manchada.

El año anterior se la había tragado un Buckley de tres años. Nate y él se habían dedicado a meterse piedras por la nariz en nuestro patio trasero, y Buckley había encontrado una ramita bajo el roble al que mi madre ataba un extremo de la cuerda de tender. Se la metió en la boca como si fuera un cigarrillo. Yo le observaba desde el tejado, al lado de la ventana de mi habitación, donde me había sentado a pintarme las uñas de los pies con el Brillo Morado de Clarissa y a leer
Seventeen.

Yo estaba perpetuamente encargada de vigilar a mi hermano pequeño. Lindsey no era lo bastante mayor, creían. Además, ella era un futuro cerebro, lo que significaba que gozaba de libertad para pasarse esa tarde de verano, por ejemplo, dibujando con todo detalle el ojo de una mosca en papel milimetrado con sus ciento treinta lápices de colores Prisma.

Fuera no hacía demasiado calor, a pesar de que era verano, y me proponía dedicar mi encierro en casa a embellecerme. Había empezado por la mañana duchándome, lavándome el pelo y haciendo vahos. En el tejado me había secado el pelo al aire y me había puesto laca.

Ya me había aplicado dos capas de Brillo Morado cuando una mosca se posó en el aplicador del frasco. Oí a Nate hacer ruidos desafiantes y amenazadores, y miré la mosca con los ojos entornados para distinguir todos los cuadrantes de sus ojos, que Lindsey coloreaba dentro de casa. Me llegaba una brisa que agitaba los flecos de los vaqueros contra mis muslos.

—¡Susie! ¡Susie! —gritaba Nate.

Bajé la vista y vi a Buckley tumbado en el suelo.

Ése era el día que yo siempre explicaba a Holly cuando hablábamos de rescates. Yo lo creía posible; ella no.

Me di la vuelta con las piernas en el aire y entré apresuradamente por la ventana abierta, colocando un pie en el taburete de la máquina de coser y el otro justo delante, en la alfombra a cuadros, y luego me puse de rodillas y salí disparada como una atleta que toma impulso en los tacos de salida.

Eché a correr por el pasillo y me deslicé por la barandilla de la escalera, cosa que tenía prohibida. Llamé a Lindsey y luego me olvidé de ella, salí corriendo al patio trasero por el porche cubierto de tela metálica y salté la cerca del perro hasta el roble.

Buckley se ahogaba y se sacudía. Lo cogí en brazos y, con Nate a la zaga, lo llevé al garaje, donde estaba el valioso Mustang de mi padre. Había visto a mis padres conducir, y mi madre me había enseñado a ir marcha atrás. Senté a Buckley en el asiento trasero y cogí las llaves de la maceta vacía donde las escondía mi padre, y me dirigí a toda velocidad al hospital. Me cargué el freno de mano, pero a nadie pareció importarle.

«Si ella no hubiera estado allí, habría perdido a su hijo pequeño», había dicho más tarde el médico a mi madre.

La abuela Lynn predijo que yo iba a tener una vida larga porque había salvado la de mi hermano. Como de costumbre, la abuela se equivocó.

—¡Guau! —dijo Nate con la ramita en la mano, asombrado de cómo se había ennegrecido la sangre roja.

—Sí —dijo Buckley.

Se le revolvió el estómago al recordarlo. Qué doloroso había sido, y cómo habían cambiado las caras de los adultos alrededor de su enorme cama de hospital. Sólo las había visto tan serias en otra ocasión. Pero mientras estuvo en el hospital, los ojos de todos habían mostrado preocupación, y luego habían dejado de hacerlo, inundados de tanta luz y alivio que se había sentido arropado, mientras que ahora los ojos de nuestros padres se habían vuelto mates y no reflejaban nada.

Ese día en el cielo me mareé. Volví dando tumbos al cenador y abrí los ojos de golpe. Estaba oscuro, y al otro lado había un edificio grande en el que nunca había estado.

De pequeña había leído
James y el melocotón gigante,
y el edificio era como la casa de sus tíos. Enorme, oscuro y victoriano. En el tejado había una especie de plataforma con balaustrada. Por un momento, mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, me pareció ver una larga hilera de mujeres de pie en la plataforma, señalándome. Pero enseguida vi algo más. Unos cuervos se habían posado en hilera con ramitas retorcidas en los picos. Cuando me levanté para ir a mi dúplex, emprendieron el vuelo y me siguieron. ¿Me había visto realmente mi hermano o no era más que un niño pequeño diciendo bonitas mentiras?

8

Durante tres meses, el señor Harvey soñó con edificios. Vio una parte de Yugoslavia donde las viviendas con techo de paja construidas sobre pilotes dejaban pasar torrentes de agua que corrían por debajo. Encima de él había un cielo azul. A lo largo de los fiordos y en el oculto valle de Noruega vio iglesias de madera cuyas vigas habían sido talladas por constructores de barcos vikingos: dragones y héroes locales hechos de madera. Pero el que más a menudo aparecía en sus sueños era una catedral de Vologda: la iglesia de la Transfiguración. Y fue ese sueño, su favorito, el que tuvo la noche de mi asesinato y las noches que siguieron hasta que regresaron los demás. Los sueños «en movimiento», los de las mujeres y las niñas.

