Desde mi cielo (3 page)

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Authors: Alice Sebold

Franny se nos acercó a Holly y a mí el quinto día. Nos ofreció Kool-Aid de lima en vasos desechables, y bebimos.

—Estoy aquí para ayudaros —dijo.

Yo la miré a sus pequeños ojos azules rodeados de arrugas de la risa y le dije la verdad.

—Estamos aburridas.

Holly estaba ocupada en sacar la lengua lo suficiente para comprobar si se le había vuelto verde.

—¿Qué queréis? —preguntó Franny.

—No lo sé —respondí.

—Sólo tenéis que desearlo, y si lo deseáis lo bastante y comprendéis por qué lo hacéis, lo sabéis de verdad, entonces sucederá.

Parecía muy sencillo, y lo era. Así fue como Holly y yo conseguimos nuestro dúplex.

Yo odiaba nuestra casa de dos plantas de la Tierra. Odiaba los muebles de mis padres, y que nuestra casa mirara a otra casa y a otra casa y a otra, un eco de uniformidad que subía por la colina. Nuestro dúplex, en cambio, daba a un parque, y a lo lejos, lo suficientemente cerca para saber que no estábamos solas, pero tampoco demasiado cerca, veíamos las luces de otras casas.

Con el tiempo empecé a desear más cosas. Lo que me extrañaba era cuánto deseaba saber lo que no había sabido en la Tierra. Quería que me dejaran hacerme mayor.

—La gente crece viviendo —dije a Franny—. Yo quiero vivir.

—Eso está descartado —contestó ella.

—¿Podemos ver al menos a los vivos? —preguntó Holly.

—Ya lo hacéis —respondió ella.

—Creo que se refiere a sus vidas enteras —dije—, de principio a fin, para ver cómo lo han hecho ellos. Saber los secretos. Así podríamos simular mejor.

—Eso no lo experimentaréis —aclaró Franny.

—Gracias, Central de Inteligencia —dije, pero nuestros cielos empezaron a ampliarse.

Yo seguía estando en el instituto, con toda la arquitectura del Fairfax, pero ahora salían caminos de él.

—Seguid los senderos —dijo Franny— y encontraréis lo que necesitáis.

Así fue como Holly y yo nos pusimos en camino. En nuestro cielo había una tienda de helados donde, si pedías determinados sabores, nunca te decían: «No es la época»; había un periódico donde a menudo aparecían fotos nuestras que nos hacían parecer importantes; había en él hombres de verdad y mujeres guapas, porque Holly y yo teníamos devoción por las revistas de moda. A veces Holly no parecía prestar mucha atención, y otras desaparecía mientras yo la buscaba. Era cuando iba a una parte del cielo que no compartíamos. Yo la echaba de menos entonces, pero era una manera extraña de echar de menos, porque a esas alturas conocía el significado de «siempre».

Yo no podía conseguir lo que más deseaba: que el señor Harvey estuviera muerto y yo viva. El cielo no era perfecto. Pero llegué a creer que, si observabas con atención y lo deseabas, podías cambiar la vida de los seres que querías en la Tierra.

Fue mi padre el que respondió a la llamada telefónica el 9 de diciembre. Era el comienzo del fin. Dio a la policía mi grupo sanguíneo, tuvo que describir el tono claro de mi piel. Le preguntaron si yo tenía algún rasgo distintivo que me identificara. El empezó a describir minuciosamente mi cara y se perdió en ella. El detective Fenerman lo dejó continuar, ya que la siguiente noticia que debía comunicarle era demasiado horrible para interrumpirlo. Pero luego se lo dijo:

—Señor Salmón, sólo hemos encontrado una parte del cuerpo.

Mi padre estaba de pie en la cocina y le recorrió un desagradable escalofrío. ¿Cómo iba a decírselo a Abigail?

—Entonces, ¿no están seguros de si está muerta? —preguntó.

—No hay nada seguro —respondió Len Fenerman.

Ésa fue la frase que mi padre repitió a mi madre.

—No hay nada seguro.

Durante tres noches no había sabido cómo tocar a mi madre o qué decirle. Nunca se habían sentido desesperados al mismo tiempo. Por lo general, uno necesitaba al otro, nunca se habían necesitado a la vez, y por tanto había habido una manera, tocándose, de tomar prestadas fuerzas del más fuerte. Y nunca habían comprendido como entonces el significado de la palabra «horror».

—No hay nada seguro —repitió mi madre, aferrándose a ello como él había esperado que hiciera.

Mi madre era la única que sabía lo que significaba cada colgante de mi pulsera, de dónde lo habíamos sacado y por qué me gustaba. Hizo una lista meticulosa de todo lo que había llevado y cómo había ido vestida. Si encontraran esas pistas a kilómetros de distancia y aisladas a un lado de la carretera, podrían conducir hasta allí a un policía que las relacionara con mi muerte.

Me había debatido mentalmente entre la alegría agridulce de ver a mi madre enumerando todas las cosas que yo había llevado puestas y que me gustaban, y su vana ilusión de que esas cosas tenían importancia. De que un desconocido que encontrara una goma de borrar de un personaje de dibujos animados o una chapa de una estrella del rock acudiría a la policía.

