Desde mi cielo (6 page)

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Authors: Alice Sebold

Miré alrededor. No había nadie. A través de las persianas delanteras que mi madre siempre dejaba medio entornadas —«Invitadoras pero discretas»—, vi a Grace Tarking, que vivía en la misma calle e iba a un colegio privado, andando con pequeñas pesas sujetas a los tobillos. Me apresuré a poner un rollo en la máquina y empecé a acechar a Grace Tarking como acecharía elefantes y rinocerontes, o eso imaginé, cuando fuera mayor. Si aquí me escondía detrás de persianas y ventanas, allí lo haría detrás de altos juncos. Fui sigilosa, o lo que entendía por furtiva, recogiéndome el bajo del camisón de franela con la mano libre. Seguí sus movimientos pasando de la sala de estar al vestíbulo, y entrando en el despacho del otro lado. Mientras observaba cómo su silueta se alejaba tuve una idea genial: saldría corriendo al patio trasero, desde donde podría observarla sin restricciones.

De modo que salí corriendo a la parte trasera de la casa, y me encontré la puerta del porche abierta de par en par.

Cuando vi a mi madre, me olvidé por completo de Grace Tarking. Ojalá pudiera explicarlo mejor, pero nunca la había visto tan quieta, en cierto modo tan ausente. Estaba al otro lado del porche cubierto de tela metálica, sentada en una silla plegable de aluminio que miraba al patio trasero. En la mano tenía un platito y en el platito su consabida taza de café. Esa mañana no había marcas de pintalabios en ella porque no había pintalabios hasta que se los pintaba para... ¿quién? Nunca me había hecho esa pregunta. ¿Mi padre? ¿Quién?

Holiday
estaba sentado cerca de la pila para pájaros, jadeando alegremente, pero no se fijó en mí. Observaba a mi madre, cuya mirada se prolongaba hasta el infinito. En ese momento no era mi madre, sino algo diferenciado de mi. Miré a esa persona a la que nunca había visto como nada más que mi madre, y vi la piel suave y como empolvada de su cara: empolvada sin maquillaje, suave sin ayuda de cosméticos. Juntos, sus cejas y ojos componían un cuadro. «Ojos de Océano», la llamaba mi padre cuando quería una de sus cerezas cubiertas de chocolate que ella tenía escondidas en el mueble bar como su capricho privado. Y de pronto entendí el nombre. Había creído que se debía a que eran azules, pero ahora me di cuenta de que eran insondables de una manera que me asustaba. Entonces tuve una reacción que no llegó a ser pensamiento desarrollado: que antes de que
Holiday
me viera y oliera, antes de que se evaporara la bruma del rocío que flotaba sobre la hierba y se despertara la madre que había dentro de ella, como hacía todas las mañanas, le haría una foto con mi nueva cámara.

Cuando la casa Kodak me devolvió el carrete revelado en un pesado sobre especial, vi inmediatamente la diferencia. Sólo había una foto en la que mi madre era Abigail. Era la primera, la que le había hecho sin que se diera cuenta, antes de que el clic la sobresaltara y se convirtiera en la madre de la niña del cumpleaños, dueña del perro feliz, esposa del marido cariñoso y madre de nuevo de otra niña y un niño querido. Ama de casa. Jardinera. Vecina risueña. Los ojos de mi madre eran océanos y dentro de ellos había sensación de vacío. Pensé que tenía toda la vida para comprenderlos, pero ése fue el único día que tuve. Una sola vez la vi como Abigail en la Tierra, y dejé que regresara sin esfuerzo; mi fascinación se había visto contenida por mi deseo de que fuera esa madre y me arropara como esa madre.

Estaba en el cenador, pensando en la foto, pensando en mi madre, cuando Lindsey se levantó en mitad de la noche y recorrió con sigilo el pasillo. La observé como a un ladrón dando vueltas por una casa en una película. Cuando hizo girar el pomo de mi habitación, supe que éste iba a ceder y que ella iba a entrar, pero ¿qué se proponía hacer allí? Mi territorio privado ya se había convertido en tierra de nadie en el centro de nuestra casa. Mi madre lo había dejado tal cual. Mi cama seguía deshecha, tal como yo la había dejado con las prisas de la mañana de mi muerte. Entre las sábanas y almohadas estaba mi hipopótamo floreado, junto con la ropa que había rechazado antes de decidirme por los pantalones amarillos de pernera ancha.