Yo podía retroceder en el tiempo hasta ver al señor Harvey en los brazos de su madre, mirando por encima de una mesa cubierta de cristales de colores. Su padre los clasificaba en montones por forma y tamaño, anchura y peso. Con sus ojos de joyero examinaba con detenimiento cada muestra en busca de grietas y desperfectos. Y George Harvey volvía su atención a la única joya que colgaba del cuello de su madre, una gran pieza ovalada de ámbar engastada en plata dentro de la cual había una mosca entera en perfecto estado.

«Constructor» era todo lo que decía el señor Harvey de pequeño. Luego dejó de responder a la pregunta de en qué trabajaba su padre. ¿Cómo iba a decir que trabajaba en el desierto y construía cabañas con cristales rotos y madera vieja? Le explicaba a George Harvey lo que distinguía a un buen edificio, y cómo asegurarte de que construías cosas que iban a durar.

De modo que eran los viejos cuadernos de bocetos de su padre lo que miraba el señor Harvey cuando regresaban los sueños en movimiento. Se sumergía en las imágenes de otros lugares y otros mundos, esforzándose por querer lo que no quería. Y luego empezaba a soñar con su madre la última vez que la había visto, corriendo a través de un campo a un lado de la carretera. Iba vestida toda de blanco, con unos pantalones ceñidos blancos y una camiseta blanca de cuello de barco. Su padre y ella habían discutido por última vez en el coche caldeado a las afueras de Truth or Consequences, Nuevo México, y luego él la había obligado a bajarse del coche. George Harvey se había quedado totalmente inmóvil en el asiento trasero, con los ojos como platos y más petrificado que asustado, observándolo todo como lo hacía entonces, a cámara lenta. Ella había corrido sin parar hasta que su cuerpo blanco, delgado y frágil había desaparecido mientras su hijo aferraba el collar de ámbar que ella se había arrancado del cuello para dárselo. Su padre se había quedado mirando la carretera. «Ya se ha ido, hijo —había dicho—. No volverá.»

9

Mi abuela llegó la víspera de mi funeral con su habitual estilo. Le gustaba alquilar limusinas y venir del aeropuerto bebiendo champán envuelta en lo que llamaba su «grueso y fabuloso animal», un abrigo de visón que se había comprado de segunda mano en el mercadillo de la iglesia. Mis padres no la habían invitado sino más bien incluido, por si quería estar presente. A finales de enero, el director Caden había propuesto la idea. «Será bueno para sus hijos y para todos los alumnos del colegio», había dicho, y se había encargado de organizar la ceremonia en nuestra iglesia. Mis padres se comportaban como sonámbulos respondiendo a sus preguntas afirmativamente, asintiendo con la cabeza a flores o altavoces. Cuando mi madre se lo mencionó a su madre por teléfono, se sorprendió al oír las palabras:

—Voy a ir.

—Pero no tienes por qué hacerlo, madre.

Hubo un silencio en el extremo de la línea de mi abuela.

—Abigail —dijo—, es el funeral de Susan.

La abuela Lynn hacía avergonzar a mi madre al empeñarse en pasear con sus gastadas pieles por el vecindario, y al haber asistido en una ocasión a una fiesta de la urbanización muy maquillada. No paró de hacer preguntas a mi madre hasta tener localizados a todos los asistentes: si había visto sus casas por dentro, en qué trabajaba el marido, qué coches tenían. Hizo un grueso catálogo de los vecinos, lo que era una manera, ahora me doy cuenta, de intentar entender mejor a su hija. Un mal calculado dar vueltas, un triste baile sin pareja.

—¡Jacky! —dijo mi abuela al acercarse a mis padres, que estaban en el porche delantero—, ¡necesitamos un trago fuerte! —Entonces vio a Lindsey escabullirse escaleras arriba para ganar unos pocos minutos antes de los saludos de rigor—. Los niños me odian —dijo, y se le heló la sonrisa de dentadura perfecta y blanca.

—Madre —dijo mi madre, y yo quise zambullirme en los océanos llenos de pérdida de sus ojos—. Estoy segura de que Lindsey sólo ha ido a ponerse presentable.

—¡Algo imposible en esta casa! —dijo mi abuela.

—Lynn —dijo mi padre—, esta casa ha cambiado desde la última vez que estuviste aquí. Te serviré una copa, pero te pido que la respetes.

—Tan encantador como siempre, Jack —dijo mi abuela.

Cogió el abrigo de mi abuela. Habían encerrado a
Holiday
en el estudio de mi padre en cuanto Buckley había gritado desde su puesto en la ventana del piso de arriba: «¡La abuela!». Mi hermano alardeaba delante de Nate o de quien lo escuchara de que su abuela tenía los coches más grandes del mundo entero.

—Estás muy guapa, madre —dijo mi madre.

—Mmm... —y cuando mi padre no podía oírla, mi abuela preguntó—: ¿Cómo está él?

—Lo estamos sobrellevando, pero es duro.

—¿Sigue murmurando cosas sobre el hombre que lo ha hecho?

—Sigue creyendo que fue él, sí.

—Os demandarán, ¿lo sabes? —dijo ella.

—No se lo ha dicho a nadie aparte de la policía.

No sabían que mi hermana estaba sentada en lo alto de la escalera.

—Y no debe hacerlo. Comprendo que necesite echarle la culpa a alguien, pero...

—Lynn,
¿seven and seven
o martini? —preguntó mi padre regresando al vestíbulo.

—¿Qué vas a tomar tú?

—Estos días no bebo, la verdad —respondió mi padre.

—Ése es tu problema. Ya voy yo. ¡No tenéis que decirme dónde están las bebidas fuertes!

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