Después de la llamada de Len, mi padre le tendió una mano a mi madre y los dos se sentaron en la cama, mirando fijamente al frente: mi madre como una zombi, aferrándose a esa lista de objetos, y mi padre con la sensación de estar metiéndose en un túnel oscuro. En algún momento se puso a llover. Me daba cuenta de que los dos pensaban lo mismo, pero no lo expresaban en voz alta. Que yo estaba allí fuera en alguna parte, bajo la lluvia. Que esperaban que no estuviera en peligro, que me hubiera resguardado de la lluvia en algún lugar y no pasara frío.

Ninguno de los dos sabía quién se había dormido antes; con los huesos doloridos por el agotamiento, se durmieron y se despertaron al mismo tiempo, sintiéndose culpables. La lluvia, que había cambiado varias veces a medida que bajaban las temperaturas, ahora era granizo, y el ruido de pequeñas piedras de hielo contra el tejado los despertó a la vez.

No hablaron. Se miraron a la tenue luz de la lámpara que habían dejado encendida al otro lado de la habitación. Mi madre se echó a llorar y mi padre la abrazó, le secó con las yemas de los dedos las lágrimas que corrían por sus pómulos y la besó con delicadeza en los ojos.

Yo desvié la mirada mientras se abrazaban. La desplacé hacia el campo de trigo, para ver si había algo a la vista que la policía pudiera encontrar por la mañana. El granizo dobló los tallos y obligó a todos los animales a guarecerse. A poca profundidad estaban las madrigueras de los conejos que tanta gracia me habían hecho, los conejos que se comían las hortalizas y las flores del vecindario, y a veces, sin darse cuenta, llevaban veneno a sus madrigueras. Entonces, bajo tierra y muy lejos de la mujer o el hombre que había rociado su huerto de cebo tóxico, toda una familia de conejos se acurrucaba para morir.

La mañana del día 10, mi padre vació la botella de whisky en el fregadero de la cocina. Lindsey le preguntó por qué lo hacía.

—Tengo miedo de bebérmelo —dijo.

—¿Quién ha llamado? —preguntó mi hermana.

—¿Llamado?

—Te he oído decir lo que siempre dices de la sonrisa de Susie. De las estrellas que estallan.

—¿He dicho eso?

—Te has puesto un poco cursi. Era un poli, ¿verdad?

—¿Nada de mentiras?

—Nada de mentiras —acordó Lindsey.

—Han encontrado una parte de un cuerpo. Podría ser de Susie.

Fue un fuerte golpe en el estómago.

—¿Qué?

—No hay nada seguro —tanteó mi padre.

Lindsey se sentó a la mesa de la cocina.

—Voy a vomitar —dijo.

—¿Cariño?

—Papá, quiero que me digas qué es, qué parte del cuerpo es, y luego tendré que vomitar.

Mi padre bajó un gran recipiente metálico, lo llevó a la mesa y lo dejó cerca de Lindsey antes de sentarse a su lado.

—Está bien —dijo ella—. Dímelo.

—Un codo. Lo ha encontrado el perro de los Gilbert.

Mi padre le cogió la mano y entonces ella vomitó, como había prometido hacer, en el brillante recipiente plateado.

Más tarde, esa mañana, el cielo se despejó, y no muy lejos de mi casa la policía acordonó el campo de trigo y emprendió su búsqueda. La lluvia, aguanieve, nieve y granizo, al derretirse y mezclarse, habían dejado el suelo empapado; aun así, había una zona donde habían removido recientemente la tierra. Empezaron a cavar por allí.

En algunas partes, según se averiguó más tarde en el laboratorio, había una fuerte concentración de mi sangre mezclada con la tierra, pero en esos momentos la policía se sentía cada vez más frustrada, cavando en el suelo frío y húmedo en busca de una niña.

A lo largo del borde del campo de fútbol se habían detenido unos cuantos vecinos a una distancia respetuosa del cordón de la policía, intrigados por los hombres con pesadas parkas azules que manejaban palas y rastrillos como si se tratara de herramientas médicas.

Mis padres se habían quedado en casa. Lindsey no salió de su habitación. Buckley estaba en casa de su amigo Nate, donde pasó mucho tiempo esos días. Le habían dicho que me había quedado más días en casa de Clarissa.

Yo sabía dónde estaba mi cuerpo, pero no podía decírselo. Observé y esperé a ver qué veían. Y de pronto, a media tarde, un policía levantó un puño cubierto de tierra y gritó:

—¡Aquí! —exclamó, y los demás agentes echaron a correr y lo rodearon.

Todos los vecinos se habían ido a casa menos la señora Stead. Después de conferenciar con los demás agentes alrededor del que había hecho el descubrimiento, el detective Fenerman deshizo el oscuro corro y se acercó a ella.

—¿Señora Stead? —preguntó por encima del cordón que los separaba.

—Sí.

—¿Tiene usted una hija en el colegio?

—Sí.

—¿Sería tan amable de acompañarme?

Un joven agente condujo a la señora Stead por debajo del cordón policial y a través del campo de trigo revuelto y lleno de baches donde se hallaban los demás hombres.