Lindsey cruzó la suave alfombra, y acarició la falda azul marino y el chaleco de ganchillo rojo y azul enmarañados que habían sido rechazados con pasión. Cogió el chaleco y, extendiéndolo sobre la cama, lo estiró. Era feo y querido al mismo tiempo, me daba cuenta. Ella lo acarició.

Lindsey recorrió el contorno de la bandeja dorada de encima de mi cómoda, llena de chapas de las elecciones y del colegio. Mi favorita era una chapa roja en la que se leía «Hippy-Dippy Says Love» que había encontrado en el aparcamiento, pero le había prometido a mi madre que no me la pondría. En esa bandeja yo guardaba un montón de chapas prendidas a una gigantesca bandera de fieltro de la Universidad de Indiana, donde había estudiado mi padre. Pensé que iba a robármelas o a llevarse un par para ponérselas, pero no lo hizo. Ni siquiera las cogió. Sólo recorrió con un dedo todo lo que había en la bandeja. Luego vio una esquina blanca que asomaba por debajo de la ropa interior. Tiró de ella.

Era la foto.

Respiró hondo y se sentó en el suelo, boquiabierta y con la foto todavía en la mano. Se sentía como una tienda de campaña cuyas cuerdas se han soltado de sus palos y se agitan y golpetean a su alrededor. Como yo antes de la mañana en que tomé la foto, ella tampoco había visto nunca a la madre desconocida. Sólo había visto las fotos siguientes. Mi madre con aire cansino pero sonriente. Mi madre con
Holiday
delante del cornejo, con el sol traspasándole la bata y el camisón. Pero yo había querido ser la única persona de la casa que supiera que mi madre era también alguien más, alguien misterioso y desconocido para nosotros.

La primera vez que rompí la barrera fue sin querer. Era el 23 de diciembre de 1973.

Buckley dormía, y mi madre había llevado a Lindsey al dentista. Esa semana habían acordado que todos los días, como familia, dedicarían tiempo a tratar de avanzar. Mi padre se había asignado la tarea de limpiar la habitación de huéspedes del piso de arriba, que hacía tiempo que se había convertido en su guarida.

Su padre le había enseñado a construir barcos dentro de botellas. Era algo que a mi madre y a mis hermanos no podía importarles menos, y algo que a mí me entusiasmaba. El estudio estaba atestado de ellos.

Todo el día en la oficina hacía números —con la debida diligencia para la compañía de seguros Chadds Ford— y por la noche construía los barcos o leía libros sobre la guerra civil para relajarse. Cuando estaba preparado para izar la vela, me llamaba. Para entonces el barco ya estaba pegado al fondo de la botella. Yo entraba y mi padre me pedía que cerrara la puerta. A menudo, o eso parecía, el timbre del comedor sonaba inmediatamente, como si mi madre tuviera un sexto sentido para las cosas que la excluían. Pero cuando fallaba ese sentido, mi cometido era sostenerle la botella.

—No te muevas —diría—. Eres mi segundo de a bordo.

Con delicadeza, él tiraba de la única cuerda que todavía salía del cuello de la botella y,
voilà,
se izaban todas las velas, desde un simple mástil hasta un clíper. Teníamos nuestro barco. Yo no podía aplaudir porque tenía la botella en las manos, pero siempre me quedaba con ganas. Mi padre entonces se apresuraba a quemar el extremo del cabo dentro de la botella con una mecha que había calentado previamente sobre la llama de una vela. Si lo hacía mal, el barco se estropearía o, peor aún, las diminutas velas de papel prenderían y de repente, con un enorme rugido, yo tendría en las manos una botella en llamas.

Con el tiempo mi padre construyó un soporte de madera de balsa para sustituirme. Lindsey y Buckley no compartían mi fascinación. Después de tratar de despertar suficiente entusiasmo en los tres, mi padre se rindió y se retiró a su estudio. Los barcos que había dentro de las botellas eran todos iguales, por lo que se refería al resto de la familia.

Pero ese día, mientras ponía orden, me habló.

