Authors: Alice Sebold
Ray y yo nos quedamos tumbados el uno al lado del otro, mirando las luces y cables que colgaban sobre nuestras cabezas. Un momento después se abrió la puerta del escenario y entraron el señor Peterford y la profesora de arte, la señorita Ryan, a quienes reconocimos por la voz. Con ellos había una tercera persona.
—Esta vez no vamos a tomar medidas, pero lo haremos si sigues así —decía el señor Peterford—. Señorita Ryan, ¿ha traído el material?
—Sí.
La señorita Ryan había venido a Kennet desde un colegio católico y sustituido en el departamento de arte a dos ex hippies a los que habían despedido después de que estallara el horno. En las clases de arte habíamos pasado de hacer disparatados experimentos con metales fundidos y arrojar barro día tras día, a dibujar perfiles de figuras de madera que ella colocaba en rígidas posiciones al comienzo de cada clase.
—Sólo hacía los deberes.
Era Ruth Connors. Tanto Ray como yo reconocimos su voz. Los tres teníamos lengua y literatura inglesas con la señora Dewitt el primer año.
—Eso no eran los deberes —dijo el señor Peterford.
Ray me cogió la mano y me la apretó. Sabíamos de qué hablaban. Una fotocopia de uno de los dibujos de Ruth había pasado de mano en mano en la biblioteca hasta acabar en las de un chico sentado junto al fichero, a quien se le había adelantado el bibliotecario.
—Si no me equivoco —dijo la señorita Ryan—, en nuestro modelo de anatomía no hay pechos.
Se trataba del dibujo de una mujer recostada con las piernas cruzadas. Y no era una figura de madera con ganchos que le sujetaban los miembros. Era una mujer de verdad, y las manchas de carbón de sus ojos —ya fuera por casualidad o intencionadamente— le proporcionaban una mirada lasciva que había incomodado o dejado bastante contentos a todos los alumnos que la habían visto.
—Tampoco tiene nariz o boca el modelo de madera —dijo Ruth—, pero usted nos ha animado a dibujarle una cara.
Ray volvió a apretarme la mano.
—Ya basta, jovencita —dijo el señor Peterford—. Es evidente que es la postura de reposo de ese dibujo en concreto lo que llevó al alumno Nelson a fotocopiarla.
—¿Tengo yo la culpa?
—Sin el dibujo no tendríamos ningún problema.
—Entonces yo tengo la culpa.
—Te invito a que reflexiones sobre la situación en que pones al colegio, y a que nos ayudes dibujando lo que la señorita Ryan te enseña a dibujar en su clase, sin hacer añadidos innecesarios.
—Leonardo da Vinci dibujaba cadáveres —dijo Ruth en voz baja.
—¿Entendido?
—Sí —respondió Ruth.
La puerta del escenario se abrió y se cerró, y un momento después Ray y yo oímos a Ruth Connors llorar. Ray articuló con la boca la palabra «Ve», y yo me acerqué al borde del andamio y dejé que los pies me colgaran hasta encontrar un punto de apoyo.
Esa semana Ray me besaría junto a mi taquilla. No ocurrió en el andamio, cuando él había querido. Nuestro único beso fue algo así como fortuito: un bonito arco iris de gasolina.
Bajé del andamio de espaldas a Ruth. Ella no se movió ni se escondió, se limitó a mirarme cuando me volví. Estaba sentada en una caja de madera cerca del fondo del escenario. A su izquierda colgaban un par de viejos telones. Me vio acercarme a ella, pero no se secó los ojos.
—Susie Salmón —dijo sólo para confirmarlo.
La posibilidad de que yo me saltara la primera clase y me escondiera detrás del escenario del auditorio había sido hasta ese día tan remota como que la chica más lista de nuestra clase recibiera una reprimenda del encargado de la disciplina.
Me quedé delante de ella con el gorro en la mano.
—Ese gorro es ridículo —dijo.
Levanté el gorro de cascabeles y lo miré.
—Lo sé. Me lo hizo mi madre.
—Entonces, ¿lo has oído todo?
—¿Puedo verlo?
Ruth desdobló la manoseada fotocopia y yo me quedé mirándola.
Con un bolígrafo azul, Brian Nelson había hecho un obsceno agujero donde se cruzaban las piernas. Retrocedí y ella me observó. Vi vacilación en sus ojos, luego se inclinó y sacó de su mochila un cuaderno de bocetos encuadernado en cuero negro.
Por dentro era precioso. Dibujos en su mayoría de mujeres, pero también de animales y hombres. Nunca había visto nada igual. Cada página estaba cubierta de dibujos suyos. De pronto me di cuenta de lo subversiva que era Ruth, no por sus dibujos de mujeres desnudas que eran utilizados indebidamente por sus compañeros, sino porque tenía más talento que sus profesores. Era el tipo de rebelde más silencioso. Impotente, en realidad.
—Eres realmente buena, Ruth —dije.
—Gracias —dijo ella.
Yo seguí mirando las páginas de su cuaderno y empapándome de él. Me asustó y excitó a la vez lo que había debajo de la línea negra del ombligo, lo que mi madre llamaba la «maquinaria para hacer bebés».