—Señora Stead —dijo Len Fenerman—, ¿le resulta familiar esto? —Levantó un ejemplar en rústica de
Matar a un ruiseñor—.
¿Leen esto en el colegio?

—Sí —respondió ella, palideciendo al pronunciar el monosílabo.

—¿Le importa si le pregunto...? —empezó a decir él.

—Noveno curso —dijo ella, mirando los ojos azul pizarra de Len Fenerman—. El curso de Susie.

Era terapeuta, y confiaba en su habilidad para encajar las malas noticias y hablar con racionalidad de los detalles escabrosos de la vida de sus pacientes, pero se sorprendió a sí misma apoyándose en el joven agente que la había acompañado hasta allí. Me di cuenta de que le habría gustado haberse ido a casa con los demás vecinos y estar ahora en el salón con su marido, o fuera, en el patio trasero, con su hijo.

—¿Quién da la clase?

—La señorita Dewitt —dijo—. A los chicos les parece un regalo después de
Otelo.


¿Otelo?

—Sí —dijo ella; sus conocimientos sobre el colegio de pronto eran muy importantes, con todos los agentes escuchándola—. A la señorita Dewitt le gusta graduar la dificultad de las lecturas, y justo antes de Navidad hace un gran esfuerzo con Shakespeare y después reparte Harper Lee como premio. Si Susie llevaba
Matar a un ruiseñor
ya debía de haber entregado su trabajo sobre
Otelo.

Toda esa información se verificó.

La policía hizo llamadas. Yo observaba cómo se ampliaba el círculo. La señorita Dewitt tenía mi trabajo. Con el tiempo, se lo enviaría por correo a mis padres sin corregir. «He pensado que tal vez les gustaría guardarlo —había escrito en una nota—. Mi más sentido pésame.» Lindsey se quedó con él porque mi madre no se vio con fuerzas para leerlo. «El condenado al ostracismo: un hombre solo», lo había titulado. Lindsey había sugerido «El condenado al ostracismo» y yo había añadido la segunda parte. Mi hermana le había hecho tres agujeros y había guardado cada hoja escrita cuidadosamente a mano en un cuaderno vacío. Lo dejó en su armario debajo de su maleta de Barbie y la caja donde guardaba sus muñecos Ann y Andy Raggedy en perfecto estado, que yo tanto le había envidiado.

El detective Fenerman telefoneó a mis padres. Habían encontrado un libro de texto que podían haberme dado ese último día.

—Pero podría ser de cualquiera —dijo mi padre a mi madre al comienzo de otra agitada noche en vela—. O podría habérsele caído por el camino.

Aumentaban las pruebas, pero ellos se resistían a creer.

Dos días después, el 12 de diciembre, la policía encontró mis apuntes de la clase del señor Botte. Los animales se habían llevado la libreta de donde estuvo inicialmente enterrada: la tierra no coincidía con las muestras de los alrededores, pero habían encontrado el papel cuadriculado con las teorías garabateadas que yo no había entendido, pero aun así había copiado obedientemente, cuando un gato había derribado un nido de cuervo. Entremezclados con las hojas y las ramitas estaban los trozos de papel. La policía separó el papel cuadriculado junto con fragmentos de otra clase de papel, más fino y quebradizo, que no tenía rayas.

La niña que vivía en la casa del árbol reconoció parte de la letra. No era la mía, sino la del chico que estaba colado por mí, Ray Singh. En papel de arroz especial de su madre, me había escrito una nota de amor que yo nunca llegué a leer. Me la había metido en el cuaderno el miércoles, mientras estábamos en el laboratorio. Tenía una caligrafía elegante. Cuando llegaron los agentes, tuvieron que juntar los trozos de mi libreta de biología y los de la nota amorosa de Ray Singh.

—Ray no se encuentra bien —dijo su madre cuando un detective llamó a su casa y quiso hablar con él.

Pero a través de ella averiguaron lo que querían saber.

Ray asintió a medida que ella le repetía las preguntas de la policía. Sí, le había escrito una nota de amor a Susie Salmón. Sí, la había metido en el cuaderno de Susie después de que el señor Botte le hubiera pedido a ella que recogiera los ejercicios. Sí, se había llamado a sí mismo el Moro.

Ray Singh pasó a ser el primer sospechoso.

—¿Ese chico tan encantador? —le dijo mi madre a mi padre.

—Ray Singh es simpático —dijo mi hermana con voz monótona durante la cena de esa noche.

Observé a mi familia y supe que lo sabían. No había sido Ray Singh.

La policía irrumpió en su casa y lo intimidó, insinuando cosas. Les estimulaba la piel oscura de Ray, que para ellos era sinónimo de culpabilidad, así como la rabia que les provocaba sus modales, y su hermosa pero demasiado exótica e inalcanzable madre. Pero Ray tenía una coartada. Podían llamar a un buen número de países que testificarían a su favor. Su padre, que enseñaba historia poscolonial en Penn, le había pedido a su hijo que hablara de la experiencia de los adolescentes en una conferencia que había organizado la International House el día que yo morí.

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