—Susie, hija mía, mi pequeña marinera —dijo—, a ti siempre te gustaron estas cosas.

Lo vi trasladar las botellas con barcos en miniatura de la estantería a su escritorio, colocándolas en hilera. Utilizó una falda vieja de mi madre que había rasgado en varios trozos para quitar el polvo de los estantes. Debajo de su escritorio había botellas vacías, hileras de ellas, que había recogido para construir nuestros barcos futuros. En el armario había más barcos, los barcos que había construido con su padre, los que había construido él solo y los que habíamos hecho los dos juntos. Algunos eran perfectos, pero las velas se habían vuelto marrones; otros se habían combado o inclinado con los años. Luego estaba el que había estallado en llamas la semana anterior a mi muerte.

Ése fue el primero que rompió.

Se me paró el corazón. Él se volvió y vio el resto, todos los años que señalaban y las manos que los habían sostenido. Las de su padre muerto, las de su hija muerta. Lo observé mientras hacía pedazos los demás. Bautizó las paredes y la silla de madera con la noticia de mi muerte, y se quedó en el centro del cuarto de huéspedes-estudio, rodeado de trozos de cristal verde. Las botellas, todas ellas, estaban hechas añicos por el suelo, las velas y los barcos desparramados entre ellas. Se quedó parado en medio de las ruinas. Fue entonces cuando, sin saber cómo, yo me revelé. En cada trozo de cristal, en cada esquirla y medialuna proyecté mi cara. Mi padre miró hacia abajo y a su alrededor, recorriendo la habitación con la mirada. Desorbitada. Sólo fue un segundo, y desaparecí. Él guardó silencio un momento y luego se echó a reír, un aullido que le brotó de las entrañas. Una risa tan fuerte y profunda que yo también me desternillé en mi cielo.

Salió del estudio y pasó por delante de las dos puertas que había hasta mi habitación. El pasillo era muy estrecho y mi puerta, como todas las demás, lo bastante hueca para atravesarla de un puñetazo. Estuvo a punto de romper el espejo que había encima de mi cómoda y arrancar con las uñas el papel de la pared, pero en lugar de eso se dejó caer en mi cama sollozando y estrujó en sus manos las sábanas azul lavanda.

—¿Papá? —dijo Buckley con una mano en el pomo de la puerta.

Mi padre se volvió, pero no fue capaz de dejar de llorar. Se deslizó hasta el suelo sin soltar las sábanas y abrió los brazos. Tuvo que pedírselo dos veces, cosa que nunca había tenido que hacer, pero Buckley se acercó a él.

Mi padre lo envolvió dentro de las sábanas, que olían a mí. Recordó el día en que yo había suplicado que pintaran y empapelaran mi cuarto de morado. Recordó que me había colocado los viejos
National Geographic
en el último estante de mi librería. (Yo había querido saturarme de fotografías de fauna y flora.) Recordó cuando sólo había una niña en la casa, durante un período brevísimo, antes de que llegara Lindsey.

—Eres muy especial para mí, hombrecito —dijo mi padre, abrazándolo.

Buckley se echó hacia atrás y miró la cara arrugada de mi padre, las brillantes manchas de las lágrimas en el rabillo de sus ojos. Asintió muy serio y besó a mi padre en la mejilla. Algo tan divino que nadie en el cielo podría haberlo inventado: la preocupación de un niño por un adulto.

Mi padre cubrió los hombros de Buckley con las sábanas y recordó las veces que yo me había caído de la alta cama de columnas a la alfombra sin despertarme. Sentado en la butaca verde de su estudio, leyendo un libro, le sobresaltaba el ruido de mi cuerpo al aterrizar. Se levantaba y recorría la corta distancia hasta mi cuarto. Le gustaba verme tan profundamente dormida, ajena a las pesadillas o incluso al duro suelo de madera. En aquellos momentos juraba que sus hijos serían reyes o gobernantes o artistas o médicos o fotógrafos de la naturaleza, lo que soñaran ser.