Yo le había dicho a Lindsey que nunca tendría uno, y cuando cumplí los diez años, me pasé los primeros seis meses haciendo saber a todo adulto que me escuchara mi intención de hacerme ligar las trompas. No sabía qué significaba eso exactamente, pero sabía que era algo drástico, requería una intervención quirúrgica y hacía reír con ganas a mi padre.
Ruth pasó de ser rara a querida para mí. Los dibujos eran tan buenos que en ese momento olvidé las normas del colegio, todas las campanas y silbatos a los que se supone que tenemos que responder los alumnos.
Después de que acordonaran el campo de trigo, lo rastrearan y finalmente lo abandonaran, Ruth empezó a pasear por él. Se envolvía en un gran chal de su abuela y encima se ponía el viejo y raído chaquetón marinero de su padre. No tardó en comprobar que, menos el de gimnasia, los profesores no informaban si hacía novillos. Se alegraban de no tenerla en clase; su inteligencia la convertía en un problema. Exigía atención y aceleraba el temario.
Y empezó a pedir a su padre que la llevara al colegio por la mañana para ahorrarse el autocar. Él salía muy temprano y se llevaba su fiambrera metálica roja de tapa inclinada que le había dejado utilizar como casita para sus Barbies cuando era pequeña, y en la que ahora llevaba bourbon. Antes de dejarla en el aparcamiento vacío, detenía el motor pero dejaba la calefacción encendida.
—¿Vas a estar bien hoy? —le preguntaba siempre.
Ruth asentía.
—¿Uno para el camino?
Y esta vez sin asentir, ella le pasaba la fiambrera. Él la abría, destapaba el bourbon, bebía un largo trago y luego se la ofrecía. Ella echaba la cabeza hacia atrás de manera teatral y, o ponía la lengua contra el vidrio para que sólo cayera un poco en su boca, o bien bebía un pequeño trago con una mueca si él la observaba.
Luego ella se bajaba de la alta cabina. Hacía frío, un frío glacial, antes de que saliera el sol. Entonces recordaba algo que nos habían enseñado en una de nuestras clases: las personas en movimiento tenían más calor que las personas en reposo. De modo que echaba a andar derecha hacia el campo de trigo, a buen paso. Hablaba consigo misma y a veces pensaba en mí. A menudo descansaba un momento apoyada contra la valla de tela metálica que separaba el campo de fútbol del camino, mientras observaba cómo el mundo cobraba vida a su alrededor.
De modo que esos primeros meses nos reunimos allí todas las mañanas. El sol salía sobre el campo de trigo, y
Holiday,
al que mi padre había soltado, venía a cazar conejos entre los tallos altos y secos de trigo muerto. A los conejos les encantaba el césped cortado de las pistas de atletismo, y Ruth veía, al acercarse, cómo sus formas oscuras se alineaban a lo largo de los más alejados límites señalados con tiza blanca, como una especie de equipo diminuto. Le atraía la idea, como a mí. Ella creía que los animales disecados se movían por las noches mientras los seres humanos dormían. Seguía creyendo que en la fiambrera de su padre podía haber vacas y ovejas diminutas que encontraban tiempo para pastar en el bourbon y las salchichas ahumadas.
Cuando Lindsey me dejó los guantes que le habían regalado en Navidad entre el borde más alejado del campo de fútbol y el campo de trigo, miré hacia abajo una mañana para ver a los conejos investigar, olisqueando los bordes de los guantes forrados de su propia piel. Luego vi a Ruth cogerlos antes de que los agarrara
Holiday.
Dio la vuelta a un guante, de modo que la piel quedara por fuera, y se lo llevó a la cara. Levantó la mirada hacia el cielo y dijo «Gracias». Me gustaba pensar que hablaba conmigo.
Llegué a querer a Ruth esas mañanas, sintiendo de una manera que nunca podríamos explicar, cada una a un lado del Intermedio, que habíamos nacido para hacernos compañía mutuamente. Niñas raras que nos habíamos encontrado de la manera más extraña, en el escalofrío que experimentó cuando yo había pasado por su lado.
A Ray le gustaba mucho andar, como a mí, y vivía en el otro extremo de nuestra urbanización, que rodeaba el colegio. Había visto a Ruth Connors pasear sola por los campos de fútbol. Desde Navidad había ido y vuelto del colegio lo más deprisa que había podido, sin entretenerse nunca. Deseaba que capturaran a mi asesino casi tanto como mis padres. Hasta que lo hicieran no podría desembarazarse del todo de la sospecha, a pesar de contar con una coartada.
Aprovechó una mañana que su padre no iba a dar clases a la universidad para llenar su termo con el té dulce de su madre. Salió temprano para esperar a Ruth y montó un pequeño campamento sobre la plataforma circular de cemento para lanzamiento de peso, sentándose en la curva metálica contra la que apoyaban los pies los lanzadores.
Al verla al otro lado de la valla de tela metálica que separaba el colegio del campo de deporte más reverenciado: el de fútbol americano, se frotó las manos y preparó lo que quería decirle. Esta vez el coraje no le vino de haberme besado —una meta que se había propuesto un año antes de alcanzarla—, sino de sentirse, a sus catorce años, profundamente solo.