Unos meses antes de mi muerte me había encontrado así, pero conmigo entre las sábanas estaba Buckley en pijama, acurrucado con su osito contra mi espalda, chupándose el dedo, soñoliento. En ese instante mi padre experimentó la primera señal de la triste y extraña mortalidad de ser padre. Había traído al mundo tres hijos, y la cifra lo tranquilizó. No importaba lo que le ocurriera a él o a Abigail, ellos se tendrían los unos a los otros. En ese sentido, el linaje que había comenzado le pareció inmortal, como un resistente filamento de acero que se ensartaba en el futuro y se prolongaba, independientemente de dónde cayera él. Aun en la profunda y nívea vejez.

A partir de ahora encontraría a Susie dentro de su hijo menor. Daría ese amor a los vivos. Se lo repitió a sí mismo, habló en voz alta dentro de su cabeza, pero mi presencia parecía tirar de él, arrastrarlo hacia atrás, atrás, atrás. Miró fijamente al niño que tenía en los brazos. «¿Quién eres? —se sorprendió preguntándose—. ¿De dónde has salido?»

Observé a mi hermano y a mi padre. La verdad era muy distinta de lo que nos enseñaban en el colegio. La verdad era que la línea divisoria entre los vivos y los muertos podía ser, por lo visto, turbia y borrosa.

4

En las horas que siguieron a mi asesinato, mientras mi madre hacía llamadas telefónicas y mi padre empezaba a ir de puerta en puerta por el vecindario buscándome, el señor Harvey destruyó la madriguera del campo de trigo y se llevó los trozos de mi cuerpo en un saco. Pasó a dos casas de distancia de donde estaba mi padre hablando con los señores Tarking, y siguió el estrecho sendero que dividía las propiedades con dos hileras de setos enfrentados: el boj de los O'Dwyer y el solidago de los Stead. Rozó con el cuerpo las robustas hojas verdes al pasar, dejando atrás rastros de mí, olores que el perro de los Gilbert más tarde rastrearía hasta dar con mi codo, olores que el aguanieve y la lluvia de los tres días siguientes borrarían antes de que los perros policía tuvieran ocasión de pensar en ello siquiera. Me llevó a su casa y lo esperé mientras él entraba a lavarse.

Cuando la casa cambió de manos, los nuevos propietarios se quejaron de la mancha oscura que había en el suelo del garaje. Al mostrar la casa a posibles compradores, la agente inmobiliaria explicaba que era una mancha de aceite, pero era yo, que había goteado del saco del señor Harvey y me había derramado por el cemento. La primera de mis señales secretas al mundo.

Tardaría un tiempo en darme cuenta de lo que sin duda ya habréis deducido, que yo no era la primera niña a la que él había matado. Había sabido que debía sacar mi cuerpo del campo. Había sabido observar la meteorología y matar con un nivel de precipitación ni demasiado alto ni demasiado bajo, porque eso dejaría a la policía sin pruebas. Pero no era tan meticuloso como la policía quería creer. Se le cayó mi codo, utilizó un saco de tela para llevar mi cuerpo ensangrentado, y si alguien, quien fuera, hubiera estado observando, tal vez le habría extrañado ver a su vecino caminar entre dos propiedades por un paso que era demasiado estrecho hasta para los niños que se divertían imaginando que los setos enfrentados eran una guarida. Mientras se frotaba el cuerpo con el agua caliente de su cuarto de baño de barrio residencial, uno con la misma distribución que el que compartíamos Lindsey, Buckley y yo, sus movimientos fueron lentos, no ansiosos. Notaba cómo le invadía la calma. Dejó apagada la luz del cuarto de baño y sintió cómo el agua caliente se me llevaba, y entonces pensó en mí. Mi grito amortiguado en su oído. Mi delicioso gemido al morir. La maravillosa carne blanca que nunca había visto el sol, como la de un bebé, y que se había abierto tan limpiamente bajo la hoja de su cuchillo. Se estremeció bajo el agua caliente, un placer hormigueante que le puso la piel de gallina por los brazos y las piernas. Me había metido en el saco de tela impermeabilizado y arrojado en él la espuma de afeitar y la cuchilla que tenía en el estante de tierra, su libro de sonetos y, por último, el cuchillo ensangrentado. Esos objetos daban vueltas con mis rodillas y con los dedos de mis manos y mis pies, pero él se acordó de sacarlos del saco esa noche, antes de que mi sangre se volviera demasiado pegajosa. Al menos rescató los sonetos y el cuchillo.

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