Vi a Ruth acercarse al campo de fútbol, creyendo que estaba sola. En una vieja casa donde había ido a hurgar en busca de algo rescatable, su padre había encontrado un regalo para ella acorde con su nuevo pasatiempo: una antología de poemas. Ella lo tenía en las manos.
—¡Hola, Ruth Connors! —llamó él, agitando los brazos.
Ruth lo miró y acudió a su mente el nombre de Ray Singh. Pero no sabía mucho más aparte de eso. Había oído los rumores de que la policía había estado en su casa, pero ella opinaba como su padre —«¡Eso no lo ha hecho ningún niño!»—, de modo que se acercó a él.
—He preparado té y lo tengo en este termo —dijo Ray.
Me puse colorada por él en el cielo. Era listo cuando se trataba de
Otelo,
pero se estaba comportando como un cretino.
—No, gracias —dijo Ruth.
Se quedó de pie cerca de él, pero entre ellos seguía habiendo unos pocos pero decisivos pasos más de los normales. Clavó las uñas en la gastada portada de su antología de poesía.
—Yo también estaba allí el día que tú y Susie hablasteis entre bastidores —dijo Ray. Le ofreció el termo. Ella no se acercó ni reaccionó—. Susie Salmón —aclaró él.
—Sé a quién te refieres —dijo ella.
—¿Vas a ir al funeral?
—No sabía que iba a haber uno —respondió ella.
—Yo no creo que vaya.
Yo me quedé mirando sus labios. Los tenía más rojos que de costumbre, por el frío. Ruth dio un paso hacia delante.
—¿Quieres crema de labios? —preguntó.
Ray se llevó a los labios sus guantes de algodón, que se quedaron enganchados en la superficie cuarteada que yo había besado. Ruth se metió la mano en el bolsillo de su chaquetón de marinero y sacó su Chap Stick.
—Aquí tienes —dijo—. Tengo un montón. Puedes quedártela.
—Muy amable —dijo él—. ¿Vas a sentarte aquí conmigo al menos hasta que lleguen los autocares?
Se sentaron en la plataforma para lanzamiento de peso. Yo veía una vez más algo que nunca habría visto viva: a los dos juntos. Eso hacía a Ray más atractivo que nunca para mí. Sus ojos eran del gris más oscuro. Cuando yo lo observaba desde el cielo no dudaba en zambullirme en ellos.
Se convirtió en un ritual para los dos. Los días que el padre de Ray daba clases, Ruth traía un poco de bourbon del termo de su padre; si no, bebían té dulce. Pasaban un frío del demonio, pero no parecía importarles.
Hablaban de qué se sentía siendo extranjero en Norristown. Leían en voz alta poemas de la antología de Ruth. Hablaban de cómo llegar a ser lo que se habían propuesto. Ray, médico; Ruth, pintora y poeta. Formaron un club secreto con los demás bichos raros de la clase. Había casos obvios como Mike Bayles, que se había metido tanto ácido que nadie entendía cómo continuaba en el colegio, o Jeremiah, de Luisiana, que era tan extranjero como Ray. Luego estaban los callados. Artie, que hablaba excitado a todo el mundo de los efectos del formaldehído. Harry Orland, que era tan tímido que daba pena y llevaba los pantalones cortos de gimnasia encima de los vaqueros. Y Vicki Kurtz, que era aprobada por todos después de la muerte de su madre, pero a quien Ruth había visto durmiendo en un lecho de agujas de pino detrás de la planta de regulación del colegio. Y a veces hablaban de mí.
—Es muy raro —dijo Ruth—. Quiero decir que llevábamos desde el parvulario en la misma clase, pero ese día en el escenario fue la primera vez que nos miramos.
—Era increíble —dijo Ray. Pensó en el contacto de nuestros labios cuando nos quedamos solos junto a la hilera de taquillas. Cómo había sonreído yo con los ojos cerrados y luego casi había huido—. ¿Crees que la encontrarán?
—Supongo. ¿Sabes que sólo estamos a cien metros de donde pasó?
—Lo sé —dijo él.
Estaban los dos sentados en el estrecho borde metálico de la plataforma para lanzamiento de peso, sosteniendo sus tazas con las manos enguantadas. El campo de trigo se había convertido en un lugar adonde nadie iba. Cuando se escapaba un balón del campo de fútbol, algún chico hacía frente al desafío de adentrarse en él para recuperarlo. Esa mañana el sol se elevaba por encima de los tallos muertos, pero no calentaba.
—Los encontré aquí —dijo ella, señalando los guantes de piel.
—¿Piensas alguna vez en ella? —preguntó él.
Volvieron a quedarse callados.
—Todo el tiempo —dijo Ruth. Sentí un escalofrío a lo largo de la columna vertebral—. A veces pienso que tiene suerte, ¿sabes? Odio este lugar.
—Yo también —dijo Ray—. Pero he vivido en otros lugares. Sólo es un infierno temporal, no es para siempre.